La mañana siguiente me despierto con una fría lluvia blanca que cae en ráfagas sesgadas contra la casa, tamborileando en las contraventanas de madera. Se filtra por un agujero en la paja y gotea en el suelo mojado, un suelo de tierra mezclada con sangre de buey, creo, y batido hasta hacerse duro como la roca. La lluvia cae en el patio del establo, salpicando barro.
No hay señales de Jéróme.
Salgo al estercolero y busco un lugar resguardado para hacer mis necesidades, luego vuelvo a la casa y, aunque me limpio el barro de los viejos zapatos de cuero, dejo huellas mojadas. Es una casita cómoda y acogedora, a pesar de las goteras, que de todas formas pueden arreglarse. Se me alegra el ánimo. Enciendo el fuego, abriendo sólo un poco la solapa de cuero de la chimenea, para que no entre la lluvia. La gata de rayas grises se acerca con sus patitas blancas y me maúlla.
—Quieres ver cómo enciendo el fuego, ¿eh?
Se acomoda a un lado, con la cola curvada sobre las patas delanteras. Se lame una pata y se limpia detrás de las orejas, y yo me lleno de sensaciones dulces que ni siquiera puedo nombrar. Luego hago gachas de avena, suficiente para los dos, aunque no sé dónde se ha metido Jéróme. Después barro la casa, rebusco y exploro los toscos estantes y las jarras y bolsas de medicinas y herramientas. La casa de un granjero. Jéróme no es rico, pero tampoco es un campesino cualquiera; le ha ido bien con sus dos hectáreas. Estoy buscando un escondrijo para mi tesoro envuelto en su lona verde. De momento yace bajo la paja del almacén, pero necesito encontrar un lugar más seguro antes de que acabe el día.
Busco harina para hacer pan, pero no encuentro horno para cocerlo. Tendré que hacerlo sobre las ascuas del fuego, un método insatisfactorio que quema la corteza por fuera y a veces deja la miga cruda.
Para cuando termino, aparece Jéróme, cierra de golpe la puerta contra la lluvia y gotea en el suelo.
—No te acerques —le digo—. Quítate las botas, que acabo de barrer.
—No me agobies, mujer. —Pero se sienta en el banco junto a la puerta y se quita obediente las botas mojadas. A continuación se acerca al fuego y se frota las manos ante las llamas—. Menudo día de perros.
—Toma. ¿Has comido?
—Gracias. —Toma las gachas con las dos manos. Luego busca algo en el bolsillo—. Te he traído una cosa.
—¿A mí?
—He ido a ver a los vecinos al pie de la colina, a tres kilómetros. Los Domergue. Marido y mujer con seis hijos, dos de ellos están casados y ayudan en la granja. Les he dicho que te encontré ayer en el pueblo, que eres mi prima y has venido a buscarme desde Montaillou. —Me mira con la cabeza ladeada—. ¿Te acordarás de eso?
—Montaillou.
—He pensado que está bastante lejos de aquí, arriba en las montañas. Desde allí se puede ir directamente a Aragón.
—No lo conozco. Habría sido mejor que dijeras que vengo de las planicies de Foix.
—Bueno, puede que antes vinieras de Foix. En fin, el caso es que tu esposo ha muerto, y tus hijos y casi todos tus parientes.
—¿De qué han muerto?
—Eso todavía no me lo has dicho. Yo creo que de viruela.
Jéróme se encoge de hombros y sonríe con timidez, pero yo me sobresalto. ¿Le he hablado de mi encantadora Guilhamette? No, porque él prosigue sin pensar y yo escucho con atención, ya que nuestras vidas dependen de ello.
—Les he contado que eres prima hermana de mi madre. Mi madre se llamaba Anne.
—Anne.
—Y mi padre era Arnaud Ahrade. Nunca nos habíamos visto, de manera que las mujeres querrán venir por aquí más adelante, para verte la cara. Les he dicho que estabas loca de dolor y que apenas hablabas, por si te contradices, para que no se extrañen.
—¿Les has dicho que estaba de duelo? ¿Y por qué he venido a buscarte? —Y siento las lágrimas de nuevo en los ojos, contra mi voluntad. Rechino los dientes. No lloraré, aunque el dolor cae gota a gota sobre mi corazón.
—Pues les he dicho que no lo sé, pero que eres de aspecto agradable y que pareces bastante fuerte para trabajar. —Intenta animarme—. Mira, te he traído un regalo de Alazaïs Domergue. Les he contado que sólo tenías una toca, sucia y rota, y que no teníamos tiempo para comprar una nueva en el pueblo.
Extiende en mi regazo un paño blanco para hacer una toca, y se me encoge el estómago. Dejo mi cuenco y aliso el paño con las dos manos, sin atreverme a alzar la vista. Parece precioso. Mi toca. Jéróme salió a la lluvia por mí.
—Gracias. —El hilo es fresco en mi mano—. Gracias —susurro, y al instante me levanto y me cubro el pelo largo y greñudo.
¡Justo lo que había deseado el día anterior! Un griñón, blanco como el de la señora Flavia. ¡Ay!, amado Dios, «que te cubrirá con sus alas y su fe como un escudo».
—Bueno —digo—, me quedaré un día o dos. —Me río de placer—. La prima de tu madre tiene cosas que hacer en otro sitio, pero se quedará un tiempo y limpiará la casa, cocinará para ti y remendará un poco tu ropa. A ver si encarrila un poco a su primo, que no tiene dos dedos de frente: ¡Ya podía haber arreglado la gotera del techo! —Me río otra vez, asumiendo mis aires del campo.
El hecho es que me gusta este hombre afable. Estoy cómoda aquí y si los inquisidores nos dejan en paz, sería un placer ayudarle a cambio de refugio. Tal vez con el tiempo dejen de temblarme las manos. Me aliso la falda. Hacía mucho tiempo que no encontraba compañía, amigos auténticos. Quisiera salir corriendo, porque tengo miedo, pero al mismo tiempo espero con ilusión la visita de los Domergue.
Más tarde Jéróme se lleva las ovejas a los pastos y cuando vuelve se pone a reparar arreos de cuero junto al fuego. Yo coso el roto de mi falda. La lluvia arrecia furiosa, un chaparrón de otoño. La casita es acogedora y cuando termino de coser empiezo a preparar la cena y nos contamos tímidamente nuestras historias. Él estaba casado, como ya me había dicho, y sus hijas se han casado también y se han marchado con sus maridos. Una de ellas tiene dos hijos, la otra ha sufrido varios abortos o se le han muerto los niños al nacer. Es el castigo de la mujer, desde que Adán y Eva fueron expulsados del Edén, y no hay mayor dolor.
—A un hijo se lo quiere más que a nada —murmuro—. Una se olvida para siempre del dolor del parto, pero jamás olvida el dolor de su pérdida.
Hay algo en el ruido de la lluvia, en la seguridad de las sombras, que invita a confidencias.
—Yo nunca he dejado de llorar a mi niña. Le puse Guilhamette, por un gran amigo, y tenías razón: murió de viruela. Yo misma creí que me iba a morir también, de pena. La pobre no estaba destinada a este mundo, pero tal vez es más rica que nosotros. El Señor nos da y el Señor nos quita.
