Bueno, menuda llorera.
Levanta el ánimo, chica, que las cosas nunca son tan malas como las imaginamos. Recuerdo que el obispo Guilhabert de Castres me regañaba en Montségur por preocuparme tanto.
—Pero funciona —bromeé entre lágrimas—. Me he preocupado por muchas cosas y ninguna de ellas ha llegado a pasar.
El obispo Guilhabert de Castres, aquel hombre dulce y bueno, me tomó las manos entre las suyas, tan nudosas, tan ajadas y retorcidas.
—Recuerda, niña, todo cambia. La rueda del bien gira hasta el mal, y el mal se convierte en bien. Pero nuestro Señor ha hecho un pacto con nosotros. Puede que suframos, pero nunca estaremos solos en nuestros sufrimientos. Tenemos una caballería espiritual a nuestra disposición. Recuerda, Jeanne, que siempre cuidarán de nosotros.
Yo sólo tenía catorce años y entonces no me atreví a decirlo. No quería saber nada de los pactos de Dios, y menos cuando nuestro Padre dejaba morir a su Hijo en una cruz, tan duro como Abraham con Isaac. A mí me parecía que Cristo podía haber resucitado exactamente igual después de una muerte tranquila, de vejez, en su cama. ¿Para qué pasar por la crucifixión? Eso es lo que me habría gustado decir; y también: cuidado con los curas. Puede que Dios hubiera hecho un pacto con la humanidad, pero eso no significaba que nosotros conociéramos los términos exactamente. Era mejor mantenerse fuera de su sagrada vista, no llamar la atención. Claro que a mi querido obispo no le dije nada de esto, porque se habría puesto muy triste.
¡Oh! Un ratón que correteaba junto a las raíces de un seto ha sacado unas alas ¡y ha salido volando como un pajarillo! ¡Cielo santo! Pensé que era un ratón y era un pájaro. ¡Ha sido precioso!, el movimiento de sus alas en el aire, ya fuera ratón o pájaro, volando libre. De pronto mis ojos se deleitan con las flores amarillas y rosadas, están tan vivas, tan llenas de alegría, y durante un rato me parece oír la hierba crecer, hasta que advierto sorprendida que no estoy sola en el camino.
Hay una campesina con su cesta de huevos andando en una dirección, y detrás de ella un par de labradores, con las guadañas al hombro. Tal vez vuelven a casa, o se dirigen a otro campo. Balancean los hombros al andar, como si todavía ejercieran su monótono oficio, con las cabezas inclinadas el uno hacia el otro. Son padre e hijo, creo. Se acercan y pasan de largo. Nos saludamos moviendo la cabeza. Buon giornata. Giorno. Gior.
Me levanto de nuevo. Si fuera una Cristiana Buena, el padrenuestro correría como música en mis pasos. Ya lo he hecho otras veces: rezar la oración sagrada durante una hora y observar cómo el significado cambia con cada repetición, observar lo contenta que me pongo. El sentido de «nuestro» se amplía para abarcar el verdor, el camino, los ratones que se convierten en pájaros. «Padre nuestro…», y aunque Dios envió a su Hijo a morir, alzo los brazos como un niño buscando a su papá, a Él. Subo a su regazo envuelta en sus brazos, y el cielo (yo sigo, una hora tras otra, recitando la oración mientras mis pies recorren el camino) ya no es un lugar remoto, el paraíso al que iré cuando muera, sino que se encuentra entre los árboles, se arrastra entre mis pies, flota en el olor del heno cortado, en el mismo centro de mi ser, el reino de Dios en el interior, dentro de mí, y entonces me envuelve una cálida luz blanca y yo respiro el aire entre las ramas de los árboles.
Más adelante el camino se bifurca. Me apoyo en el bastón, esperando una indicación. Hacia el oeste el cielo está bajo, las nubes se acumulan grises y púrpura con la inminente tormenta y de pronto recuerdo que no tengo lugar donde reclinar la cabeza esta noche.
