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¿Fue la voluntad de Dios o la de ella?

Roger era de buena complexión, con sus hombros anchos, sus caderas estrechas y su pelo moreno, que le caía sobre los ojos negros. Ella lo miraba a hurtadillas cuando él servía vino en la mesa apoyando su peso en una cadera. Lo contemplaba durante los ejercicios militares, cuando enseñaban a los jóvenes el código de armas. Y lo más raro, como si el universo burlón la estuviera poniendo a prueba, era que a lo mejor doblaba una esquina y allí se lo encontraba, con su piel aceitunada, apoyado contra una pared, charlando con sus amigos, o llevando una armadura a su señor, de modo que aunque en su mente ella deseaba quedar libre de él, su corazón daba un brinco y las rodillas se le debilitaban. Entonces bajaba la vista y pasaba de largo apresurada.

Una vez, Roger salía del campo de entrenamiento en Foix con una pandilla de muchachos, dándose empujones, peleándose, intentando tirarse al suelo unos a otros. Jeanne estaba en la puerta de los establos y al verlos acercarse se quedó pegada al suelo, incapaz de moverse. La garganta le latía. Pensó que iba a desmayarse, como si él emanara un aroma mágico o una ola de calor, y tuvo que apoyarse con una mano en la pared. Los muchachos ocupaban todo el camino, y al pasar Roger le rodeó la cintura con el brazo.

—Aquí está Jeanne —dijo— ¿Cómo está mi pequeña Jeanne?

Ella se quedó de piedra, incapaz de hacer nada, notando su aliento en la cara y su mano en la cintura, hasta que por fin se volvió.

—Ni soy pequeña ni soy tuya —le espetó—. Si no…

Pero él ya se marchaba riéndose, dejándola sonrojada y, no sabía por qué, avergonzada. Jeanne se alzó las faldas y salió disparada por el patio, bajo el arco de piedra, caminando por el campo de entrenamiento, a toda velocidad, no sabía por qué o adonde. Quería sentir el cuerpo en movimiento, la respiración abrasar sus pulmones. Corrió hasta el río y se tiró en la hierba, y entonces estalló en un llanto de rabia, porque se había tirado entre las ortigas y aquello fue la gota que colmó el vaso, aunque no sabía si lloraba por escapar o porque deseaba de nuevo su brazo en torno a la cintura. Jeanne metió las piernas en el río.

Esa noche, y muchas noches después, soñó con su brazo en torno a la cintura, su cuerpo contra ella. Se acurrucaba junto a Baiona en la obscuridad: Baiona, la amiga de su infancia, su otro corazón. De niñas comían, jugaban y dormían juntas. Si se separaban durante unas horas, luego se arrojaban la una en brazos de la otra como si no se hubieran visto en mucho tiempo.

—¡Baiona!

—¡Ay, cómo te quiero, Jeanne!

Una rubia, otra morena, se acostaban en su cama compartida y respiraban su mutuo aliento con labios soñolientos, o dormían con las piernas y los brazos entrelazados, o abrazadas a la espalda de la otra.

—Baiona, ¿estás despierta?

—¿Eh?

—Tengo que decirte algo.

—¿Qué?

—No, déjalo.

Baiona se incorporó sobre un codo, escudriñando en las tinieblas la luna blanca del rostro de su amiga.

—Nosotras no tenemos secretos —dijo con solemnidad—. Lo que me dices a mí es como si te lo dijeras a ti misma, y lo que yo te digo es como decírselo a mi otra mitad. Tú y yo somos la misma persona.

—Estoy avergonzada —murmuró Jeanne.

—¿De qué?

—Acércate. —El suave pelo de Baiona le rozaba la mejilla—. Me gusta… Roger.

Silencio. Baiona se apartó.

—¿Baiona?

—No, estaba pensando. ¿Y él qué siente? —preguntó con cautela.

—No lo sé. Estoy muy triste. ¿Tú crees que yo le gusto?

Una pausa, hasta que Baiona contestó impaciente.

—¿Y yo cómo voy a saberlo? A mí no me gusta nada Roger.

—Ah.

Durante un momento Jeanne permaneció como aturdida. Quiso preguntarle por qué ¿por qué no le gustaba? Pero pensó que saberlo tampoco cambiaría nada. Quizá Baiona estaba celosa, o temerosa de perder a su mejor amiga. Quizás ella no conocía lo suficiente a Roger. Había un montón de razones por las cuales una persona le gustaba o no a otra. Puede que Jeanne prefiriera no saberlo.

—Giulietta dice que me tengo que hacer la encontradiza y ver cómo reacciona.

Baiona se tumbó boca arriba, mirando la obscuridad.

—¿Tú qué piensas?

—Yo no pienso nada. Hazlo.

