Tardaron dos días en llegar andando a Montségur, y al final del primer día estaba embelesada, a pesar de la desaprobación de Esclarmonde. ¡Menuda aventura! Se daba cuenta de que nunca había estado tan lejos de casa y apenas podía dejar de mirar la belleza del paisaje: el viento haciendo olas en un campo de trigo, los plateados olivos que relucían agitando los enveses de sus finas hojas. ¿Estarían rezando también, uniendo sus manos? Había momentos en los que, sin dejar de andar, alzaba la cabeza y al ver a lo lejos las montañas nevadas se quedaba sin aliento.
En aquella larga marcha le hablaron de Guilhabert de Castres, obispo de la Iglesia catara. Se rumoreaba que el obispo era tan santo que no necesitaba dormir. Decían que había vivido en una cueva doce años, como eremita, y que en ese tiempo no pronunció ni una palabra. Más tarde salió de su aislamiento, donde había visto al mismísimo Dios, y decían que le resultaba tan difícil llevar una vida normal que lloraba constantemente. Tenían miedo de que se le cayeran los ojos de tanto llorar. Pero poco a poco los llantos cesaron y el obispo asumió su lugar al frente de la Iglesia catara. Decían que no comía nunca, que ningún alimento había tocado sus labios en ocho largos años.
Una vez un caballero se lo encontró en el camino, bajó de un salto del caballo e hizo la adoratio, y cuando el obispo pasó de largo el caballero se volvió hacia su escudero.
—Preferiría ser ese hombre antes que cualquier otro sobre la Tierra.
El obispo era un hombre pequeño, de pies y manos diminutas y bien formadas, pero tan poderoso que las multitudes se apartaban ante él, llenas de respeto, como si emitiera una onda invisible. Él saludaba con la cabeza a izquierda y derecha, derramando alegres bendiciones sobre todos. Todo el mundo quería arrojarse a sus pies. Emanaba un aire de tal bondad, decía Esclarmonde, de tal alegría y felicidad que cuando le conocías te parecía que llevaba toda la vida esperando para hablar contigo: ¡qué contento lo ponía tu presencia!
—Es su sonrisa —dijo Ealaine— y sus ojos tan brillantes.
—Es su amor —afirmó Esclarmonde.
Sin embargo, lo que le hacía tan especial eran sus visiones, su intuición exquisita. Él lo llamaba su sabiduría y sus revelaciones. Era capaz de hendir el velo que cubre lo invisible. Gracias a ese don había pedido al caballero Perella que donara Montségur a la causa y luego que lo reconstruyera y lo fortificara: el obispo sabía algo de Montségur que los demás ignoraban.
—¿El qué? —pregunté.
—No lo sabemos. No lo quiere decir. Pero sabe algo. Te vas a sorprender al ver la fortaleza.
Pero nada había preparado a Jeanne para el momento en que vio la montaña alzándose de la planicie como un dedo pulgar gigantesco, o la fortaleza colgada de su cima o, una vez que subieron y llegaron sin aliento a la cima del cerro, las colosales puertas de madera que cerraban la muralla. Eran tan grandes que habían tenido que cortar en ellas puertas más pequeñas, una lo bastante ancha para dar paso a una carreta cargada (si es que tal vehículo pudiera subir por el escabroso camino), y dentro de ella otra más pequeña, que sólo daba cabida a un hombre o una mujer, y ambas puertas estaban talladas dentro del monumental portalón: una obra de gigantes. A sus pies el cerro caía mil doscientos metros hasta el valle.
Aquello era Montségur, el «monte seguro», inexpugnable.
Las tres mujeres habían subido agarrándose a los escuálidos pinos y arbustos que crecían por todas partes y que emanaban el mismo olor acre del laberinto del castillo. Las raíces de los árboles se retorcían y entrelazaban por las rocas, gruesas como serpientes e igualmente a punto de enroscarse a sus pies. Jeanne tenía que vigilar cada paso. Por fin llegaron a la fortaleza sin aliento, jadeando.
Hasta el último palmo de tierra de la cima de la montaña, bajo las murallas de la fortaleza, estaba cultivado en terrazas, de cada afloramiento rocoso entre las numerosas chozas de madera o piedra brotaban hierbas o vegetación comestible.