Domino mi pánico creciente. No es momento de miedos, necesito claridad. Atiendo, escucho: ¿Hacia dónde? Los labradores se han detenido un poco más adelante, en el camino de la derecha, hablando entre ellos, apoyados en sus guadañas. La campesina ha tomado la misma dirección. Yo sigo esperando en el cruce. Aquí hay un pequeño altar, con un Cristo muy flaco crucificado, colgado de sus manos ensangrentadas y honrado por un jarrón de flores marchitas. He oído que en Italia hay un santo que tiene estigmas —los auténticos clavos de Cristo— en las palmas de las manos. Cuando murió intentaron sacarle los clavos, pero por lo visto estaban tan retorcidos que no pudieron, de modo que lo enterraron con ellos. Yo habría abierto su tumba, cuando el cuerpo se pudriera, para arrancar los clavos de sus huesos. Por pura curiosidad, para ver si tenían poderes curativos o guardaban la clave del amor.
Por fin: la señal. Giro hacia la izquierda para tomar el camino más estrecho, más empinado, y mientras subo la ladera pienso en mi juventud con los Amigos de Dios, cuando rendíamos culto en casas particulares. «El domingo en tu casa», decíamos, y el anfitrión preparaba una habitación con una mesa sencilla cubierta por un mantel de lino del blanco más puro. Y nada más. Nada de imágenes del cuerpo ensangrentado de nuestro Señor, nada de crucifijos, ninguna imagen de Dios o María o los ángeles. Sólo una mesa, un paño blanco, nuestras oraciones, nosotros, sentados en la silenciosa intimidad de nuestros más secretos corazones, como enseñó el Maestro: ir a nuestro ser más interno y allí escuchar con humildad el contacto de Dios resucitado.
Hay quien cree que Cristo no murió en la cruz, sino que, siendo puro espíritu, bajó alegremente del madero y se marchó. Otros añaden que luego se encontró con su madre y María Magdalena, que ellos decían que era su esposa, y junto con algunos apóstoles embarcaron hacia Marsella donde enseñaron la fe catara. Otros afirman que los Hombres y Mujeres Buenos descienden de los hijos de Cristo y Magdalena. Yo no sé qué creer, no estaba allí. Pero siempre me gustaba cuando venía de visita algún perfectus y nos reuníamos para la adoración y el bautismo especial mediante sus manos llenas de luz.
También asistíamos, por supuesto, a la iglesia católica. Muchos recibíamos los sacramentos los domingos, confesábamos con los curas, realizábamos las peregrinaciones católicas a Santa María la Mayor en Roma, donde se podía ver el auténtico pesebre donde nació Cristo, o a San Juan de Letrán, donde se exhibían los escalones sagrados que subió cuando llevaba la corona de espinos. A veces los inquisidores dominicos enviaban a herejes conversos de peregrinación incluso a Jerusalén, a Roma, a Santiago de Compostela, o a ver las nuevas catedrales que se estaban construyendo en Chartres o Canterbury, París o Reims. Era una de las penitencias que se exigían a los creyentes cátaros. Tenía la ventaja añadida de sacarlos a la fuerza de su ciudad. Pero luego volvían a casa, convertidos en católicos, y se arrodillaban ante los perfecti como antes.
Adorábamos de las dos maneras, ¿por qué no? Todos éramos primos, hermanos, esposas, madres. Nos habíamos criado en las mismas familias, éramos tolerantes con las ideas de cada uno: árabes, católicos, judíos. Yo conozco a un sacerdote católico que asistía a nuestros servicios cátaros y decía que no veía ninguna herejía.
A menos que consideraran como tal nuestras risitas apagadas cuando éramos niñas y nuestras miradas a los muchachos al otro lado de la sala, y cómo bajábamos luego la vista, todas tímidas y modestas. Ahora me río al recordarlo. ¡Era estupendo!
