9


Hoy ha salido la señora de la casa. Va tocada con un griñón blanco. Es todavía joven, todavía en la flor de la vida, y tiene dos hermosos hijos, un niño y una niña más pequeña, que juegan en torno a sus faldas. Esta mañana me vio en mi escondrijo junto a los establos, se dirigió hacia mí, luego cambió de opinión y volvió a la casa.

Desde que estoy aquí ya han tañido dos veces las campanas del domingo. Me pregunto si me va a echar. Entonces, justo cuando ya tengo mis cosas, mi bolso, mi bastón, mi pañuelo, dispuesta a marcharme a recolectar mis hierbas y ver adonde quiere Dios llevarme hoy, ella regresa.

—Buenos días, señora.

Me sobresalto. Miro a un lado y otro de la calle para ver con quién habla, pero la mujer atraviesa el patio en mi dirección, con las faldas recogidas, sorteando el barro con sus pies delicados, y riéndose con buen humor.

—Estoy hablando con vos, Na Jeanne. —Sus ojos se posan como insectos en mi ropa y mi cara. Tengo las uñas sucias de barro. Antes, cuando era una dama nunca las llevaba sucias.

Tiene los ojos obscuros, la cara ancha, un buen cuerpo regordete y dos colinas redondas por pechos, medio ocultas bajo los encajes; una paloma rolliza y bonita de la que su marido estaría orgulloso. Entonces creo que lleva una escudilla y la boca se me hace agua, pero me siento inquieta, no sé muy bien por qué. Quiero salir corriendo.

Cuando veo al taimado criado asomarse al umbral de la puerta, averiguo la causa de mi ansiedad.

Hago una reverencia. Ya no soy noble, sino una pobre mendiga, una oveja errante, y asumo mi lugar, tal como me enseñaron. Y de todas formas, ¿quién soy yo para darme ínfulas?

—Os he traído una sopa caliente —me dice—. Comed. Me tiende el cuenco y la cuchara, y el denso aroma me llega a la nariz y mi estómago se expande y se agita de deleite.

—Es una sopa de judías muy buena —me dice, mientras yo la miro sorprendida, maravillada—. Un caldo espeso de carne.

Me recojo en oración, un silencioso «gracias, Dios» y tomo el cuenco que me ofrecen.

—Señora, Dios verá lo caritativa que sois y os bendecirá. —Mi voz es quejumbrosa, como si hubiera nacido mendiga, aunque ahora que lo pienso, he tenido tiempo para aprender. Al final todos somos mendigos, mendigos de Dios y el destino.

La mujer se ha metido en mi refugio, fuera del barro del establo, aunque, a pesar de no ser alta, ha tenido que inclinar la cabeza para evitar la viga.

Echa un vistazo alrededor con las manos entrelazadas sobre el vientre. Creo que está de nuevo encinta, dobla los dedos sobre el niño secreto que se oculta en ella. Pasea la vista por mi cobijo, advirtiendo la paja limpia de mi lecho y las piedras que he reunido para hacer fuego. Me pongo nerviosa de tanto que me mira, dejo el cuenco y me dedico a rebuscar en mi bolsa, deseando que se marche. De pronto ya no me parece tan bonita ni tan cordial.

—No os preocupéis, que tengo cuidado con el fuego, no hay peligro. —Oigo brotar las palabras de mis labios demasiado deprisa—. Pongo las piedras fuera, como podéis ver, en el patio, por si vuelan chispas. Y lo vigilo de cerca. No quiero molestar.

—No, no —se apresura a contestar—. Si no molestáis. Tomad, comed.

Alza el cuenco con la sopa que yo aún no he tocado y me lo ofrece por segunda vez.

—Comed.

Pruebo una cucharada. La sopa es buena y mi estómago se retuerce agradecido. Mi hambre es un monstruo que dormía en su cueva y acaba de despertar con un hueso. De modo que pronuncio otra oración muda a mi Señor, para transformar la carne que como en el alimento vivo de Dios, apropiado a sus ojos. Mi Señor puede hacer eso, purificar lo impuro, como Cristo convirtió el agua en vino, y yo desearía que hiciera lo mismo conmigo, perdonar mis faltas, convertirme en un recipiente de amor puro. Tomo la sopa despacio.

La señora permanece cerca de mí. Observo claramente que algo le ronda la cabeza.

—Está buena —digo refiriéndome a la sopa.

—¿De dónde sois, Na Jeanne? —me pregunta con descaro, sonriendo—. No sois de por aquí.