—Lo siento —dice él—. ¿Y tu marido?
—Me casé dos veces. La primera cuando apenas era una niña.
—¿Qué pasó? ¿Murió?
—Un día llegué a casa por sorpresa y me lo encontré en la cama con su hermana.
Jéróme se echa a reír. Yo hago una mueca, me encojo de hombros y me río también.
—Pues en aquel momento no me hizo ninguna gracia. Me sentí traicionada y herida en mi orgullo. Me fui de casa, aunque él se había gastado mi pequeña dote en sus guerras.
—¿Tenías una dote? —me pregunta con cara de sorpresa.
—Muy pequeña. —De pronto me siento avergonzada, porque seguro que sus hijas acudieron sin nada a sus bodas. Yo no sabía lo rica que había sido.
—A pesar de todo. —Jéróme asiente con la cabeza, pensando. Al cabo de un momento añade—: Es una historia muy triste.
—Sí. Pero la verdad es que no le quería. Y fue hace tanto tiempo que es como si le hubiera pasado a otra persona.
Era cierto. La verdad cruda es otra, pero no voy a hablarle de William, en honor a quien puse el nombre a nuestra hijita; William, el esposo de mi corazón.
—¿Estás bien? —pregunta—. ¿Qué te pasa?
—Nada.
Estaba embarazada de cuatro meses cuando llegó la carta de Baiona. Con ella aferrada en la mano y seguida de Loup-Baiard, corrí a mi cámara privada en la torre, sintiéndome afortunada de que mi esposo fuera un caballero tan rico que me permitía tener una cámara para mí sola, donde podía abrazar una carta contra mi corazón. En mi habitación había una silla tallada, alta y lustrosa, y un baúl de la misma madera obscura, una mesa y esteras limpias en el suelo. La mesa estaba cubierta por un tapete cosido por Baiona.
«Me caso —me escribía—. Quiero que conozcas al hombre que amo, y sé que también os querréis mutuamente. Ven pronto. Estamos todavía en Pamiers, donde Esclarmonde ha establecido su hogar». Luego me contaba noticias del castillo y de una o dos amigas.
Yo estaba encantada de dejar a Gobert y su sombría hermana, con su rostro duro y severo y su olor avinagrado. Cuando monté en mi caballo ella me sonrió, tal vez por primera vez, me deseó buen viaje dándome unas palmaditas, y me dijo que me quedara todo el tiempo que quisiera. Y yo, pobre niña, me abrí a su amabilidad, ansiosa de afecto y agradecida de que me apoyara en mi decisión, sin conocer todavía la razón. Escoltada por dos hombres de armas volví a Pamiers, y cada legua que recorría aumentaba mi contento, porque volvía a casa para ser testigo de la boda de mi amiga. Me reía con los hombres y arreaba a mi caballo al galope, compitiendo con el viento y el aire. Cuando llegué me arrojé a sus brazos y nos besamos como hermanas, riendo de alegría.
—Baiona, no me has dicho nada de él. ¿Quién es?
—Tú le conoces.
—¿Quién es?
—¡Es William!
Me quedé de piedra.
—¿William?
—Tu amigo.
—¡No!
—¿Qué pasa, Jeanne? ¿Qué tienes?
—¿De Montségur?
—Sí. Me ha dicho que erais amigos.
—Eso te ha dicho. —Me daba vueltas la cabeza.
—No te vayas. ¿Qué he hecho? ¡Jeanne, no pongas esa cara!
—Es…
—¿Qué?
—¡Es mío! ¡Yo lo conocí antes! William vive… —me golpeé el pecho con el puño— aquí. Me quiere a mí, no a ti. ¡Estamos unidos de por vida! —grité, acordándome de la poción.
—¿Qué estás diciendo?
—Que William es mío, no tuyo. ¡Es mío!
Baiona retrocedió, apoyándose con una mano en la pared.
—Me voy a casar con el hombre que…
—¡Sí! ¡El hombre al que quiero! Le quiero, sí.
—No —susurró Baiona.
—Él sólo te quiere por tu dinero —le espeté—. Tiene que casarse con una mujer rica. Él mismo me lo dijo. —¿Habría hablado yo así si Baiona no me hubiera robado antes a Roger? Vi cómo mudaba el semblante, sus ojos se apagaron y me recorrió un escalofrío de placer al pensar que la había herido como ella a mí.
—¿Es una broma?
—En Montségur yacimos juntos —mentí—. Me juró su amor eterno. Quería casarse conmigo.
—¿Por qué no me habías dicho nada? William me contó que te conocía, nada más, que os habíais hecho amigos en Montségur. ¿Te estás inventando todo esto? Cuando volviste nunca mencionaste a William, no me dijiste ni una palabra, a mí, que soy tu mejor amiga. —Me tomó la mano, escudriñando mi rostro furioso—. Pero estás casada con Gobert.
Yo no dije nada.
—Llevas dentro al hijo de tu marido. —Todavía intentaba asimilar la noticia—. El hijo de Gobert.
Yo sonreí con maldad.
—¿Ah, sí? ¿Estás segura de que es suyo?
—¡Fuera! ¡Fuera de mi vista! ¿Cómo te atreves…?
—Mi espíritu yacerá entre vosotros en vuestra noche de bodas —la maldije—. Estaré presente en cada abrazo.
—¡Mientes! ¡Mientes!
En ese momento entró William. Nos encontró separadas por un par de metros, enfrentadas la una a la otra. No sé lo que sintió Baiona, pero yo estaba desgarrada entre la desesperación y la indignación ante ella, que tenía los hombros caídos y la cara surcada de lágrimas, y ante William, que sin hacer caso de lo que sucedía, nos atrajo hacia él y nos abrazó, una a cada lado, apretándonos una y otra vez como si fuéramos fuelles porque nosotras no respondíamos a sus atenciones.
—Nuestra trinidad de amor —dijo como un idiota—. Un hombre y dos mujeres, a cuál más hermosa. ¡Y los tres nos queremos! Mi amor —se volvió para besar a su novia.
Pero ella se echó a reír como una histérica.
—¡Ay, William! —Se apartó y con una expresión enloquecida salió corriendo de la habitación.
Pero yo me había quedado clavada al suelo, todavía del brazo de William, contenta de estar allí, a pesar de todo.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó perplejo.
Yo me abracé a él y le besé los labios, la cara.
—Jeanne, ¿qué le has dicho? —insistió, apartándome.
—Le he dicho que me perteneces. Que nos amábamos en Montségur. —Yo seguía abrazada a su cuello.
Entonces me agarró las manos y me dio una bofetada.
Yo me aferré a él.
—¡William!
Pero él salió en pos de Baiona, dejándome sola, llorando de rabia. No estaba orgullosa de lo que había hecho.
Más tarde vino a buscarme a la sala común. Nunca le había visto tan enfadado.
—Ve a pedir perdón. —Me apretó el brazo hasta hacerme daño—. Ve a decirle que todo es mentira. Has mentido.
