¿Quién puede predecir los tortuosos caminos de Dios? ¿O incluso si hay Dios? A veces Jeanne subía al parapeto más alto de Montségur y se maravillaba de la multitud de estrellas que llenaban la cúpula de la noche. «¿Qué es todo esto?» —se preguntaba—. «¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí?» Ese fue el verano que encontraron la cueva, el mismo verano que la echaron de su casa porque un muchacho la llevó a un laberinto que era en sí mismo una especie de cueva, el mismo verano que se enamoró; y más tarde esconderían un tesoro en esa cueva (aunque ella esto no lo sabía entonces) y mucha gente sería perseguida y asesinada… Y todo por la lujuria de un muchacho de piel aceitunada y ojos perezosos y una niña que, en su pasión, tiró al agua el mejor vestido de su amiga. «¿Estás ahí, Dios? ¡Muéstrate!», pensaba mirando hacia las estrellas. ¿Estaba todo predestinado?
Y allí estaba William, con su tez clara y sus ojos azules.
De muchacho, William había ido a Jerusalén con una partida de caballeros a pelear contra los sarracenos en las arenas blancas y ardientes del desierto. Había visto Roma y París, de camino hacia Tierra Santa, y a su vuelta había desembarcado en Venecia, la ciudad del agua. Bajaron del barco a su caballo de guerra con una eslinga bajo el vientre. Entonces era un hombre rico, le contó, con armadura y armas y dinero de la guerra… antes de encontrarse con los bandidos que se lo quitaron todo, incluido su costoso caballo, y le dejaron tan indigente como los eremitas de Montségur, a los que había terminado ayudando con las fortificaciones. Jeanne escuchaba embelesada sus historias.
Bajaban por caminos resbaladizos, tan empinados que a veces se tenían que colgar de las ramas de los árboles para no despeñarse, y más de una vez William agarró a Jeanne cuando ella se caía. Pescaban con las manos en los ríos helados y ponían trampas para los animales que William cocinaba y comía (no era creyente y se burlaba de la ascética dieta vegetariana). Trepaban por rocas cubiertas de musgo y cuando los matorrales eran tan densos que impedían el paso, Jeanne se quitaba los zapatos y las medias, se recogía las faldas y riendo se metía bajo los arbustos y caminaba por los burbujeantes arroyos, los caminos de agua.
Nunca había sido tan feliz, tan libre.
—¿Por qué no vienes a las oraciones matutinas? —le preguntó a William.
—Porque no creo en Dios.
—¡No crees en Dios! —exclamó ella horrorizada.
—Tampoco creo en el cielo ni en el infierno —prosiguió William muy serio—, a menos que estén aquí en la Tierra. Pienso que el infierno está en nuestros corazones, y la felicidad también. Yo he visto el infierno en Tierra Santa cuando luchábamos. No, el ascetismo de los Amigos de Dios no es para mí.
—¡Ay, William, estás equivocado! ¿Cómo te atreves? Pero rezaré por tu alma eterna, rezaré para que te vuelvas hacia Dios, porque si no, te vas a pudrir en el infierno para siempre. Pues claro que hay Dios, ¿acaso no nos lo dijo Cristo? ¿Cómo es posible que no creas?
Discutían durante horas. A Jeanne le daba miedo, pero también la emocionaba. Nunca había conocido a nadie a quien le importara tan poco su alma, su vida futura.
—Perdí la fe en Tierra Santa —explicó él—, cuando luchaba por la auténtica Iglesia. Ahora me parece que todo eso son paparruchas de los curas.
—No digas esas cosas, William. Tienes que escuchar a Guilhabert de Castres cuando predica. Él te dirá lo que es verdad. Es un hombre santo, la encarnación de Cristo.
—Así que tú crees, ¿no, pequeña Jeanne?
—¡Pues claro! Yo quiero ser buena. Ojalá fuera buena, porque no lo soy. Dicen que somos seres espirituales que vivimos en cuerpos de materia física. Pues bien, si soy un ángel caído, no he creado más que decepciones. Pero me gustaría ser buena. Baiona es buena. Pero tú tienes que intentar creer, William. Prométeme que vas a creer.
