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No aminoro el paso hasta llegar al camino, al otro lado de la colina. Voy tan deprisa como pueden avanzar unas piernas asustadas por la carretera de piedra entre los setos. ¿Qué quería la señora de mí? Sí, había curado al niño. No pude evitarlo, no puedo evitar esa fuerza que fluye a través de mis manos, como no puedo evitar que brille el sol. Es sólo amor, el contacto del amor, y el amor no tiene nada malo.

Pero eso no es ninguna protección ahora. «Cualquier persona tiene derecho a cazar herejes en tierras ajenas, y puede obligar a los alguaciles del propietario a que le ayuden también en la caza…». Me sé los decretos de memoria.

«Si se encuentra algún hereje en tu tierra, tu propiedad quedará confiscada y la casa del hereje será quemada hasta los cimientos».

Promulgaron estas leyes cuando terminó la guerra. ¿Cuándo fue eso? ¿1229? ¿1230?, cuando azotaron a nuestro amado conde Raimundo VII ante la muchedumbre en París. Todo se confunde en mi memoria. William fue a París con él, y también Roland-Pierre, mis dos hombres cabalgaban juntos escoltándole. Los dos me contaron el viaje. El conde Raimundo se rindió y luego los franceses promulgaron leyes para animarnos a espiar y denunciar a nuestros vecinos. El criado de la señora Flavia habría venido a por mí. Y si me hubiera atrapado, seguramente habría podido apropiarse de la tierra de su señora. Si fuera lo bastante astuto, si conociera las leyes… Aunque yo creo que sólo quería crear problemas.

Tengo un calambre en la pierna. Ya no puedo andar más.

Sí, en 1229, cuando terminó la guerra y mucho después de la muerte de Simón de Montfort. Roland-Pierre y William, junto con trescientos caballeros, fueron a París con Raimundo VII, conde de Tolosa, hasta el Languedouil, la tierra de los francos, donde dicen «oui» para decir sí, en lugar de nuestro «oc». Allí, el conde Raimundo firmó el Tratado de Meaux con Luis IX, el rey niño de Francia, y con el Papa, y las tres firmas aparecían como iguales en el documento.

Pero luego lo azotaron en la nueva catedral que están construyendo en París, la llamada Notre Dame, por nuestra Señora. William y Roland-Pierre también estaban allí.

Era el 12 de abril de 1229. Iba descalzo y vestido sólo con unos pantalones y una camisa blanca. Lo desnudaron, le pusieron una cuerda al cuello, como si fuera un vulgar esclavo. ¿O fue exaltado como Jesucristo, nuestro Señor, que también fue azotado por nosotros? El conde Raimundo se arrodilló ante el altar, sus nalgas blancas desnudas ante la muchedumbre, y el cardenal Romano de San Angelo, el hombre del Papa, el que tenía por amante a la reina regente, Blanca de Castilla, a su vez madre del joven rey Luis, el mismo Romano alzó el brazo ante el altar de Cristo y descargó el látigo de cuero. Después el cardenal y los demás clérigos papales recibieron la santa Eucaristía.

El conde Raimundo dejó veinte rehenes en París. Uno de ellos era su hija de dieciséis años, y se dice que nunca más la ha vuelto a ver. Eso es lo que sucedió cuando firmó el Tratado de Meaux. La Iglesia impuso una multa de diez mil marcos, ¡imagínate!, sólo por defender sus tierras contra la invasión. ¡Diez mil marcos! Harían falta cien años para reunir esa cantidad. Eso fue en 1229. Cuando firmó el Tratado de Meaux, cuando fue azotado públicamente en el altar mayor. Yo se lo oí contar a Roland-Pierre.

Cuando el conde Raimundo volvió derrotado de París, lo recibimos como un héroe. Al entrar en Tolosa, la ciudad de la belleza, en todas las torres y ventanas ondeaban estandartes y las trompetas sonaban. Los poderosos caballos de guerra, adornados de rojo y oro, desfilaron entre la multitud enardecida, con los caballeros armados con cotas de malla y cuero y lanzas decoradas con vistosas banderas de seda roja, verde y blanca. Había tapices en todas las ventanas y las damas nos asomábamos para arrojar rosas sobre el conde y su cortejo. ¡Un día radiante! Y yo estaba tan feliz que dejé mi puesto para correr junto al desfile, arrojando flores a mis espléndidos hombres. Habría volado hasta las estrellas para recorrer el universo llena de júbilo.

