5


¡Rabia! ¡Rabia! Bate en mi cuerpo como llamaradas de fuego.

Me he hecho daño en el pie.

—Cuidado con lo que pides en las oraciones —decía Esclarmonde—, porque podrías obtenerlo.

Había que entregar todo a Dios.

—Dios sabe lo que te hará feliz —decía—. Déjalo todo en manos de Dios y sus ángeles, y tú esfuérzate sólo por amar como Dios o vivir como Cristo. —Eso no lo he conseguido nunca—. Jeanne, reza para tener el corazón de Cristo.

Está lloviendo. Me tomaría una taza de vino caliente o sidra, algo cálido y denso en mi garganta. Debo de andar cerca de los cuarenta años. Quiero acurrucarme en un lecho de plumas, quiero que mi madre me cuide. Pero me encojo en la paja de mi cobertizo y me tapo con mi capa. Podría calentar agua para beber. Sí, estaría bien, sobre todo si tuviera un poco de miel. Oigo al lado al burro que se mueve en su establo y el balido de las tres ovejas carinegras; hay un denso olor animal.

Mi cobertizo mide un metro de anchura y apenas tengo sitio para estirarme. Bajo mi pie dolorido, escondido debajo de un tablón, está mi tesoro, el regalo de Poitevin. Si lo saco, si quito la lona engrasada que lo envuelve, puedo acariciar la incrustación de plata en la cubierta de cuero negro y duro. Se cierra con broches de plata. Tengo los ojos demasiado débiles para leer la hermosa caligrafía, y podrían quemarme por poseer los Evangelios en lengua común y no en latín. Los cuatro evangelios, cada capitular en oro, rojo y lapislázuli. No me atrevo a sacarlo de su escondrijo, pero apoyaré el tobillo sobre él. Tal vez me sane el pie.

—¡Eh, mendiga!

Alzo la vista. Es el criado de la señora, que hace también de mozo de cuadra. Está en los establos, bajo el alero que chorrea agua, con una bandeja cubierta con una servilleta. La lluvia cae del tejado de paja hasta su cuello, y está empapado. Me echo a reír, está tan…

—¿De qué te ríes, bruja? —Entra en mi guarida, donde apenas hay sitio para moverse—. Aparta. —Me empuja con un pie.

—¿Qué quieres? —pregunto, pero me aparto para que no me pise el pie herido.

No pienso levantarme por alguien como él. El jardinero y mozo de cuadra va vestido con una chaqueta de terciopelo y pantalones. Todo de negro. Tal vez quiere pasar por el escudero del castillo. Sí, es todo un caballero. Le gustan los muchachos. Le he visto rondar en la obscuridad o esperar en el puente de piedra, buscando diversión. Ahora echa atrás su fino pelo rizado, que no se mueve tan fácilmente puesto que está chorreando.

—¿A qué has venido? —pregunto.

—No por decisión propia —gruñe él—. Aparta, ¡maldita sea!, bruja. Me estoy mojando.

—Pues no te expongas a la furia de los elementos. —Me rio—. Y ellos no se volverán contra ti.

—La señora te manda esto —me dice, tendiendo la bandeja con una mirada torva. Luego, con la mano libre se santigua contra mi brujería y hace la señal del diablo contra el Maligno.

—¿Qué es? —pregunto levantando la servilleta de lino blanco.

¡Para que digan que los ángeles no cuidan de mí! La mujer me envía una jarra de agua caliente y una taza de vino, y si mezclo las dos cosas me puede durar el vino toda la tarde. ¡Las bendiciones caen sobre mí!

—Pero ¿porqué?

Miro al joven, dispuesta a apreciarle por haberme traído algo bueno. Pero él me contempla ceñudo con los labios fruncidos.

—Está celebrando el regreso de su hijo pequeño.

—¿Su hijo?

—Tiene cinco años. Estaba visitando a su hermana y ahora que ha vuelto a casa la señora dice que todos tienen que beber vino, hasta la mendiga indigente del cobertizo.

—¿Yo?

¿Yo indigente?

—Ya le he dicho que eres una bruja y que habría que lapidarte o quemarte, por hereje.

—Cuida tu lengua. —Nos miramos rabiosos, luego bajo la vista—. Dile que trabajaré para ella si me da lana para tejer y me presta un huso. No soy una mendiga. Sé coser y puedo hacerle remiendos. Trabajaré para ganarme el alojamiento y la comida.

Él se da la vuelta. Sé que no transmitirá mi mensaje, y lo siento.

—Dale las gracias de mi parte. —Sirvo vino en mi cuenco y lo mezclo con un poco de agua. Le devuelvo la servilleta y la jarra. No quiero que me vea beber y arruine el placer—. Dile que rezaré a nuestro Señor Jesucristo por ella, por su esposo y por su hijo. Dile que esta bondad será recordada en el cielo.

—Te echará a patadas.

Acerca la cara y yo tapo el vino con una mano. No quiero que me eche dentro saliva. No quiero que lo tire de una patada. Pero él toma la bandeja y la jarra, dejándome el agua caliente, y sale a la lluvia corriendo. Pobre muchacho. Intenta evitar que el terciopelo negro se le moje y se le llene de barro. Es triste que tenga que venir a servirme, y de pronto me da pena.

La señora es una mujer hermosa, con una sonrisa muy bonita, siempre arreglada, con la toca siempre limpia. «Na Jeanne», me llama con formalidad, como si todavía fuera castellana de las tierras de mi marido. Cualquier otra mujer me habría echado: a los pobres no se los quiere en ninguna parte.

Pero yo no soy pobre, como siempre le digo. Yo cuento con más bendiciones que nadie porque tengo refugio, y no cualquier casa, sino un establo. Vivo en el hueco entre el cobertizo y el muro de los establos, ¿y quién podría pedir más? ¿Acaso no nació nuestro Señor en un establo y yació en un pesebre? Se me ha concedido la gracia de vivir mis últimos días tal como Él nació.

De modo que bebo, canturreando, el vino y oigo la lluvia caer en el patio y golpear las piedras. Una vez viví en un palacio de Pamiers. Una vez pensé que el amor de un hombre era el tesoro del mundo.