Yo le miré la cara. Nunca me había dado cuenta de que sus ojos azules flotaban hacia arriba bajo sus párpados, dejando una media luna blanca debajo. Aquello le confería una fría sensualidad.
—Venga.
Hice lo que me pedía. Baiona me escuchó asintiendo con la cabeza, con el mismo gesto frío que habría esbozado Esclarmonde, y yo no hice ningún intento de acercarme o de tocarla.
—Mi hijo es de Gobert —añadí—. De eso no hay duda.
Ella aceptó mis disculpas con un regio asentimiento.
—Pero nunca volveremos a ser amigas —aseveró—. No te conozco, no me gustas, no confío en ti. —Hizo una pausa—. Por otra parte no veo razones para contarle esto a Esclarmonde. Olvida que ha sucedido.
Hacía bien en no confiar en mí. Me marché herida, furiosa y resentida, pensando que la poción había sido un fraude.
Una semana más tarde los vi pronunciar sus votos e intercambiar los anillos en el jardín del castillo, bajo un manzano en flor. Baiona estaba pálida, pero caminaba con la cabeza alta y su habitual elegancia, contenida y regia, y aceptó las felicitaciones de los invitados con una sonrisa. Era muy feliz. A mí me maravilló poder soportar la ceremonia, bendecir su unión, pero en cuanto se terminó eché a correr por el césped, lejos de la visión del hombre que amaba casado con otra. Estaba besando a su novia y yo corría, corría lejos de ellos. Irrumpí en el jardín de hierbas aromáticas y me escondí, de espaldas al muro, llorando inconsolable. El corazón se me retorcía en el pecho como un animal herido, se estaba rompiendo en dos, no, en una multitud de fragmentos ensangrentados, hecho añicos como el cristal. El dolor era tan intenso que me mordí el brazo para apagar mis gritos, mordí mi propia carne hasta que las marcas de los dientes llamearon rojas en la piel y se amorataron. Al día siguiente monté sobre mi caballo con el corazón helado para volver con mi marido Gobert y su gélida hermana, que me trataría con distante y cortés reserva, y donde mi hijo, poco después de decidir que no le importaba nacer, saldría de mi cuerpo dejando un rastro pegajoso de baba roja goteando por mis piernas.
Pasaron cinco años. Mi matrimonio con Gobert se había anulado y me había trasladado a una casita de Tolosa, comprada con el dinero que me había dado Gobert para que mantuviera en secreto la razón de la separación. El país todavía estaba en guerra y yo me había unido a la resistencia. Me dedicaba a llevar mensajes. Era cinco años mayor, casi había cumplido los veinte. Una noche, cuando salía de una reunión para volver a mi casa, oí que me llamaban.
—Jeanne.
Era William. Me dio un vuelco el corazón. Él también había cambiado. Estaba más gordo y en sus sienes el pelo comenzaba a encanecer. Caminaba con aire autoritario y se erguía todavía más alto, si era posible, lleno de seguridad. Hacía cinco años que no sabía nada de él. Por lo visto se había unido a la corte de Raimundo VII, conde de Tolosa.
—Jeanne, no sabes cuánto me alegro de verte. ¡Pero bueno! —exclamó riéndose, dándome la vuelta—. Cómo has crecido. Estás guapísima.
Al principio me sentí avergonzada con los recuerdos. Pero él sonreía.
—¿No te alegras de verme? Yo no supe qué decir.
—¿Cómo está Baiona? —pregunté tensa. Se echó a reír otra vez y me estrechó entre sus brazos para besarme.
—Está bien. Vive en Foix. Vamos, te acompaño a tu casa.
Me tomó del brazo y me escoltó por las oscuras calles de piedra hasta mi casa, sin dejar de hablar. Yo no lo invité a pasar. Las semanas siguientes me lo fui encontrando por todas partes. Al principio pensé que había perdido su efervescencia de muchacho, pero de vez en cuando esta volvía a asomar en un guiño travieso de sus increíbles ojos azules, o cuando se mecía sobre los talones riéndose en silencio de algo gracioso. ¿Cuándo me di cuenta de que William coqueteaba conmigo, parado ante mí con las piernas separadas y las manos en sus estrechas caderas, o echado hacia atrás sobre sus talones, mirándome sonriente a los ojos? Se exhibía ante mí, me dirigía largas y sensuales miradas. Tardé varios días en comprenderlo, quiero decir, en recordar que había hecho lo mismo en Montségur. Ya entonces coqueteaba conmigo.
—¿Es que no lo entiendes, tonta?
—¿Qué tengo que entender?
—Que no hay otra como tú. ¿Ya no me quieres?
—¿Qué estás diciendo?
—Nunca te he olvidado. Ni a ti ni tu maravillosa declaración de amor. Pero entonces no pude responder a ella. ¿Todavía me quieres? ¿Por qué ahora no me quieres? No hay nada que pueda interferir entre tú y yo.
Yo me quedé horrorizada.
—¿Pero qué dices? Estás casado. —Me puse a pasear nerviosa por el salón, pero no pude echarle. Había deseado tanto ese momento…
—Mi matrimonio con Baiona no tiene nada que ver con lo que siento por ti.
Me puso las manos en los pechos. Yo no podía moverme.
—¿No te gusto ni siquiera un poco?
Ahora me besaba.
—Ay, Jeanne, te he echado tanto de menos… —Yo estaba loca de deseo, y a la vez me odiaba. Intenté apartarlo.
—¿Por qué no me quisiste en Montségur?
Él retrocedió, dio dos pasos, se volvió, avanzó de nuevo dos pasos y dio una palmada, como si quisiera borrar aquel recuerdo.
—Porque quería una mujer que tuviera propiedades. No podía permitirme dejarte embarazada. Pero ahora los dos hemos crecido, nada puede detenernos. A menos… —se interrumpió—. A menos que ya no te guste. No soy más que un faydit sin tierras. No tengo nada que ofrecer…
Entonces comenzó el juego del gato y el ratón. La causa nos unía, pero además él me perseguía sutilmente, encontrando siempre la manera de que pudiéramos trabajar en la misma misión. A veces se me acercaba por detrás y me rodeaba con un brazo, luego me rozaba los pechos con el dorso de la mano, para ponerme duros los pezones. Yo era un pájaro en una trampa. Si me encontraba sola en algún callejón me levantaba el pelo y me besaba la nuca, y cuando yo me daba la vuelta él me atrapaba en sus brazos buscando hambriento mi boca, y al final mi boca acababa buscando la suya.
Me llamaba «su amor», me contó que su esposa no le comprendía, que era una avara, siempre controlando el dinero. No entendía su necesidad de un gran caballo de guerra lombardo o español. Su caballo era viejo y pequeño y no tenía fuerzas para ganar premios en las justas. Él necesitaba uno que pudiera permitirle comprar un castillo, tierras. Y lo necesitaba para la guerra: ¿cómo podía vencer a un caballero francés y pedir rescate por él con un caballo tan lento? Pero Baiona vigilaba de cerca el dinero y sólo le daba monedas. Nos reíamos constantemente, jugando o planeando misiones. William era un hombre complicado. A veces caía en breves períodos de melancolía y al día siguiente entraba silbando en mi casa, más contento que unas pascuas.
