18


Otro día más. Ha llegado la hora de esconder mi libro.

Jéróme se ha llevado las ovejas a los pastos altos y estará fuera todo el día. Primero miro por toda la casa, pero sólo hay dos habitaciones pequeñas, sin desván, sin escondrijos. Salgo por la puerta, palmeando el tesoro junto a mi rodilla, y aspiro el suave aire templado, con el limpio aroma a heno que siempre sigue a una tormenta. Allí de pie, contemplando los campos, me doy cuenta de lo mucho que he cambiado.

No quiero que Jéróme sufra ningún daño, la sola idea me inquieta. Es la primera vez en muchos meses que pienso en alguien además de en mí misma. Es más, estoy pensando en el futuro, en lugar de vivir en el pasado. No quiero que apresen a Jéróme por mi culpa o por un estúpido cordel que ya no llevo, o por la sagrada Palabra, que si alguien descubre significa tortura y muerte. Sin embargo nunca se me ocurrió pensar en la señora Flavia mientras estuve en su casa. También a ella podían haberla matado, a ella, a su marido y al pequeño. Estoy avergonzada. ¡Si hubieran llegado a saber el peligro que corrían!

Miro el umbral de losas negras y luego el paisaje. Las nubes surcan el cielo lechoso como ovejas, o como la espuma del mar en la cresta de las olas, y el patio embarrado se me antoja acogedor y familiar, con sus profundas huellas de cascos y los postes del viejo carro apoyados contra el cobertizo.

Abro la verja, que cuelga de su oxidada bisagra, y echo a andar por el sendero buscando un agujero, una cueva, una piedra suelta. Tardo un buen rato en encontrar lo que busco: un árbol a un lado del camino, en la colina. Las raíces están parcialmente al descubierto, entran y salen de la tierra como serpientes formando pequeñas cavidades. Lo mejor de todo es que el árbol está apartado del camino más transitado.

Tardo sólo un instante en encontrar un agujero y esconder mi libro, protegido por su lona verde, entre el amasijo de retorcidas raíces. Tapo el hueco con tierra y piedras y peino la hierba mojada para ocultar la tierra removida. Luego me aparto un poco: no se nota casi nada. Mañana plantaré aquí un arbusto, para ocultar todavía más el lugar. Mientras tanto vuelvo al camino y veo que mi falda, al arrastrarse, ha doblado las hierbas relucientes cubiertas de rocío. Cualquiera advertiría que alguien ha estado trasteando en el árbol.

Para ocultar mis huellas vuelvo al sendero, me agacho y me alivio el vientre. Sí, unas heces grandes y marrones, por si alguien se pregunta qué hacía una persona por aquí. A mediodía la hierba se enderezará de nuevo para ocultar la prohibida Palabra de Dios, dejada al cuidado de un árbol amable.

Cuando llego a la casa, Jéróme ya ha regresado. El corazón me da un vuelco. Supongo que se me ilumina el rostro, pero él me mira las manos, llenas de tierra, los zapatos y las faldas embarradas. Sin darme cuenta escondo las manos detrás de la espalda.

—Has vuelto temprano. —Me siento tan culpable como una niña a la que hubieran pillado con las manos en la masa.

—¿Dónde has estado? —me pregunta.

—Por ahí, en la colina, dando un paseo.

—¿Un paseo?

—Quería ver la granja desde arriba, nada más.

Se queda mirándome. Veo que se da cuenta de que estoy mintiendo y siento que el rubor me sube por el cuello y se extiende por mi cara.

—¿Qué pasa? ¿No puedo ni salir? ¿Es que tienes alguna objeción? He ido a echar un vistazo por la zona, por si te interesa, y ahora he vuelto a por los cubos de agua. Pensaba hacer la colada. ¿Te importa?

En el futuro pondrán la ropa en barriles, pronunciarán unas palabras mágicas, y los barriles harán el trabajo. No me extraña que las mujeres no vayan a envejecer entonces.

—¿Y tú qué haces en casa a estas horas? ¿Es que no tienes trabajo? —Suavizo la voz—. No estarás enfermo, ¿no? No estarás herido…

Me acerco a él y de pronto me detengo. Él mueve la cabeza diciéndome que no.

—Se me han olvidado las tenazas que necesito para arreglar el rastrillo. He venido a por ellas.

—Pues ya que estás aquí, ayúdame a cargar al poni —le pido, señalando con la cabeza los odres de agua—. No puedo pasarme aquí el día entero. Hay trabajo que hacer.

Jéróme se acaricia pensativo la nariz con el pulgar, luego se sacude las manos en las caderas, desechando sus pensamientos, y carga los odres vacíos en el lomo del poni.

—¿Podrás llenarlos tú sola? Pesarán mucho cuando estén llenos.

—Soy fuerte.