—¿Quién vive ahí? —preguntó Jeanne, señalando las chozas, algunas de las cuales no eran más que cuevas poco profundas con una pared levantada alrededor del saliente rocoso.
—Los perfecti —respondió Esclarmonde—. No todos pueden estar en la fortaleza. Algunos son eremitas, otros son más sociables.
Jeanne miró en torno a sí consternada. Las cabañas se apoyaban contra las murallas de la fortaleza o sobresalían peligrosamente hacia el vacío desde sus precarios apoyos en las rocas. Y todos eran viejos, ancianos, ancianas, en su negro riguroso. Jeanne se estremeció al pensar que iban a dejarla allí y quiso arrojarse a los pies de Esclarmonde para pedir perdón, pero la mujer ya estaba entrando en la fortaleza.
—Vamos. Te presentaré al obispo —dijo Esclarmonde.
Jeanne hecho una última mirada horrorizada y vio a un trabajador que le sonreía abiertamente. Llevaba una chaqueta de piel y estaba apoyado en una palanca. Tenía los ojos azules y el pelo cobrizo: un creyente que aún no era perfectus. Jeanne sacudió la cabeza con desdén y apartó la vista, pero se las arregló, antes de desaparecer a través de la puerta, para mirar por encima del hombro. Él todavía la miraba. Jeanne lo observó fríamente de arriba abajo antes de entrar en el patio del castillo.
Al día siguiente Esclarmonde y Ealaine se despidieron de ella y bajaron por la empinada ladera, mientras Jeanne, con las manos a los costados, lloraba porque la abandonaban allí, entre los ancianos Puros.
—No os vayáis, no os vayáis. —Pensó que se le rompería el corazón, que se le haría añicos y caería por el cerro tras ellas como piedras, y luego, cuando las perdió de vista, echó a correr por el camino y se tiró al suelo sollozando con aullidos entrecortados, de pura soledad.
Para su sorpresa, al ir pasando los días, se sintió cada vez más alegre. Vivía en una estrecha choza de piedra con la anciana dama Marquésia de Forli, que ya tenía más de ochenta años y que, a ojos de Jeanne, podía haber cumplido más de mil, porque en su piel de pergamino había una red de arrugas y hendiduras tan fina como las venas de una hoja y tan frágil como su sonrisa; tenía las manos moteadas de manchas de vejez y los párpados tan caídos que Jeanne se preguntaba cómo podía ver. Su socia había muerto. Jeanne le preparaba la comida, hacía recados, la ayudaba en la letrina y la acompañaba donde hiciera falta.
Así era el día de Jeanne, tal como estableció el obispo Guilhabert de Castres:
Se levantaba con la primera luz, cuando las sombras perladas abrían los valles. Salía soñolienta al umbral de la choza para saludar y bendecir el día: «Hola, gracias por venir. ¡Va a ser un día estupendo!». Y luego: «Señor Dios, este día es Tuyo». Se lavaba las manos en una vasija de arcilla, se lavaba los dientes con una ramita, se vestía y ayudaba a la anciana a lavarse y vestirse antes de acompañarla a la sala de meditación. Allí todos, menos los cocineros, se sentaban en silencio durante una hora. A veces Jeanne se agitaba aburrida, a veces dormitaba y despertaba sobresaltada, o jugaba con las sombras que proyectaban sus dedos en la pared. Pero de vez en cuando sentía una gran felicidad y, a medida que fue pasando el verano, comenzó a disfrutar de aquella hora que pasaba a solas con sus pensamientos.
Más adelante Guilhem, el hombre de pelo cobrizo, empezó a asistir también, y ella encontró placer en observarlo (cuando él se dignaba a presentarse), permitiéndose acariciar con la mirada la curva de su cuello o sus manos torpes en sus rodillas. Sí, llegó a gustarle aquel momento de silencio.