Vivimos juntos diez meses. Yo le daba su armadura y lo veía vestirse, lo acompañaba hasta su pobre caballo y luego íbamos juntos a las ferias de animales. Le compré un caballo de guerra y fue todo un placer, aunque me costó hasta la última moneda que poseía. Él lo aceptó, me dijo, porque me amaba de verdad, y yo lo creo. Quería que tuviera una buena montura, quería que estuviera a salvo. ¿Cuántas veces me declaró su amor? Decía que cuando Baiona muriera, se casaría conmigo.
¿Me sentía culpable? Sí, pero él también ahuyentaba mis dudas. Me explicó que vivía con Baiona como si fueran hermanos. ¿Cómo podía estar mal lo que hacíamos? Y de todas maneras, me decía yo, yo no era responsable: había bebido la poción mágica.
Mis brazos en torno a su cuello, sus manos tirando de los lazos en mi pecho, las mías soltándole las hebillas, caíamos en la cama con William ya dentro de mí, empujando, embistiendo, nuestros labios unidos y yo casi desmayándome, resollando, aferrándome a él dentro de mí, engullendo hambrienta al hombre que amaba. Todo estaba entrelazado, nuestro amor, la causa, la traición, el amor y la guerra.
—Pues a mí no me parece que fuera tan fantástico. Yo miro a Jéróme.
—Era maravilloso.
¿Cómo había podido soltarlo todo así? No iba a confesar. La historia ha brotado como el agua que rompe un dique, el dique de mi deseo reprimido de hablar de William y del pasado. Jéróme resopla, muy poco convencido.
—¿Maravilloso, dices? Yo he conocido a hombres como él, soñadores, siempre pasando de una mujer a otra, sin paciencia para trabajar. Según tú ni siquiera podía mantenerse.
—Tuvo mala suerte.
—¿Cuál es la diferencia entre él, que se casó por dinero, y tu Gobert, que se gastó toda tu dote? William se gastó el dinero de su mujer en caballos para las guerras y las justas. Era un jugador, ¿no es así? Infiel a su esposa e infiel a su amante, que eras tú.
—Tú no lo conociste.
—¿Ah, no? Pues dime qué tenía.
Yo vacilo. ¿Quién sabe lo que cautiva el corazón de una mujer?
—Era el hombre más fascinante, más divertido y más guapo que he conocido. Nos inspiraba. Dejó de lado su vida por nuestra causa, y no tenía por qué haberlo hecho. Venía de otro país. Era cariñoso, gracioso, valiente. —Pero me tiembla la voz. Me estoy acordando de otras épocas.
Jéróme lanza una maldición.
—El encanto no dura. —Está concentrado en el cuero en el que trabaja. De pronto me mira—. Ese hombre fue infiel, y a mí no me gustan las mentiras. Te aseguro que si yo encontrara a la mujer adecuada y supiera que es honesta y sincera, no la dejaría ir por falta de dinero, ni se la entregaría a otro. Y si ella se casara conmigo, tampoco la engañaría. —Me mira con tal fiereza que yo me sonrojo y bajo la vista.
Nos quedamos en silencio un largo rato.
Me acuerdo de los tiempos en que llevaba mensajes para la causa, noticias o planes de incursiones, movimientos de las tropas francesas o información sobre los inquisidores del Papa. Mi tarea era simple. A veces tenía que dar el mensaje al panadero, a cuatro calles de distancia, que a su vez lo pasaba por relevos al pastor que lo llevaría a Aragón. Asistía a reuniones clandestinas y en alguna ocasión llevé mensajes a los luchadores de Saissac, Mirepoix, Peyrepertuse o Roquefixade.
Yo tenía una casa segura donde un Hombre Bueno o una Mujer Buena podía refugiarse por una noche o una semana, y donde podía reunirse un pequeño grupo para escuchar sus prédicas. A veces daba hospitalidad a algún caballero. Una noche oí que aporreaban la puerta y me precipité escaleras abajo en camisón, aterrorizada.
—¿Quién es?
—¡Abre! ¡Deprisa!
Reconocí la voz y abrí de golpe. William estaba en el umbral, casi sosteniendo en brazos a un hombre que sangraba y cojeaba. Los caballos pateaban en la otra calle.
—Deprisa.
—Está malherido.
Lo llevamos arriba.
—Mantenlo a salvo —dijo William—. Lo están buscando. Yo tengo que irme. No le digas a nadie que está aquí.
—¿Qué ha pasado?
—Una incursión. Hemos matado a un dominico. —Me dio un rápido beso y desapareció en la noche, sucio y lleno de barro, con la sangre de su camarada secándosele en la camisa.
Yo bañé al desconocido y le limpié el agujero que tenía en el vientre, pero era evidente que no sobreviviría a la noche, porque el estómago asomaba por la herida, que estaba llena de barro y madera.
Murió sin revelar su nombre ni información alguna. Yo no tenía forma de hacérselo saber a William. Mi problema era sacar el cuerpo de la casa sin que me vieran los vecinos. Quemé su ropa y metí el cadáver en un saco, como si fuera una bolsa de verduras. Mi criado lo cargó en un carro a plena luz del día. Salimos del pueblo hacia los campos, y allí lo sacamos y lo tiramos a una zanja, pobre hombre, para los buitres y los gusanos. No cavamos una tumba porque era mejor que pareciera que lo habían atacado los bandidos y lo habían dejado allí muerto después de robarle.
Dios sabe que había bastantes bandidos.
Envié al chico por las montañas hacia Aragón. Era una tontería que lo atraparan por lo que yo había hecho, o correr el riesgo de que me traicionara. Con dinero en el bolsillo, se marchó de buena gana.
Y siempre estaba William. Si andaba por la zona venía a mi cama por las noches, a mi casa de Tolosa, o a pedirme ayuda. Yo habría dado la vida por él.
—¿Y la segunda vez? —preguntó Jéróme. Yo di un respingo.
—¿Qué segunda vez?
—Me has dicho que te casaste dos veces.
—Ah, la segunda vez. Roland-Pierre. Era un hombre bueno y generoso. Yo lo quería, pero no con la pasión con la que amaba a William. Aun así estuvimos casados casi nueve años. Luego él murió.
—Así es la vida —comenta Jéróme.
Pero yo pensaba en el alegre Roland-Pierre, que había ido a luchar con el conde de Tolosa y volvió de la guerra convertido en un hombre melancólico. No podía sacudirse de encima su tristeza nerviosa. Yo intentaba animarlo con juegos, invitados y cazas de venados o jabalíes, pero su desesperación pesaba tanto sobre él que se veía, como un oscuro manto que le cubriera, negro como la muerte. Por más que hice, fue imposible sacarle de su melancólica tristeza. Los médicos lo ataron a una silla especial con correas de cuero y lo obligaban a tragar amargas purgas, tan repugnantes que Roland-Pierre vomitaba a borbotones; lo cubrieron de escayolas y cataplasmas tan pestilentes como un establo. Yo le tomaba la mano, pobrecito mío, y lloraba al ver su dolor y sus sufrimientos. No podía quitarse de encima esa acedía, que según los monjes es pecado.
