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Los recuerdos vienen a ráfagas, como el sol que brilla en un bosque, mientras alrededor yace la negrura ciega del tiempo perdido. Tengo miedo. En la obscuridad me acechan los otros recuerdos, pero no pienso mirarlos. Estoy furiosa. Debo refrenar los caballos de mis pensamientos. Me levanto apresurada y echo a andar. Canturreo para alejar el miedo. «Sé agradecida, cuenta tus bendiciones —decía Esclarmonde—, porque Dios nos ama cuando cantamos». Y, de hecho, en cuanto empiezo a cantar me animo. «Serás tan feliz como tú misma decidas», que diría Esclarmonde, de modo que canto al aire alegre de Cristo.

Sí que tengo bendiciones. Tengo un techo bajo el que vivir por el que apenas se filtra el agua. Tengo ropa y comida, nunca paso hambre durante mucho tiempo. Y si no lo hubiera perdido todo, incluida mi madre (de hecho, dos madres) y mis esposos (dos), mi país, mis amigos, todo el dinero y las tierras, todo lo material, ¿sería tan rica como soy ahora? ¿Entonces por qué lloro? No puedo dejar de llorar. Me pasaría mil años llorando.

Los otros me envidian. Por eso los niños me tiran piedras, porque les asusta mi felicidad, les confunde. Y las damas del convento rezan por mí, ¡imagina! Como si tuvieran más suerte que yo.

Una mariposa se ha posado en una hoja. Es tan bonita, con sus manchas azules y amarillas, que me paro a mirarla. Aletea y levanta un aire que refresca la misma tierra, una mariposa tan dulce que refresca mis recalentados recuerdos. Y ahora lloro por la belleza. Los Amigos de Dios creen que esta tierra y toda la materia física fue creada por el Maligno, todo el dolor y la maldad se disfrazan de placer y belleza. También creen que nosotros fuimos ángeles una vez, pero lo hemos olvidado. Entonces estoy llorando por amor a Satán, ¿pero cómo puede ser, cuando una tierna mariposa conmueve mi corazón? Dicen las Escrituras que Dios creó el mundo en seis días y descansó el séptimo. ¿Y no se inclinaría el Dios del poder y el amor sobre la Tierra y todos los animales…? Excepto (¡plaf!), está bien, excepto las moscas negras. A Belcebú le doy las moscas que zumban sobre los cadáveres ensangrentados de la guerra, ¿o acaso son la forma que tiene Dios de limpiar los cadáveres? Vaya, ahora estoy confundida de nuevo.

Los Hombres Buenos quieren dejar esta vida de sufrimiento y llegar a la Luz, la Luz de Cristo, pero yo me aferró a mi vida con las dos manos, aterrada de morir, a pesar del dolor y las moscas. Por eso todavía no soy perfecta. Porque a mí me parece, mirando atrás, que cada paso me ha llevado inexorablemente a este momento imperfecto, como si mi vida estuviera escrita en el Libro de Dios antes incluso de que yo accediera a nacer; y me da también la impresión que yo no he tenido poder de decisión en lo que ha pasado, como el viento no decide hacia dónde soplar; yo no escogí amar a Roger, que me condujo a Montségur, ni amar a William, ni encontrar la cueva, o esconder el tesoro, ni mi debilidad… Y entonces gimo y me tapo la cabeza con el chal, porque de ser cierto esto, significaría que Dios quería que perdiera el tesoro de Montségur, ahora perdido. ¡Ay, pobre de mí! A menos que fuera el astuto diablo. ¿O fue culpa mía y de mi libre albedrío? ¿Cómo saberlo?

Ahora camino más deprisa, intentando dejar atrás mis pensamientos. Comienza a llover y los goterones son como las lágrimas de Dios, y entre la lluvia y mis propias lágrimas creo que vamos a tener otro diluvio universal.