—No, no —contesto sin comprometerme, aunque comienzo a sentir la confusión en mi cerebro. Un fuerte cántico, una nube. Los inquisidores también querían saber eso. Monseñor Anselmo y su compañero. «¿De dónde eres?», preguntaban. Dos dominicos con su aterrador atuendo blanco y negro. Panteras disfrazadas. Y yo, fingiendo ser muda, sin saber si prefería que me detuvieran y me quemaran en la hoguera para terminar de una vez, o si quería escapar. Alejándome poco a poco de ellos. «¿De dónde eres?», preguntaban, tal como ella hacía ahora, esta bonita matrona con su sopa caliente. Y más tarde el interrogatorio acerca de mis voces y de dónde había estado.

—Dices que has visto a Dios —me desafiaron los inquisidores—. ¿Cómo sabes que no son imaginaciones tuyas?

—Son imaginaciones mías —contesté.

A monseñor Anselmo se le nubló el semblante.

—¿En qué quedamos? —bramó—. ¿Es Dios o tu imaginación?

Yo estaba tan asustada… Intenté explicarme:

—Es una de las maneras en que Dios me habla —susurré, deseando ser más valiente, deseando no tener miedo. Hice una reverencia y miré por encima de mi hombro buscando ayuda.

En mi imaginación, en mi dolor, en mis deseos, en mi miedo… Y lo más raro es que se me olvidó lo más importante: en mi alegría. Quise gritar: ¡En mis cantos! En mi felicidad Dios acude.

Me dejaron marchar, no sé por qué. Me dejaron libre para vagabundear de nuevo.

—¿De dónde, entonces? —La señora Flavia me devuelve bruscamente al presente—. ¿No tenéis familia?

—Tuve familia una vez —contesto—. Pero no, ahora están todos muertos, dispersos.

—Ha muerto tanta gente en las guerras… —añade ella, incitándome a hacer confidencias.

—Que sus almas descansen en paz. —Sé las respuestas que tengo que dar.

—¿Sois del Languedoc? No localizo vuestro acento. Habláis como una aristócrata.

Noto un escalofrío. Estar sola, sin familia, sin la protección de casa o amigos es peligroso. Pero hablar como la aristocracia es estar marcada. El criado todavía espía detrás de la puerta. Yo ya casi he terminado la sopa y me levanto tensa.

—No soy aristócrata, señora Flavia. Soy la mendiga más humilde de esta tierra. Siento ser una molestia —prosigo apresurada, irritada por el tono quejumbroso que no puedo eliminar de mi voz—. No quiero ser una carga. Esta noche me marcharé. Ya he tejido vuestra lana, señora Flavia. Ahí la tenéis.

—No, no —contesta ella enseguida, pero toma la madeja y mira mi trabajo con interés. No encontrará un solo fallo—. No quería decir eso. Es sólo curiosidad, ya sabéis cómo somos las mujeres. Sois tan limpia y ordenada, y habláis tan bien. Se nota que no siempre habéis estado en estas condiciones. Camináis erguida, tenéis dignidad, se ve sólo en la manera en que os alisáis el vestido con los dedos. La vuestra es una extraña belleza salvaje, y me preguntaba quién sois, eso es todo. Además… —Se interrumpe—. La gente os ha visto recoger hierbas en las praderas.

—¿Qué queréis de mí?

—Que me digáis de dónde sois.

—Nací en Béziers —contesto. Decir esto no es muy arriesgado.

—Dicen que estabais en Montségur.

—¿Quién lo dice?

—Un mercader, en la feria de la semana pasada, le dijo a Na Rixende que os había visto allí.

—Mucha gente ha estado en Montségur, y algunos dicen que han estado aunque no sea verdad. Ahora está destrozado, lo han derruido piedra a piedra y han dispersado los cimientos. No queda nada de Montségur, hervidero de herejes. —Me apresuro a santiguarme y le devuelvo el cuenco con una reverencia—. Aquí tenéis, muchas gracias señora.

—Dicen que tenéis poderes de curandera.

Su vista se pasea de nuevo por el refugio. Alza las comisuras de la boca en un esbozo de sonrisa y me toca el brazo con gesto íntimo.

—Na Jeanne —dice, dándome de nuevo un título de cortesía. Agacha la cabeza y susurra—: Decidme quién sois. Desde que vinisteis… pasan cosas muy raras… Mirad cómo crece el jardín, las malvarrosas mucho más altas que las del vecino, y las hierbas en torno a la casa… todo está creciendo verde y frondoso. Dicen que tenéis magia. Mirad al burro, está tan viejo que se le ven todos los huesos del lomo como si fueran púas, pero el mozo de cuadra dice que ya no cojea como antes. Hace una semana el animal no podía ni dar un paso, y ahora está engordando, tiene la cabeza alta, las rodillas no le duelen tanto…

No digo nada. Ella me mira. El silencio se prolonga.

