Esta mañana me he despertado con el alegre tañido de las campanas de la iglesia. Ahora estoy tumbada en la paja en mi acogedor nicho, feliz y contenta, bendiciendo el tosco techo de madera cubierto de aromática paja, que protege bastante de la lluvia. Tengo suerte. Al otro lado de la pared oigo al burro en su establo, con sus rebuznos que suenan como fuelles, capaces de despertar al diablo si alguna vez durmiera, mientras las ovejas de cara negra y morro estrecho balan y tropiezan unas con otras con la estupidez propia de su especie.
De modo que comienzo mis oraciones contenta.
Ayer encontré media hogaza de pan. A veces alguien me da una cebolla o un puñado de aceitunas, algunas verdes. Ahora estoy delgada.
A veces sólo tomo parte de la comida. Espera, dice la voz interior. Yo escucho y espero. El domingo pasado la señora me mandó un cuenco de madera lleno de gachas y un poco de lana para coser, porque el mozo de cuadras debió de darle mi mensaje. Yo llevé la comida a una anciana en el piso superior de una casa.
Esto fue lo que ocurrió: Me había comido la mitad de las gachas cuando me vino la iluminación. Suele venir de pronto, sin avisar, nunca sé dónde ni cuándo. A veces aparece como una luz detrás de mis ojos y un brinco del corazón, porque así es como Dios me habla, con alegría. El corazón me da un salto y grita: ¡sí! A veces es sólo la sutil certeza de lo que tengo que hacer, pero he aprendido a obedecer. Saqué mi tesoro protegido con la lona verde y lo escondí entre las faldas junto con la madeja de lana, luego tomé mi bastón. Mis pies iban adonde querían y yo sobre ellos, siguiéndolos, el cuenco en una mano y el bastón en la otra, y el Buen Libro rozándome las rodillas. Avanzaba a zancadas lo más deprisa que pueden moverse unas piernas viejas.
Recorrí la calle de los hojalateros. Las casas tienen dos o tres pisos de altura y los pisos superiores cuelgan sobre la calle tan cerca unos de otros que casi se tocan. Las tiendas abren las puertas al ajetreado tráfico de pies, de burros, cabras y cerdos. Dentro, los hojalateros y sus aprendices, sentados con las piernas cruzadas, golpean sus láminas de estaño con sus martillos, dando forma a teteras, ollas y sartenes, dándoles vueltas y vueltas entre sus pies descalzos. Me duelen los oídos de tanto martilleo. Un millón de martillos dando golpes, resonando a un ritmo inexistente. Y por encima del ruido los hombres se gritan unos a otros o se ríen de alguna chanza procaz entre los gritos de los vendedores ambulantes.
—¡Leche! ¡Leche exquisita!
—¡Manzanas! ¡Fruta! ¡Nueces!
Desde las ventanas del segundo piso, las mujeres hablaban a gritos con sus amigas que estaban en la calle. Aquí las calles son tan estrechas y las casas están tan juntas que los pisos superiores tapan el cielo.
Una mujer sacudió su alfombra por la ventana formando una nube de polvo, otra lanzó un grito de advercia antes de volcar su orinal. Yo me agaché. Qué rápida, qué astuta.
Caminaba lo más deprisa posible sobre los toscos adoquines, contenta de dejar atrás el estruendo. Luego la calle de los herreros, con el bramido de sus forjas. Aquí los hombres son criaturas enormes, fuertes, peludas, negras de humo y ceniza. Me sonríen con las bocas abiertas, rojas, desdentadas, y dos de ellos, de pie para beber un sorbo de agua mientras yo pasaba, con las espaldas desnudas relucientes de sudor, hacían comentarios lascivos sobre el fuego entre sus piernas y cómo encender a una mujer. Uno me gritó con un gesto impúdico. Pero casi todos se concentraban en sus goznes de hierro y sus armaduras, porque soy demasiado vieja, sucia y pobre para que los hombres me miren.