Me corroe la cuestión ancestral: ¿fue mi voluntad o la de Dios? Siempre me he sentido distinta. Con una razón, por supuesto: me encontraron jugando entre los saltamontes en la pradera en el calor de julio. ¿Qué edad tenía? Dos o tres años como mucho, con mi vestidito blanco cosido de perlas diminutas, «el atuendo de la hija de un noble», decían, pero todo manchado de sangre. Una zapatilla de raso rojo en el pie, la otra desaparecida, y no estoy llorando, pobre huérfana, sino cantando cancioncillas infantiles y arrancando tallos de hierba, como si el humo negro de la ciudad no se alzara en el silencioso cielo azul del verano. ¿Cómo había llegado la niña hasta allí? Hay quien dijo que era un ángel, otros sostenían que provenía de la semilla del diablo. Pero Esclarmonde, que me llamó su niña ángel, dijo que sólo era una huérfana, salvada cuando la ciudad cayó.

Veinte mil personas exterminadas en Béziers. He oído la historia muchas veces. La matanza duró días: hombres, mujeres, niños. ¿Tenían los soldados los brazos cansados de blandir espadas y cuchillos?

—¿Cómo distinguiremos a los herejes de los católicos? —preguntó un soldado.

—Matadlos a todos —contestó el obispo Arnaud Amaury, comandante de la cruzada de 1209—. Dios reconocerá a los suyos.

(En mi furia golpeo la lluvia con una inexistente espada).

Sólo en la catedral asesinaron a dos mil personas que buscaban allí protección. La sangre salpicaba las paredes y goteaba en las sombras para encharcarse en torno a los cuerpos en el suelo de piedra; mientras, en el exterior, en medio de los gritos y chillidos constantes, la sangre corría por los desagües, y los cadáveres, decapitados, apuñalados, mutilados, yacían en las calles y callejones y en las habitaciones de las casas saqueadas, mientras los borrachos cruzados routiers, los mercenarios, mataban y violaban. A otros ciudadanos los echaron a latigazos de Béziers, con las manos cortadas, o las narices cercenadas, o los ojos arrancados, y se estrellaban ciegos contra los árboles o tropezaban con las raíces, tendiendo ante ellos los muñones. Vagaron por el bosque hasta morir de hambre o hasta que los campesinos los mataron a golpes o con las horcas, por piedad. (Tengo el brazo exhausto de dar manotazos).

Y entonces comenzaron las hogueras, no se sabe bien cómo, y esta rica ciudad ardió, mientras los caballeros franceses luchaban contra sus propios hombres a golpe de espada, en un esfuerzo por restaurar el orden en aquel infierno de gritos y rugidos. Y cuando se apagaron los fuegos, no quedaba nada.

Luego el silencio.

Cuando todo acabó, los franceses se marcharon más ricos de lo que habían venido. El viento batió sin un ruido las calles desiertas, donde las ratas mordían en silencio los cadáveres asados por las llamas. El único sonido era el zumbido de las moscas negras de Belcebú.

Y encontraron a una niña en un campo, fuera de las murallas, una niña que entonaba canciones infantiles y jugaba con las briznas verdes de la hierba. Llevaba un vestido de seda blanco adornado con perlas. Esclarmonde de Foix la acogió entre sus huérfanas para educarla como cátara. Pero yo no me acuerdo ni de la matanza ni del campo, no recuerdo a la campesina que me encontró ni a las dos perfectae que me llevaron a Pamiers. Yo sólo recuerdo un momento iluminado. Viene a mí como un resplandor, frágil como el agua, de una señora vestida de un blanco deslumbrante. Me sonríe con dulzura, me toma la mano, una dama de luz que me envuelve en resplandeciente amor. Caminamos entre la hierba, que es más alta que yo.

No tengo miedo y la sigo confiada. Nunca he sabido si fue un sueño, aunque me gustaría verla otra vez. ¿Pero cómo llegó la niña al campo? ¿Y por qué la campesina no descalabró a la niña con una piedra para robarle el vestido? Eso es otro milagro.

Tengo las manos viejas y retorcidas, con los nudillos deformados y las uñas partidas. Baiona me cortaba las uñas y me untaba cremas. Nos reíamos y hablábamos y nos peinábamos entre besos… ¡Mi otro corazón! Ah, ahí está mi acogedor establo, y la lluvia arrecia.