—¿Qué quieres decir?

—Sigue su consejo. A lo mejor está loco por ti. —Baiona le dio la espalda—. Oye, tengo que dormir.

—Dime que le gusto.

Jeanne, inocente como una paloma, se acurrucó bajo las mantas. Pero Baiona ya dormía. Jeanne se quedó despierta, con la cabeza a punto de estallarle por la idea de que Roger podía quererla. En ese momento Jeanne sintió que había dejado de ser una niña para convertirse en mujer, un cambio tan sutil que sucedió en el instante en que se volvió hacia el lado derecho, dando la espalda a Baiona. Se quedó tumbada con la espalda contra su mejor amiga, preguntándose si Baiona lo sabía. Un giro en la cama y se había convertido en una mujer. Una mujer que deseaba a un hombre.

Pero a la luz del día no era tan fácil. Jeanne comparó su propio cuerpo fornido con el suavemente redondeado cuerpo de Baiona. Baiona era tan incapaz de apartar de ella a los muchachos como la flor del manzano es incapaz de repeler a las abejas. Ella aceptaba gentilmente sus atenciones. Sin embargo, parecía indiferente y prefería pintar o coser.

Jeanne sufría, se enfadaba a menudo, comenzó a mirar su aspecto en el único espejo de la habitación de las mujeres. Quería un vestido nuevo. Pidió a Giulietta que la ayudara a reformar una vieja capa y le enseñara a peinarse. No dijo para qué, pero Giulietta lo sabía. De hecho lo sabía todo el palacio, tan deprisa corren los rumores… y tal vez hasta Roger era consciente. Giulietta se burlaba de ella, pero siempre le ofrecía consejo, y Jeanne escuchaba, pensando que cuando tuviera una hija también le transmitiría tan valiosa información: la sabiduría femenina.

—Antes de entrar en una habitación, alza el mentón y di para ti: «Debo ser la mujer más hermosa de la sala».

—Sí.

—Cuando veas a Roger, alegra tu corazón y envíale una ola de luz, una ola de amor.

—¿Cómo?

—Ya lo sabrás. Él lo sentirá. No sabrá lo que siente, pero responderá.

—¿Y qué más?

—A veces, pero no muy a menudo, mírale a los ojos.

—¿Y ya está?

—¡Eso ya es mucho! —Giulietta rio—. Y sonríe, ríete, ve siempre con una expresión alegre. Nadie quiere estar con personas tristes.

Jeanne quería hablar a Baiona de su amor, pero Baiona bajaba la cabeza hacia su labor y no respondía. Una vez lanzó una risa tensa e impaciente.

—Jeanne, yo no quiero saber nada —le dijo saliendo de la sala.

Jeanne fue tras ella, sorprendida y enfadada. Decidió entonces que Baiona estaba celosa. Baiona no quería pretendientes, y nadie intentaba arreglarle un matrimonio. El amor de Jeanne abrió un abismo entre ellas.

—Este enamoramiento pasajero no es verdadero amor —decía Baiona con un gesto desdeñoso.

—¿Tú cómo lo sabes?

—Roger no es digno de ti, Jeanne. Aléjate de él.

—¿Porqué?

Pero Baiona se limitaba a encogerse de hombros.

Una noche, mientras servía el vino en la cena, Roger se inclinó sobre Jeanne y presionó el hombro sobre su brazo. Ella alzó la vista. Roger estaba tan cerca que sus labios casi tocaban su boca. Él se apartó al instante. A ella el corazón le latía con tal fuerza que creyó que todos lo oirían. Bebió su vino con manos trémulas.

Esa noche, cuando acabaron de cantar y comenzaron a contar historias, Roger se puso a su lado.

—¿Alguien quiere dar un paseo? —preguntó despreocupado, sin dirigirse a nadie. Y luego, como si acabara de darse cuenta de su presencia, se volvió hacia ella—: ¿Quieres salir a pasear? —preguntó sin llamarla por su nombre.

Salieron felices, pensó ella, como dos cachorros, brincando bajo el cielo cargado de estrellas. Los arbustos del jardín se recortaban contra la obscuridad. El aire era dulce y Roger la rodeó con el brazo y la llevó hacia el laberinto. Ella vaciló, se apartó, todavía no era del todo una mujer.

—Ven aquí —susurró él—. Quiero enseñarte una cosa.

—¿Qué cosa?

—La curiosidad mató al gato.

—La satisfacción lo revivió —rio ella, en susurros para que nadie la oyera—. Dímelo.

—¿Quieres que te satisfaga, Jeanne? —preguntó Roger—. La pequeña Jeanne de Béziers.

—No soy tan pequeña.