Después del desayuno se ponía a estudiar con una de las perfectae. Jeanne ya sabía leer y escribir en latín y en su lengua materna; había estudiado gramática y retórica. Oyó decir que en París se estudiaba también dialéctica o el arte de la lógica y el razonamiento, pero eso era demasiado avanzado para ella. El obispo Guilhabert le mandaba copiar y memorizar largos pasajes del Buen Libro, le ponía problemas de matemáticas y le hacía componer con la mandolina (en esto mostró poco talento). Una mañana sí y otra no aprendía a escribir con distintos estilos: una carta de negocios, una carta diplomática, una carta distinguida, una carta de condolencia…
Cuando vivía en Foix había pasado las tardes cumpliendo con los deberes de las mujeres: preparar hierbas, coser y bordar mientras alguien leía en voz alta las Escrituras (y entonces su cuerpo se movía y se agitaba contra su voluntad, deseando salir corriendo) y a veces romances franceses (que ella escuchaba embelesada); pero en Montségur tenía las tardes libres, porque Marquésia quería dormir la siesta o rezar.
Al final de la tarde Jeanne preparaba gachas para cenar, daba de comer a la anciana y luego la ayudaba a acostarse. Era una buena mujer y Jeanne le tomó cariño, pero a quien llegó a querer de verdad fue al obispo Castres. Todo lo que Esclarmonde y Ealaine habían dicho de él era verdad.
Todas las noches se encontraba con él en la pequeña cueva de piedra que compartía con su socius Bertrand Marty. A veces Marty también estaba presente, pero no siempre. Jeanne se sentaba a los pies del anciano, que le dedicaba toda su atención, inclinado en su silla y mirándola con aprobación. Por aquel entonces Castres tenía en torno a cuarenta y cinco años, era un hombre calvo y diminuto, y ningún tema parecía estarle vedado (aunque ella no siempre recibía respuestas a las preguntas que formulaba).
—¿Es verdad que nunca comes? —le preguntó Jeanne.
—Como continuamente. Como el aire y el alimento espiritual de Cristo.
—Ya, pero dicen que hace ya ocho años que no tocas la comida.
—Ah, ¿eso dicen? ¿Y quién lo dice? —El hombre lanzó una carcajada y su pequeño cuerpo se estremeció de risa.
—Esclarmonde de Foix y su socia, Ealaine.
—Vaya, vaya, lo que se le ocurre a la gente con tal de cotillear.
Sin embargo, Jeanne jamás le vio llevarse nada a la boca, y a pesar de eso el hombre era fuerte, nervudo y duro. Era capaz de pasarse días andando y resistir más que cualquier hombre joven.
Y además lo sabía todo. Si Jeanne atrapaba una mariposa en el campo, él le contaba la historia de su vida. Conocía las virtudes curativas de las plantas, conocía la Biblia. Sabía reírse y cantar.
También sabía de los muchachos y conocía el corazón de las mujeres, de modo que un día Jeanne le contó su vergüenza y su rabia hacia Roger. Él escuchó pero sólo dijo «sí».
Al día siguiente el obispo le dijo que tenía que hablar en la confesión pública semanal, el aparelhamentum.
—¡Ni hablar! —exclamó ella—. Ya me he confesado contigo y con Esclarmonde. No pienso hacerlo en público.
—Es la única manera de limpiar la vergüenza.
—Esa es tu manera, yo no quiero ser perfecta, no tengo por qué.
—En ese caso, tienes que pasar un cuarto de hora al día, durante dos semanas, rezando por Baiona.
—¡No!
—Verás cómo se hace —prosiguió él, como si ella no hubiera hablado—. Visualizas la imagen de Baiona delante de ti…
—La odio.
—Eso no importa. —Rio—. No tiene nada que ver con eso. En tu imaginación, tienes que poner a sus pies todo lo que tú hayas deseado siempre: objetos, ropa, joyas y adornos, todo, tu madre, tu padre, Roger y todos los demás muchachos, la corona de laurel… Tienes que darle un matrimonio feliz, amor, niños, riqueza, y también tienes que darle cualidades y virtudes. Otórgale belleza, sabiduría, honestidad, tolerancia, paciencia, dulzura de carácter, valor, amor y felicidad, y un corazón comprensivo. Todo lo que quieras para ti, se lo tienes que ofrecer. Y por último le das a Baiona todo lo que sepas que ella quiere. Dices que tiene talento artístico, así que dale lapislázuli y polvo de oro para pintar, un chico que le mezcle los colores o le prepare los pinceles. Eso es lo que significa perdonar: dar. «¿Dar qué?», me preguntarás. Darlo todo.