Esquivé al caballo que me bloqueaba el paso con la pata apoyada en el delantal de cuero del herrero, y aspiré encantada el olor acre de sus cascos recortados junto con el dulce aroma caballuno de pelo y estiércol. Siempre me ha gustado el olor de herradura caliente, de sudor y fuego.
Y así fui recorriendo las sinuosas calles, la de los veleros, la de los fabricantes de tinta y las de otros gremios, hasta salir por las puertas de la ciudad a las chozas de cañas y barro pegadas a las murallas.
A las afueras tienen sus calles los curtidores, con sus malolientes y burbujeantes calderos llenos de pieles.
Me tapo la nariz con mis andrajos, conteniendo la respiración. El vapor se alza en el aire sucio. Los muchachos apoyan su peso contra los fuelles para avivar los egos. Ni en el mismísimo infierno podría hacer tanto calor ni oler tan mal como en la calle de los curtidores.
Los desechos e inmundicias hacían resbaladizo el camino, y estuve a punto de caerme.
Aquí salían muchachos de los callejones, arrojándome piedras y bailando a mi alrededor, intentando tirarme a golpes el cuenco de madera que llevaba en la mano. Eran como cucarachas. ¿Cómo sabían que me acercaba?
Los niños no llegaron a tirarme el cuenco, pero yo tenía miedo, como siempre, y lo sostenía en alto por encima de mi cabeza, o lo protegía con el brazo, y les grité que se fueran, ¿acaso no veían que no era más que una vieja loca? Malditos fueran todos; iban a arder en el infierno.
Al llegar a una casa me detuve. No era más que otra estructura de madera apoyada contra el edificio vecino, nada indicaba que era mi punto de destino. Sólo que mis ojos y mis pies se detuvieron allí. Paseé de un lado a otro, intentando seguir adelante, o mejor, volver a mi establo, pero mis pies no me obedecían. Me senté en los escalones de madera para descansar y razonar con mis pies.
No querían avanzar ni retroceder, de modo que supe que mi corazón me hacía señas, pero de todas formas estaba nerviosa y tenía miedo de lo que podía encontrar allí. Y de pronto tuve una idea. Dentro podría estar Amiel Aicart, o Poitevin o Hugor, y el corazón me dio un brinco.
Subí cojeando los escalones. La puerta de madera oscilaba colgando de una bisagra rota.
—Abre —susurró mi corazón, y yo la empujé con cautela, asustada por el espantoso crujido de la bisagra oxidada.
Creo que no habría podido entrar de no ser por la esperanza de encontrar allí a algún Hombre Bueno. Pasé a un oscuro recibidor que olía a polvo y abandono. Pregunté si tenía que quedarme allí, hacer un nuevo hogar. La respuesta vino enseguida: no. Yo me alegré, porque no olía bien. Escuché furtivamente el sonido seco de las habitaciones vacías.
Luego subí despacio al segundo piso, balanceando el bastón y el cuenco en el brazo y agarrada a la barandilla con una mano. Estaba tan oscuro que apenas se veía, y los escalones eran tan altos que tuve que detenerme jadeando, ¡Dios mío!, sin aliento. Me acordé de aquel día en Montségur, cuando Esclarmonde me perseguía escaleras arriba, y yo, una muchacha, subía los escalones de tres en tres.
Siempre estaba corriendo, no me lo podían impedir. Diana, diosa de la luna. Cuando estaba casada o participaba en las cacerías de ciervos o jabalíes, montaba a caballo a horcajadas, como un hombre. Sabía disparar un arco, entrenar halcones. Ahora apenas puedo subir por unas escaleras.
Arriba oí un gemido. Me detuve asustada y temblando, escuchando, esperando (¡alabado sea Dios!), que fueran ellos. Por fin avancé, tanteando con la mano la pared de madera podrida y lamentando que no hubiera una ventana en aquel estrecho pasillo.
Llegué a otra puerta también rota y la abrí.
—¿Quién anda ahí? —pregunté.
Primero percibí el hedor. Tuve que reunir todo mi valor para entrar en el dormitorio que apestaba a orina, a heces, a muerte. Bajo la luz de la estrecha ventana distinguí una silueta en la cama sucia y me acerqué con cautela. Allí no había ningún perfectus, sólo una anciana al borde de la muerte.
