12


Brobablemente Jéróme era, como dijo su amigo Bernard, la última persona en la faz de la tierra que podía haber oído hablar del tesoro de Montségur o de la mujer que buscaban los franceses. Jéróme no bajaba al pueblo con frecuencia, porque tenía que atender a sus animales y las cosechas, un trabajo duro cuando uno está solo. Incluso para ir al pueblo el día de mercado tenía que encargar a sus vecinos que dieran de comer a los animales.

Por tanto, cuando realizó el viaje ya era el final del verano, antes de que hiciera el viaje en el que se encontraría con Jeanne. Esa mañana se había levantado en plena obscuridad y había encendido la lamparilla de aceite que colgaba de un clavo junto a la puerta, una lágrima de luz. Se puso rápidamente la camisa y los toscos pantalones, se calzó los zuecos y llevó la lámpara al granero, protegiendo la llama con la mano para evitar que el viento la apagara. Allí la dejó en un estante y despertó al poni soñoliento. El granero olía muy bien, a caballo y estiércol, a cuero y heno.

—Arriba. —Levantó al poni y echó un puñado de pienso en el pesebre.

El animal se puso a comer mientras él le colocaba el arnés en el lomo y ajustaba las correas. Para cuando lo ató al carro, el cielo se abría con pálidos y esperanzados rayos de oro. Él ya había apagado la lámpara hacía tiempo, había dado de beber al caballo y había terminado de cargar el carro. Los pájaros trinaban y los árboles agitaban sus diminutos dedos como hombres en oración.

Había empaquetado sus productos la noche anterior, de modo que sólo tenía que poner las cestas en el carro: cebollas y nabos, huevos, champiñones, manzanas, peras y uvas, una bala de lana y dos gallos con las patas atadas con un cordel. Los animales movían el cuello con nerviosismo y cacareaban preocupados, asomados a su jaula de madera. Jéróme esperaba cambiarlos por clavos y tal vez una piel curtida.

Se tardaba medio día en caminar hasta el pueblo, y Jéróme no llegó hasta bien entrada la mañana. Llevó el carro a la plaza central, que ya bullía de vendedores y compradores. Olía, como todas las ciudades, a orina, verduras podridas y cuerpos apiñados. Las mujeres con sus pañuelos y sus cestas rondaban los puestos. Los granjeros, hombres y mujeres, anunciaban a gritos sus mercancías. Jéróme desenganchó al poni, y dejó el carro apoyado en el suelo para exponer sus productos mientras saludaba a viejos amigos, hacía bromas, estrechaba manos. Encontró a Pons Pierre, su ayudante habitual, y le encargó el cuidado del puesto, con detalladas indicaciones sobre precios y regateos, mientras él se iba a hacer sus rondas de costumbre. Jéróme era un hombre de hábitos: le gustaba la tradición.

Su primera parada era en la iglesia. Entró en el oscuro edificio, con su frío suelo de piedra. Tenía ventanas pequeñas y redondas, y una de ellas, una hermosa vidriera, derramaba en el suelo diamantes rojos y azules. Se arrodilló ante su altar lateral favorito, dedicado a la Virgen, y le ofreció sus solitarias oraciones, luego encendió una vela por el alma de su esposa fallecida. La iglesia estaba desierta, en silencio, y Jéróme descansó allí un momento, con sus grandes manos sobre los muslos, contemplando la bonita estatua de madera de la virgen María. Le gustaba cómo caían los pliegues de su falda, tan reales, y el tierno gesto de su cabeza ladeada, como si no sólo conociera hasta sus pensamientos más íntimos, sino que también los aprobara.

Detrás de él oyó el rumor de los faldones del sacerdote.

—¿Jéróme?

—Soy yo, sí.

—¿Cómo estás, mi buen amigo? —Sus voces bajas resonaban en la iglesia, con su alto techo abovedado y sus gruesas columnas.

—No estoy mal, no me quejo.

—Tienes buen aspecto.

—Tú también. ¿Hay noticias?

—Ah, vivimos tiempos agitados. —El viejo sacerdote movió la cabeza.

—¿Qué ha pasado?

—Más hogueras. La caza de los herejes.

—Bueno. —Jéróme arañó con el pie el suelo de piedra, sin saber qué decir—. Bueno, son herejes.