El cardenal Romano acompañaba a nuestro conde. William dijo que no importaba. Pensábamos que, ahora que se había firmado el tratado, viviríamos en paz. Lo reconstruiríamos todo, creíamos, y la vida seguiría como antes, aunque tal vez no exactamente como antes. Eso era mucho pedir, volver a las épocas en las que el banquete de un noble podía durar tres semanas y se hacían regalos dignos del rescate de un rey: caballos, armaduras, tierras, pasteles de especias orientales, carretas de sal, de madera o de seda. Cuanto mejores eran los regalos, mayor era el prestigio del que los ofrecía. Aquellos días no volverían jamás, pero nos consolábamos pensando que los campesinos araban de nuevo sus campos y que la primera cosecha de trigo llenaría pronto los silos. Los perfecti bautizaban creyentes de nuevo y la Iglesia catara, los Amigos del Amor, era más fuerte por haber sido forzada a la clandestinidad.

Pensábamos que la guerra había acabado, pero sólo había cambiado de forma. El día que promulgaron los decretos, William subió los escalones del palacio de dos en dos, e irrumpió en el gran salón agitando el pergamino en alto.

—¡Escuchad! Escuchad lo que piden ahora —exclamó.

Yo me quedé sin aliento de lo guapo que estaba. Sus manos fuertes y cuadradas, su apostura, el gesto de su cabeza, su sonrisa blanca, abierta y generosa, reluciente en su barba cobriza, el rizo delicado de su pelo en la nuca… Mi indignación patriótica se entrelazó con mi amor por él. Cualquiera que fuera la causa por la que William luchaba, era mía también: nosotros, los luchadores de la libertad. William tendió el pergamino a un escribano para que lo leyera en voz alta.

—¡Silencio! ¡Silencio!

—Escuchad.

Todos nos acercamos para oír cómo viviríamos nuestros días en adelante.

—Cualquier hereje que renuncie de su falsa fe deberá llevar dos cruces cosidas en el pecho, y las cruces deberán destacar contra el color de la ropa. Deberá cambiar de residencia. Ningún hereje o hereje reformado podrá ostentar cargos públicos. —¡Bueno, pues nadie renunciará y ya está! Y un estallido de risas.

»Todo varón mayor de catorce años y toda mujer mayor de doce jurará lealtad a la fe católica, abjurará de la herejía y prometerá perseguir a los herejes. El juramento se renovará cada dos años.

»Toda persona, sin excepción, deberá asistir a misa los domingos y comulgar tres veces al año, en Pascua, Navidad y Pentecostés.

Las risas iban muriendo a medida que se leían las cláusulas.

—Ningún sospechoso de herejía podrá practicar como médico, y ningún enfermo, en el momento de la muerte, podrá tener cerca a un hereje. —Por si le administraba el consolamentum a escondidas.

A medida que voy recordando la lectura de los decretos, la conciencia del peligro que corro ahora va tomando fuerza. El peligro de sanar al niño, de quedarme con la mujer moribunda… Me pongo de nuevo en marcha, después de descansar un momento en una piedra, blandiendo mi bastón, huyendo de la Inquisición, que ya tengo pegada a los talones.

Mientras sigo andando vuelve a mí el recuerdo de la lectura de los decretos.

William, en el gran salón, pidió silencio con el brazo alzado, la cabeza gacha, escuchando al escribano. Yo me abrí paso a través de la gente hasta ponerme a su lado. Él me estrechó y yo sentí henchirse en mi interior una alegría triunfal, en contraste con el horror de los decretos. A mi alrededor creció el silencio, nuestra consternación ante aquella exhortación a denunciar a nuestros vecinos, a traicionar a nuestros amigos más íntimos. «¿Pero quién va a denunciar a su vecino?», nos preguntábamos.

«Nadie puede poseer una Biblia, traducirla del latín o leerla en la lengua vernácula».

Nos miramos aturdidos unos a otros.

—¿Pero quién recibirá la palabra de Dios?

—De modo que ahora sólo podemos tener un salterio o un breviario, y además en latín. Eso no le sirve para nada a la gente común.

Había muchos más decretos.

—¡No cederemos! —exclamó William, poniéndose de pie sobre una mesa. Sentí que se me henchía el corazón, y en ese momento me prometí que lucharía toda la vida a su lado. Moriría por él. ¡Sí! ¡No cederíamos!

Pasamos una hora reunidos, repitiendo y discutiendo los decretos, el nudo cada vez más tenso de la tiranía. Nos negaríamos a denunciar a nuestros amigos, primos, maridos, esposas. La sala vibraba con nuestra furia y nuestro rechazo, las voces resonaban en las piedras de los muros.

