8


En la semana de la Ascensión oyó hablar de la justa. Estaba programada para el sábado y, aunque no era una competición real, sino sólo para enseñar a los escuderos, se celebraría con toda la pompa, con los estandartes y el desfile ceremonial, porque la guerra había terminado y los franceses se retiraban y era momento de júbilo. Las mujeres y las visitas importantes verían el evento desde unas gradas, y los muchachos recibirían si querían una prenda de sus damas. Algunos eran tan jóvenes, catorce o quince años, que la prenda podía ser de una tía o incluso de su madre, pero los mayores se complacerían en proclamar abiertamente sus amores, como hacen los caballeros.

Jeanne quería que Roger llevara su pañuelo. Era azul claro y fino como una telaraña, un suspiro de seda, tan delgado que era casi transparente. Estaba orgullosa de Roger y pensaba que vencería a todos sus oponentes. Imaginaba una escena muy romántica cuando le llevara la prenda la noche antes de la justa, diciéndole: «Si usted la desea, caballero…», o algo igualmente fino, y en sus sueños Roger clavaría la rodilla en el suelo y aceptaría el pañuelo con las palabras dulces y corteses propias del pretendiente de una dama.

El hombre propone, Dios dispone. Y el hombre puede no dar nunca lo que una doncella desea.

Esa noche Jeanne le esperó en el jardín, pero él no acudió.

Incluso en la cena había servido en otra mesa. Ella oyó su risa en otra sala y una vez lo vio bailar con Baiona. El corazón se le incendió de celos, pero cuando terminó el baile él miró hacia donde ella estaba, sonrió y le ofreció un fugaz y secreto saludo con la mano. Fue entonces cuando Jeanne se apresuró a salir al jardín a esperarlo, y se internó en las oscilantes sombras del laberinto a la luz de las estrellas, hasta que las estrellas titilaron y sus lágrimas le aseguraron que Roger no acudiría.

Inventó excusas, se dijo que los jóvenes, como los caballeros auténticos, tenían oraciones que rezar y abluciones que realizar antes de la justa, preparativos en los que las mujeres no podían tomar parte. Pero de todas maneras se sintió furiosa, herida y celosa. Pensando en Baiona se envolvió el puño en el pañuelo hasta que se rompió la frágil tela, y entonces se enfadó consigo misma. Apretó entre los dedos el pequeño desgarrón, intentando recomponerlo. Pensó en coserlo o en pedir ayuda a Baiona y entonces, recordando a su amiga y las enseñanzas de un alma tierna y clemente, se forzó a entrar y sonreír a Baiona, su otro corazón, que no había hecho nada malo, sólo bailar una pieza con él, tal vez para preguntarle sobre sus sentimientos hacia Jeanne.

Sin embargo, cuando esa noche se metió en la cama, estaba confusa.

—Menudo suspiro —comentó Baiona—. ¿Qué pasa?

—Nada.

Jeanne lamentó no ser un hombre para luchar en combates y justas contra otros caballeros. Deseó ser la mujer por la que Roger realizaría mil hazañas. Tenía celos de su mejor amiga y quería dormir abrazada a ella, como siempre. No sabía lo que quería. Quería que Roger la tranquilizara.

Esa noche rezó con todo su corazón para que no le pasara nada, para que Dios bendijera su unión.

Al día siguiente se levantó con esperanzas renovadas, como sucede cuando llega la mañana, y exaltada por el festival. Ese día llevaría su nuevo vestido bordado de plata.

—¡Venga, Baiona! ¡Levanta!

Para cuando las niñas bajaron a la carrera las escaleras (Jeanne dando saltos mientras se ponía un zapato), el palacio bullía de actividad. Los hombres más veteranos y experimentados andaban dando gritos por el castillo, ayudando a los muchachos y maldiciendo ante las armaduras rotas; y los mozos de cuadra preparaban el terreno y los caballos. A pesar de ser tan temprano los campesinos ya habían venido de los campos y los mercaderes montaban puestos para vender cintas y tartas dulces, pasteles de carne y de conejo y todos los caprichos y juguetes imaginables. En una esquina, un teatro de guiñol; en otra, juegos de bolos y payasos; colores vivos y olores tentadores; mendigos por todas partes; gritos de los espectadores al comenzar las primeras carreras de a pie y a caballo.