El camino más empinado está desierto. Subo por una carretera tan poco utilizada que la hierba no sólo crece en el centro, sino también sobre las huellas que han dejado las ruedas de los carros, aunque ahí no tanto, claro. Advierto que el sol se enfría y el cielo se tiñe de naranja a mis espaldas contra las nubes oscuras, grises, púrpura. Y justo cuando me asalta el miedo al pensar que pasaré otra noche a la intemperie, expuesta a los osos y los lobos, temblando tal vez bajo un árbol, sin comida ni fuego (¿podría recoger algo de leña?), oigo el crujido de unas ruedas y me vuelvo sobre mis pies hinchados para mirar atrás. Se acerca un carro de dos ruedas tirado por un poni vasco, robusto y greñudo, con una abundante crin blanca que le cuelga bajo el cuello y una larga cola que arrastra casi por el suelo. Junto a él camina un granjero con el gorro torcido. Me aparto para dejarlos pasar, porque apenas hay sitio para el carro en el camino. Ojalá pudiera subir. Mis pobres rodillas.
—¿Queréis que os lleve, madre?
El poni se detiene. El granjero es más joven de lo que había creído y tiene la cara ancha, la nariz plana y la barba entrecana. Vacilo, aguardando instrucciones: ¿amigo o francés?
—Ay, sí, muchas gracias.
—Parecéis cansada.
Tiene los ojos del tormentoso color del mar gris. Visto de cerca ya no parece tan joven. Mordisquea una brizna de hierba, le falta un diente y dos dedos de la mano izquierda.
—Será un alivio descansar un poco, muchísimas gracias.
Subo al carro y me acomodo entre las cestas. Él arrea al poni con unas riendas de cuero resquebrajado.
—Es muy agradable que la lleven a una un rato —comento. Me divierte oírme utilizar el acento del campo, yo que sé leer latín y hablar francés, y que aprendí a utilizar el acento de las clases altas de la mismísima Esclarmonde de Foix—. Es un poni muy animoso.
—Sí —contesta él cordial, dándole unas palmadas de afecto en el lomo.
Subimos la colina en silencio. Yo agradezco su capacidad de estar callado. Miro a mi alrededor, el sinuoso camino con sus lejanas montañas, me arreglo el pelo y me pregunto por qué mi corazón canta incontrolablemente, como una alondra echando el vuelo. Pero luego advierto que mis manos son tan grandes y ásperas como las de una cocinera. Unas buenas manos. Yacen en mi regazo como salchichas, diez salchichas con las uñas rotas y negras y la piel quemada por el sol. Las manos blancas de la nobleza se limpian con leche. Yo solía ponerme unos guantes llenos de mantequilla de cabra. Baiona y yo nos peinábamos la una a la otra y nos pintábamos los ojos y los labios. Luego nos poníamos los guantes de leche y bailábamos por la habitación con las manos en alto, cantando canciones y tocándonos los guantes.
Lo más raro es que no me siento más vieja ahora, de modo que es un golpe ver en mi regazo estas buenas manos de trabajadora, extremidades de una vieja, cuando por dentro no me siento mayor de veintidós años. Me aplasto el pelo y luego hago una cosa muy rara y coqueta: me quito el pañuelo y me lo pongo en la cabeza. ¿Por qué estoy tan contenta? ¡Como si algún hombre fuera a mirarme!
—¿Adónde vais? —me pregunta él, escupiendo la brizna de hierba que mordía.
—Hasta donde llegue —contesto, y me echo a reír. Hace mucho que no me encuentro tan a gusto con nadie, no me suele pasar. Luego, sorprendida, me oigo susurrar—: A Montségur. —Hasta que lo he dicho, no lo sabía.
Él me mira un instante de reojo. Yo también me sorprendo, atónita.
—Eso está ahora en manos de los franceses.
—Hmm.
—¿Lo habéis visto recientemente?
No digo nada. ¿Qué significa recientemente?
—Me acuerdo de la matanza —dice él.
Yo callo. Siento haber sacado el tema.
—Doscientos herejes quemados —prosigue—. Y el humo era tan denso que el cielo se volvió negro. Y el hedor… ¡Agh!
