3


Me ha inquietado ver pasar a los inquisidores. Me acurruco junto al río y siento náuseas.

Dicen que la guerra se libró contra la herejía. Yo digo que querían nuestra tierra. Más al norte, cerca de París, no hay guerra. Aquí matan a todos: moros, judíos, herejes cátaros. Dicen que somos demonios y que no debe quedar rastro de nosotros, que hay que quemar nuestros cuerpos, borrar todo recuerdo. Exhuman cadáveres enterrados hace cincuenta años, esqueletos secos bajo tierra consagrada en terrenos de la catedral. Sacan los huesos y los tiran a las llamas, derriban nuestras casas piedra por piedra. No debe quedar nada. En Moissac quemaron a doscientas diez personas, aunque no sin resistencia. ¿Todavía estaba yo casada entonces? ¿Cuándo expulsaron a los dominicos de Tolosa? Todo es un embrollo en mi mente. Pero el primero, el español Domingo de Guzmán, era un hombre bueno y santo. Todo el mundo lo decía. Pidió al papa Inocencio III que lo enviara de misionero a convertir a los tártaros en Rusia, pero el Papa lo mandó a evangelizar a los paganos albigenses aquí en el sur. Él ya había asumido nuestras costumbres cataras: calzaba sandalias, no comía carne, vivía en la pobreza como los sacerdotes cátaros. Predicaba el amor a Cristo como hacían los Cristianos Buenos en la Iglesia del Amor. Tomó los mismos votos de bondad y oración constante y de hecho convirtió a un puñado de gente a su orden, y ahora mira los frailes inquisidores, matando Cristianos Buenos porque no quieren alejarse del Camino.

Nos llaman los cátaros («los puros»), porque remontamos nuestro camino hasta los originales apóstoles de Jesucristo. Somos los hijos de Jesús y seguimos su camino. «Yo soy el camino —nos dijo—. Todo el que quiera entrar en el reino de Dios debe seguir mi camino». Eso es del apóstol Juan. Nosotros hemos seguido el Camino, transmitido de boca en boca durante más de mil años, herencia directa de Jesucristo nuestro Señor, de quien somos hijos.

Los inquisidores llaman a nuestros sacerdotes «herejes perfectos», haeretici perfecti. Nosotros los llamamos Hombres Buenos o Mujeres Buenas, los Cristianos Buenos, los Amigos de Dios. También al norte hay Cristianos Buenos, en París, Orleans, Reims y en la Champaña, pertenecientes a la Iglesia del Amor. Pero sobre todo están en el sur, desde Aragón hasta Lombardía.

Es curioso que no podamos vivir en paz y tolerancia. Primero el Papa intentó convencer a la gente de que volviera a la fe católica, y envió misioneros, pero la Iglesia se había convertido en un hazmerreír, llena de sacerdotes analfabetos y estúpidos, y a menudo borrachos. Algunos mantenían en sus casas a amantes y concubinas. Era una vergüenza y escandalizaba a nuestros castos Amigos de Dios, que enseñaban que somos ángeles caídos que luchan por volver a casa. Los Amigos se oponían a la sensualidad fuera del matrimonio. Una vez, cuando era una joven casada, fui al pueblo de Peyrepertuse y vi al sacerdote, Pierre Laclergue, cuando salía de la casa de Na Mengarde, subiéndose las medias por debajo de los faldones con la sonrisa de un gato satisfecho. Y no tuve más que ver a Na Mengarde para saber lo bien que el cura lo había hecho. Esa es la auténtica señal: si el amante todavía no ha conseguido su presa, sus ojos seguirán a la mujer mientras que ella permanece indiferente, pero si ha logrado su objetivo, es la mujer la que lo sigue con la mirada, mientras que él se muestra distante. De modo que así supe lo del cura Pierre Laclergue y Na Mengarde, pero no es nada raro.

En cualquier monasterio de Occitania se ven novias y esposas que viven en las casas de alrededor, o a las putas que se asoman a sus ventanas. Sé de un abad que mantiene a su amante en una casa y a su esposa en otra. Y yo no digo nada contra ellos, pero estarían más que dispuestos a quemar a un hereje en defensa de la castidad. ¡Menuda vergüenza!

Como el clérigo Gervais Tilbury. Un día estaba con otros clérigos, paseando con el arzobispo por los jardines de las afueras del pueblo, cuando vieron a una joven en una viña cercana. Gervais dio un codazo a sus hermanos y apostó a que podía tomarla, y todos le vitorearon a gritos, incluso el arzobispo, como si no hubieran hecho votos a Dios. Gervais atravesó la viña, todo elegante y garboso, para seducir a la pobre campesina. Sí, ya la veo agachando tímida la cabeza (la campesina sabe de qué pie calzan estos curas) y acelerando el paso, con la vista clavada en el camino. Él le rodea la cintura con el brazo, ella se queda paralizada. Él se inclina sobre la muchacha y le susurra bonitas palabras (ella rehúsa, se aparta), alaba sus pechos y sus labios, que debería usar para algo más que para hablar (¿acaso no he oído yo esos mismos susurros?). Le ofrece comida y bebida que jamás ha paladeado si ella se interna con él entre los matorrales, donde él le procurará placeres que sólo conocen los ángeles del cielo. No será pecado, dice, puesto que es un hombre de Dios.

Pero la muchacha era una creyente. Había hecho voto de castidad hasta el matrimonio.

Él intentó besarla de todas formas, y metió la mano bajo su vestido, ante lo cual ella le empujó con tal fuerza que el cura cayó al suelo. Luego la joven se alzó las faldas y corrió con toda su alma a su hogar de campesina. Mientras tanto el arzobispo y los otros curas se partían de risa, se burlaban de su compañero y exigían el pago de la apuesta.

—¡Es un escándalo! —gritó de tal manera que un cuervo se alza del árbol con un graznido y se aleja aleteando como el mismísimo clérigo. Los pájaros del diablo.

Gervais Tilbury acusó a la joven de ser una hereje por su voto de castidad. La quemaron viva en la hoguera. El pelo en llamas. La ropa en llamas. Los pies, las manos, los ojos, ¡aaaaah!

Esa es la Iglesia católica que invadió Occitania en 1209. El papa Inocencio III llamó a una cruzada no contra los paganos sarracenos, sino contra los Cristianos Buenos que seguían a Jesucristo, el Hijo de Dios, que no podía morir en la cruz porque era más que humano. El Papa llamó a una cruzada contra los que creían en el bautismo no por el agua, sino por el Espíritu Santo, como enseñó Cristo, los que creían en el poder de la oración, en el renacimiento, en la ascensión hacia la Luz divina, los que creían en la imposición de manos para sanarnos con el santo Espíritu de la Luz de Cristo, y los que creían que las mujeres también podían acceder al sacerdocio. Yo creo que nos persiguieron por no pagar el diezmo.

Esclarmonde decía que al final ganaremos, cuando Dios quiera, que los otros volverán al Camino; pero yo recuerdo cuando enseñaban incluso a las mujeres (yo entre ellas) a leer y escribir, cuando la Biblia se traducía al lenguaje común, cuando las ciudades libres eran gobernadas por cónsules elegidos libremente, como ha sido durante ochocientos o mil años, desde la época de los romanos, cuando los judíos y los árabes también podían aspirar a cargos públicos. Ahora los judíos llevan un círculo amarillo en el pecho y los herejes liberados llevan una cruz a ambos lados del pecho, y los leprosos llevan ropa gris y gorros rojos, y los monjes van de marrón o de negro, y yo ya no tengo vestidos de color verde brillante o azul.