Paso a paso, con cautela, la guio hasta el fragante laberinto, oscuro y secreto. Los setos eran más altos que ellos. Jeanne estaba inquieta, pero también excitada. El olor agrio de los setos se mezclaba con el de Roger. La besó en los labios, Jeanne notó su cuerpo henchirse contra el de ella y se inclinó para encontrarlo. Él la internó entre las sombras. Jeanne no pudo desentrañar su expresión bajo la tenue luz de las estrellas.

—No deberíamos estar aquí —murmuró.

—Chis. Quiero enseñarte una cosa. Te va a gustar. —Con una mano forcejeaba con su propia ropa, con la otra le tomó la mano.

—Mira.

Le llevó la mano a la entrepierna y ella contuvo el aliento al tocarle. Nunca había tocado a un hombre. La piel era tersa y suave, sumamente delicada. Él gimió, guiándole la mano. Jeanne no sabía si quería aquello o no. El miedo la impulsaba a volver a la seguridad de la casa, pero la excitación la mantenía allí. Y Roger. Él le agarró la mano, acariciándose arriba y abajo mientras crecía bajo los dedos de ella. Jeanne sabía del sexo (los niños no eran idiotas), pero apenas podía respirar. Se le ocurrió una pregunta frenética: ¿cómo podía aquello encajar dentro de una chica, dentro de ella? Él le besaba el cuello. Le soltó la mano, que ya conocía su tarea, ya sabía lo que tenía que hacer. Las manos de Roger recorrieron el cuerpo de ella, los costados, los pechos. Jeanne tenía miedo. Roger apretó la pelvis contra la de ella. A ella le gustaba, y a la vez quería marcharse. Seguro que aquello estaba mal. ¿Y si alguien los veía?

—No pares —pidió él.

Y para reforzar sus palabras volvió a guiarle la mano. Gimió de nuevo y le subió la falda con brusquedad. Deslizó la mano por la piel desnuda de sus muslos. Ella quiso apartarle. Quiso pegarse a él. Deseando que él pronunciara palabras dulces, que dijera que la quería. Deseaba que le hablara, pero entonces pensó que era muy desagradecida, puesto que las acciones de Roger ya hablaban de su amor.

—No. —Jeanne se apartó, sujetándole la muñeca.

—¿No, qué? —susurró él, sin dejar de explorar con las manos. Era demasiado fuerte para ella—. No me dejes así. —Y volvió a llevarle la mano a su hombría, entre sus piernas.

—Roger, no…

—Jeanne, Jeanne —suspiró él—. Sí, así, así. ¿No te gusta?

Pero ella no pudo responder, porque los labios de él cubrían su boca y su cuerpo embestía contra ella. Sentía en la boca su aliento caliente y se asustó de los rápidos movimientos, los jadeos estrangulados. Roger la estrechó una vez, dos veces… Y de pronto ella sintió la mano mojada: él se vertía en su mano, en su vestido, en la hierba.

Roger la abrazó temblando y luego se apartó y se limpió con su pañuelo. Miró los ojos obscuros de Jeanne que brillaban a la luz de las estrellas. Le ofreció el pañuelo para que ella se limpiara las manos, pero el paño estaba mojado, de modo que Jeanne se secó las manos en el vestido y en la hierba.

De pronto todo era distinto. Tenía ganas de llorar. Roger se apartó, ajustándose la ropa, y ella se quedó allí en la obscuridad. Abandonada. Se sentía sucia.

—¿Roger? —llamó con un hilo de voz. Él se echó a reír, un sonido oscuro, la abrazó y le dio un beso. Pero fue un beso rápido y frío, cuando lo que ella quería era que la abrazara hasta que remitieran los temblores. Sentía que había pasado algo terrible, aunque no sabía qué ni cómo preguntar sobre ello. Tal vez había visto la creación del diablo y jamás se había sentido tan a aunque debería estar orgullosa. ¿Acaso no la había elegido Roger a ella, la huérfana Jeanne de Béziers, como su amor secreto? Suponía que eso la convertía en su dama, aunque nunca se lo había imaginado así.

—Buena chica —dijo él, acariciándole los pechos con las dos manos.

Ella asintió aturdida.

—Vuelve a casa antes de que te echen de menos —susurró Roger. Sus dientes blancos centellearon.

De modo que ella volvió obediente, pero más confundida que nunca. ¿Por qué, si ella era su dama, la había despedido? Se sentía abandonada. Corrió a su habitación y se desnudó deprisa. El vestido estaba manchado y Jeanne olía en su piel su hombría.

Se lavó y se metió en la cama, y cuando llegó Baiona fingió dormir. A partir de entonces no volvió a mencionar a Roger delante de Baiona. ¿Había cometido un pecado? No quería preguntarlo. ¿Les había visto Dios en el Jardín del Edén? ¿Aprobaba el Dios del amor lo que había hecho?