Se vuelve hacia mí, pero yo miro a lo lejos absorta en el paisaje.
—No sé de qué me habláis.
Mi acento ya no es el del campo. Tengo ganas de echarme a llorar otra vez. Trago saliva. ¿Estaba él allí? ¿Era uno de los asesinos franceses? El hombre gruñe y escupe en la hierba.
—Ahora debe de estar lleno de fantasmas. Yo no iría ni loco.
Cambio de tema.
—¿Estabais vos con los franceses?
—No, no. Pero todo el mundo ha oído hablar de Montségur. Yo trabajo el campo, como mi padre y mi abuelo. Mi mujer murió hace cinco años. Tengo dos hijas, un hijo murió. Las chicas ya se han ido, se casaron las dos, de modo que vivo solo. No está mal —añadió—. Me he pasado aquí toda la vida, bueno, menos cuando me reclutaron en el ejército una temporada, cuando era joven, y una vez que fui de peregrinación a Aragón.
—¿No os volvisteis a casar? —A ver si nos olvidamos del tema de la guerra.
—No. Al principio no encontré ninguna mujer que me gustara, y luego no encontré ninguna mujer a la que yo le gustara o que quisiera vivir en un lugar tan apartado. Pero estoy bien. No está mal la vida de soltero.
Avanzamos media legua en silencio. El único ruido es el reconfortante crujido de las ruedas, los cantos de los pájaros, los suaves chasquidos de los cascos del poni en la aromática hierba del camino.
—Vivo arriba de la colina. —De pronto rompe el silencio, haciendo un gesto con el pulgar. Sus palabras se atropellan tan deprisa que apenas las entiendo—. Escucha con atención. Me llamo Jéróme Ahrade. Tengo este poni, tres ovejas, diez gallinas. Deprisa, ¿qué tengo?
Yo me lo quedo mirando pasmada, pero entonces oigo el ruido de cascos al galope.
—El poni, tres ovejas, diez gallinas.
—Vengo del mercado. Tengo dos hectáreas. La casa está hecha de madera y piedra. ¿Te llamas?
—Jeanne. Jeanne Béziers.
—¿De Béziers?
—Yo debía de ser una niña cuando la matanza, nadie lo sabe.
—Tienes suerte de estar viva. ¿Has oído?
Sólo me da tiempo a mover la cabeza, porque ya los tenemos casi encima, dos dominicos a caballo y dos guardaespaldas con cotas de malla y cuero. El camino es tan estrecho que no pueden pasar, pero acercan los caballos, sus morros llenos de espuma y su aliento caliente en mi cuello. Uno de los soldados da un latigazo en la madera del carro y suelta una maldición.
—¡Yaaaa! Malditos seáis. ¡Moveos! ¡Fuera del camino!
El poni da un brinco hacia delante en el mismo momento en que Jéróme se acerca a su cabeza. Lleva al animal de las riendas hasta el borde del camino y los monjes y sus guardaespaldas pasan en un revuelo y nos rodean.
—Abajo —dice uno de los monjes. Yo apenas me atrevo a mirarlos. Las urracas. Tan rectos y tan estrechos, Dios nos libre de los justos de este mundo. Se alzan hacia nosotros sobre sus caballos, y una de las bestias pone los ojos en blanco y sacude la cabeza mordiendo el bocado. Gotas de espuma salpican mi falda. Bajo a trompicones y me acerco a Jéróme, que me rodea los hombros con el brazo.
—¿Quiénes sois? —pregunta el monje más alto—. Nadie, padre —contesta Jéróme—. Venimos del mercado. Hemos ido a vender mantequilla y huevos, y champiñones que hemos encontrado en el bosque.
Yo miro atrás. Los árboles atrapan las astas del sol, que sangra en un cielo púrpura.
Los soldados destapan las dos cestas del carro y miran. Jéróme me aprieta el hombro. Yo hago una reverencia ante los dominicos, al estilo de las campesinas. Considero la posibilidad de pedir una bendición, pero no me fío de mi voz ni de mi acento, de modo que me quedo callada, con las manos entrelazadas y la vista clavada en el suelo, rezando, escuchando. Tengo miedo. ¿Por qué la Iluminación me abandona cuando estoy con gente?
