Estaba cosiendo junto a la ventana que daba al lugar donde se celebraban las carreras, en un castillo cercano a Foix, y si las mujeres hubieran llegado diez minutos antes, habrían visto a la niña girada en el banco de piedra, con la cabeza y los hombros asomando por la ventana, mirando la hiedra que cubría la piedra y los campos, donde los campeones competían en carreras de caballos, justas y prácticas militares. La guerra no había terminado, aunque Simón de Montfort había muerto el año anterior en el sitio de Tolosa. Los ejercicios habían llegado a su fin y los caballos volvían a los establos, las risas y gritos de los escuderos se desvanecían y Jeanne tenía que terminar su labor de costura.
Se arrellanó en el banco, tomó la aguja y siguió cosiendo su calado sin prestar apenas atención a la aguja, pensando más bien en Roger y el asedio de Tolosa. Se decía que las mujeres lucharon en los muros junto a los hombres, lanzando flechas y piedras a las máquinas de guerra francesas. Se decía que fueron las mujeres las que mataron a Simón de Montfort con una piedra de una catapulta.
Una piedra dio en el blanco
y alcanzó al conde Simón en su casco de acero…
Simón de Montfort acababa de salir después de pronunciar sus oraciones y corrió a la batalla donde murió.
Jeanne suspiró y centró la atención en su labor. A ella la costura no se le daba bien como a Baiona. Sus dedos parecían demasiado grandes y torpes, y a pesar de que ya tenía trece años, sus bordados eran toscos y descuidados. Pero el problema no eran sólo sus dedos, sino su mente soñadora. Baiona, en cambio, daba puntadas tan sutiles como las pisadas de un duende y adoptaba un ritmo tan perfecto y un estado tan meditativo que era un placer verla coser. De su aguja, así como de sus pinceles y pinturas, surgían flores e insectos imaginarios, un auténtico bestiario de criaturas salvajes que trepaban los muros de los castillos o atravesaban paisajes de árboles y campos. De su aguja, ya a los catorce años, salían campesinos y nobles tan reales que Jeanne creía que iban a saltar del paño a la habitación hablando de sus sueños y esperanzas.
Todo el mundo decía que Baiona tenía manos de plata. Jeanne tiró su labor, desesperada, y paseó la vista por la sala. Era una bonita y espaciosa estancia en la que el sol penetraba a través de las ventanas. Había varias sillas talladas, altas y pesadas, y en la pared colgaban dos tapices. Uno mostraba el encuentro de Cristo con la mujer en el pozo, cuando le ofreció el agua de la vida eterna; el otro, su favorito, describía el sacrificio de Isaac: Abraham tenía la mano alzada como siempre, la cabeza vuelta hacia el ángel que baja a detener el cuchillo, y al otro lado se veía el carnero oculto entre los arbustos. Era precioso.
Jeanne podía pasarse horas mirando aquellas historias, pero en esta ocasión se giró inquieta de nuevo y, agarrada a la fina columna que dividía la ventana, escudriñó el paisaje de bosques y praderas. Tendría que haber nacido varón para correr por los campos. No estaba hecha para coser y contemplar tapices con historias. Ella misma sería la protagonista de las historias. Se imaginó como la Diana de Ovidio, la diosa de la caza, una niña-niño disparando el arco y cazando ciervos con sus propios perros. Ojalá hubiera sido una de las mujeres que defendían la ciudad del diablo francés Simón de Montfort. Nada de labores. Se asomó a la ventana, la suave brisa en su mejilla, y tuvo ganas de gritar, de cantar y salir del todo para escalar los muros del castillo. Quería salir a aquel aire dulce y… volar. Tal vez podría reencarnarse en un pájaro, aunque dicen que nunca se vuelve con una forma menor una vez que se consigue la forma humana. Pero en ese caso, seguro que alguna vez fue un pájaro, porque recordaba volar, y a veces por la noche soñaba que surcaba los vientos de la montaña como un halcón, libre. Volvió a meterse en la sala y recogió su labor con un suspiro.
En ese momento entró Esclarmonde seguida por su prima Giulietta, una joven viuda. Jeanne se levantó con una reverencia y notó que se sonrojaba. Menos mal que no la habían visto un momento antes, con medio cuerpo fuera de la ventana.