—Te digo una cosa, Jéróme… —El sacerdote lo agarró del brazo y se encaminó hacia la sacristía—. Te digo una cosa…

—¿Qué?

El hombre suspiró.

—¿Has oído algo allí en la granja? ¿Algo de Alzeu?

—¿Yo? No.

—La semana pasada quemaron a Alzeu y los frailes confiscaron su propiedad. Su viuda está en la miseria. Y suerte tiene de no haber ardido ella también.

—¿Porqué? —exclamó Jéróme horrorizado—. ¿Qué ha hecho Alzeu?

—Dicen que era un hereje, pero él venía a la iglesia. Esto no me gusta nada —susurró el cura—. Tienes que ir con cuidado, Jéróme. Se lo estoy diciendo a todo el mundo. Vigila tu lengua. —El viejo se retorcía las manos—. Yo no creo que sea esto lo que nos pide nuestro Señor. Jéróme, están deteniendo a todo el que haya visto o haya oído hablar de algún hereje. Los consideran herejes por asociación. En cuanto encuentran a un hereje, lo queman, sea hombre o mujer, incluso a gente que todos conocemos, algunos buenos ciudadanos, personas decentes cuyas familias han vivido y trabajado en el pueblo durante cien años o más, como Alzeu. —El sacerdote movió la cabeza—. Me estoy haciendo viejo, Jéróme. Yo ya no tengo fuerzas para esto. Se supone que debería querer luchar por nuestro Señor, pero Alzeu… ¿Quién iba a pensar…?

—Sí, yo lo conocía.

—Era un buen hombre. No estoy diciendo que simpatice con los herejes. Están equivocados. Pero Alzeu… Ten cuidado, Jéróme. Es todo lo que tengo que decir.

—Yo nunca veo a nadie, allí en mi granja.

—Bueno, mejor así. —De pronto el sacerdote se echó a llorar—. Alzeu… Siempre venía a misa.

Jéróme movió los pies, incómodo. La iglesia olía a polvo y cera. Las motas se movían doradas en un rayo de luz. Jéróme no sabía qué hacer ni qué decir. Al cabo de un momento el viejo logró dominarse de nuevo.

—Pero en fin, tú no has venido por eso. ¿Quieres oraciones para tu mujer?

En la obscuridad el sacerdote no vio sonrojarse a su amigo.

—No, esta vez no —murmuró—. Hoy no tengo dinero.

—Dinero. Jéróme, para eso no necesitas dinero. No tienes que pagarme para que rece por el alma de Agnes. ¿Acaso no nos conocemos lo suficiente para decir una oración?

—Os lo agradecería mucho. Sí, muchas gracias.

—Cuídate.

—Vos también.

—Son tiempos difíciles. Vigila tu lengua y tus pies, Jéróme.

Jéróme salió de la iglesia y parpadeó ante el resplandor del sol. No había esperado una conversación así con el sacerdote y todavía pensaba en el ebanista, Alzeu, que la semana anterior había sido detenido y quemado. Jéróme no recordaba que fuera un hereje. Fue dándole vueltas al tema mientras se encaminaba a su segundo recado: buscar a su amigo Bernard, con quien solía pasar la noche. A Jéróme le gustaba el mercado. El ruido y el ajetreo le caían sobre los hombros como un estremecimiento de emoción: los olores y los sonidos que le asaltaban los sentidos, la prisa de las multitudes, las voces, los jinetes en sus monturas, los señores desfilando con sus séquitos y las mujeres con sus faldas distinguidas y sus bonitos peinados, los chicos jugando o coqueteando con las chicas y los hombres sentados en las tabernas, jugando a los dados a la sombra de la arcada o a los bolos en la hierba alrededor de la plaza del mercado. Los viejos desdentados se sentaban al sol con las manos sobre sus bastones. Siempre había algo que mirar. Por no mencionar las actividades de vender, comprar, regatear, acarrear, cargar, pregonar las mercancías… Esa tarde advirtió el gran número de frailes dominicos que, con sus atuendos negros y blancos, se movían entre la multitud. Estaban por todas partes.

Encontró a Bernard en su contaduría. Era un hombre bajo, de cabeza calva y redonda y ojos saltones.

—¡Jéróme! ¡Estás en la ciudad! Bienvenido —saludó, rodeándole los hombros con el brazo.

—¿Me puedo quedar contigo esta noche?

—Pues claro. ¿Dónde te ibas a quedar si no?