—No puedo. —Jeanne se apartó el pelo con las dos manos y se hizo una trenza. No pensaba hacer nada semejante.
—Sí que puedes —contestó él muy serio—. Es la única manera de liberarte.
—Yo la odio. —Jeanne se inclinó vehemente.
—Exacto. Y si no quieres confesarlo en público…
—Estoy dispuesta a decir eso en público. Que todos se enteren de lo que hizo Baiona, y de que la odio.
—No, Jeanne, lo que debes confesar son tus propias faltas, y si no estás preparada, intenta esta otra opción. Te prometo que te gustarán los resultados.
El primer día Jeanne dio una paliza a la imagen de Baiona en lugar de rezar por ella. Luego le contó al obispo lo que había hecho. No podía realizar aquel ejercicio.
—Ah. ¿Estás muy enfadada con ella?
—Sí.
—¿Y con qué más?
—Con todo. Estoy furiosa con Roger, con Esclarmonde por dejarme aquí, conmigo misma. ¡Estoy furiosa por ser mujer! —gritó. Él ni siquiera parpadeó, sólo asentía con dulzura—. Estoy furiosa con este sitio tan horrible. Y contigo. ¡Estoy furiosa contigo!
—¿Y con Dios? —preguntó él—. ¿No estás también furiosa con Dios?
—Sí, estoy furiosa con Dios.
—Bien —dijo él—. Eso es bueno.
Al instante toda la rabia desapareció.
—¿Qué? —preguntó sobresaltada. Él sólo había dicho «bueno» y toda su pasión se había desvanecido. Jeanne le escudriñó el rostro—. ¿Qué has hecho?
Él se limitó a sonreír y le dijo que se marchara. No fue fácil perdonar a Baiona. La rabia y la vergüenza no desaparecieron al instante.
—Dios no nos pide que lo hagamos todo al instante, sólo que estemos dispuestos —explicó él—. Con intentarlo basta. Si existe la intención, todas las fuerzas del universo espiritual te ayudarán a lograr tu objetivo. Estoy orgulloso de ti, lo estás haciendo muy bien.
Eran palabras tan dulces… Jeanne se notó crecer ante su aprobación, el hielo se derretía en su corazón.
«Verteré agua limpia sobre ti», copió con su cuidadosa caligrafía. «Te daré un nuevo corazón y pondré en ti un nuevo espíritu; sacaré de tu carne el corazón de piedra…».
A partir de ese día, y para su sorpresa, ya no quiso hacer daño a Baiona, y al cabo de poco tiempo incluso le complacía otorgarle todas las cosas que deseaba; y más tarde se sintió tan feliz como si las estuviera recibiendo ella misma, de modo que la que salía ganando era ella.
—¿Es eso verdad? —preguntó un día al obispo.
—Muy bien —sonrió él—. Has encontrado el arte de la felicidad. Ama a tu prójimo, no porque sea lo que hay que hacer, sino porque es la ley del universo. Es lo que nos enseñó Jesús. Mucha gente no entiende por qué hay que seguir el Camino, muchos creen que es para convertirse en santo o para ganar el cielo, pero en realidad es sólo para ser felices ahora, en este momento, libres de odio, de rabia, de indecisión, de miedo.
—Libre.
—Ahora tienes que rezar por ti.
—¿Por mí?
—Reza para que puedas perdonarte.
Y Jeanne obedeció, hasta que un día se sorprendió ella misma al levantarse voluntariamente para confesar en público en el aparelhamentum, no su lujuria por Roger, ni lo que había hecho con él, sino su terquedad, su negativa a escuchar a sus mayores, lo que la había llevado a los celos y al odio que había albergado su corazón y que impedían la felicidad. La confesión terminó con su decisión de intentar corregirse en el futuro.
Esas eran las enseñanzas del obispo cátaro Guilhabert de Castres, que también le dijo que saliera si quería, que explorase la zona.
—¿Puedo ir a todas partes? ¿Al pueblo también?
—Todos saben que estás bajo mi protección. Pero no te pierdas.