—No murió —no puedo evitar seguir, en voz demasiado alta—. Se suicidó.
—¡Se suicidó! —exclama Jéróme horrorizado.
Me tiemblan las manos y dejo la cuchara.
—De modo que el diablo se ha llevado su alma —añade Jéróme con voz ronca.
—¡No! Le conseguí un entierro decente en suelo católico, con una buena lápida tallada. No iba a permitir que lo dejaran fuera de la Iglesia. Fue un accidente.
Pero nunca he dejado de preocuparme, siempre me he preguntado qué habrá sido de él. Dicen que los suicidas no pueden encontrar el camino hacia la Luz y vagan para siempre en la penumbra, perdidos. Yo no podía soportar pensarlo. Los Amigos de Dios dicen que los suicidas vuelven de nuevo a la tierra, a una vida incluso peor, y eso es demasiado espantoso para considerarlo siquiera.
Jéróme me mira ceñudo.
—Hiciste bien en enterrarlo en suelo consagrado.
—Sí.
Tuve que pagar una fortuna para que lo enterraran en las tierras santificadas de la iglesia, pero Roland-Pierre era un buen católico y un hombre devoto. Los curas exigieron la mayor parte de su hacienda por el favor de un entierro cristiano, pero yo no le guardo rencor por eso, pobre alma bondadosa, sabiendo que estaba en juego su vida eterna. El pobre sufrió mucho. Lo único que quería era aliviar el dolor. A mí me dolió y me enfureció que me abandonara, pero jamás le habría condenado al castigo eterno. Roland-Pierre me quería, y quería a mi pequeña Guilhamette. Tuvimos buenos momentos. Si yo podía amarlo a pesar de que se hubiera matado, ¿por qué no iba a amarlo Dios?
Cuando lo conocí era uno de los caballeros de la resistencia, joven y alegre.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó aquella noche, sentado ante el fuego de mi casa.
—¿Cuándo? —pregunté, fingiendo no saber a qué se refería.
—Ahora que estás embarazada. William dice que el padre ha muerto. —Al oír esto me quedé sin aliento.
—No ha muerto —contesté con voz queda, mirando las llamas—, pero no puede casarse conmigo. Tendré al niño. No será el primer bastardo que viene a este mundo.
—¿Y por qué no te casas? —me dijo, tomándome la mano.
—¿Y con quién me iba a casar? —repliqué riéndome, mirándolo divertida. Él sonrió.
—¿Por qué no conmigo? Nos iría muy bien juntos.
¿Por qué no? Él era más joven que yo y bastante atractivo. Si estaba dispuesto a pasar por alto mi condición, ¿por qué no aceptar a un hombre que me quería y daría un apellido a mi hijo?
Jéróme me mira receloso, esperando que prosiga. Yo bajo la cabeza.
—Eso fue hace mucho tiempo. Pero también he tenido buenos momentos. Mi vida no ha sido mala del todo, no me quejo. Roland-Pierre fue un buen marido y un buen padre para mi niña, que seguramente estará en el cielo. He amado y he sido amada, ¿qué más se puede pedir? —Hago un gesto con la cabeza, sonriendo—. ¿Y tú?
Y así pasamos la tarde, en casa, contándonos nuestras historias, con el olor del guiso en la cazuela y el calor del fuego en el hogar, mientras la lluvia resuena en el tejado. Luego, para dejar de pensar en William o Roland-Pierre, le cuento la fábula del rey Midas y su caricia de oro, y después la historia bíblica de Susana y los tres hombres que intentaron seducirla. A Jéróme le gustan las historias. Le hablo también de Abraham, de cómo el ángel evitó que matara a su hijo, Isaac, y explico la historia de Jacob, que robó la herencia de su hermano, y por fin algunas de las historias románticas de Tristán y la princesa Isolda. Jéróme está impresionado. No conoce las historias de la Biblia tan bien como yo (nunca ha tenido el libro, y aunque lo tuviera no podría leerlo). Naturalmente, tampoco conoce las baladas románticas. Pero él me habla de ladrones y de animales de granja, y pronto nos estamos riendo cada uno de las historias del otro.
Le cuento también la visión que tuvo Robert, el juglar, cuando estábamos bajo asedio en Montségur, y nos reímos tanto que casi me hago pis: castillos voladores, barcos que navegan bajo el agua, carretas que se mueven solas sin buey ni caballo. ¡Menudas fantasías! Aunque, por supuesto, no menciono Montségur. Únicamente digo que un hombre que conocí tenía visiones del futuro, y no especifico más.
Era al principio del asedio, cuando todavía teníamos la moral muy alta. Hombres y mujeres nos reuníamos en las mazmorras después de la cena, para entretenernos.
Robert, malabarista y bufón, trovador, payaso, músico, se había erigido en nuestro animador. Una noche tocó tres acordes en su laúd para que nos calláramos, pero el silencio tardó en caer sobre nosotros, porque todos hablábamos sin hacerle caso. Llevaba sus absurdas mallas de colores y sus zapatos con las puntas hacia arriba, como colas de escorpión. Sabía que era gracioso. Tenía una barba fina e irregular, una barriguita muy redonda y unas piernas flacuchas. No se podía concebir una figura más ridícula, con aquellas mallas de rombos de colores. Nos fuimos callando unos a otros, gritando que si había silencio oiríamos una canción. Algunos se burlaban de él, riéndose con antelación de su cáustico ingenio. Por fin Robert tocó en su instrumento una serie de rápidos acordes, como conejos corriendo hacia sus madrigueras… y se detuvo.
Nosotros esperamos expectantes.
—Anoche tuve una visión —comenzó con voz grave.
Todos nos echamos a reír, pensando que se estaba burlando de las meditaciones de los Hombres Buenos.
»¡Escuchad! —gritó él. (Tring-tring-tring). Dio una voltereta hacia atrás sin soltar el laúd y nosotros aplaudimos. Tring-tring-tring.
»Anoche tuve una visión del futuro. Escuchad y os contaré cómo será el futuro.
Un murmullo recorrió la sala y todos nos calmamos, porque ¿quién no quiere conocer el futuro?, ya sea una joven esperando casarse o un hombre compitiendo por un premio. Lo que queríamos saber era cuándo mandaría refuerzos el conde de Tolosa y derrotaría a los franceses que nos rodeaban. Pero Robert nos sorprendió a todos:
—Anoche se me apareció un ángel. —La sala quedó en silencio. Nadie se reía. Robert alzó la cara, radiante—. Estaba iluminado, vestido del blanco más puro, y de su cabeza salían rayos de luz. Yo me quedé maravillado y lleno de júbilo.
»—Ven —me dijo— y te mostraré tu futuro. —Yo vacilé.
»—¿Eres ángel o demonio? —quise saber—. Yo sólo sigo a los que siguen a nuestro Señor Jesucristo.
»—Entonces ven conmigo —contestó la hermosa criatura—, porque yo también adoro a la Luz del mundo.
Robert se interrumpió, con una expresión gloriosa y distante, como si se asomara a los reinos interiores. Luego miró su instrumento.