—Entonces te veo luego. —Se dieron unas palmadas en el hombro, amigos de la infancia contentos de verse.

—¿Cenarás conmigo?

—Encantado. Hasta luego, pues.

Al final de la tarde, después de vender o trocar la mayoría de su mercadería, incluidos los dos gallos, Jéróme enganchó el poni al carro casi vacío y se encaminó hacia el establecimiento de Bernard, la casa de un rico mercader. Una vez en el patio llamó a un criado que corrió a recibirle, le quitó la brida del animal y abrió el establo de madera. Jéróme conocía tanto a los criados como ellos a él. Para cuando acomodó al caballo en su cuadra y dejó el carro donde no estorbara, Bernard había cerrado la tienda en la parte frontal de la casa y acudió a recibirle.

—Bravo, Jéróme. Nunca sabemos cuándo te decidirás a venir al pueblo. Pasa, pasa. ¿Te apetece cenar y tomar una copa?

Sólo cuando terminaron la cena y se sentaron con unas copas de vino mencionó Jéróme la perturbadora conversación que había sostenido con el sacerdote. Bernard se quedó mirando el fuego, asintiendo con gesto solemne.

—No alces la voz. Es verdad, es verdad.

—Pero Alzeu… ¿Qué había podido hacer?

—Conocía a algunos Hombres Buenos…

—¿Eso es todo?

—Tuvo mala suerte —susurró Bernard, frotándose las manos una y otra vez, como el viejo sacerdote—. Tuvo la mala suerte de ser hombre acomodado. Vivimos tiempos peligrosos. Sí, se había encontrado con algunos Hombres Buenos. ¿Quién sabe con cuánta frecuencia?

—Todo el mundo ha conocido a algún Cristiano Bueno en algún momento de su vida.

—Te digo una cosa, Jéróme, todos tenemos miedo. ¿Te has enterado de lo de Jean Tisseyre?

Jéróme negó con la cabeza.

—Era un trabajador de Tolosa. No sé qué pasaría, pero alguien debió de acusarle. El caso es que vivía a las afueras de la ciudad y un día se volvió loco, agarró un taburete y se puso a rondar por las calles. De vez en cuando se subía al taburete y gritaba: «¡Ciudadanos! ¡Escuchad, ciudadanos! No soy ningún hereje. Tengo esposa, duermo con ella, juro, miento y soy un buen católico. Como carne».

—¿Pero en qué estaba pensando? —Jéróme se echó a reír y Bernard apenas podía permanecer sentado mientras contaba la historia en susurros y a borbotones.

—Ya te digo, alguien debió de acusarle o algo así. «No creáis sus mentiras», gritaba. La gente se arremolinaba a su alrededor. «Debemos unirnos contra ellos. Os acusarán a vosotros también, a ti, y a ti, y a ti, y a ti, como me han acusado a mí. Esos hijos de puta quieren acabar con nosotros».

—¿Y qué pasó?

Bernard se encogió de hombros.

—Los alguaciles lo detuvieron y lo metieron en la cárcel junto a algunos Puros. ¿Y sabes qué? Pues que los perfecti lo convirtieron. Tomó el hábito de Cristiano Bueno y se fue alegremente a que lo quemaran en la hoguera.

—De modo que los dominicos consiguieron lo que querían: un hereje.

Se quedaron un rato en silencio.

—¿Estás seguro, Bernard?

—¿Quién sabe? Yo estaba en el pueblo cuando detuvieron a Alzeu. Fue en plena noche. Dos hombres enmascarados aporrearon su puerta, uno de los criados fue a abrir y se encontró con las sombras que arrojaban sus antorchas y el terror de sus máscaras. El hombre se llevó un susto de muerte. No se habla de otra cosa. Si vas a la taberna lo oirás. Se ve que lo apartaron de un empujón y subieron las escaleras.

—¿Eran monjes?

—No, seguramente alguaciles, pero al servicio de la Inquisición. Aunque, ¿quién sabe? Ya te he dicho que llevaban la cara tapada.

»Sacaron al pobre hombre de su cama, todavía con el camisón puesto. No tenía ni idea de lo que había hecho. Lo agarraron por los hombros y lo llevaron a empujones escalera abajo hasta sacarlo a la calle. Su esposa los seguía dando gritos, también en camisón. Se lo llevaron a los Muros.