Retrocedí sin querer. No sabía qué hacer. Tenía la cara llena de forúnculos y pústulas a medio cicatrizar, y yo ya había visto eso antes. Sabía que el pus le llenaba la entrepierna y los nódulos de las axilas. La vieja agitaba el aire con las manos patéticamente, con gestos de pajarillo, buscando mi mano, agitándose en el colchón de paja lleno de orina y excrementos. Apestaba.
—Con… —gimió. Apenas podía hablar—. Con-so…, Ah, yo sabía lo que quería decir y aparté la mano.
—Consola…
… mentum. Yo conocía esa palabra.
Me aparté del camastro y me senté en el suelo con los hombros contra la madera. Un viento frío penetraba por las grietas helándome el cuello y los hombros. Me cerré la capa, pidiendo guía en mis oraciones, porque yo no soy perfecta. Yo misma necesitaba a uno. ¿Acaso no llevaba meses buscando a Amiel y a los demás? ¿Y si me contagiaba de la peste?
—Oh Señor, amado Cristo… —recé.
Y entonces sentí la Presencia. El corazón me brincó de alegría. Mi Bienamado había vuelto, y dirán que son imaginaciones mías, pero yo sé cuándo viene y cuándo se va, y mi amigo había vuelto. De repente sabía lo que tenía que hacer. Apoyé la cabeza en las rodillas, rezando desesperada para no hacer lo que me decían. Un pecado más sobre mi alma. No me gusta este cáliz, apártalo de mí. Me niego.
Al cabo de un rato me levanté, incorporé a la pobre mujer en la cama y le enjugué la cara y las manos con mis harapos sucios, que eran todo lo que tenía, y luego le di despacio las gachas frías, que la buena señora me había dado para que yo se lo llevara. La anciana tomó unos bocados.
Me llevé el cuenco y fui hasta la fuente. Era un buen trecho y tardé bastante en volver con el cuenco limpio y lleno de agua. Pero volví a subir las escaleras e incluso encontré en una de las habitaciones un retal de lino no demasiado sucio con que lavarle la cara y las manos.
Intenté hablar con ella.
Pero en general lo que más hice fue esperar sentada contra la pared. Estaba oscuro. Me quedé dormida.
Desperté sobresaltada. La sala estaba llena de claridad y ante mí había una figura toda luz, un ángel probablemente, llamándome con su mano luminosa. Me sonrió con tanto amor que el calor inundó todo mi ser y yo sólo fui capaz de seguir mirándolo, amándolo. La luz blanca era tan intensa, el éxtasis tan magnífico, que yo no tuve fuerzas ni necesidad de formular mi pregunta con palabras.
Tampoco él me contestó con palabras, sino que llenó mi mente de certeza, de modo que sin preocupación alguna me acerqué a la cama. Él también vino, rodeándonos de luz. Cuando tendí las manos sobre la cabeza de la moribunda sentí el calor que emanaban y no pensé en la peste ni un instante, porque la cama ya no era un camastro de paja sucia, sino que brillaba con su propio fulgor. Puse las manos en la cabeza de la mujer. La fuerza vital que rodea el cuerpo físico era irregular, frágil, y se habían formado puntos obscuros donde la enfermedad era más fuerte. Pero ella se relajó bajo el hormigueo de mis manos, y cerró los ojos.
No le di el consolamentum como es debido, a pesar de que había estado presente en estas ceremonias y sabía cómo hacerlo. Primero el perfectus pregunta si el creyente acepta libremente y por voluntad propia este don espiritual. Esto es importante, porque la persona que pide el consolamentum debe estar luego dispuesta a observar la abstimentia y a partir de entonces no puede comer carne, huevos, queso ni alimento alguno derivado de la cópula de animales, debe también vivir en castidad y celibato, seguir todas nuestras reglas cataras y rezar el padrenuestro en todo momento… El consolamentum se realiza con el Buen Libro y los rituales y oraciones legítimos.