—Me vais a decir que miento, pero sucedió tal como os lo estoy contando. El ángel me tendió la mano, y cuando la tomé tiró de mí hacia arriba y yo salí de mi cuerpo hacia un lugar donde vi las maravillas que os voy a describir. Sólo sé una cosa: no era otro mundo, sino esta misma tierra que habitamos ahora, y dentro de muchos años.
—¡Cuéntanos! —gritamos impacientes.
Su música se había convertido en una melodía lastimera, de esas que te conmueven misteriosamente el corazón, pero luego, poco a poco, fue pasando a tonos más rápidos y alegres, hasta que habló con voz fuerte y clara.
—Vi una época de una prosperidad inconcebible (tring-tring-tring). Hombres y mujeres vestían alegres ropas exóticas, de telas finas y vistosos colores. Nunca ha visto el ojo humano tales tejidos, finos como la seda oriental y a la vez tan cálidos que nadie llevaba sayos ni abrigos ni ropa interior gruesa. Se agrupaban en grandes multitudes en un camino negro, en la sala de un palacio con los techos muy altos, y entonces vi que nadie caminaba, porque en esos tiempos, ¡son los caminos los que se mueven por ellos! (Tring-tring-tring).
La sala estalló en carcajadas y silbidos, todos encantados con la idea de los caminos que se movían. Robert fingió enfurruñarse, pero estaba muy complacido.
—¡Pero todavía vi más! —gritó. Y cuando dejamos de reír y silbar y nos callamos, él alzó una mano para pedir completo silencio y volvió a tocar su laúd—. Vi castillos que volaban por el aire con un ruido de cien cascadas, como el fragor de los caballos de un ejército, como un terremoto. Y vi los rostros de la gente en las ventanas. Podían, volar desde aquí a Tierra Santa entre el amanecer y el mediodía. Iban comiendo en esas casas volantes y, os lo juro, todo el mundo estaba tranquilo. ¡Hasta leían libros mientras volaban por los aires!
Algunos nos reímos todavía más. Pero estábamos fascinados.
—¿Y adónde irán esos castillos voladores? —preguntó una mujer.
—Adonde tú quieras, preciosa. Tú pides un deseo y te llevan por los aires y te dejan a leguas de distancia. Llegará un tiempo en que estas cosas sucederán, porque yo las he visto, como en un sueño.
—Yo soñé una vez que me casaba con una reina —se burló un viejo—. ¡Pero eso no significa que vaya a pasar!
—¡No te des por vencido! —gritó alguien—. Todavía no estás muerto.
Pero Robert ladeó la cabeza y pasó la vista pensativo por el rincón más alejado de la sala, perdido en sus dulces recuerdos.
—No fue un sueño —dijo, con voz tan queda que llamó nuestra atención—. Hay una diferencia entre una certeza y un deseo, entre una visión y un sueño. Yo he tenido una visión. Es como ver a través de una rendija en las cortinas del tiempo.
Bajó la vista con expresión soñadora, una sonrisita danzando en sus labios, y arrancó de su bonito instrumento un río de suaves y nostálgicos acordes.
—¡Y he visto más! —bramó de pronto. (Tring-tring-tring)—. Además de los caminos movedizos y los castillos voladores, estas personas tienen carros tan altos como una carreta de heno, carros que se persiguen unos a otros en las carreteras, llevando gente dentro.
—¡Nosotros también tenemos carros!
—¿Y esas carreteras se mueven también?
—Sus carros no van tirados por bueyes ni por caballos. Se mueven ellos solos con ruidosos gruñidos, aullidos, gritos y rugidos. Os lo aseguro: en el futuro nadie camina.
¡Cómo nos gustó! Cómo nos reíamos. Fue una velada estupenda, y a partir de entonces y durante varios días los niños e incluso los soldados más duros, cansados de la guerra, fingían que el suelo se movía bajo sus pies o que estaban subiendo a una torre voladora que saldría disparada sobre las murallas y sobre las tropas enemigas del valle. Los castillos voladores verterían cubos de fuego y alquitrán hirviendo sobre los cruzados y luego nos llevarían a la Tierra Santa de Cristo.
—¿Y qué más? —preguntó alguien.
—Vi barcos con la forma de los peces del mar. No tenían velas (tring-tring-tring). Y no viajaban sobre el agua, impulsados por el viento del Señor…
—¡Volaban por los aires! —gritó un joven.
—¡No! —Robert calló al gracioso con una mirada—. Se sumergían bajo las olas y nadaban como cormoranes, debajo del agua, saliendo de vez en cuando para respirar.
Esto no nos gustó tanto como las carreteras móviles y las casas voladoras. A mí me inquietaba la idea de navegar así bajo el agua.
—¿Por qué? —preguntó uno—. ¿Para qué navegar por debajo?
—No lo sé —contestó Robert con sinceridad—. Lo de los caminos y las casas voladoras lo entiendo. Pero lo de viajar bajo el agua… tal vez era para escapar del enemigo, o para pescar algún pez. Yo sólo os cuento lo que vi.
—¿Y cómo veía la gente debajo del agua?
—Pues muy mal —respondió otro en la sala—. Tendrían los ojos llenos de agua salada.
A partir de entonces, Robert nos contaba de vez en cuando nuevas visiones, o cosas que se inventaba. Una vez dijo que en el futuro las personas podrían hablar unas con otras a través de largas distancias, que sus voces viajarían de París a Roma. Por lo visto sólo tenían que pensar y los mensajes volaban como castillos por los aires, sólo que tan ligeros como el pensamiento, no pesados como piedras. Nos contó muchas cosas extrañas: lo rico que sería este mundo, donde ya no existirían las distinciones entre hombres y mujeres, campesinos, soldados, criados o señores. Con eso no estábamos de acuerdo.
—¿Cómo iba la gente a saber cuál es su lugar? ¿Cómo sabría uno ante quién inclinarse?
Nos pasamos horas sólo hablando de la ropa que llevarían.
Otra noche dijo que ya no habría enfermedades, ni lepra, ni peste, ni viruela, ni niños que murieran de tos. Y recuerdo que entonces la pequeña Esclarmonde de Perella, hija de nuestro comandante, una niña tullida y jorobada que ya había tomado el hábito, la pobre, se pegó al juglar. Le puso la mano en su pierna de colores y lo miró a la cara.
—¿Y habrá jorobados y enanos? —preguntó.
Robert miró con tristeza su muleta de madera.
—No lo sé —contestó.
Sus visiones no acudían a su antojo, cuando él quería, sino que se le presentaban por sorpresa. ¿Estaba mintiendo? Un día me acerqué a él.
—Maese Robert.
Estaba apoyado contra la pared sin hacer nada, que era lo que hacía la mayor parte del tiempo, durante el aburrimiento del asedio. Robert se incorporó y se tocó la gorra cortésmente.
—Na Jeanne.
—Quiero preguntaros una cosa. ¿Son ciertas esas historias que contáis? ¿Os las estáis inventando?
Él me miró solemne.
