16


Me despierto sobresaltada. ¿Dónde estoy? Me late con fuerza el corazón. He soñado que iba en un barco de velas púrpura y jarcias de plata. De pronto el viento cambió y comenzó a soplar de popa. Las velas cayeron y volcaron el barco, y ya no surcamos los mares verdes, sino que nos hundimos. Me hundo.

Al principio no sé dónde estoy y tanteo en las tinieblas, hasta que me acuerdo del almacén, de Jéróme, de la casa. Estoy atrapada. Paso a trompicones sobre su cuerpo dormido, llego a tientas a la puerta y salgo a la noche, donde las estrellas ya se desvanecen y donde también huyen los demonios que me han atacado. Pronto. Pronto.

Llevo el pelo suelto, sin toca. Pelo negro veteado de plata que se agita indómito en torno a mi cara, desgreñado. Me lo atuso con las dos manos, pero salta de nuevo como un animal salvaje. Es un pelo con voluntad propia.

En otros tiempos tuve un cabello hermoso. Rizos negro azabache que me caían por la espalda, y cuando corría, el pelo rebotaba sobre mis hombros como la crin de un caballo, sí, cuando corría por las praderas, con la hierba hasta la rodilla. Ahora las rodillas me duelen. Soy un caballo viejo.

Hay que ofrecérselo todo a Dios, decía Esclarmonde, porque «Él te cubrirá con sus alas y bajo sus alas encontrarás refugio; su fidelidad es un escudo. No temerás el terror de la noche ni la flecha que vuela de día, ni la peste… ni la destrucción…».

Pronunció las palabras de esperanza, aunque el salmo no protegió a los otros. Te cubrirá con sus alas. ¿Estaba Él conmigo todo el tiempo y yo no me di cuenta? ¿Tan terca era que no dejé que Dios hiciera su trabajo? Porque yo era tozuda, sí, y estaba decidida a salirme con la mía.

—No me obligues a irme. —Se aferró a Esclarmonde. Había caído sobre ella todo el peso del inminente matrimonio, su alejamiento de aquella casa de paz y piedad. Lloraba, inconsolable.

—Venga, venga, cariño. —Esclarmonde le acariciaba el pelo.

—No quiero casarme con él.

—Ya lo sé, ya lo sé.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Mira, Dios siempre estará contigo, y yo también. Te escribiré, vendrás a menudo de visita.

—¿Pero por qué? —gimió ella.

Lady Esclarmonde se apartó para mirar a Jeanne a la cara.

—Escucha, cariño, Gobert de Preixan es un caballero y tiene sus propias tierras. Serás señora de tu propio palacio, madre de tus propios hijos. Además, Gobert es católico. Eso también te protegerá. Eres una muchacha impetuosa e impulsiva. Quiero que estés a salvo. No te olvidarás de nuestro modo de vida. Si estás bajo la protección de la Iglesia católica, ya no me preocuparé por ti. Además, a ti te encanta montar y cazar, pasear por el campo, llevar un halcón en la muñeca, y todo eso podrás hacerlo con Gobert. Sé cómo has pasado el verano en Montségur.

—¿Ah, sí?

—Explorando los campos con un inglés salvaje.

Jeanne sintió el rubor subirle a la cara. Esclarmonde se echó a reír.

—Me lo ha dicho el obispo.

—¿Estaba decepcionado conmigo? —Jeanne se tocaba una uña, temerosa de preguntar. Quería su aprobación.

—Creo que a sus ojos, todo lo que tú hagas está bien. Fue Guilhabert quien se enteró de que Gobert buscaba esposa y me ayudó a establecer la dote. Es una unión excelente. Y además, quién sabe, tal vez llegue un momento en que necesitemos que estés en el campo católico.

Pero Jeanne no podía consolarse. Pobre niña. Pobre niña furiosa y desafiante. Primero buscó a los astrólogos y les pagó para que le hablaran de su amor, pero puesto que no sabía qué día había nacido, ni dónde, no pudieron ayudarla. Un día oyó a dos doncellas del castillo hablar de la bruja que vivía en el pueblo. Entonces fue a por su doncella, Marie, y le pellizcó el brazo hasta que la muchacha gritó y le dijo el nombre de la bruja, dónde vivía y qué hacía.

¿Fue valiente o tan sólo estúpida? Ahora miro hacia atrás intentando meterme en la piel de aquella niña rebelde, querer lo que ella quería, decidida a salirse con la suya.

Jeanne esperó que llegara el día de mercado.

—Necesito cintas, Marie —anunció—. Necesito cintas para mi ropa de boda. Recoge tus cosas, que nos vamos. Quiero coser en los bordes cintas vistosas, rojas o amarillas. Date prisa. Si no estás lista voy yo por delante.

—No, señora. —La doncella hizo una reverencia—. No tardo nada. No está bien que una dama vaya sola.