Sin embargo, aquella anciana se moría y yo estaba desorientada… No, más bien absorta en la luz que se vertía sobre ella desde mis manos. La intención era pura. Pero no me acordaba del orden de los rituales. En mi confusión hasta me olvidé del tesoro envuelto en lona que llevaba bajo las faldas. De modo que me inventé los ritos.
Encontré un bloque de madera en un rincón y lo bendije como si fuera un trozo de la madera viva, la misma sustancia en la que murió nuestro Señor. Con ayuda de la Luz, pronuncié sobre él el padrenuestro, lo inundé con la luz de mis manos y la ilusión de mi corazón, hasta que se convirtió en el Libro Santo. En esa madera estaba escrita toda la historia de nuestro mundo y nuestra creación, impregnada en su memoria.
—Cristiana Buena —dije, poniendo la madera contra el Ojo de la Sabiduría en su frente—. Que Dios y todos los presentes y ausentes te perdonen todas las ofensas que hayas cometido a sabiendas o inconscientemente, y que quedes limpia, absuelta y purificada.
¡Vaya! Se me había olvidado que la mujer tenía primero que pedir perdón, y sólo entonces podía recibir la absolución. Y debería haber nombrado los errores por los que pedía perdón. Se suponía que tenía que estar despierta y consciente, con plena intención de limpiar los pensamientos de su corazón por la inspiración del Espíritu Santo para poder amar y glorificar el nombre de Dios. La anciana me aferraba la mano y seguía mascullando su deseo de consolamentum. Entonces me aturullé todavía más. De modo que pronuncié el padrenuestro, dándole así la oración que a mí se me había permitido recibir y que yo sabía después de tantos años, y pensé que a nuestro Señor no le importaría que una mujer profana ofreciera la oración con un bloque de madera en lugar de las Escrituras para consolar a la pobre moribunda.
—Esta es la oración que Jesucristo trajo a este mundo —dije—, la oración que enseñó a los Amigos de Dios. A partir de ahora no podrás comer nada sin pronunciarla primero…
Luego repetí el resto de las indicaciones sobre el celibato y la pureza del alma, y que debía tener una socia por compañía el resto de su vida y que nunca podría ir a ninguna parte si no iba en pareja; hablé de los votos de pobreza, de la prohibición de tener posesión alguna, de interrumpir nuestra concentración en presencia de Dios, porque donde están nuestros pensamientos, estará nuestro corazón. Le di las cuatro direcciones del Camino. A partir de entonces, con esta ceremonia, debe prometer:
No mentir jamás.
No quitar la vida a ningún ser vivo, ni siquiera una mosca o un mosquito, que podría haber sido nuestra madre en otra vida.
No tomar nunca lo que no le es dado, es decir, no robar, ni siquiera una idea en el sueño de otra persona.
Renunciar a las prácticas sexuales que no sean correctas (yo he fallado en esto tantas veces, Dios mío, perdóname).
No jurar ni tomar el nombre de Dios en vano, Porque está escrito en el evangelio de san Mateo: «No juréis en modo alguno: ni por el cielo, porque es el trono de Dios, ni por la tierra, porque es el escabel de sus pies… Sea vuestro lenguaje: "sí, sí", "no, no", que lo que pasa de aquí viene del Maligno».
Y terminé el ritual con el perdón:
—Recemos a Dios para que te conceda su perdón.
Luego coloqué las manos sobre su cabeza, rezando con todo el amor de mi corazón por la alegría de aquella mujer y el viaje que iba a realizar más allá de las estrellas, para que se viera libre del dolor del cuerpo y se dirigiera hacia la Luz, sin volver de nuevo al sufrimiento de esta vida.
De hecho no podía apartar las manos. Amaba a aquella mujer de forma incomprensible. En aquel momento yo estaba hecha de amor, no tenía un cuerpo físico, sino sólo la sensación de estar en la Luz y en el Camino. Y entonces entendí por primera vez lo que Esclarmonde me había dicho tantos años antes: que estamos hechos de espíritu, que nuestros cuerpos están llenos de la Luz de Cristo, la paloma. Cuando abrí los ojos vi la luz que emanaba de mis manos y mi piel, los relucientes rayos de esa luz de amor que bañaba a la hermosa anciana que yacía en la cama.