Los jóvenes se acuclillaban en la hierba, escuchando los consejos de última hora de los caballeros, o se reunían en pequeños grupos, blandiendo las espadas, ajustando una correa o una hebilla, sopesando las lanzas. Jeanne vio a Roger cerca de los establos, sacando un caballo. Estaba de espaldas y ella aguardó un momento, deseando que se volviera y le lanzara una mirada cómplice. Pero Roger no hacía más que dar golpes nerviosos con el pie en el suelo, toda su atención centrada en el inminente combate.

—Vamos —susurró Baiona, tirando de Jeanne, y la tomó del brazo mientras subían a las gradas abarrotadas—. Estás guapísima —dijo con suavidad.

Jeanne sintió que su corazón echaba a volar como una paloma. Llevaba un vestido plateado con el cuerpo bordado de rojo y oro, el pelo, negro, indómito, rizado, sujeto en una red plateada. Se sentó con los ojos brillantes de emoción. Sabía que estaba guapa.

—Tú también —contestó generosa, dando un apretón a su amiga en la mano. No entendía por qué se había enfadado con Baiona la noche anterior—. Te queda muy bien el azul.

El vestido de Baiona era de un azul discreto, las mangas, acuchilladas, con piezas de un color más oscuro. Era más recatada que Jeanne y se mostraba, como siempre, más callada y más pensativa, pero también estiró el cuello para ver y sonrió y saludó a los amigos.

Para Jeanne la escena era de un esplendor insoportable: el ruido de las voces, las banderas flameando al viento, los chasquidos de las armaduras y el fragor de los cascos de los caballos. De pronto sonó una trompeta.

—¡Mira!

El desfile comenzaba. Los participantes salieron a caballo al campo, apuntaron con las lanzas al duque y la duquesa y algunos reconocieron a sus mentores o sus damas en las gradas. Fue entonces cuando Jeanne pensó que tal vez Roger la apuntaría a ella con la lanza y haría una reverencia, y entonces todavía tendría la oportunidad de ofrecerle públicamente el pañuelo que llevaba en torno al cuello.

Como si le leyera el pensamiento, Baiona se volvió hacia ella.

—Me pregunto quién te elegirá de dama.

—Ay, yo ya lo sé. —Jeanne enterró la cara agradecida en el hombro de su amiga—. Tengo tanto miedo…

Baiona la abrazó con fuerza.

—Te quiero, Jeanne, no lo olvides nunca.

Pero Jeanne no contestó. Se irguió en el asiento, porque los jóvenes guerreros formaban para recibir las últimas instrucciones. Primero salieron al campo los caballeros más veteranos, hombres experimentados, con cicatrices de batalla, que esa tarde no lucharían pero sí contemplarían y criticarían a sus escuderos y a los muchachos bajo su tutela. Estaban magníficos con sus resplandecientes armaduras sobre sus enormes caballos. La semana siguiente se celebraría una justa auténtica que incluiría combates individuales además del combate general. En esa ocasión un centenar de caballos y caballeros lucharían a la vez en el campo y competirían por costosos premios de armaduras y caballos y dinero de los perdedores. Esa otra justa superaba en mucho la de aquel día, mil veces más importante, con muchos más colores, más apuestas y también más peligro: cincuenta, sesenta caballeros resultarían heridos, incluso muertos, en el combate general y habría lanzas rotas y caballos lesionados. Ni los Amigos de Dios ni la Iglesia católica aprobaban las justas, y ambos grupos habían intentado erradicar aquellas parodias de guerra. Pero todo en vano: había demasiado dinero en juego. Hasta los Cristianos Buenos acudían y Jeanne vio a dos perfecti que, con sus modestos atuendos negros, destacaban en la colorida multitud. Aguardaban allí para llevarse a los caídos, curar lesiones, recolocar huesos e imponer sus manos sanadoras sobre los hombres heridos o moribundos. A la Iglesia del Amor no le gustaba ninguna guerra. Para Jeanne, ninguna gran batalla podría superar aquella pequeña justa de mentira.