—Jeanne, yo sólo os cuento lo que he visto. No sé si es verdad o son imaginaciones mías, pero yo estoy convencido de que he visto el futuro, porque no tengo bastante ingenio para inventarme algo así. A pesar de todo, es algo que no nos concierne, porque no viviremos para verlo.
—No —suspiré yo con tristeza, jugueteando con mi falda entre los dedos—. No, pero a mí me gusta pensar que es verdad. La gente será muy feliz en esa época futura.
Una noche nos habló llorando de las armas y las guerras, porque entonces sus visiones se habían tornado muy oscuras.
—Tienen armas tan potentes que cuando impacta el proyectil, explota en un muro de llamas. Hay fuego por todas partes, y el fragor de las armas es como el ruido de los castillos voladores. La tierra se estremece. Miles de personas mueren con el rugido de un solo disparo: mujeres, niños, soldados, recién nacidos…
—¿Mujeres y niños? —gritamos horrorizados—. ¿Los aldeanos y los campesinos también?
—Todo muere. El paisaje queda yermo y desolado, lleno de cráteres de barro.
—¿Pero entonces quién cultivará la tierra?
—¡Eso no está bien! —exclamó un fiero soldado—. La guerra es una profesión, tiene unas reglas estrictas. No está dirigida a los civiles.
—Pues con nosotros, los granjeros, no pasa lo mismo —me interrumpe Jéróme—. Los caballeros atraviesan nuestros campos y los soldados nos roban y queman nuestras cosechas. Que Dios ayude a quien tenga la mala suerte de vivir en el camino de un ejército.
Tiene razón, por supuesto. ¿Acaso no quemaba Montfort las cosechas por dondequiera que pasara? ¿Y no quedaban los pueblos destruidos? ¿Y no asolaba el hambre la Tierra? Muevo la cabeza.
—Ya lo sé.
Esa noche, en Montségur, discutimos sobre aquella guerra tan dura. Hubo quien apuntó que de qué servía ganar, si todo quedaba destruido. Recuerdo que esa noche me fui a la cama con el terror del futuro que pintaba Robert, agradecida de vivir en mi propia época, incluso bajo asedio, y no en esos años en los que las catapultas dispararían muros de llamas y miles de personas morirían quemadas vivas por un solo proyectil. Por esa noche me sentí a salvo bajo la lluvia de las rocas de los cruzados franceses, porque no podían penetrar las murallas ni explotar en bolas de fuego.
Pero entonces llegó la última visión de Robert, y a nosotros se nos acabó la paciencia. Aquella tarde estaba muy complacido de sí mismo y se pavoneaba orgulloso de un lado a otro. Las notas de su música se seguían en alegre persecución y dibujaban colores en el aire, disolviéndose y reapareciendo, hasta que Robert las frenó de golpe con una palmada en su instrumento.
—Escuchadme —comenzó—. En el futuro no habrá obscuridad, porque la gente creará luz con un gesto de la mano. ¡Convertirán la noche en día como si fueran dioses! En esa época el día y la noche serán lo mismo, porque habrá luz toda la noche.
Aquello fue demasiado. La muchedumbre se volvió contra Robert, que tuvo que huir para salvar la vida. Le arrancaron la ropa, le dieron puñetazos, patadas, mordiscos, porque sólo Dios puede crear la luz, eso lo sabe todo el mundo. La luz fue la primera creación de Dios el primer día, cuando ordenó, «Hágase la luz», y la luz se hizo, y Dios separó la luz de las tinieblas, y llamó día a la luz, y a la obscuridad la llamó noche. ¿Y cómo se iba a jugar la gente su propia alma desafiando las leyes de Dios? Luego estallaron peleas más enconadas, a las que se unieron incluso nuestros perfecti, que hasta entonces habían escuchado encantados como los demás. Algunos señalaron que nosotros teníamos fuego, que da luz y calor y se crea con golpes de pedernal. Pero otros replicaron que el fuego era un don de Dios. Hubo quien desechó incrédulo la profecía, mientras que otros estallaron en furiosas protestas, preguntando cómo iban a dormir los criados sin el bálsamo de la noche, o cómo iban a parar su labor en el campo los campesinos. ¿Cómo íbamos a saber cuándo terminaría la batalla si no hubiera noche? ¿Cómo se iban a llevar a los heridos del campo de batalla? ¿Y qué pasaría con las estrellas y la luna? ¿Palidecerían y morirían sin sus ejercicios nocturnos?
Robert ya no tuvo más visiones, o si las tuvo, no nos las contó.
—Y en esa época, ¿todavía morirá la gente? —pregunta Jéróme, de nuevo trabajando el cuero con un punzón. Su pregunta es tan inocente como la de Esclarmonde, fruto de una curiosidad gatuna.
—Sí —contesto—. Robert dijo que la gente envejecía y moría, como nosotros. Pero algunos vivían tres o cuatro veces más que nosotros, porque los niños no morían.
—¡Así que el mundo estará repleto de gente!
Sí, a nosotros también se nos ocurrió.
—¿Estará tan abarrotado como Montségur? —preguntó alguien, y una ola recorrió la atestada sala, todos pensando en ese tiempo futuro en el que nadie moriría hasta la más avanzada vejez (excepto por el fuego de las armas). Una pesadilla.
Pero la gente tendría cremas para suavizar la piel. Y ahora miro a la luz de las llamas a Jéróme, que inclina la cabeza sobre su trabajo, y pienso que me gustaría tener una crema para mi cara enrojecida y áspera, y para mis manos, que una vez fueron tan suaves como la seda con la que bordábamos. Todo el mundo tendrá agua para bañarse, sin tener que recoger leña para calentarla y sin necesidad de viajar muchas leguas hasta los manantiales termales.
Sí, en esa época futura tendrán todo lo que uno pueda concebir.
—Yo no me creo ni una palabra —dice Jéróme, acariciando al gato gris que se le ha subido de un brinco al regazo.
—No, ni yo —contesto—. Aunque supongo que si tienes caminos que te mueven sin esfuerzo y castillos voladores, si no hay enfermedad y dispones de todas las cremas y las ropas de esa edad dorada, entonces tal vez no te importe vivir tanto tiempo, sobre todo si tus amigos viven también. Pero sería horrible que todos murieran mientras tú todavía te arrastras por ahí.
Jéróme me mira de pronto, alertado por el temblor de mi voz.
Estoy tumbada en la cama de mi almacén, con los ojos abiertos. La sala huele a sudor y cuero, a ristras de ajos y cebollas, y sobre todo a tierra, porque las paredes están excavadas en la montaña, o más bien formadas por la montaña. El colchón es fino y mi capa hace de manta, pero no estoy despierta por eso. Sigo oyendo sus palabras: «Pues a mí no me parece un hombre tan maravilloso».
