13


Saca la miga de una hogaza de pan, vierte el guiso en ella y me ofrece mi parte. Raíces y grano con lentejas.

—Está muy bueno.

—Hmm —contesta. Casi ha anochecido. Comemos fuera, sentados junto a la puerta. La primera estrella brilla en el cielo nocturno.

—¿Hay lobos en estas montañas? —pregunto, todavía temerosa de los lobos después de tantos años, aunque nunca he visto ninguno.

El perro lobo de Gobert, mi marido, era tan grande como un lobo, o más, con su greñudo y tosco pelaje gris y sus largas patas. Se llamaba Loup-Baiard. El perro de mi marido, que me protegió durante el primer año de mi solitario matrimonio, cuando estaba perdida en un castillo extranjero. Yo sola, con mi querido Loup-Baiard, que ponía su áspero morro gris bajo mi mano reclamando atención. Antes de que pasara un verano, Loup-Baiard me pertenecía a mí, era mi perro, mi lobo protector. Este cambio en sus lealtades molestó a Gobert.

—A veces bajan en invierno —dice Jéróme—, cuando el invierno es crudo y la nieve profunda y no pueden encontrar alimento.

Jéróme mastica despacio.

—Si te quedas en casa estarás a salvo. Yo me echo a reír.

—Una vez oí de un fraile que amaestró a un lobo. ¿Quieres que te lo cuente? Se llamaba Francisco, y dicen que lo han hecho santo. Vivía en Italia, y era tan bueno que los pájaros acudían a comer de sus manos. Una vez bajó un lobo al pueblo de Gubbio, cerca de donde él vivía, buscando un niño o una gallina que comer, porque ya se había comido a otros niños. La gente del pueblo quería matarlo, pero el santo dijo que Dios no nos permitía matar, ni siquiera a un lobo.

—Eso es una tontería.

—Qué va, es una historia verídica. Escucha. Francisco dijo que amaestraría al lobo, y la siguiente vez que el animal bajó al pueblo todas las mujeres salieron corriendo y gritando y encerraron a sus hijos en sus casas, y el lobo se paseó por el pueblo, moviendo la cabeza a un lado y otro…

—Lo haces igual que un lobo —comenta Jéróme, con esa sonrisa desdentada que tiene.

—… pues la gente del pueblo se reunió con horcas y lanzas y cuchillos y redes para matar al lobo, pero entonces apareció Francisco, que tendió la mano y el lobo se frotó contra ella como si fuera un gato, estiró las patas y se tumbó como haciendo una reverencia.

—¡Venga ya! ¿Es eso verdad?

—Entonces el fraile le tomó la cabeza con las manos y le dijo que estaba mal comerse a los hijos de los aldeanos y a los rebaños, y que no debía hacerlo y que Dios siempre cuidaría de él. Y lo mismo les dijo a los aldeanos.

Lo más increíble es que el lobo lo entendió todo y a partir de entonces vivió, o todavía vive, en Gubbio como un perro. La gente del pueblo le daba de comer y él no volvió a matar.

—Pues la gente de por aquí no haría nada parecido —declara Jéróme, al cabo de un momento de pensar sobre la historia—. Adoptar a un lobo… —Mueve la cabeza—. Pero ahora que me acuerdo, no hace mucho tiempo un hombre encontró a un cachorro de lobo y se lo llevó a su casa y lo amaestró, y al final se portaba como un perro. Le encantaba ser un perro.

—¿Llegó a volverse salvaje?

—No, se quedó de perro. Tenía los ojos blancos.

Y entonces, como me acuerdo de Loup-Baiard, le cuento otra historia famosa.

—Una vez había un caballero muy valiente que tenía un perro de caza muy bueno y leal, llamado Berenger. El animal era conocido por su bondad con su señor y su ferocidad en la caza. Era el rey de los perros. El caballero estaba encantado, porque le tenía un amor sin límites, y él correspondía a ese amor. Eran inseparables, perro y caballero.

—¿Cómo era? —pregunta Jéróme, siempre encantado con una buena historia.