Detrás de los caballeros auténticos con sus resplandecientes armaduras, que daban la vuelta al campo entre aplausos de entusiasmo, montaban los jóvenes en prácticas que lucharían esa tarde. Iban vestidos con ropa de cuero y cotas de malla, en la mayoría de los casos pertenecientes a un hermano mayor, un padre o un caballero. Llevaban escudos de madera de una sola pieza, cubiertos con varias capas de cuero negro y duro. Aquí venía uno pintado con la figura de un dragón, y detrás otro con dos leones o un caballo alzado sobre los cuartos traseros, insignias de poder, valor, rapidez. Otros escudos carecían de diseños y parecían más amenazadores con la desnudez del cuero negro. Algunos jóvenes llevaban auténticas lanzas de madera y espadas afiladas.

Las armas eran muy pesadas: hacía falta fuerza para llevar la lanza, el escudo y la espada. Los aspirantes a caballeros rodearon el campo despacio, cada uno deteniéndose para inclinar la cabeza ante el duque y su mujer, su dama. Tres de ellos llevaban pañuelos en los brazos o en torno al cuello. Roger no. Al pasar frente al lugar donde Jeanne y Baiona se sentaban, bajó la lanza. Jeanne aplaudió sin disimular su júbilo.

—Ojalá hubiera tenido ocasión de darle el pañuelo —exclamó.

Pero Baiona apartó la vista.

—¿A ti quién te gusta? —preguntó Jeanne.

La falta de interés que su amiga mostraba hacia Roger no le disgustaba. Baiona podía tener a cualquier hombre que deseara.

—Yo apuesto por… Gilbert de Mirepoix —contestó con una risa traviesa—. Luchará con tu Roger. Ya veremos quién gana.

Las chicas hicieron una pequeña apuesta con el dinero de sus gastos mientras los hombres colocaban en el centro del campo la barrera de madera que marcaría la pista de los caballos.

Una fanfarria de clarines marcó el inicio de la justa. Los jóvenes recibieron sus números y de dos en dos corrieron por el campo uno hacia el otro con sus lanzas en ristre. Era un espectáculo magnífico: sólo la habilidad que mostraban con los caballos levantó a la multitud con un rugido. Las lanzas oscilaban y se movían con el galope de los animales y a pesar de ello los hombres apuntaban con tanto tino que alcanzaban el pecho o el escudo de su oponente desmontándolo con un simple movimiento. Si la punta de la lanza acertaba en la garganta, donde el casco se solapaba con el peto, la herida solía ser mortal. Una vez en el suelo a veces se desarrollaba un combate con espadas, dependiendo de la justa. Sin embargo, en aquella ocasión, dedicada a los escuderos que aspiraban a caballeros, no habría peleas mano a mano.

Salían al campo una pareja detrás de otra, chocaban, y uno de ellos acababa descabalgado del caballo. El ganador se enfrentaba a otro oponente más tarde, hasta que sólo quedaban dos hombres, los mejores. En este caso uno era Roger y el otro Gilbert de Mirepoix.

Ya había avanzado la tarde y el sol colgaba bajo, enredándose en las ramas de los árboles y tiñéndolo todo de un resplandor dorado. Roger cambió de caballo. Eligió uno bayo con las patas blancas, un animal enorme que llevaba el pecho y la cabeza protegidos por una armadura. Jeanne daba brincos en su asiento, con una actitud más propia de una niña que de una mujer, hasta que Giulietta, un poco más abajo, en la fila de las mujeres, se burló abiertamente de ella. Sin embargo, Baiona se mostraba erguida y orgullosa con su precioso vestido azul y su brillante pelo castaño.

—No me puedo creer que estés tan tranquila —dijo Jeanne.

—Es que no me importa quién gane —respondió su amiga.

Los caballos se dirigieron a extremos opuestos del campo, los dos combatientes alzaron las lanzas, apoyándolas en el estribo derecho. El heraldo hizo sonar la trompeta y los caballos se colocaron en posición, uno frente a otro. Eran animales experimentados, sabían lo que tenían que hacer. El heraldo tocó de nuevo, y Roger y Gilbert bajaron las lanzas, ajustando el extremo en la muesca de la armadura. Los caballos arquearon el cuello y patearon la tierra. Entonces sonó el tercer toque y los animales salieron al galope con un fragor de cascos y chasquidos de cuero, corriendo el uno hacia el otro tan deprisa que Jeanne se levantó tapándose la boca con las manos. Se oyó un chasquido al romperse la madera contra los escudos, los caballos se cruzaron y los dos muchachos seguían en sus monturas.