—Los Muros. —Jéróme se estremeció. Aquella prisión albergaba todos los instrumentos de tortura. Muy pocas personas salían de los Muros, y nunca de una pieza—. ¿Y luego?

—Confesó… confesó lo que fuera. —Los ojos de Bernard parecía que iban a salirse de sus órbitas. Se pasó las manos por la cabeza calva como para aplastarse un pelo imaginario que se le hubiera puesto de punta—. ¿Y quién no confesaría? Yo confesaría cualquier cosa sólo con ver los instrumentos. Lo detuvieron el martes y lo quemaron el sábado. Fuimos todos a verlo, el pueblo entero. Nos ordenaron ir porque iba a ser una lección para todos, pero mucha gente fue por diversión. Yo lo conocía, Jéróme. Imagínate, verlo ahí en camisón, porque lo quemaron en camisón, le quitaron hasta la ropa, no iban a desperdiciar una buena camisa y unos buenos zapatos. Lo ataron al poste con las manos a la espalda. Tenía una expresión enloquecida, el pelo agitado en torno a la cara. Escudriñaba la multitud como si buscara a alguien o algo, moviendo la cabeza de un lado a otro, y tenía tanto miedo que se le veía el reguero de pis corriéndole por la pierna y manchándole el camisón de amarillo. Pero no pudo apagar el fuego que le lamía los pies. Lanzaba tales alaridos que se me heló la sangre en las venas. Su mujer, ahora su viuda, estaba allí, llorando, sin saber si también a ella la detendrían, puesto que había estado con el hombre que había conocido a un hereje.

—No… —Jéróme movió una mano.

—¡Y qué peste! ¿Tú sabes cómo huele la carne quemada? Sale un humo negro y pegajoso que se mete por todas partes. El viento levanta las cenizas que se te posan en la piel, y te da la impresión de que Alzeu te está cayendo encima. Y todo por el dinero. —Bernard se inclinó para susurrarle al oído—: Por supuesto se han quedado con su casa y sus tierras. Era un artesano libre y había adquirido una pequeña propiedad y oro. Se lo han llevado todo. Uno está a salvo si puede comprar su libertad. Él no tenía bastante.

—¿Y qué ha pasado con su mujer?

—Ha vuelto con su familia, en Navarra. Era de allí.

—El caso es…

—El caso es que nadie está a salvo, Jéróme. Todo el mundo conoce a un Cristiano Bueno, o ha conocido a alguno, o conoce a alguien que conoce a alguno. Pueden detener a cualquiera. Y están cada vez más ansiosos, por lo del tesoro.

—¿Qué tesoro?

—¡Qué tesoro! Pues el tesoro de Montségur, hombre, ¿es que no te enteras de nada?

—Yo no sé nada de ningún tesoro. —Jéróme tendió las manos con una sonrisa amistosa.

Bernard se arrellanó riendo en su silla.

—Pues debes de ser el único hombre sobre la tierra que no ha oído hablar de él. Fue hace meses. ¿Te lo cuento? Yo creo que ha sido la pérdida del tesoro lo que los ha enfurecido tanto. Son como avispones, que salen zumbando cuando atacas el nido. Ahora vuelan en círculos y nadie está a salvo: primero perdieron el tesoro, y luego tres perfecti se les escapan de las manos.

Bernard se asomó a la puerta y la cerró de nuevo con cuidado. Comprobó que todas las ventanas estaban también cerradas y luego acercó su silla a la de Jéróme. El fuego agonizante oscilaba a su espalda, arrojando un resplandor rojizo sobre sus rostros.

—Habla en voz baja —advirtió Bernard—. Las paredes oyen. ¿Tú has oído hablar del asedio de Montségur?

Jéróme asintió con la cabeza.

—Sabrás que la fortaleza era al principio un monasterio, un lugar sagrado para los herejes. Cuando los franceses la sitiaron, vivían allí doscientos perfecti, hombres y mujeres, la flor y nata de la Iglesia del Amor, incluyendo al obispo cátaro, junto con doscientos arqueros, soldados, mercenarios y caballeros que acudieron a defenderlos. Y sus mujeres. Pero por lo menos habrás oído hablar del asedio, ¿no?

—Sí, pero sigue. Quiero oírlo.