De no haber sido por la tormenta no habrían encontrado la cueva. La lluvia de verano los empujó a buscar refugio bajo un peñasco. Estaban a varios kilómetros de Montségur, en una zona de colinas. Jeanne se agachó contra la fría piedra, la piel le hormigueaba con el calor del brazo de William, apretado contra el suyo. Más allá de la fina lluvia, los nubarrones surcaban el cielo gris, pero Jeanne temblaba, más viva que nunca. ¿La habría tocado William a propósito? ¿O tal vez el angosto espacio le forzaba a apretarse contra su pecho? Tal vez no le prestaba ninguna atención. Jeanne no se atrevía a moverse. Poco a poco la lluvia fue amainando, las últimas gotas atrapaban la luz y relucían en la hierba mojada y pisoteada. Las nubes se iban abriendo para mostrar parches azules en el cielo.
—Espera —dijo William.
—¿Qué?
—¿No notas aire?
—¿Cómo, aquí?
—Aquí, viene de las rocas que tenemos detrás. Mira, hay un agujero, y sale aire.
Dos altas rocas se alzaban como centinelas y entre ellas se abría una grieta en la tierra. William se puso a escarbar al pie de las rocas con las manos, sus ojos azules llameando de emoción, hasta poner al descubierto la boca negra. Entonces se incorporó maravillado.
—Es una cueva. ¡Y muy profunda!
Jeanne se asomó a la boca de la tierra, una raja, un agujero de obscuridad.
—¿Será la guarida de algún animal?
Él se echó a reír encantado.
—No. Voy a entrar.
Se agachó y, poniéndose de costado, se metió por el agujero.
—Ven. —Dijo.
—¡William! —protestó ella, pero le siguió, tirándose del vestido que se le enganchaba en las rodillas.
El suelo caía en pendiente. Jeanne avanzó paso a paso en la obscuridad, doblada, casi a rastras, internándose en las fauces de la tierra.
—Mira, es cada vez más grande. Si hasta se puede uno poner de pie. ¡Por san Martín, es enorme!
—Es el agujero del infierno, William. ¡William, vámonos!
Pero William no estaba dispuesto a marcharse.
—Es muy profunda. —Tanteando la pared con la mano desapareció en las tinieblas—. Es cada vez más grande.
—Se está haciendo tarde. Vámonos, William.
«Entra en las cuevas de las rocas y los agujeros del suelo —dijo el profeta Isaías—. Escóndete del terror del Señor cuando se alza para atemorizar a la tierra». Jeanne estaba atemorizada.
—Tienes razón. —La voz de William resonaba en la obscuridad, pero al instante apareció a su lado y la empujó hacia la luz plateada de la entrada—. Ya volveremos con cuerdas y antorchas. ¡Una cueva, Jeanne! ¡Imagina!
A Jeanne no le parecía tan maravilloso. Lo siguió despacio hasta casa a través de los campos mojados, con la cabeza gacha, en silencio. Recordaba con una confusión de emociones su miedo a la obscura tierra fría, como una tumba, y el cálido contacto del hombro de William. Pero él sólo hablaba de su descubrimiento.
Una semana más tarde volvieron con antorchas y pedernal y se metieron de nuevo por la hendidura entre las rocas. Jeanne percibió al instante un olor húmedo, el horror de la tierra silenciosa, del encierro.
—No me gusta. —La antorcha arrojaba enormes sombras que danzaban en las paredes—. William, vámonos.
—Levanta la antorcha.
De pronto se alzó en torno a ellos una oleada de pequeños cuerpos negros que chillaban y aleteaban, una banda de demonios que surgía caóticamente de las paredes. Jeanne lanzó un grito y echó a correr hacia la entrada. Una vez fuera se tiró al suelo, con las manos sobre la cabeza, mientras los murciélagos pasaban de largo, cientos, miles de cuerpos negros y agitados que volaban hacia la luz y una vez allí daban vueltas chillando enloquecidos. El cielo se volvió negro. William se arrojó sobre ella, protegiéndola con los brazos.
Hasta que de pronto desaparecieron. La cara de William rozaba su mejilla. Por fin Jeanne se incorporó de rodillas.
—¿Estás bien?
—Son demonios, de la entrada del infierno.
Él se echó a reír, acariciándole el pelo.
—Querida Jeanne, son murciélagos. No tengas miedo.
—Sí que tengo miedo —protestó aferrándose a él—. Y tú también deberías tenerlo.
—Sí, a mí también me han dado un buen susto. —Y entonces la besó. Una chispa salió de sus labios y Jeanne sintió que le quemaba el alma. Pero el beso fue tan tímido y rápido que William ya se había levantado de un brinco antes de que ella comprendiera. Jeanne se lo quedó mirando mientras él se acercaba de nuevo a la cueva.
—¿William?
—No. No me mires así. Somos amigos, ¿verdad? ¿No somos amigos?