De nuevo se colocaron en posición provistos de lanzas nuevas, mientras los mozos de cuadra inspeccionaban a los caballos buscando heridas y les acariciaban el cuello. De nuevo se oyeron los tres toques de corneta y de nuevo se lanzaron los caballos uno contra otro. Esta vez Roger desmontó limpiamente a Gilbert, aunque perdió un estribo y se desequilibró. Se agarró al pomo de la silla con una mano, soltó las riendas y a duras penas logró mantenerse sobre el gigantesco caballo, pero uno de los mozos en el extremo del campo tomó la brida y Roger se enderezó, se quitó el casco y alzó la lanza en señal de victoria. Gilbert salió del campo cojeando pero por su propio pie.

Jeanne se agitaba, exaltada, en su asiento, sin poderse contener.

—¡Es espléndido! —exclamó—. ¡Es magnifico!

Baiona se encogió de hombros.

—¿Pero qué te pasa? —Jeanne se volvió enfadada hacia ella—. ¿Por qué eres tan mezquina? Ha sido perfecto.

—Lo ha hecho muy bien —contestó ella—, si así te quedas más contenta.

—¡Sí, así me quedo más contenta!

Pero no había tiempo para discutir. Roger se acercó a la tribuna del duque, donde su esposa colocó con elegancia la corona de vencedor en la punta de su lanza. Había ganado también una bolsa de oro, pero eso vendría más tarde.

Entonces, por segunda vez en ese día, entre ensordecedores aplausos, Roger dio la vuelta a caballo al perímetro del campo, esta vez solo, delante de todos, llevando en la punta de la lanza la corona que había ganado. El caballo se movía, inquieto, y agitaba nervioso la negra cola contra el bruñido bronce de su grupa.

Jeanne agachó la cabeza sonrojada y aguardó nerviosa, porque sabía que le entregaría la corona a ella.

Roger guio al caballo hasta el centro del campo. El gran bayo pateaba y sacudía la cabeza, nervioso a causa de los aplausos. Luego se acercó a las gradas, hacia Jeanne.

Giulietta se volvió hacia ella y sonrió.

—Dale el pañuelo —susurró, y Jeanne se dio cuenta de que, si se daba prisa todavía tendría tiempo de quitarse el fino pañuelo de gasa y ponérselo en la lanza; un cambio justo por la corona. De modo que comenzó a soltárselo del cuello.

Pero Roger inclinó la lanza ante Baiona con tal pericia que nadie pudo pensar que se había equivocado. Jeanne se quedó atónita.

Ya estaba medio levantada y se desplomó en el banco, con la cara roja. Baiona, sentada a su lado, se quedó petrificada, también ruborizada. Se negó a tender la mano, pero él se quedó ante ella, controlando con habilidad al caballo, la corona en la punta de la lanza.

—¡Tómala! —exclamó un grupo de muchachos.

—¡Tómala, Baiona!

Baiona miró a Jeanne, que tenía el rostro descompuesto.

Por fin tendió la mano hacia la corona, y todas las damas aplaudieron ante un acto tan bonito. Baiona sostenía fláccidamente la corona en una mano. Roger le lanzó una alegre sonrisa y haciendo dar media vuelta a su caballo, se marchó.

—¡Póntela! —gritaron las muchachas, exaltadas, y una de ellas, entre risas, le colocó la corona de laurel en la cabeza.

Jeanne intentaba, aturdida, asimilar la escena. Porque Roger, que sólo dos noches antes se la había llevado entre los matorrales para que tocara sus partes más suaves y privadas, no la miró ni un instante, sino que mantuvo fijos sus ojos de negras pestañas en la chica que había coronado. Luego dio media vuelta y se marchó al galope.

A todo el mundo le pareció precioso.

—Jeanne…

—¡No me hables! —exclamó ella, haciendo estallar su rabia no contra Roger, sino contra su amiga.

—Espera, Jeanne —la urgió Baiona, rogando porque su amiga no le echara la culpa de lo ocurrido.

Según la costumbre Baiona debería llevar la corona toda la tarde, pero tan pronto salió de las gradas se la quitó y la tiró al suelo. Jeanne la agarró con brusquedad y se la puso en las manos.

—¡Tu corona! —le espetó, y echó a correr hacia el castillo, tan lejos de Baiona y de su vergüenza como pudo.