—Entonces hasta luego. —Se pone de pie, con los brazos cruzados, y se queda mirándome mientras yo me alejo llevando al poni de la cuerda. Por lo menos el libro está a salvo. Jéróme no corre peligro.

Jéróme se quedó parado un momento, pasando la lengua por los dientes, pensando en la conversación, recordando cómo ella ladeaba la cabeza y evitaba mirarle a los ojos. ¿Qué sabía de ella, en realidad? Estaba casi seguro de que había vivido con los herejes, y tenía la absoluta certeza de que no estaba en sus cabales, por la manera en que entraba y salía de su mundo de fantasías. Tal vez nunca había estado en Montségur y no sabía nada de un tesoro enterrado. Pero él estaba dispuesto a apostar un cerdo a que había estado allí, tal vez como mujer de un panadero o novia de un soldado. Era evidente que la experiencia le había hecho perder la cabeza, de modo que ahora se imaginaba haber sido un miembro de la nobleza, y a partir de ahí había creado su fantástica historia de amor con un caballero. Jéróme no se creía ni la mitad de sus desvaríos, pero eran historias entretenidas. Y era cierto que él tampoco podía quitarse de la cabeza la historia que le había contado Bernard del tesoro cátaro. ¿Y si por ventura Jeanne había estado de verdad en Montségur? ¿Y si sabía algo del tesoro? Dio una patada a una piedra del patio, que rebotó contra otra, dio un brinco y se quedó quieta. Muerta como una piedra. Bernard había dicho que los inquisidores buscaban a una mujer. Desde la verja Jéróme miró el bosque y el campo donde se partía la espalda trabajando. A duras penas se ganaba la vida con su granja. ¡La de cosas que podría hacer con unas cuantas piezas de plata o de oro! Un campesino no llegaba a verlas jamás; como mucho tocaba céntimos, si es que llegaba a tocar alguna moneda. ¡Pero un tesoro! Podría comprar simiente, contratar a un hombre que trabajara con él en la granja, reparar la verja, incluso comprar un buey, porque un buey era mucho más fuerte que un burro o un poni. Plantaría una viña, y manzanos y cerezos en el huerto, perales y membrillos, y al pensar en Jeanne yendo a por agua, soñó con construir para ella un lavadero alimentado por un manantial. Lo rodearía de buenas piedras que retuvieran el agua limpia y pondría en un extremo una roca plana para batir la ropa. Tal vez podría ampliar la granja para mantener también a una de sus hijas, con su marido y sus hijos; o si no, compraría la tierra del valle propiedad de Raymond Domergue.

Cuando por fin encontró las tenazas volvió al campo, acariciando sus sueños y pensando una y otra vez en la hermosa mujer que había entrado tan súbitamente en su vida, que como un milagro había llegado para ayudarlo con el trabajo de la granja y aliviar su soledad. Recordaba cómo se había preocupado por él hacía un instante, cuando le preguntó si estaba herido. Pero sabía que tenía que ir con cuidado. Jeanne estaba un poco loca. Es más, le habían hecho mucho daño. Tenía miedo. Una palabra fuera de lugar, un gesto inapropiado, y se marcharía. Lo sabía muy bien, al igual que sabía calmar a un caballo o convencerlo para que atravesara un lugar peligroso, al igual que sabía frotar sus músculos y tranquilizarlo con paciencia y silencio. Jeanne era una mujer salvaje, tal vez incluso una bruja, porque a buen seguro lo estaba hechizando con sus historias y su risa. Como sus profecías del mundo futuro. ¡Que la gente corriente iba a leer libros! Jéróme resopló impaciente. ¡La de copistas que harían falta para que todo el mundo tuviera un libro!

Comenzó a trabajar, moviendo y girando las hojas del rastrillo para ponerlas de nuevo en su lugar. Luego afiló la guadaña y se puso a segar. Cuando volvió a detenerse, con la espalda y el cuello chorreando de sudor, todavía no había decidido qué hacer.

Estaba el asunto de Esclarmonde de Foix, hermana del conde de Foix. Lo único que Jéróme sabía de aquella mujer era una historia de taberna: que el compañero de santo Domingo, el hermano Esteban, la había puesto en su lugar cuando ella intentó unirse a una discusión sobre temas espirituales.

—Id a atender a vuestra rueca, señora. Estas materias no son asunto vuestro.

Algunos de los hombres de la taberna se echaron a reír por el ingenio del monje, y otros se rieron del despecho que debió de sentir la mujer ante el grosero comentario. Era una mujer educada, señora de sus propias tierras, y no estaba acostumbrada a que la menospreciaran de aquella manera.