¿Y por qué no, si podía rondar por los campos de Montségur cuando no estaba ni siquiera prometida? Jeanne se rio para sus adentros al recordarlo. Pero ya no era una niña, sino una mujer, con toca de mujer y anillos de compromiso, y caminó en silencio junto a Marie hasta que…

—Ay, Marie, he perdido un guante. Se me habrá caído cuando hemos entrado en la iglesia. Anda, ve a traérmelo, que te espero aquí.

Marie se apresuró a cumplir el encargo y en cuanto desapareció de la vista Jeanne se escabulló echando a correr por la estrecha calle: una niña asustada y enamorada, corriendo hacia la bruja.

Atravesó el barrio de los artesanos, donde los escultores tallaban marfil para los broches de libros y cajas que compraban los nobles y la Iglesia católica. Eran auténticas obras de arte, adornadas con un entramado de lianas y perros y venados y liebres. Pero no eran esos bienes los que ella buscaba, sino la brujería de la hechicera. Entró con el corazón en la garganta en aquella parte del pueblo donde damas tan finas como ella destacaban, pidiendo a gritos que las robaran, que las forzaran y las asesinaran y arrojaran sus cuerpos( ¡plash!), al río donde nunca los encontrarían.

Llegó a una casucha de madera que tenía la puerta entreabierta, y entró con el corazón palpitante.

—¿Quién eres? —preguntó una voz en la obscuridad.

Jeanne parpadeó, incapaz de ver en la penumbra, hasta percibir una silueta que salía de entre las sombras. Las cuentas de las cortinas resonaron unas contra otras como campanillas. La gitana se acercó cimbreando las caderas.

—¿Quién es esta fina extranjera que se atreve a entrar en mi exótica guarida?

Qué manera más rara de hablar. Jeanne sólo veía chales y cuentas. Los pendientes de la mujer eran tan largos que le rozaban los hombros. El pelo negro y desgreñado se rizaba en torno a su rostro y caía en desorden por su espalda. Tenía el cuello cubierto de cadenas de oro y en los dedos llevaba una docena de anillos.

Tomó el mentón de Jeanne con una mano y le volvió la cara hacia la luz.

—¿Qué hace una dama en este lugar? —preguntó, volviendo al rincón, donde se reclinó en las pilas de cojines que había en el suelo.

Jeanne avanzó un paso con timidez y susurró:

—Quiero una poción.

La mujer se echó a reír.

—Pues claro. Una poción de amor, ¿no es eso? Estás enamorada de un hombre y quieres atarlo a ti.

—¿Cómo lo sabes? —Jeanne se sentó en un cojín frente a ella.

—¿Puedes pagarla?

Jeanne tendió la mano y la gitana tomó la perla que había arrancado de su vestido de niña. Le dio vueltas pensativa, se la acercó a los ojos, la mordió, la examinó de nuevo y se la guardó.

—Háblame de él.

Jeanne habló de su amor por William. Lo describió a él, su amistad, su amor.

—Quiero una poción que lo ate a mí para toda su vida.

—Piénsatelo bien. ¿Quieres beber el cáliz de la infelicidad?

—Lo quiero a él. Sé que me ama, quiero que me ame.

—Entonces vuelve la semana que viene y tendrás tu poción.

—Devuélveme la perla. Te pagaré cuando tenga la poción, no antes.

—Ahora la tengo yo —contestó la bruja con una risa altanera. Y era cierto: tenía la preciosa joya, que se había desvanecido en su pecho. A Jeanne le dio un brinco el corazón. La mujer debió de advertir su expresión—. No te preocupes. —Rio y sus dientes blancos destellaron—. No te preocupes, niña. ¿Sabes qué? Quédate aquí, que te voy a traer tu poción. Puedes bebértela ahora mismo, pero tardaré un rato en prepararla.

—¿Pero no tengo que dársela también a él? —preguntó Jeanne confundida, porque en las historias las pociones mágicas tenían que beberías los dos.

—¿Por qué? —Las cortinas tintinearon tras su risa.

La mujer había desaparecido. Jeanne aguardó un largo rato en la obscura cabaña, asustada, jugueteando con sus dedos, preguntándose qué estaba haciendo allí y qué haría su gente si llegaba a enterarse de que había ido a ver a la bruja, sola e indefensa. Dos veces quiso levantarse para marcharse y dos veces volvió a sentarse sin saber qué hacer… Pero la gitana tenía la perla…

Jeanne se volvió al oír el tintineo de las cuentas de las cortinas y el rumor de la falda de la bruja.

—Toma. —Se echó atrás el pelo sonriendo—. Bebe.

—¿Ahora?

—¿Para qué esperar?