—Amigos. Sí.
—Prometí al obispo que cuidaría de ti. Venga, que nuestra cueva nos llama.
«Cree que soy una niña», pensó Jeanne. Se metió en la cueva mientras William buscaba la antorcha. Cuando la encontró encendió la llama de nuevo y las sombras volvieron a saltar aterradoras sobre los muros.
—Tengo miedo —susurró.
—Shh. Es sólo una cueva.
Bajaron a una especie de gimiente quietud. El suelo era terso y las paredes estaban coloreadas con varios tonos de ocre, gris y verde. A lo lejos se oía un chapoteo de agua que resonaba claramente en aquel silencio sepulcral. Por fin doblaron una esquina y vieron las pinturas en la pared.
—Mira.
Las pinturas eran negras y rojas sobre el fondo ocre de las paredes, y los colores estaban fundidos en la piedra: ciervos con astas y bueyes de largos cuernos que huían de las lanzas de los cazadores. Bajo la oscilante luz de la antorcha las patas de los animales temblaban, de modo que parecían correr eternamente, con las cabezas alzadas en perpetua lucha.
—Mira, un venado, un toro. ¿Qué animal es ese?
—¿Quién los ha pintado?
—Algún hombre o algún dios. —William recorrió, con curiosidad la cueva. Jeanne se estremeció.
—La antorcha se está apagando.
—Mira ahí. ¡Y ahí!
—Ten cuidado, William.
—Jeanne, hemos encontrado un sitio que nadie ha visto desde la noche de los tiempos, desde que se crearon estas pinturas. Es nuestra cueva, Jeanne. Hemos encontrado un sitio que no conoce nadie.
—Apenas podía contener su emoción.
Por fin volvieron a la entrada.
—No debemos decírselo a nadie. Es nuestro secreto.
Y salió de nuevo al aire libre, resplandeciente. Jeanne se arrojó riendo de alivio sobre la hierba cálida y aromática, y William la abrazó en su alegría.
—¡Mira qué pinta llevas! Tienes el pelo sucio.
—Pues deberías ver cómo estás tú —contestó ella, luchando con él.
Cuando por fin se detuvieron él estaba sobre ella, su aliento cálido en su mejilla, y en esta ocasión fue Jeanne la que se acercó para atraerle con un beso que esta vez se hizo más largo. Sus labios exploraron con ternura, se abrieron tímidos, indecisos, volvieron a beber de nuevo, hasta que poco a poco se separaron. Era su segundo beso. Esta vez fue él el último en apartarse, y parecía casi borracho cuando murmuró:
—No. —Se levantó tambaleándose—. No —repitió—, no puedo hacer eso.
Ella tenía dos besos con los que soñar, y preguntas. ¿Por qué él no quería más? Aunque esto no era ningún misterio, pensaba Jeanne: ella era joven y no deseable. ¿Acaso no se lo había demostrado Roger? Un día William tendió la mano y le tocó el pelo que le caía por la espalda; y otra tarde le metió un rizo bajo la gorra. Ella tembló con su contacto, pero él se volvió impaciente. Eso era lo que Jeanne notaba más: su nueva impaciencia con ella, su mal genio. Nunca volvieron a la cueva.
William se entregó por completo a la construcción de la barbacana y ese fue el último día que exploraron juntos.
De pronto ya no tenía tiempo para ella. A Jeanne le dolía el corazón como si fuera un trapo retorcido en su pecho, como si tuviera dentro un animal corroyéndole las entrañas. Perdió el apetito. Vagaba con apatía por la montaña, sola. Pero decidió que si algo había aprendido de Roger era que tenía que proteger su intimidad, su honor secreto. No confiaría en nadie, y nadie vería su aflicción, ni William, ni su querida señora Marquésia de Forli, ni siquiera el sabio Guilhabert de Castres.
Una semana después del descubrimiento de la cueva, una semana después del beso, el obispo la llamó.
—Mi niña. —Le alzó la barbilla con cariño—. Siento decirte que tu visita se acaba. Te marchas dentro de dos días.
—No.
El obispo sonrió.
—Esclarmonde de Foix te llama. Va a enviar a un hombre para que te acompañe a Pamiers. No pongas esa cara, preciosa… ¡Vaya por Dios! ¡Si estás llorando! Bueno, me alegro de que hayas disfrutado aquí. No sabía que esto pudiera gustar a una jovencita como tú. Venga, venga. Si volverás…
Pero Jeanne no explicó el motivo de sus lágrimas.