—Buscamos a una mujer —dice un monje—. Una bruja o una hereje. Viaja sola, habla sola, está loca. Tiene el pelo gris, suelto. No lleva toca.
—No la hemos visto —contesta Jéróme—. Pero ahí abajo, en la carretera, había mucha gente.
—Nos han dicho que tomó el camino de la montaña.
—A menos que los campesinos nos hayan mentido —murmura el otro monje.
Hablan un momento entre susurros. Sus caballos todavía están inquietos después de la carrera. El poni agacha la cabeza con indiferencia para comer hierba con breves dentelladas. Los dos monjes siguen hablando, mirándonos de vez en cuando.
—Quítate la ropa —me dice el más joven.
—¡Padre! —exclama Jéróme—. ¡Es mi mujer! ¡Mi esposa! ¿En qué estáis pensando? Es una buena mujer, ha parido hijos y…
—Desnudadla —ordena el otro monje.
—¡Quítame las manos de encima, asqueroso! —chillo yo, con el acento más neutro de que soy capaz, y me pongo a luchar con el soldado, dando patadas y mordiscos. Están buscando el cordel de los perfecti en torno a mi cuello o mi cintura, y también encontrarán mi tesoro. Grito como una posesa y ahora no sólo el soldado, sino también Jéróme intenta agarrarme las manos.
—¡Basta ya, mujer! —Y me da un golpe en la boca.
Yo me freno en seco. Jéróme me toma la cara entre las manos.
—Tranquila, Jeanne. —Habla despacio, en voz muy alta, como dirigiéndose a un niño, o para que le oigan los hombres—. Señores, somos pobres campesinos, somos buenos católicos, vamos a misa…
Yo me quedo callada, pero el corazón me late enloquecido.
—¿Dónde vivís? —me grita el soldado.
—En la colina —contesto, haciendo un amplio gesto con el brazo. ¿Qué colina? ¿Dónde?
—¿Cuánta tierra tenéis?
—Dos hectáreas.
—¿Qué animales?
—Este poni, tres ovejas y unas cuantas gallinas famélicas. Honorables señores, no somos ricos. —No pienso decirles a los recaudadores de impuestos lo que hay.
—Almaric, ve a investigar.
Uno de los soldados sale al galope pendiente arriba.
—Adelante —le dice el monje a Jéróme—. Nosotros os seguiremos. Si tenéis pozo podréis darnos de beber.
La procesión comienza de nuevo, con el pequeño poni al trote y los caballos impacientes detrás.
—¿Y si mientras tanto se nos escapa la mujer? —dice un monje.
—Ten paciencia —le espeta su compañero.
—Soy un hombre impaciente, impaciente por la pureza de mi Señor Jesucristo, impaciente por eliminar a todos los herejes por la gloria de su nombre. Y esta se nos va a escapar mientras nosotros perdemos el tiempo con los campesinos.
—Tenemos tiempo de sobra.
—Hermano, los dos labradores han mentido. La mujer tomó el camino principal. ¿Por qué se iba a desviar hacia la montaña?
En ese momento me acordé. Soy así de tonta, se me olvida mi ayuda en tiempos de peligro. Ahora rezo a mi Señor Jesucristo, a quien estos monjes adoran también. Pero es difícil rezar porque tengo miedo, soy una cobarde. Me tiemblan las manos, tengo ganas de vomitar.