—¡Demonios es lo que son esos franceses!

—Ahora cualquiera puede acusar a su vecino de herejía y quedarse con sus tierras.

—¡Pero si en toda la Provenza no hay alguaciles ni curas suficientes para ejecutar estas órdenes!

Ahora William me rodeaba con el brazo, me estrechaba contra él, y yo sentía mi feroz exaltación: lucharíamos y amaríamos juntos, él y yo.

Dos semanas más tarde tuvieron lugar las primeras detenciones… Nos tomaron por sorpresa.

El perfectus Vigoros de Baconia, que predicaba con tal pasión que la gente venía a oírle de setenta kilómetros a la redonda, fue condenado y ejecutado antes de que pudiera llamarse a un abogado. Lo quemaron con tanta rapidez (vivo, por supuesto) que no tuvimos tiempo de organizar una protesta.

Detuvieron a los dos hijos mayores de Esclarmonde, y Bernard Otho estuvo encarcelado durante un año antes de que pudiera comprar su libertad. Esclarmonde pasó a la clandestinidad, pobre anciana. Entonces tenía sesenta y nueve años. Se retiró a su casa de campo con su hijo pequeño y sus queridas huérfanas, las niñas como yo a las que había adoptado, educado y cuidado con tanto amor. Ya no volvió a meterse en política.

Los espías y los traidores se multiplicaron. Y aquí estoy yo, todavía huyendo, esta vez del criado de librea de terciopelo, que andará buscando los favores de un amante, supongo.

Recorro otro kilómetro. Por lo menos el sol calienta, cosa sorprendente a principios del otoño, cuando de noche hace tanto frío que pone la piel de gallina. Los últimos saltamontes brincan bajo mis pies, pero están inquietos, aunque cualquiera pensaría que todavía es verano, con las hierbas altas y las últimas amapolas y flores salvajes destacando en rojo y amarillo a los bordes del camino. El suelo empieza a empinarse y el curso del río se estrecha, corriendo ahora sobre rocas, cada vez más deprisa en su veloz corriente de espuma blanca.

Durante los veinte años de guerra creímos tener miedo, pero en aquellos años podíamos buscar consuelo unos en brazos de otros, sabíamos quién era el enemigo. Ahora los inquisidores pasean por los distritos con sus guardaespaldas y hombres de armas, siempre en grupos de veinte y bien armados.

Prevenidos.

Con miedo.

Porque la resistencia deambula por los campos. No hace mucho apresaron a un inquisidor, un monje dominico, le rebanaron el cuello y lo colgaron cabeza abajo de un árbol, de modo que la casulla le caía dejando al descubierto sus partes privadas.

—¡Qué estupidez! —susurro mientras observo el agua correr por su cauce. Aunque hubo una época en la que me pareció bien—. ¡Qué estupidez! —Porque eso sólo engendra más represalias, más odio, rabia, violencia, guerra.

Como la venganza de William y el grupo de luchadores, que cortaron el cuello a seis curas en Aviñonet. Cabalgaron toda la noche hasta Montségur, entre las sombras que proyectaba la luna, los caballos agotados, con las cabezas gachas, y los hombres también cansados cuando llegaron a casa, primero entre risas apagadas, en silencio después; algunos preocupados por las posibles represalias, pero la mayoría todavía exaltados por la incursión. Llegaron al amanecer para dar a conocer su misión, pensando que los asesinatos serían un gran golpe contra el enemigo.

Los cansados hombres sacudieron las botas ante el fuego y arrojaron sus espadas y arneses con estrépito. Pons Diego bebía grandes sorbos de cerveza riéndose, con la barba chorreando, orgulloso; y William se reía con los demás, la cabeza hacia atrás y los ojos azules brillando. Los perfecti estaban conmocionados, movían la cabeza con desaprobación sabiendo que aquella locura provocaría el asedio de Montségur.

No puedo dar un paso más. Me siento en una piedra al sol, protegida del viento, y miro hacia las colinas y los verdes pastos, tan buenos para las ovejas y las cabras. «Él me hará yacer en verdes pastos… nada me faltará».

De pronto un fuerte sollozo surge de mi garganta, estallando en un llanto de dolor y angustia. El torrente de lágrimas me hace sacudir los hombros. El sol arranca destellos dorados y plateados a la hierba y yo ya no soy una luchadora de la libertad, sino una fugitiva que huye para salvar la vida.