Corrió por la hierba, corrió bajo el arco amarillo y apoyó su rostro caliente contra las frías piedras del muro, las arañó hasta hacerse daño en los dedos. Luego se dirigió al comedor, aturdida y deshecha. Hablaría cuando tuviera que hacerlo, unas frases corteses aquí y allá, pero no pensaba dirigirle la palabra a Baiona.

Esa noche, cuando terminaron las festividades, Baiona entró en el dormitorio. Jeanne estaba sentada en la cama con dosel, con las piernas colgando, esperando. Se quedaron mirándose sin decir nada. Baiona tiró la corona al suelo con un desdeñoso movimiento de la muñeca y Jeanne se arrojó sobre ella propinándole golpes, arañazos, patadas y tirones de pelo. Lucharon en silencio con apagados gruñidos y sólo cuando Jeanne mordió a Baiona en la oreja, esta gritó de dolor y varias mujeres irrumpieron en la sala.

—Apartadlas.

—¡Basta ya!

—¡Quietas!

—¡Niña del demonio!

Jeanne recibió una bofetada en la cara que la mandó despedida hacia atrás. Alzó la vista aturdida y vio que había sido Giulietta. Esta segunda traición la hirió tan profundamente que apenas oyó las voces y los gritos de indignación.

—¡Cómo te atreves!

—¿Pero qué te crees que estás haciendo?

—Es de la semilla del diablo.

Jeanne se levantó, intentando contener sus lágrimas de confusión, rabia, dolor y odio.

Al día siguiente Esclarmonde entró en la habitación donde Jeanne yacía en la cama sin hacer nada, mirando al techo con ojos duros, despeinada, desaliñada. Esclarmonde se detuvo en el umbral, con su huso bajo el brazo. En las manos llevaba un fardo de tela azul.

—Levántate —dijo con dureza. Jeanne obedeció—. Las lavanderas han encontrado esta mañana en el río el vestido de Baiona, el que llevaba en la justa —dijo, tirándolo a los pies de Jeanne. La niña apartó la vista—. Por lo visto una mujer fue río abajo para aliviarse y vio un retal de tela azul en el agua. Tuvo que meterse hasta las rodillas para sacarlo a tirones, porque estaba debajo de una piedra, desgarrado y desteñido.

Jeanne no dijo nada. Tenía en los ojos una expresión fría y dolida, el rostro ceñudo.

—¿Qué sabes de esto, Jeanne?

—Nada.

—No me mientas. —La mujer le pellizcó el brazo con los fuertes dedos, llenándole los ojos de lágrimas—. Fuiste tú, ¿no es así? Baiona se ha echado a llorar al ver cómo estaba su vestido favorito. Jeanne, ¿por qué lo hiciste?

—¿Por qué me lo preguntas? —contestó Jeanne casi gritando—. ¿Qué tengo que ver yo con Baiona? No somos amigas.

—Eres tonta —dijo Esclarmonde—. ¿Tan celosa estas? Eres una niña horrible y rencorosa. Ninguna persona sensata deja que la rabia le nuble los sentidos. ¿Es que no te he enseñado nada? Baiona es tu amiga y te quiere.

—Me quiere —repitió Jeanne con voz gélida.

—Tú no sabes nada del amor. —La reprendió Esclarmonde, mirándola a los ojos—. He fracasado. No esperaba que amaras todavía a tus enemigos, ¿pero que no quieras a tu amiga?

—Mi amiga —dijo Jeanne en un susurro.

Esclarmonde se quedó mirándola con los labios fruncidos.

—¿Qué vamos a hacer contigo? ¿De verdad te guía el diablo, como dice la gente? ¿De verdad estás poseída?

Esclarmonde se sentó en una de las sillas talladas con los brazos y las patas curvos y miró impasible a Jeanne. Se quedó un rato en silencio, sumida en sus oraciones. De pronto tomó su decisión.

—Ven conmigo. Te marchas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jeanne con creciente pánico.

—Tal vez sea verdad que te ha poseído un demonio. Ahora estarás al cuidado de alguien más preparado que yo. El obispo Guilhabert de Castres te librará de ese diablo.

Jeanne se quedó mirando por la ventana con el mentón trémulo. ¿De verdad era una hija del diablo? No quería serlo. Quería ser amada y digna de amor.