—¿De verdad puedo ir sola a la montaña? —En toda su vida, Jeanne apenas había estado nunca sola, y mucho menos andando por ahí—. ¿Y no hay osos? —preguntó insegura—. ¿No hay animales salvajes?
El obispo se echó a reír.
—¡Si te encontraras con un animal salvaje, me preocuparía más de él que de ti! —se burló—. No te alejes de la fortaleza hasta que te sientas más cómoda. O llévate a alguien, si quieres.
—Pero ¿quién? ¿No va contra las reglas que me acompañe un perfectus?
—Mira, llévate al soldado inglés, William. Yo hablaré con él. Así no tendrás que preocuparte de los osos y los lobos.
Fue el obispo quien le contó la historia del lobo de Gubbio. El fraile de la historia no era cátaro, pero sí un auténtico amante de Cristo, tal vez el mejor ejemplo de la santa Madre Iglesia. Él, como los perfecti, había hecho voto de pobreza, llevaba un tosco hábito y sandalias. Y cuando tendió la mano, llena de amor, el lobo se tumbó ante él.
Jeanne contuvo el aliento.
—¿Es eso cierto?
—Totalmente. Y la gente del pueblo lo alimentaba como si fuera un perro.
Jeanne se quedó pensando un momento.
—Yo no creo que pudiera hacer eso si me encontrara con un lobo.
—No —se burló él—. Pero no te encontrarás con ningún lobo, te lo garantizo.
—¿Cómo me lo puedes garantizar? ¿Es que también tienes poder sobre los animales salvajes de la montaña?
—No hay lobos hambrientos en esta época —dijo—. Lo único que tienes que hacer es ir con cuidado. Lleva un palo, y si ves un oso o un lobo, retrocede despacio, quédate contenida en tu propio amor y no los molestes.
—¿Seré capaz algún día de domesticar a un lobo?
—Si aprendes lo que te enseño. Si centras tu atención en el amor de Dios, te convertirás en un vehículo de puro amor. Porque el amor es Dios, igual que Dios es amor. Eso es lo que aprendemos aquí, Jeanne: a amar. El lobo sintió el amor de aquel espíritu puro. Esa es la primera lección que intento enseñarte, Jeanne, a amar, para que no necesites a nadie más para sentirte plena.
—¿Eso es lo que hizo Francisco, convertirse en Dios?
—Sí. Amaba tanto, emanaba tanto amor, que ya no hubo distinción entre el hombre y Dios.
Jeanne siguió con el dedo los dibujos de la piedra.
—¿Y tú eres así? —se atrevió a preguntar—. ¿Tú eres como Francisco, no te distingues de Dios?
El obispo se echó a reír.
—¿Yo? ¡No! Yo sólo he recorrido este trecho del Camino —explicó, acercando el pulgar al índice hasta que los dedos casi se tocaban—. Yo soy el último de los hijos de Dios, pero sé que mi tarea es dar gracias y alabanzas por cada momento de esta vida, amar todo lo que pueda, ser feliz e intentar ser bueno.
—¿Incluso con los franceses, con el Papa, con el enemigo? ¿También rezas por ellos?
—Sí, rezo por mis supuestos enemigos. Rezo para que ellos también sean felices. Ahora vete y piensa en estas cosas.
Jeanne se preguntó qué haría el obispo si supiera que en realidad estaba pensando en cosas mucho más mundanas. Cuando llegó a la puerta, él la llamó.
—Jeanne…
—¿Sí?
Su rostro estaba en sombras y su voz era un sonido hueco, incorpóreo.
—Mientras exploras, marca todos los senderos, los matorrales, las piedras. Llegará un momento…
—¿Qué?
—No, nada. Anda, vete.
Jeanne parpadeó. El obispo había recuperado su voz de siempre y, sorprendentemente, podía verlo de nuevo sentado en su cueva. ¿Qué había pasado? Se marchó riéndose y pasando el dedo por las rocas, maravillada al pensar que el obispo podía desaparecer a voluntad. ¿Y qué diría Esclarmonde si supiera que su huérfana se pasaba los días triscando por los campos, o que se había enamorado de nuevo, esta vez de un inglés quince años mayor que ella?