—Pues todo el tesoro de la Iglesia catara estaba en Montségur, y dicen que la verdadera razón del asedio no era tanto la idea de quemar a doscientos perfecti como la posibilidad de robar el tesoro. El sitio comenzó hace un año, en mayo, y duró hasta febrero. Ninguna fortaleza ha resistido tanto, mucho más tiempo del que nadie imaginaba que una fuerza tan pequeña podía resistir. Había todo un ejército rodeando la montaña, y cuatrocientos defensores, muertos de hambre.

»Por fin, en pleno invierno, cuando ya era evidente que no podrían aguantar mucho más, los herejes sacaron en secreto el tesoro y lo escondieron. Aquella zona está plagada de cuevas. Eso fue en enero. La fortaleza aguantó un mes más, antes de rendirse.

—¿Y no se habla también de un traidor? —preguntó Jéróme.

—Sí, un vasco que enseñó a los franceses el camino para subir por el risco. Una vez que los franceses tomaron la barbacana, estaban ya a pocos cientos de metros de la fortaleza. Fue el final. Los herejes se rindieron.

—Y ardieron en la hoguera.

—Sí. El que no estaba herido estaba enfermo o muerto de hambre. Ya no podían resistir. Ya conoces las leyes de la guerra. Si los franceses hubieran tomado la fortaleza, habrían asesinado a todo el mundo: hombres, mujeres, niños, civiles o soldados. Pero si se rendían, todos menos los herejes quedarían libres. Me han dicho que fueron precisamente los herejes los que insistieron en la rendición. Preferían morir antes de que mataran a los soldados. Se entregaron en Pascua.

—¿Y el tesoro?

—Pues eso es lo mejor, que cuando los franceses entraron no encontraron ningún tesoro. Pero eso no lo descubrieron hasta que ya habían quemado a todos los perfecti que podían saber de su paradero.

Jéróme se echó a reír y Bernard asintió con la cabeza.

—Ya sabrás, claro, que los Puros no pueden mentir. Si les preguntan si son herejes, tienen que admitirlo. De manera que fue muy fácil acorralarlos y quemarlos. Pero el caso es que la noche antes de que los franceses entraran, por lo visto tres de ellos escaparon.

Bernard se quedó mirándolo expectante.

—¿Tres qué?

—Tres perfecti —susurró Bernard—. ¿No lo entiendes? Quemaron a doscientos, pero tres desaparecieron. Eso significa que la herejía puede continuar. Bautizarán a otros y convertirán a nuevos herejes. La Iglesia no ha sido erradicada.

—Hmm —gruñó Jéróme.

—Hoy me he enterado de que andan buscando al guía.

—¿Al guía vasco?

—No al que condujo a los franceses por la montaña, sino al que guio a los herejes que escaparon. Dicen que hay una mujer involucrada, que ella era la guía o que conoce al guía, y ahora los frailes se han propuesto encontrarla. Seguro que los habrás visto por el pueblo. Quieren el tesoro, por supuesto.

—¿Y quién es ese guía?

—Ah, eso no se sabe. De momento están buscando a una vieja. Yo no sé más. Han dicho a todo el mundo que ande con los ojos abiertos por si se la ve.

—Y ahora seguro que matan a un montón de mujeres —aseveró Jéróme con una amarga carcajada—. Si yo me la encontrara, tendría que decirme dónde está el tesoro.

Bernard se encogió de hombros.

—No hagas bromas. Que sepas que están mandando a artesanos y mercaderes a los Muros. —Atizó las cenizas y avivó el fuego para la noche—. No, corren malos tiempos. Los precios están por las nubes. No se puede comprar nada. Mira los productos que se venden en el mercado. Es una desgracia, y si me oyeran hablar así me detendrían también, así que esta noche no he dicho ni una palabra. No veo qué tiene de malo que nuestra Iglesia o los dominicos nos libren de los herejes. Yo sería el primero en proclamarlo en público. Esta guerra ha durado demasiado, es hora de acabar con los herejes y seguir adelante con nuestras vidas. Cuanto antes terminen con ellos, mejor. No estoy en contra de la limpieza, pero Alzeu…

—Pobre hombre. —Jéróme se puso en pie y se estiró.

—Y eso de que hombres enmascarados irrumpan en nuestras casas…

—Pues a mí no me gustaría estar en el lugar de la anciana esa… a menos que tenga una familia que pueda protegerla.

—Pero las familias ya no sirven para proteger a nadie.

—Son tiempos difíciles, ya lo decía el sacerdote.