—No sabía que esto te importaba tanto. Pero no te preocupes. Creo que también te gustará volver a casa. La vida nos guarda muchas sorpresas. Tal vez Esclarmonde tiene una esperándote. —Y sonrió con tal dulzura que Jeanne se recobró.
—Obispo —comenzó con timidez, agachando la cabeza, sin atreverse a mirarle a los ojos—. ¿Qué pasa si a un hombre no le gusta una doncella? —Sintió el rubor subirle a la garganta, y se apresuró a añadir—: Quiero decir, ¿y si me eligen un marido que no me encuentra atractiva? Esas cosas pasan, ¿no? A veces a un hombre no le gusta una mujer.
—Si te has puesto colorada. ¿Cómo podrías dejar indiferente a ningún hombre? —dijo sonriendo—. La fiera y apasionada alma de Dios.
Ella no le creyó, pero se repitió sus palabras: «fiera y apasionada alma de Dios». Y lo más importante: «¿Cómo podrías dejar indiferente a ningún hombre?».
Esa noche Jeanne se cepilló el cabello y se hizo un intrincado peinado. Se puso su único vestido bueno, se palmeó las mejillas y se mordió los labios para enrojecerlos, luego miró su imagen en la borrosa contracubierta de acero de una Biblia de piel. Después de cenar se encontró con William y lo tomó de la mano.
—Ven a dar un paseo conmigo. Tengo noticias.
Subieron al parapeto y se apoyaron contra las almenas. Las estrellas brillaban como farolillos en el cielo negro. A Jeanne le latía tan deprisa el corazón que apenas podía respirar.
—Dentro de dos días vuelvo a casa.
—¿Por eso te has arreglado tanto?
—¿Lo has notado?
—Pues claro que sí. Estás muy guapa.
—Ven a Pamiers. —Su inminente partida le dio valor—. Ven a verme. —Y cásate conmigo, quiso añadir, aunque el decoro se lo impidió. Él se balanceó sobre sus talones, mirándola.
—Jeanne, Jeanne… No me tientes. Tú necesitas a otro hombre.
—Yo necesito al hombre que quiero —afirmó ella con fiereza.
Él se puso serio entonces.
—Tal vez vaya a verte a Pamiers.
—No me trates como a una niña. No soy una niña.
—Nos lo hemos pasado bien —dijo él—. Pero tienes que entenderlo. Tú necesitas un marido rico y yo una mujer con propiedades. Soy demasiado pobre… demasiado pobre para la pequeña Jeanne. Tú necesitas a alguien que pueda mantenerte como es debido.
—¿Es que no te gusto? ¿No me encuentras guapa? —Quería decir deseable, pero no conocía la palabra.
—Creo que eres preciosa.
La besó entonces por tercera vez, y la abrazó susurrándole al oído. ¿Qué decía? Hablaba en voz demasiado baja para entenderle. Pero sus últimas palabras, cuando se apartó, fueron: «Sólo somos amigos».
Esa noche, a solas, Jeanne lloró en silencio en su cama.
Esclarmonde de Foix recibió a Jeanne en Pamiers con gran júbilo, exclamando con sorpresa al verla tan morena.
—Has crecido —comentó Ealaine, su socia, que parecía radiante.
—Sabía que el obispo te ayudaría —dijo Esclarmonde—. Dice que deberías proseguir con tus estudios, que eres muy buena estudiante. Estamos todos muy orgullosos de ti.
Jeanne no tuvo tiempo de contestar, porque en ese momento Baiona se acercaba corriendo por el patio.
—Jeanne, Jeanne… —Y abrazó a su amiga—. Mi otro corazón, alma de mi alma, Jeanne. —Se abrazaban entre risas. Baiona había crecido mucho más que ella y había desarrollado suaves formas—. Te quiero, Jeanne. No sabes cómo te he echado de menos.
—Yo también te quiero. ¡Ay, Baiona! Lo siento tanto… —Le acarició el pelo color miel y la abrazó con fuerza, aspirando su dulce aroma.
Luego las demás niñas la rodearon y la llevaron al palacio, donde oyó los últimos cotilleos, entre ellos que Roger había sido desterrado con su tío, cerca de Lyon; supo quién estaba embarazada, quién tenía problemas matrimoniales y quién sufría de amores, y fiel a su decisión, no dijo una palabra de William, ni tampoco mencionó la cueva con sus extrañas pinturas ni las bestias cornudas ni el amor que ardía en su interior constantemente.
Una semana más tarde, Esclarmonde le anunció que su matrimonio estaba arreglado.