Esclarmonde, que a la sazón tenía sesenta y dos, había tomado los hábitos trece años antes, a la edad de cuarenta y nueve. Había dado a su esposo seis hijos antes de dejarlo para tomar los hábitos y convertirse en una Mujer Buena. Su marido y ella habían mantenido la amistad, sin rencores. Esclarmonde siempre llevaba un largo vestido negro, muy sencillo, atado a la cintura con el cordel que representaba sus votos ante Cristo. Llevaba su huso de sala en sala y cosía mientras caminaba. Sus ojos se movían con lentitud, conscientes de lo que sucedía alrededor mientras sus manos bordaban y sus pensamientos tejían oraciones. Cada caída del huso representaba un padrenuestro completo. Se detuvo en la puerta para terminar, porque un Cristiano Bueno no podía atravesar una puerta sin pronunciar un padrenuestro, no levantaba la cuchara para comer sin pronunciar un padrenuestro, no respiraba sin recordar a nuestro Señor.
Giulietta, en cambio, era una joven moderna, todavía en la veintena, vestida con faldas de color rosa. El paso ligero con el que entró en la sala era demasiado exuberante para la grave serenidad de una Cristiana Buena. Giulietta vivía en el castillo. Era más o menos creyente, pero no tenía intención de tomar los hábitos. Sus ojos se movían inquietos por todas partes. Le gustaba coquetear. Si Jeanne tenía alguna ambición era parecerse a Giulietta, a quien admiraba, no a los cátaros, aunque la había educado Esclarmonde, su madre adoptiva, y ella quería a aquella mujer perfecta con todo su corazón.
—Es el camino de la felicidad —decía Esclarmonde con voz queda, moviendo su huso para no tener nunca las manos ociosas.
—¿Convertirse en una Mujer Buena?
—Sí, si es tu decisión. Una Amiga de Dios.
Pero Jeanne quería bailar, comer, cantar, cabalgar. Quería cazar, vestirse de colores… En suma, ¡vivir como una católica! Se echó a reír. Por lo visto la católica era una iglesia realmente festiva.
Hizo una mueca, pero Esclarmonde sonrió y le enderezó el gorro con cariño.
—Más tarde —bromeó—. Cuando hayas terminado con la vida mundana. No queremos niñas.
Giulietta le quitó la labor.
—Mira qué bordado tan fino, Esclarmonde. Estás mejorando, Jeanne.
Esclarmonde se aproximó para ver el paño de cerca.
—Ponte derecha, niña. Date la vuelta.
—Está creciendo.
A Jeanne le molestó que hablaran de ella como si no estuviera presente, pero se volvió despacio para que la inspeccionaran. Notaba las manos colgando como jamones al extremo de sus brazos. Si fuera hermosa, si fuera Baiona, con sus ojos gris pizarra y su reluciente pelo castaño, no le habría importado que la observaran así, pero siendo fuerte y morena sintió en el pecho una oleada de vergüenza.
Cuando Jeanne cumplió los once años, Esclarmonde le puso al cuello un espinoso cordel de mimbre para que anduviera derecha, con la cabeza alta y la pose elegante que correspondía a una dama. Por lo visto sirvió de algo, porque se lo quitaron a los seis meses. Sin embargo, el collar no dio resultado en Raymonde Narbonne, otra huérfana, que lo llevó durante tres años en vano. Tenía la espalda cada vez más torcida, y una pierna se le quedó más corta que la otra, hasta que al final se dieron por vencidas.
—Date la vuelta otra vez —pidió Esclarmonde.
—¿Qué pasa?
—Nada, cariño —contestó Giulietta, alzándole las mangas rojas para que se viera el forro azul marino—. Sólo te estamos admirando.
Jeanne alzó la vista. ¿Se burlaban de ella?
—¿Qué piensas del matrimonio, Jeanne? ¿Te gustaría casarte?
—Calma, calma —dijo Esclarmonde, con una sonrisa temblando en la comisura de los labios.
¿Que qué pensaba del matrimonio? Eso dependía. ¿Del suyo o de algún otro?
—¿Qué quieres decir? —preguntó con cautela.
—Abundante pelo moreno, ojos bonitos —comentó Giulietta—. Será una belleza.
—¿Esclarmonde…? —Jeanne se volvió hacia la mujer, que en ese momento dejó caer el huso. Al rodar este fue soltando un hilo de lana. Jeanne se la quedó mirando como hipnotizada, esperando a que terminara la plegaria.
—Es cierto. Es hora de buscarte marido, Jeanne.