—Ayer mi hijo pequeño, el que acaba de volver… —Me mira mientras habla, pero yo estoy cada vez más concentrada en rebuscar en mi bolsa—. Guiscard tiene cinco años. Ayer se cayó mientras jugaba con los niños mayores. —Me palpita el corazón. Sé lo que va a decir—. Le sangraba la cabeza y se hizo una herida en la mano izquierda. Estaba llorando. Dice que os acercasteis a él en la carretera.

—¡No sé de qué me habláis! —exclamo furiosa.

No conozco a ningún niño. No tengo nada que ver con los niños. No me gustan los niños.

—Los otros chicos salieron corriendo. Os tenían miedo. Guiscard dice que vos lo levantasteis.

—¡Mentiras! ¡Mentiras! Yo soy una vieja, nada más. ¡Ahora me venís a levantar calumnias!

—Dice que le pusisteis la mano en la frente y la herida dejó de sangrar —susurra ella con vehemencia—. Dice que le acariciasteis la mano, así. —Deja el cuenco y frota la palma de una mano contra la otra.

—No sé de qué me habláis.

—Dice que vio cómo la piel sanaba, y cuando bajó de vuestro regazo no tenía ni un rasguño.

—No os fieis de los niños. Es bien sabido que son unos mentirosos.

—¿Adónde vais? —Me agarra el brazo.

Echo a andar por el patio lleno de barro y ella me sigue.

—Na Jeanne. —Me detengo. Ella me mira, con los brazos a los costados y tal expresión de desamparo que me da pena. Tal vez me equivoco.

—¿Sí?

—Por favor —susurra—, quiero agradeceros lo que hicisteis por Guiscard. Jeanne, ¿sois una Amiga de Dios?

—Ya no quedan herejes, todo el mundo lo sabe. Ahora marchaos, tengo que hacer mis rondas. —Me doy la vuelta de nuevo.

—¿Queréis venir a cenar esta noche? A mi esposo y a mí nos gustaría que vinierais.

Me detengo perpleja, escuchando, intentando saber de dónde sopla el viento. Cierro los ojos para oír mejor, pero no siento la brisa. Cuando abro los ojos ella me mira. Abro mi espíritu para intentar captar su aura.

—Es una invitación auténtica. —Ella nota mi vacilación—. Marchad a vuestras rondas, a lo que quiera que hagáis durante el día, pero esta noche venid a cenar con nosotros. Somos buena gente —añade—. Nos acordamos de los viejos tiempos.

Yo no contesto. Sigo andando hasta llegar al camino, pero ella me sigue.

—El mozo de cuadra os vio el otro día. —Ah, ya estamos, el traidor. Él es quien me entregará. Ahora estamos hablando en la calle—. Dice que estabais sentada, más quieta que un árbol.

—Estaría dormida —contesto enfadada.

—Dice que os tocó el brazo y no os movisteis.

—El sueño de una vieja.

—No, cuando una vieja duerme se le abre la boca y se le cae la cabeza a un lado. O tal vez se tumba en el suelo. Pero vos estabais sentada muy erguida. Habíais abandonado vuestro cuerpo —insiste—. Y sanasteis a mi pequeño.

—No sé de qué me habláis —grito, apartándome—. Dejadme en paz. Debo ir a la letrina. Disculpad.

Ella frunce el entrecejo, pero por fin entiende y se marcha haciendo un gesto de irritación con la cabeza. Cree que no me he dado cuenta de su enfado, pero pocas cosas se me escapan ahora. Cuando la mujer atraviesa con cuidado el patio del establo en dirección a la casa, yo regreso a mi refugio, echo un vistazo alrededor y levanto deprisa el tablón para buscar mi tesoro en el agujero forrado de paja. Me lo meto en los bolsillos interiores de mis faldas, todavía envuelto en su lona verde, tomo mi bastón y el hatillo con mi propio cuenco de madera y la cuchara y echo a andar.

A medio camino del patio regreso y apuro de un trago el resto de la sopa que me había traído la señora, pero dejo el cuenco. No quiero que me acusen de ladrona. Estoy ansiosa, no sé adonde voy, pero mis pies me llevan en alguna dirección. Conozco esta sensación. Significa que algo está a punto de pasar o que pronto conoceré a alguien. También sé hacia dónde dirigirme, porque cualquier paso en la dirección equivocada me hace sentir inquieta, y cualquier paso en la dirección correcta me llena de una especie de ligereza, sin embargo, no tengo ni idea de adonde voy o para qué. Es como si me guiaran, como si me guiara el dedo metálico que me enseñó una vez un mercader árabe, la aguja mágica que siempre señala al norte, o quizá la estrella de Oriente.

Salgo del pueblo deprisa, paso de largo los herreros, los tejedores, los escribas, salgo por las puertas en dirección a los campos, pero un gemido escapa de mi garganta al recordar otros tiempos, cuando venían a por mí, y ahora los fuegos arden de nuevo en mi cabeza.