Rezo primero pidiendo fuerzas para rezar. Luego me pongo en la Luz de Dios y envío a mi Señor Jesucristo a los monjes y soldados, para que se vayan. Doy gracias porque mi oración ha sido escuchada, doy gracias y envío la Luz de Cristo de mi corazón al de ellos, lo mejor que puedo, tal como Guilhabert de Castres me enseñó hace tanto tiempo. Pero es difícil cuando tienes miedo, cuando lo único que quieres es echar a correr. O matar. Pero no, tengo que enviar la luz. Mi corazón es de piedra. Está encerrado en una caja y la llave ha desaparecido. «Os daré un nuevo corazón. Pondré en vosotros un nuevo espíritu, sacaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne…». Eso es de Ezequiel. Guilhabert me hizo copiar ese pasaje. Tomo aliento y comienzo de nuevo. «Sacaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne». Un corazón de carne es humano y temeroso. ¿Cómo puedo rezar? Dios, ayúdanos, por favor.
Jéróme camina conmigo junto al carro y de pronto me doy cuenta de que también está rezando. Los dos rezamos en una ola dorada de luz, y entonces siento que se me abre el corazón, ¡clic!, y sé que la oración está hecha. Ha volado a la Fuente.
—Tienes razón —dice el monje mayor—. Volvamos. Todavía tenemos tiempo de atraparla en el camino.
—Ve a por Almaric —ordena el otro. Y sin una palabra el segundo soldado, guardaespaldas de los dos dominicos, arrea al caballo y sale al galope colina arriba en pos de su compañero. Podríamos matarlos ahora Jéróme y yo, sólo son dos dominicos desarmados… Es una idea fugaz y yo vuelvo a mi deber: enviar la Luz de Cristo, aunque es difícil cuando tengo tanto miedo.
—¿Queréis que os confiese mientras esperamos? —pregunta el primer monje, con expresión más suave y los labios esbozando una trémula sonrisa. De pronto me doy cuenta de que es casi un niño, podría ser mi hijo, y me parece tierno, con su cuello vulnerable y su barba que no es más que pelusa.
—¡Sí! —exclama Jéróme—. Confesadme, padre. —Y cae de rodillas allí mismo, en mitad del camino. El poni baja al instante el morro blanco, astuto y práctico animal, para seguir comiendo hierba.
El monje desmonta y tiende las riendas del caballo a su hermano. Jéróme y yo nos hemos arrodillado ante él.
—He mentido, padre —dice Jéróme—. He dicho palabras malas y he tomado el nombre de Dios en vano. De hecho, hace sólo un momento, cuando os acercabais a nosotros, estaba maldiciendo mi suerte y mi pobreza. El domingo pasado falté a misa…
Y así siguió, mientras yo inventaba mi propia confesión. Los cátaros también confesamos, pero delante de toda la congregación, pidiendo primero la indulgencia de los reunidos y describiendo luego con todo lujo de detalles el error o el pecado. La confesión no está completa hasta que hemos identificado el defecto de nuestro carácter que nos llevó a pecar, así como la lección que hemos aprendido y cómo vamos a beneficiarnos en el futuro de esta lección y de qué manera cambiaremos nuestra actitud ante una situación semejante. También hay que solicitar el perdón de todos los que hayan sido perjudicados por nuestra acción.
Esclarmonde decía que si de verdad comprendiéramos las repercusiones de nuestros actos, nadie haría nunca nada perjudicial ni diría palabras hirientes. Porque todo lo que hacemos vuelve a nosotros, aunque sea al cabo de una semana, un mes o un año, o en otra vida. «Tratad a los demás como queréis que os traten a vosotros», dijo Cristo. «Ama al prójimo como a ti mismo». Las Escrituras, sin embargo, no explican por qué. Pero es una ley espiritual: todo lo que hagas o pienses, volverá a ti. Las buenas acciones te traerán bendiciones, las malas acciones te causarán problemas, una vida tras otra. Es una justicia inexorable que premia o castiga nuestros actos.
Ahora Jéróme se ha levantado, con su penitencia de avemarías y padrenuestros. Es mi turno, de modo que me arrodillo ante el dominico con las manos entrelazadas. ¡Y de pronto me echo a llorar!