Por otra parte Jéróme recordaba también que hacía varios años habían quemado a cuatrocientos perfecti, hombres y mujeres, en Lavaur, cuando los cruzados tomaron la ciudad. ¡Cuatrocientos de una sola vez! Estaban protegidos por la castellana de Lavaur, Guiraude, hija de la renombrada perfecta Blanche de Laurac (incluso Jéróme había oído hablar de esa mujer, famosa por su caridad y sus oraciones). Cuando cayó la fortaleza, los cruzados, en contra de todos los principios de la guerra y el honor, sacaron a Guiraude a rastras por las puertas de la ciudad, la arrojaron a un pozo y echaron piedras hasta enterrarla. Su posición no bastó para salvarla de la turbamulta. ¿Qué le pasaría, pues, a una campesina solitaria?

Las guerras se recrudecieron con acciones de ambas partes. En Cordes arrojaron a un pozo a tres inquisidores dominicos. Al año siguiente, en Moissac, los inquisidores quemaron a doscientas diez personas en la hoguera. Los dominicos fueron expulsados de Tolosa y, en represalia, ochenta y tres cátaros fueron quemados vivos en Marne.

Y allí estaba Jeanne.

De pronto pensó en echarla. Esa misma noche le diría que tendría que marcharse por la mañana. Sería generoso, le daría un odre de agua, un pan y unas cebollas, y tal vez algunas legumbres.

Pero al cabo de un instante decidió llevarla a la iglesia el domingo, a ver cómo se comportaba durante el servicio y si conocía las tradiciones católicas o no. A las brujas no les gustaba la iglesia, ni a los herejes, suponía, aunque a decir verdad, él no tenía experiencia con unas ni con otros. Jéróme se quitó la gorra y se secó el sudor de la frente con el brazo. Nunca había conocido a una bruja, pero había oído que por las noches volaban con sus escobas, y que eran criaturas horribles, jorobadas y viejas, desdentadas y con las barbillas puntiagudas y torcidas como si quisieran tocar sus largas narices aguileñas. Bueno, Jeanne no tenía ese aspecto. Además, él era un buen católico, un creyente en Cristo nuestro Señor, y ninguna bruja o hereje podía hacerle daño mientras él fuera a misa y pronunciara sus oraciones sagradas, como hacía todas las noches.

No, Jeanne era una mujer buena… Había pensado en ir a por agua para lavar. Y bastante atractiva, también. ¿Y si por ventura podía conducirlo hasta una moneda de oro? De modo que daba vueltas y vueltas al problema. ¿Quién era Jeanne?

De pronto, impulsivamente, dejó sus herramientas y echó a andar colina arriba, hacia donde Jeanne había estado. No tardó en llegar al haya.

Se quedó allí un momento, frotándose pensativo la nariz. Las huellas eran claras. Aquí se había detenido y se había apartado del camino, atajando hacia la izquierda a través de la hierba. Pero aquí las hayas y los fresnos tapaban la vista, y a nadie se le ocurriría subir tanto, pensó, sólo para ver los campos. Los campos se veían desde la puerta del corral.

Se quedó mirando la hierba, todavía algo doblada, aunque empezaba a enderezarse a medida que los tallos se secaban al sol. Jeanne había llegado hasta el árbol. ¡Agh! Jéróme se inclinó para examinar las heces frescas y cuando se incorporó escudriñó las raíces expuestas del haya. Miró de nuevo los matorrales de alrededor, los árboles blancos, silenciosos como centinelas, el sinuoso sendero que ascendía por la montaña.

¿Pero por qué había ido Jeanne hasta allí? Las hojas de los árboles se mecían suavemente sobre su cabeza. Jéróme casi podía sentir su calor, como si los propios árboles conocieran sus secretos y los soplaran al aire. El haya era de un gris blanquecino, con una suave corteza. Sus gruesas raíces se retorcían como serpientes, aferrándose con tal fuerza al terreno rocoso que Jéróme se preguntó si era la tierra la que ofrecía agarre al árbol o, por el contrario, era el árbol el que sujetaba la tierra.

Miró de nuevo en torno a él y por fin dio media vuelta y volvió al campo. Su curiosidad todavía no estaba satisfecha: Jeanne había ido hasta allí por alguna razón que no le había confesado. Ahora bien, ¿qué iba a hacer él? Se acordó de Alzeu. Si Jeanne era una hereje, era peligroso tenerla en su casa.

Descargo los odres de agua del poni. Son pesados, y pesarán todavía más cuando estén llenos. El animal agacha la cabeza para comerse los berros y la hierba mojada que crece junto al arroyo, y una vaharada de menta llena de pronto el aire. Me detengo un momento, mirando la luz que se refleja en las ondas del agua, pensando en mi conversación con Jéróme. Por primera vez me veo como una niña ansiosa y egoísta. Yo no amaba a William, sino que lo ansiaba para mí, e hice todo lo posible para conseguirlo. ¿Alguna vez había preguntado qué podía hacer por él?