La mujer ya no era espantosa, ya no estaba enferma. Cerré los ojos para verla mejor.
—Gracias —susurró ella, tocándome la mano.
—Estás perdonada —dije yo—. Perdona tú a todos los que te han ofendido consciente o inconscientemente de pensamiento, palabra y obra…
No sé cuánto duró: un minuto, una hora, un arco del sol sobre un campo de heno, pero poco a poco fue cesando el canto interior y mi espíritu volvió a mi cuerpo y la Luz apartó de mí parte de su gran poder, dejándome todavía inflamada, pero de nuevo en mi propio cuerpo trémulo. Entonces aparté las manos de la mujer y advertí que la habitación estaba en tinieblas. Así es como di el consolamentum.
Con la primera luz, cuando las siluetas de la habitación se perfilaron grises contra la obscuridad, vi que la mujer había muerto. Tenía la boca abierta, tal vez en un grito o en un canto de alegría.
Le puse las manos sobre el pecho, en señal de oración. Era mucho más pequeña sin el espíritu en su cuerpo, pero yo todavía estaba llena de Luz, del Espíritu Santo y de alegría.
Luego encontré en el bolsillo, junto a mi rodilla, el Libro prohibido que debía haber utilizado. Pero era demasiado tarde. Me enfadé conmigo misma, y con eso sentí la primera disminución de la Luz interior. Me pregunté si el consolamentum había sido puro, si con la intención bastaba.
Salí de la habitación antes de que nadie me viera. El sol brillaba en las calles mojadas, arrancando destellos a las piedras, que parecían diamantes. Tuve ganas de echarme a reír. ¡Había llovido! Ni siquiera lo había oído, tan absorta como estaba en la Luz. Corrí por los adoquines mojados hasta la plaza del pueblo, a la fuente. Me sentía débil y se me doblaban las rodillas. Durante todo el trayecto hasta casa, mi Juez Interior, el acusador, se alternó con la alegría, aunque durante mucho tiempo no presté atención, todavía absorta en la Luz. ¿Quién creía yo que era (me reprendía) para practicar aquel rito sagrado? ¡Absolver a la mujer de sus pecados! Si yo apenas era cristiana, y mucho menos una Mujer Buena como Esclarmonde, como el obispo Marty, como Guilhabert de Castres. ¿Qué habrían dicho ellos? Pero yo todavía ardía con el Espíritu Santo, brillaba con la Luz.
Sonreí al acordarme de las instrucciones que le había dado a la moribunda sobre las abstinencias: no comer carne ni huevos, cuando, al fin y al cabo, la mujer no volvería a comer nada; no mentir ni dar falsos testimonios; no cometer actos de perversión sexual, lujuria o pasión que pudieran perjudicar a otra persona. Entonces me eché a reír bajo el cielo azul y las palomas alzaron el vuelo en un ajetreo de alas blancas, como ángeles. Yo di vueltas y vueltas con ellas, con los brazos en alto, girando de puntillas con su vuelo, hasta que caí de bruces al barro y me levanté avergonzada de que alguien pudiera haberme visto aleteando con los brazos: la loca Jeanne. De modo que me senté recatadamente junto a la fuente, bajo un plátano con la corteza blanca, tan decolorada como la piel de un leproso. Saqué la lana de la señora y me puse a tejer, cantando entre dientes y riéndome en voz alta de vez en cuando de puro placer. Nadie me había contado lo divertido que era ser perfecta. La rodilla no me dolía, de hecho me había olvidado de todos mis males. El secreto mejor guardado: envejecer. No se lo contéis a las jovencitas.