¿Cómo se distingue a un hombre de otro? Las imágenes se alzan como burbujas en mi cabeza, como piedras preciosas: su rostro bañado por la luz de la luna, pegado al mío cuando hacíamos el amor, o su boca en mi oreja mientras se mueve suavemente dentro de mí: «Jeanne Jeanne Jeanne Jeanne Jeanne». Susurra mi nombre una y otra vez mientras hacemos a nuestra hijita, y mi cuerpo se alza para encontrar al suyo, mis brazos en torno a su espalda, mis dedos en su abundante pelo cobrizo, nuestras piernas entrelazadas, mi espalda arqueada bajo sus manos, nuestros labios unidos, William bebiéndome a sorbitos, labios, cuello, brazos, saboreando mi piel con su lengua, chupando mis pechos y dándome un placer tan exquisito que nadie podría calificarlo de malo, ni siquiera el mismo Dios que presentó a Adán y Eva en el jardín del Edén y cuyo Hijo bendijo en Canaán la boda que daría comienzo a estos deleites. Me corro —qué éxtasis— y me corro de nuevo, y una vez más, mientras él, todavía dominándose, se mueve encima de mí, dentro y fuera. Su cara pálida a la luz de la luna, me mira. Yo me relamo los labios y cierro los ojos, rindiéndome a su abrazo, a su olor. William se aparta tanto que sólo la punta roza los labios de mi cueva secreta, cerrándola, rodeándola. «¡No!», grito yo, y le obligo a entrar de nuevo y él embiste con más fuerza, con más firmeza, y un ronco gruñido me llena el oído. Me alzo para responder a su pasión, gritando «¡sí!», y siento que se vierte en mi parte más profunda, oigo su grito y noto cómo se vacía con movimientos espasmódicos hasta quedarse seco.
William se desploma con todo su peso en mis brazos. Yo le acaricio los músculos de la espalda, todavía vibrantes, todavía en éxtasis. Somos una mente, un corazón, un cuerpo. Por fin sale de mí y los jugos resbalan por mis muslos. Se ha dormido encima de mí.
Luego me aparto. Él, todavía dormido, se da la vuelta y yo me acerco a él y pego la mejilla a su corazón. Oigo el latido fuerte y regular de su alma. Su rostro es tan tierno y vulnerable como el de un adolescente. La luz blanca de la luna llena los rincones de la sala, arrojando un manto de palidez sobre el rostro de William y su pecho desnudo.
—Estás llena de luz —me dijo una vez—. Cuando me acuesto contigo siento que estoy bebiendo luz.
William duerme y yo sonrío, porque sé que me acaba de dar un hijo, y me incorporo sobre el codo, admirándole ahora que puedo, porque pronto tendrá que partir, y no puedo soportar perder un solo momento durmiendo. Tengo tan poco tiempo para observar su rostro, para trazar la línea de su mentón, para memorizar sus labios… Pero al final me duermo y en el sueño nuestras almas se enlazan junto con nuestro aliento, unidos, y durante toda la noche yacemos juntos como marido y mujer.
«Pues a mí no me parece un hombre tan maravilloso», había dicho Jéróme. Cuando William entraba en la sala, yo cobraba vida, y cuando se marchaba, el sol moría.
Podía ser brutal, incluso cruel. Una vez, después de hacer el amor, fuimos al castillo del conde de Tolosa, y allí William me dio la espalda. Ni siquiera me dirigió la palabra, se comportó como si no nos conociéramos, y eso que nos acabábamos de levantar de la cama después de hacer el amor.
Pero eso no fue nada comparado con su reacción ante la noticia del niño. Yo pensé que estaría encantado, pero él frunció el entrecejo.
—¿Estás segura? —preguntó, chasqueando nervioso los dedos.
—Pero ¿no estás contento? Yo soy tan feliz… Llevo dentro a tu hijo, tal vez un varón.
Él me abrazó distraído.
—Tengo cosas en la cabeza —explicó, cuando yo le presioné.
También me dijo que tenía que ir a Foix, y de allí a Mirepoix. Se marcharía por la mañana y, sí, vería a Baiona, pero volvería al cabo de una o dos semanas. Mientras tanto yo tenía que cuidarme. Intenté sacudirme mis miedos. Estaba segura de que se casaría conmigo, ahora que iba a darle un hijo, estaba segura de que se divorciaría de Baiona. William tardó varias semanas en volver.
—Creo que es hora de que te cases de nuevo —me dijo entonces.
Yo lo miré sobresaltada, pero enseguida me recobré.
—Ah, quieres decir que me case contigo.
—¡Claro que no! —Y rio como si fuera un chiste—. Yo ya estoy casado, cariño. Pero tenemos que encontrarte una casa, para ti y para mi hijo. He hablado con Roland-Pierre. Lo vi en Mirepoix y le sugerí que si pedía tu mano, la conseguiría. Y se llevaría una esposa atractiva, que no es rica pero tampoco pobre. A él le gustas. Si te casas deprisa, parecerá que el niño es suyo.
A mí no me gustó nada. Discutí. Lloré.
—Cariño, quiero que estés a salvo. Hazlo por mí. Necesito saber que estáis bien, mi hijo y tú. Sabes que haría cualquier cosa por ti, pero estoy atado de pies y manos. Lo único que puedo hacer es asegurar tu porvenir. He pasado bastante tiempo con Roland-Pierre y me cae bien. No sabe que el niño es mío. Le he contado que te conocí luchando por la causa. Roland-Pierre es un buen hombre y será un buen marido.
—¿Y tú qué harás?
Él me dio una palmada en el trasero.
—Pensaré en ti cuando haga el amor con otras. Me imaginaré que eres tú. —Se echó a reír y me tocó un instante la barbilla.
—¡Cómo puedes decir esas cosas! —No sabía si sentirme halagada, furiosa o herida, pero sentía las tres cosas a la vez, en distintos grados y secuencias—. ¿Cómo puedes decir eso?
—Venga, no te pongas así, preciosa. Anda, dame un beso. Esto no es el final. Tú y yo nos querremos toda la vida. Si nos encontramos cuando tengamos ochenta años, ¿no crees que nos arrojaremos el uno en brazos del otro? Esto es simplemente una solución práctica. Yo no me voy a ir a ningún sitio, y una vez que te cases me pondré en contacto contigo. Siempre encontraremos la manera de vernos.
William comenzó a acariciarme pero yo lo aparté a empujones, gritando furiosa, hasta que él me inmovilizó los brazos, riéndose y besándome. Entonces me eché a llorar, mientras él me abrazaba susurrándome al oído palabras de amor.
Ahora estoy despierta, recordando. Es una historia muy triste. Viví nueve años con Roland-Pierre, y casi siempre dormí a su lado, pero es el rostro de William el que recuerdo sobre el mío, sus brazos, su voz. A Roland-Pierre lo quise de manera tibia y amistosa, fue un buen marido y un buen padre para mi Guilhamette. Él quería a la niña, y sonreía tan maravillado y orgulloso como cualquier padre cuando la tenía en los brazos. A medida que fue creciendo, Roland-Pierre comentaba encantado lo guapa que era, y lloró su pérdida con sus propias lágrimas, a pesar de saber que no era carne de su carne. Después de mi matrimonio con Roland-Pierre me mantuve apartada de cualquier lugar donde pudiera existir la posibilidad de encontrarme con William. Dejé mi trabajo en la resistencia y me convertí en una honesta mujer casada y madre. En cuanto a William, lo odiaba, pero sabía que si entraba por la puerta y me decía una sola palabra, me iría con él.