—Tiempos difíciles —repitió Bernard, tendiéndole una antorcha—. Buenas noches. Ya sabes dónde está tu habitación. Nos vemos mañana.

Ya caía la tarde cuando Jéróme subía por el camino de la montaña, paso a paso, con una mano en la crin de su poni. Cuando vio a la mujer, sus pensamientos, lejos de las truculentas historias de Bernard, giraban en torno a las tranquilas colinas, resplandecientes bajo el sol crepuscular, el movimiento de la cruz del poni bajo su mano y el trabajo que le esperaba en casa. Se miraba los pies, la hierba, el cielo, a la manera lenta y observadora de los hombres del campo, de modo que cuando vio a la mujer sentada junto al camino, no le dio ninguna importancia.

Las palabras saltaron de su boca, y se dirigió a la pobre mujer como lo habría hecho hacia un perro herido.

—¿Queréis que os lleve, madre?

Sólo cuando ella se sentó en el carro advirtió Jéróme sus zapatos raídos, su pelo sucio y despeinado, y apartó la vista. Una mujer no debería mostrarse tan desaliñada. Era como si fuera desnuda. Le irritó que se hubiera abandonado de ese modo, pero al mismo tiempo tuvo ganas de tocarla, de consolarla como haría con el poni, con la voz y las manos, decirle que todo saldría bien. «Venga, venga», murmuraría acariciándole el lomo como si ella fuera un caballo, y la almohazaría. En ese momento ella levantó las manos y se atusó el pelo antes de atárselo con un pañuelo. Y aquel gesto tan terso, tan eficiente e incluso elegante, fue una conmoción para él. Alzó la vista hacia la mujer del carro, sentada muy erguida y con la cabeza alta, un poco ladeada mientras miraba hacia el horizonte, y por un instante la luz que se filtraba entre los árboles cayó sobre sus finos pómulos. Era preciosa. Jéróme apartó la vista y la clavó en el camino delante de él. ¿Quién era aquella mujer? ¿Sería una bruja? Las brujas tenían esos poderes sobre los hombres. Pero mientras caminaba junto al carro sintió ligero el corazón y una sonrisa osciló en sus labios. El aire parecía más luminoso, los colores más fuertes, la luz llameaba plateada en el envés de las hojas. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo bien que se sentía.

Cuando se atrevió a mirarla de nuevo, no vio nada notable, sólo una mujer atractiva sentada en su carro. Tenía la habilidad de guardar silencio, cosa que a él le gustó. Le gustaba tenerla allí.

—¿Adónde vais?

—A Montségur —contestó ella.

Él lanzó un silbido y alzó las cejas, acordándose de la historia del tesoro y los inquisidores que buscaban a una mujer. Mantuvieron una pequeña charla, pero Jéróme sólo pensaba y calibraba los entresijos de aquella situación, como un perro cazador buscando, al acecho de un ave: si fuera una bruja o una hereje, debería echarla de su carro en ese momento, pero lo cierto es que deseaba recibir una vez más la mirada de sus bonitos ojos. En ese mismo instante ella se movió, ladeó la cabeza y lo miró.

Le estaba embrujando, y él no era más que un sencillo granjero indefenso, mientras que ella era una aristócrata, eso estaba claro. Se la quedó mirando con la boca abierta y entonces oyó el ruido de cascos, y de nuevo las palabras brotaron de sus labios.

—Escucha con atención, me llamo Jéróme Ahrade. Tengo este poni…

Jéróme no se sorprendió por sus propias palabras. Al sonido de los cascos había sentido la tozudez caer sobre él como un manto, la terca rebelión de un hombre de campo que no estaba dispuesto a que lo pisotearan o a que lo desviaran de su lenta ruta. ¿Por qué tenían que llevarse el tesoro los frailes? Alzeu, Bernard, el viejo sacerdote… Tiempos difíciles. Pero eso era en el pueblo, mientras que aquí Jéróme estaba en su propio terreno. Podía ayudar a una mujer indefensa si así lo deseaba.

Después, los frailes habían montado y se habían alejado colina abajo en tropel, en pos de un pobre campesino al que quemarían. Jéróme había tomado las riendas del poni y echó a andar. La mujer, Jeanne, iba en silencio y él se alegró. El encuentro con los monjes lo había puesto nervioso. Necesitaba tiempo para pensar qué hacer.