El sol está alto en el cielo, y pronto mi Juez me recrimina cada vez más los pecados de mi alma negra y yo ya no me río: estoy de acuerdo con él. Había tantos… Había poca comida, es verdad, y cada vez que conseguía un pedazo de carne lo comía. «Yo no soy perfecta», me defendí, y de todos modos, el mismo obispo Guilhabert dispensó a los perfecti de todas las abstinencias en la comida. Les ordenó que dejaran de ayunar y que comieran carne, porque, dijo, necesitarían estar fuertes para sobrevivir. Además, los ayunos prolongados y la adhesión a una dieta sagrada dio al enemigo la soga para colgarlos, como el creyente al que quemaron en la hoguera por negarse a matar a una gallina.
—Mata a esa gallina —le ordenaron los inquisidores, plenamente conscientes de que matar va en contra de los principios cátaros. Para el caso podrían haberle preguntado: ¿eres un perfectus, hereje?, y el Cristiano Bueno no habría sido capaz de mentir.
Pero mi Juez Interior era inflexible y me condenó en voz alta y con aullidos de rabia, continuando con otros pecados. Y a menudo olvidaba mis oraciones. De hecho en aquel momento podría estar rezando mientras tejía, en lugar de acobardarme ante mi Juez. En mi alma había tantos pecados que lloraba al recordarlos. ¿Acaso no había perdido el tesoro de Montségur, quién sabe dónde? Y ya no queda nadie para darme el consolamentum, ¿y qué pasará a mi muerte? Podría vagar sin fin en el gran vacío negro, buscando a mis amigos que para entonces habrían desaparecido envueltos en luz. Y si esto no fuera bastante, la lujuria que me llevó primero a Roger y luego a William (sin contar a otros en el camino), o a traicionar a Baiona, mi mejor amiga. ¿Fue todo obra de Dios? No, sólo mía, todo lo hice yo, pecadora, orgullosa e imperfecta.
Me pasé todo el día en la fuente, hilando, pensando. Me estaba quedando helada. Sólo había comido un pequeño nabo asado y una cebolla, y estaba tan hambrienta que sentía que tenía un animal arañándome y mordiéndome el vientre. Me dolía. Me arrastré hasta mi agujero junto al establo y me tapé con la capa, contenta de tener mi ajada ropa y los cálidos resoplidos de los animales. Me estremecí viendo el sol ponerse y llegar las tinieblas. Porque tenía miedo de nuevo.
Al día siguiente mi Iluminación me dijo que permaneciera alejada de la parte baja de la ciudad, donde había muerto la anciana. Dirigió mis pasos a otra parte de la ciudad y me llevó a una plaza desconocida, donde tenía que esperar. Esperé toda la mañana, hilando. Las mujeres se acercaban a la fuente con las vasijas de barro en la cabeza, por lo general en grupos de dos o tres, charlando amigablemente, a veces cantando. Miraban con suspicacia a la vieja que tejía, llenaban las vasijas de agua apresuradamente y se marchaban, porque no hay que confiar en una mujer sin historia. Los niños echaban hojas al agua, celebrando sus regatas en el abrevadero, y los muchachos mayores armaban jaleo e intentaban emborracharse hasta caer al suelo. De vez en cuando se acercaba algún carretero a dar de beber a sus caballos. En una ocasión un hombre salió de los campos con su buey. Las bestias beben de la tina más baja, no de la que utilizamos las personas.
Por la tarde pasó la procesión del funeral, encabezada por un devoto dominico, y el cuerpo que llevaban al descubierto era el de la anciana.
Seguí a la procesión, que era bastante penosa: dos brutos llevando una litera y la novia de uno de ellos, con el pelo suelto y despeinado como una prostituta, charlando con el hombre y moviéndole el brazo, mientras el monje caminaba delante con desdén, con una mueca de desagrado en la boca, evidentemente disgustado con sus deberes espirituales. Sus deberes son rezar, convertir, no llevar cadáveres a la fosa común. Los seguí hasta el camposanto, y allí el fraile la enterró con todos sus ritos católicos, aunque no sé dónde andaría cuando la mujer estaba viva.
Volví a mi refugio junto al establo, sintiéndome cansada y frágil y llorando un poco. Me invadían los recuerdos, porque era la primera vez que había dado el consolamentum.
Y yo no soy pura.