Jeanne alzó la copa insegura, porque había esperado una poción mágica como la que bebieron juntos Tristán e Isolda, la poción mágica que había preparado la madre de Isolda para su hija y el rey Marcos. Todo el mundo conocía aquella vieja historia. En ella nadie era culpable, ni el rey Marcos de Cornualles, que envió a su amado sobrino Tristán a Irlanda a buscar a su novia Isolda, la joven del pelo de oro; ni la madre de Isolda, que preparó una poción de amor para Isolda y el rey, y que indicó a su hija que sólo debía bebería cuando estuviera a solas con Marcos en la noche de bodas. Nadie tuvo la culpa de que la novia diera un beso de despedida a su madre y embarcara en el barco real que debía conducirla hasta su marido, en Cornualles. Pero cuando ya estaban en el mar el viento se calmó y el barco se quedó bamboleándose en un lago de cristal. Entonces el caballero puro Tristán, que amaba al rey Marcos como un hijo, pidió un vaso de vino. La criada encontró la preciosa jarra de lapislázuli de la reina en la tienda de la princesa y sin saberlo vertió el vino secreto en dos finas copas; y nadie tuvo la culpa cuando, mirándose a los ojos, Tristán e Isolda bebieron la mágica pócima y se enamoraron al instante. En la historia bebían juntos, embrujados al mirarse a los ojos.

La bruja miraba a Jeanne, con los labios fruncidos en compasivo desdén.

—¿No la quieres?

Jeanne bebió. Sabía a vino, tal vez, con un regusto de hierbas amargas.

—¿Eso es todo?

—Es bastante. Ahora estás atada a él hasta el final de sus días. —Y entonces comenzó a gritar—: ¡Y ahora fuera de aquí! ¡Venga! ¡Fuera!

Jeanne salió corriendo. Corrió sin parar hasta llegar al castillo jadeando, sin aliento. Tenía más miedo de su atrevida acción que cuando la estaba realizando, de modo que cuando se encontró con Marie la regañó e incluso le dio una bofetada por haberse perdido en el pueblo. Luego se echó a llorar, se sentía enferma. ¿Qué era aquella poción? ¿Veneno? Se la había bebido sin pensar.

Rechazó la mirada preocupada de Baiona, rechazó su ayuda.

—Vete, quiero estar sola.

Luego se sentó a la mesa y escribió a William contándole que la habían prometido, y que viniera a salvarla de su inminente boda, que viniera, por favor, que se la llevara lejos, ¡ayuda! Lacró la carta y fue a los establos a buscar un mensajero, un jardinero, alguien. Por suerte había llegado un hojalatero. Tenía su fardo a los pies y una jarra de cerveza en la mano.

—¿Querrás llevar esto a Montségur?

—SÍ me pagáis bien. Salgo dentro de dos días.

—No, antes —replicó ella—. Vete ahora mismo.

—Me iré cuando yo decida. Si es tan importante, buscaos a otro.

—¿Pero lo llevarás a Montségur?

—Puedo ir hacia allí o hacia cualquier otra parte —dijo él, riendo.

De modo que la carta partió de mano de un hojalatero, urgente, hacia Montségur, pero a pesar de la poción, Jeanne no volvió a saber nada.

En Navidad pronunció sus votos en el gran salón, delante del anciano y canoso caballero Gobert, a quien había conocido el día anterior. Su rostro era una geografía de pliegues, grietas, arrugas y ojeras. Su piel tenía un vago tono azulado. Parecía contento con su novia, pues reía tras su bigote y le ofreció comida de su propio plato en el banquete. Aun así, la ceremonia fue apagada, incluso aburrida. Jeanne la vivió aturdida, como una marioneta, y de vez en cuando alzaba la vista, o miraba a Baiona, al otro lado de la mesa, con los ojos llenos de lágrimas, mientras los ruidos de júbilo pasaban desapercibidos. Gobert se la llevó esa noche a la cama acompañado, como era costumbre, por el alegre clamor de platillos y trompetas, por una escandalosa y festiva borrachera y la ruidosa aprobación de los invitados, que fueron con ellos hasta la cama matrimonial. Después de que Jeanne se desvistiera y se acostara, los invitados todavía se arracimaban a su alrededor dando gritos de ánimo. Gobert los echó entre carcajadas. Fuera, la nieve caía en silenciosas ráfagas blancas, tan helada como sus ojos, tan silenciosa como William, que no había recibido la carta, que no la recibiría hasta la primavera, demasiado tarde. Para entonces ella ya llevaba casada cinco meses y estaba embarazada. Cuando William llegó a Pamiers, Jeanne ya vivía en otro lugar, a leguas de allí, convertida en señora (por lo menos de nombre) de la casa de su esposo, y nadie en el mundo sabía de su amor por William, a excepción de su hermoso perro lobo, Loup-Baiard, a quien confiaba todos sus secretos. No lo sabía nadie, ni Esclarmonde, ni Baiona, ni Gobert, ni su querida y anciana Marquésia de Forli, a quien había servido durante todo un verano y que no había advertido nada; ni siquiera el buen obispo Guilhabert de Castres, que atribuía enteramente a Dios el hecho de que la doncella salvaje, su estudiante favorita, Jeanne Béziers, se hubiera convertido en una dama casada tan fina y tan sobria.