—Era gris, de pelo hirsuto y greñudo —contesto, describiendo a Loup-Baiard—. Con la cabeza grande y los dientes blancos y fuertes. Las orejas caídas, así. Pero déjame seguir.

»El caballero se casó y pronto su mujer dio a luz a un hijo fuerte y sano. El caballero estaba contento y quería mucho al niño. Cuando se iba de casa dejaba al perro al cuidado, para que protegiera al niño, porque el animal era muy leal y el caballero confiaba mucho en él.

»Un buen día el caballero y su mujer se fueron de caza y dejaron al niño en su cuna en el jardín, bajo la protección del perro. ¡Y de pronto vino un lobo! —exclamo, lanzando un zarpazo a Jéróme, que da un brinco y se echa a reír—. Vino un lobo del bosque —prosigo, encantada— y no te imaginas la pelea que se armó. Mordiscos, gruñidos, ladridos, y no se sabía quién era más fuerte, si el perro o el lobo, hasta que uno murió y el otro se quedó sangrando.

»Esa tarde, cuando el caballero volvió con su mujer, subió corriendo las escaleras y atravesó la arcada para entrar en el jardín a ver a su hijo. ¡Imagínate su espanto! La cuna estaba volcada, las sábanas ensangrentadas, el bebé había desaparecido. Y el perro, Berenger, saltó a saludar a su amo, con el morro ensangrentado y goteando sangre del pecho. El caballero sacó la espada con un grito y le cortó el cuello.

—¡Ah!

—¡Zas! —exclamo, haciendo un gesto con el brazo como si blandiera una espada—. El perrazo cayó a los pies de su amo y todavía intentó arrastrarse para lamerle la mano, pero el hombre se apartó. No quería tocarlo. Se apoyó en la espada, con la cara surcada de lágrimas, y lo vio morir… el noble Berenger, a quien tanto había querido y que había matado a su hijito. Pero de pronto oyó unos balbuceos entre los matorrales, ¿y qué te crees que vio?

—¿A su hijo?

—Exacto, a su hijo, que se mordía alegremente los dedos de los pies entre balbuceos, y junto a él el cuerpo ensangrentado de un lobo.

—¡Aah! —suspira de nuevo Jéróme—. Y en ese momento apareció la mujer del caballero.

«¡Qué habéis hecho, señor!», gritó. «He matado a mi mejor amigo», contestó él. «Un perro tan noble que nada podrá reemplazarlo. ¡Ay de mí!».

Nos quedamos un momento en silencio, pensando en el perro Berenger.

—Bueno, ¿qué te parece? Es una historia muy triste, ¿verdad?

—Eso pasa por ir con espada. Si hubiera sido un campesino, habría tenido que ir a por una horca detrás del establo o a por un cuchillo para matar al perro, y para cuando hubiera vuelto habría encontrado al niño y al lobo muerto.

—La moraleja es que nunca hay que apresurarse, que no hay que actuar por impulso.

—Pero por otra parte yo creo que cualquiera habría hecho lo mismo —dice Jéróme pensativo—. Es una historia triste, pero ¿quién no mataría al perro que ha matado a su hijo? Aun así —añade, con la voz trémula de rabia—, ¿a quién se le ocurre dejar a un niño al cuidado de un perro? La culpa es del caballero. ¡Qué idiotez! ¿Dónde estaba la niñera? ¿O por qué no encargó a otro niño mayor que cuidara de él? Para eso están los niños, para ayudar, y los nobles tienen muchos criados. ¿Dónde estaban los criados? —pregunta con ojos llameantes.

—Es sólo una historia. —Me echo a reír. Él me mira avergonzado.

—Es una historia muy bonita. Me ha gustado mucho. ¿Te sabes más?

—Sé muchas historias. La de los amantes Tristán e Isolda, o la de Roland, el caballero de Carlomagno. También puedo contarte la de Orfeo, que fue al infierno a buscar a su esposa, Eurídice. —¿Por qué quiero impresionarle con mis historias? Quiero que me admire, quiero que me deje quedar—. Ya te las contaré.

Ha caído la noche y las estrellas titilan cubriendo el cielo como granos de arena, como polvo de oro, tan frías, tan cercanas.