—Es el mejor de los Cristianos Buenos. Vive en Montségur. Recoge tu ropa, salimos dentro de una hora, pero deja tu vestido plateado para Baiona. Ponlo sobre la cama, que ya me encargaré yo de que lo reciba. No vas a necesitar ropa de fiesta allí adonde vamos. Y ahora date prisa, tenemos un largo camino que recorrer.

—¿Y ya está? —preguntó Jeanne estupefacta. Baiona y ella sólo habían tenido una pelea, nada más.

—Ya está.

—¿Cuánto tiempo estaré fuera?

—Hasta que aprendas la lección. Ahora, prepara tu equipaje. Nos marchamos antes de mediodía.

Jeanne se volvió furiosa hacia ella.

—¿Por qué me tengo que ir yo? ¿Por qué no Baiona? ¿Yo qué he hecho?

Esclarmonde se irguió cuan alta era e hizo callar a Jeanne con una sola mirada. Sus labios apretados formaban pequeñas arrugas de desaprobación en torno a su boca.

—De ahora en adelante tu vestido plateado pertenecerá a Baiona. No tengo nada más que decir.

En menos de media hora Jeanne había empaquetado sus pertenencias y descendió con aire triste al patio. Allí se habían reunido unos cuantos hombres preparando alforjas de provisiones y armas. Esclarmonde y su socia Ealaine contaban los suministros. Jeanne las miró desafiante.

—¿Vamos a ir andando?

—Ay, Jeanne. —Esclarmonde la miró como si le hubiera dado una bofetada—. No te he enseñado nada, nada. —De sus ancianos ojos brotaban lágrimas. Eran los ojos de una tortuga, como caparazones arrugados—. Después de tantos años todavía me pides que cargue a un animal con mi peso.

Jeanne sintió una punzada de remordimiento. ¿Por qué tenía que decir esas cosas?

—Puedes andar igual que el resto de nosotros, con los pies que Dios te ha dado —replicó Ealaine tensa—. Eres lo suficientemente fuerte para llegar andando a cualquier sitio.

—Me he traído el huso. —Jeanne lo alzó, como queriendo disculparse, pero las mujeres estaban de nuevo concentradas en sus cestas.

—¡Jeanne! ¡Espera! —Era Baiona, que cruzaba el patio a toda prisa.

—¿Qué? —preguntó secamente Jeanne, incapaz de disculparse.

—No me mires así, Jeanne —le rogó—. Yo no quería que ocurriera esto. Ni siquiera quería la corona. Háblame.

—No puedo. No puedo hablar contigo.

—No te vayas así. —Baiona avanzó un paso—. No quiero tu vestido. —Se apartó de la cara los mechones de fino pelo rubio que el viento alborotaba—. Jeanne…

—Déjala —interrumpió Esclarmonde, dirigiéndose a Baiona—. Algún día entenderá lo que ha hecho. No tiene nada que ver contigo. Ahora vuelve al castillo. ¿Estamos listos? —preguntó, volviéndose hacia los dos hombres.

A pesar de su avanzada edad, Ealaine y Esclarmonde mantenían un buen paso, caminando una junto a otra mientras murmuraban sus oraciones. Jeanne iba detrás. Al cabo de una hora se acercó a ellas.

—¿Esclarmonde?

—Calla —replicó la mujer con firmeza—. Este es momento de que guardes silencio y reces.

Percibiendo el disgusto de la mujer, Jeanne lo intentó de nuevo.

—¿Cuánto falta para Montségur?

—Ya hablaremos cuando lleguemos a Lavelanet. Hasta entonces calla y escucha los consejos de tu corazón.

Jeanne se mantuvo un poco atrás, irritada. A Esclarmonde le encantaba citar el libro de Isaías: Guardad silencio y sabed que soy Dios. Pero la mujer solía cambiar el pasaje para reforzar su constante y aburrida afirmación de que a Dios se le encontraba en el silencio, en la quietud y en la oración. Las niñas habían oído una y mil veces (a Jeanne le daban ganas de gritar) que Dios se encuentra en el interior, en sus propias meditaciones, y que lo que el corazón les dijera, eso era la voz de Dios.

Pero a Jeanne su corazón le decía que la habían traicionado. Sentía lástima de sí misma. Se preguntó si la rabia, el dolor y la venganza formaban también parte del discurso de Dios.