—¡Ay, padre, he pecado mucho! No amo a mis enemigos, grito a mis vecinos. Pero lo peor es que pierdo la fe. Cedo a las dudas una y otra vez. Me pregunto si mi Señor Jesucristo o la Bendita Madre me vigilan y advierten incluso cada una de las plumas que cae de las alas de un gorrión, y ahora estáis vos aquí para aconsejarme y enseñarme, y debe de haber sido la misma gracia de Cristo. Estoy llena de orgullo, me rebelo, no me rindo ante Dios, que debe de saber mejor que yo cómo son las cosas. ¿Pero por qué hay tanto sufrimiento? ¿Por qué la gente se mata? ¿Por qué hay hambre? ¿Por qué hay justos y herejes? Cuando pienso estas cosas me enfado con Dios. «¿Por qué permites la enfermedad y el dolor?», le grito. Porque tengo muy poca fe, padre.
»No recuerdo todos mis pecados. Codicia, sí, soy codiciosa, y celosa. Tengo envidia y mucho miedo, y odio, incluso hacia mis amigos. Y hoy mismo he mentido. Mi lengua es mentirosa. Y además hoy he contestado a mi hombre con brusquedad en mi mente, cuando me apresuraba. No lo he dicho con palabras, pero sí en mi mente, lo cuales tan malo…
—Eso no es un pecado. —El monje se impacientaba.
—Pero una mujer debe obedecer a su marido. Lo que pasa es que yo no tengo paciencia —prosigo, cada vez más entusiasmada—. Hace dos días, cuando intentó pegarme, ¡hasta le levanté la mano! Y además, padre, me compadezco de… —De pronto me interrumpo. Estaba a punto de decir «de los Amigos de Dios», cuando me he acordado de que la simpatía por los herejes es lo mismo que la herejía— de los estúpidos animales que tenemos. Dios no les ha dado alma, y morirán sin conocer la gloria del cielo. Y estos pensamientos son pecados contra la palabra de Cristo. No debería cuestionar el mundo que Dios creó sólo en seis días, no debería menospreciar su creación. Pero pienso que si se hubiera tomado más tiempo… Pienso lo bonito que sería tener a mi poni conmigo en el cielo, si es que llego a ir al cielo, porque puede que no vaya, y me dan ganas de llorar…
—¡Por Dios Santo! —masculla el monje mayor. Los dos soldados bajan por el camino interrumpiendo mi confesión.
—La compasión no es un pecado, hija mía —dice el muchacho, pero me sonríe amable—. Jesucristo estaba lleno de compasión y perdón por todos los pecadores. Y debemos amar a todos los seres vivos, incluido el poni, estoy seguro. Pero debes obedecer a tu marido y obedecer los mandatos de la Iglesia. Y tener cuidado con las maldades de los herejes.
—Sí, padre.
Me da una penitencia de diez avemarías y una apresurada bendición y monta su palafrén poniendo un pie en el estribo mientras hace la señal de la cruz, concentrado ya en la caza.
No me levanto hasta que se pierden de vista. Por fin me incorporo, entumecida, irritada ahora que el peligro ha pasado.
—Deprisa —me apremia Jéróme, como si me leyera el pensamiento, arreando al poni.
—Espera, deja que me suba —contesto enfadada. Tengo ganas de llorar y sólo cuando me acomodo en el carro me doy cuenta del miedo que he pasado. Lo siento hormiguear en mi espalda, correr por mis dedos, debilitar mis piernas.
—¡Menuda gente! —mascullo—. ¡Y tú! ¿Cómo se te ocurre decir que estamos casados? ¡Yo, tu mujer!
Él se encoge de hombros y escupe.
—Puede que te haya salvado la vida, y así es como me lo agradeces. —Se echa a reír—. Tú eres la que ha dicho que tu marido te pega. Yo no te he pegado en la vida.
Estoy avergonzada y no quiero hablar del tema.
—¡Qué me has salvado la vida! ¿Y la tuya, qué?
—La mía también, puesto que si me atrapan con una hereje, me hunden a mí también. Estaban buscando a una mujer. ¿Es que quieres ir a la cárcel?
—¡Que lo intenten! —exclamo atrevida, ahora que el peligro ha pasado y ya no se les ve.