—Hora de irse a la cama —dice Jéróme. Luego me tiende un cuchillo—. Toma. Córtate el cordel y dámelo.

—¿Qué cordel? —Noto el rubor en la cara, el hormigueo del miedo.

—Has dicho que llevabas un cordel de hereje. Dámelo.

—No es auténtico.

—Da igual.

Giro el cuchillo en mis manos, conmocionada. Hace tanto tiempo que no manejo un cuchillo… Me conmuevo al sentir su forma en mi mano. Pero ¿cómo puedo cortar el cordel que me ata a Guilhabert, a Poitevin, a Hugon, al asedio, a la cueva? Quiero huir. Podría apuñalar a Jéróme y escapar ahora mismo, podría hundírmelo entre las faldas y abrirme el vientre y seguir a los otros, y de pronto las lágrimas surcan mis mejillas y el cuchillo me canta al oído su agudo canto metálico de sirena, el gemido de las hojas, porque ¿cómo puede saber Jéróme lo que me está pidiendo?, él que no ha conocido a la adorable Baiona ni ha visto cómo Guilhem se balanceaba sobre los talones o cómo tendía sus grandes manos, alzando su cabeza cobriza y riéndose. Me podría cortar la mano. El cuchillo quiere sangre, quiere cortar.

—No pasa nada, mujer. No tienes por qué llorar.

Ahora estoy en la casa, cerca del fuego, y Jéróme tiene de nuevo el cuchillo. ¿Cómo he llegado hasta aquí? No recuerdo haberme movido. Los ojos rojos de las llamas brillan en el hogar.

Es tarde.

—Anda, deja que lo corte yo.

—¿El qué?

—El cordel. Has dicho que llevabas un cordel.

—¿Qué cordel? ¿De qué me estás hablando? —grito. Siempre con una mentira a punto. El viejo verde, intentando meterse bajo mis faldas.

—Venga, llevas un rato ahí de pie, llorando con el cuchillo en la mano. No es prudente llevar el cordel y tú lo sabes. —Me habla con el tono suave y sereno que utilizaría con un animal herido—. Tus amigos no querrían que te hicieran daño, ni yo tampoco. Además, es peligroso para mí.

Ahora me acuerdo. Tiene razón, por supuesto. Miro a mi alrededor, distraída. ¿Qué hago en esta casa? Todo parece extraño, pero este granjero está delante de mí, firme como una roca, mirándome con la paciencia de un hombre de campo. Tiende el cuchillo de nuevo.

—Pues desátalo entonces, si no quieres cortarlo, y dámelo. Yo lo guardaré hasta que te marches.

—Date la vuelta.

—No voy a mirar.

Me meto la mano bajo las faldas y corto el cordel que llevo en la cintura. Es tan fácil… Parece tan fácil, estando él cerca.

—Es de lana, y ni siquiera es blanco. Y ahora se acabó eso de los herejes y todas tus fantasías. No sé lo que te habrá pasado, pero se acabó hace mucho tiempo. Anda, deja de temblar. Venga, que es hora de irse a la cama.

Me lleva al almacén y me alumbra hasta la cama.

—Mañana tendremos que pensar qué vamos a hacer contigo.

—Me iré.

—Si te vas me meterán en la cárcel —murmura, tapándome con mi capa. Sus movimientos son suaves y considerados—. Fue una tontería decir que eras mi mujer. Ahora tendrás que quedarte una temporada.

—Bueno, me quedaré un día o dos, pero nada más.

—Ya pensaré lo que les diremos a los vecinos. Que duermas bien.

Se marcha y yo me quedo pensando. Jéróme no sabe que entre mis faldas llevo algo más peligroso que aquel cordel de imitación que era sólo una fantasía. Bajo mis faldas descansa la preciosa Palabra de Dios, y si encontraran el Libro acabaríamos los dos en la hoguera.

«Al principio fue el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Era en el principio con Dios; todas las cosas se hicieron a través de él…».

Esa noche sueño que me persiguen, que corro eternamente como un venado ante las lanzas del cazador, con las astas enhiestas, aterrada porque he perdido el tesoro, y en el sueño lo busco antes de que los otros lo encuentren.