—Más vale que estés preparada para cuando vuelvan. Y yo también. —Escupe en el camino para alejar al diablo—. Los vecinos saben que no estoy casado.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué te crees, que no volverán? Mañana, dentro de una semana o de un año…, pero en algún momento volverán a husmear a la granja, para comprobar si es verdad que tú y yo vivimos juntos. ¿Llevas un cordel en la cintura?
Es un cambio de tema tan brusco que me sonrojo.
—No. —Luego, entre lágrimas, quiero confesarlo todo—. Bueno, sí, me até uno como recuerdo, pero no es un cordel auténtico. Hice una pequeña ceremonia. Extendí el cordel sagrado y lo bendije y pronuncié las oraciones, invocando a los santos mártires de Montségur y sobre todo el nombre de mi maestro…
—¿Quién era?
—Nadie —respondo impulsivamente. «Y antes fue Esclarmonde de Foix», quiero decir. Quiero confesarme ante este desconocido que podría entregarme a los monjes. Y la historia brota de mis labios como una jarra de crema derramándose sobre el lomo del poni—. Estaba en el bosque. Los habían matado a todos y el hedor todavía flotaba en el aire; el humo se alzaba denso y negro, pero a mí me habían salvado, o castigado puede ser, no dejándome ir con los otros. De modo que me até el cordel al cinto y me bendije en nombre de… No me crees, pensarás que me lo estoy inventando, pero así fue. Y ella me dijo que ponerme la túnica así, en secreto, no era un pecado, sino algo bueno. No había nadie que pudiera darme el consolamentum. Para celebrar el banquete herví un puñado de avena y vertí un poco en el bosque para mis amigos, los ratones.
Las lágrimas surcaban mis mejillas, inundaban mis ojos ardientes. Agitaba las manos inquieta.
—Pensarás que estoy loca. Habían desaparecido todos. Hizo falta mucho tiempo, horas y horas… Eran doscientos… Tú estabas allí, ¿lo viste?
—Yo no estaba allí.
—Luego me até un cordel de lana al cinto, pero no soy una perfecta.
—Arre, arre —murmuró él, dándole al poni con las riendas.
—Yo quiero ser una hija de Cristo.
—Pues por tu aspecto, lo que necesitas es comer.
Yo aparto la vista, sorbiendo por la nariz. Sé muy bien cuándo cerrar la boca.
—Bueno, bueno —dice al cabo de un momento—. No sé por qué no he dejado que te lleven. Ahora tengo a mi cargo a una auténtica creyente imaginaria. Pero estamos juntos en esto. Estamos unidos por una mentira. ¿Puedo estar seguro contigo?
—No te he dado las gracias —digo con humildad—. Y sí, puedes estar seguro.
Pero estoy pensando que para eso lo mejor sería que me marchara. Me gusta este hombre. Me gusta cómo camina en silencio, con una mano en la cruz del poni, en callado diálogo entre hombre y caballo. No hace caso de mis lágrimas, pero palmea el cuello del animal con gesto tan dulce que se me encoge el corazón, como si me estuviera consolando a mí.
Poco después llegamos a la puerta de su casita de piedra, en una hondonada. El corral de las ovejas se apoya contra el muro, el establo es un cobertizo excavado en la montaña. La casa tiene tejado de paja, la puerta se cierra con un palo y una cuerda. Suelo de tierra cubierto de paja. Dos habitaciones, una grande y un almacén, cada una con una ventana.
—Yo duermo en la sala principal —explica Jéróme—. Tú puedes usar el almacén.
Huele a tierra y raíces. En un rincón hay un amasijo de sacos y herramientas rotas, y de las vigas cuelga un jamón ahumado y ristras de cebollas y ajos. Jéróme saca unas arpilleras de una plataforma de madera.
—Traeré algo de paja. Cubriremos el colchón con tela de cáñamo y puedes usar tu capa como manta.
Es tan acogedor… Me alegro de pasar aquí la noche. Mañana partiré hacia Montségur.