Esclarmonde jamás se precipitaba. Sus movimientos, como sus pensamientos, eran contenidos y serios, y exudaban un aura de serena felicidad y reserva. Nadie trataba con familiaridad a Esclarmonde de Foix, pero Jeanne deseó arrojarse a sus brazos y decir que no, que todavía no quería casarse.
Ella debió de leer en su expresión.
—¿No quieres casarte?
—No quiero dejarte —respondió Jeanne con vehemencia—. Y además, ¿quién iba a querer casarse conmigo? No tengo dinero ni fortuna. ¡No me alejes de aquí!
Jeanne se quedó mirándola compungida, con la labor caída a sus pies.
—¿No podría casarme con alguno de los escuderos? —preguntó con la cara enrojecida—. No quiero casarme con un viejo.
Se imaginaba el esposo lleno de cicatrices de batalla que elegirían para ella, un caballero que le llevaría veinte años o más. Podría tener hasta cuarenta, como el marido que eligieron para Blanche de Pepieux, un hombre de piel correosa, bigote entrecano y un gesto amargo en la boca.
—Toda joven necesita un esposo, Jeanne, alguien que la proteja. En cuanto a tu dote, es verdad que sin dinero no podemos encontrarte marido, pero tienes las perlas de tu vestido y yo contribuiré con una buena suma.
—¡Mira qué generosa es! —exclamó Giulietta dando palmadas—. ¡Deberías estar contenta!
Jeanne estaba cada vez más furiosa. ¡La muy estúpida! ¿Cómo había podido admirar a esa mujer? Sus pensamientos revoloteaban sin detenerse: sus amigos, Baiona, Roger. Y si se casaba, ¡no volaría nunca! Porque sabía que en el momento en que terminara la ceremonia, sería una vieja tocada con un griñón, una mujer de la que se esperaría que caminara con majestuosidad y no volviera a correr nunca más. Los partos la engordarían, si es que no la mataban.
—No quiero irme —susurró deprimida.
—Jeanne, hay niñas que se casan siendo más jóvenes que tú —protestó Giulietta, sin hacer caso de su gesto desdeñoso.
Pero Esclarmonde la interrumpió con una intensa mirada:
—No te preocupes, que no va a ser la semana que viene, pero hay que pensar en tu futuro. Me preocupa tu bienestar, y eso incluye dejarte en buenas manos. Este es un buen momento. Hay una tregua.
La guerra no había terminado. A veces llegaba algún mensajero al patio con el caballo agotado y empapado en sudor. El jinete entraba corriendo a palacio. Entonces Esclarmonde, con el ceño fruncido y cabizbaja, se reunía con los hombres para consultar en voz baja y en ocasiones se levantaba para pasear por la sala. De vez en cuando, el mensajero traía noticias de muerte y entonces alguna mano se alzaba para tocar otra: el contacto del consuelo. A veces la noticia era sobre la marcha de la guerra, de batallas, bajas, operaciones secretas o movimientos de tropas, porque Esclarmonde, aunque era una perfecta, se mantenía al día. En ocasiones, alguna campesina salía apresuradamente de palacio y desaparecía por el campo con despachos memorizados, o algún mensajero era enviado al galope. Pero a los niños no les contaban cuáles eran exactamente las noticias.
—Los hombres volverán pronto a casa —prosiguió Esclarmonde—. Estarán cansados de luchar y vendrán pensando en reponer sus fortunas, en plantar los campos…
—Y plantar otras semillas —rio Giulietta.
—La guerra nos ha consumido. —Esclarmonde clavó en Giulietta una mirada que podría haber derribado a un buey—. Quiero encontrar a alguien especial para mi niña especial, para mi ángel huérfano.
Jeanne sintió que su corazón volaba hacia Esclarmonde, pero todavía se resistió, terca.
—Baiona tiene un año más que yo y no está ni prometida.
Esclarmonde le tocó la mejilla con los dedos, con tal delicadeza que la niña quiso besarle la mano.
—No te preocupes, Jeanne. No haremos nada sin tu consentimiento.
Cuando Esclarmonde se marchó, Giulietta rodeó los hombros de Jeanne con el brazo y la llevó al banco de la ventana donde le enjugó los ojos con un pañuelo de lino blanco. Luego le tendió la labor y tomó un paño ella también.
—Anda, dime, ¿qué pasa? Toma la labor, que yo voy a coser también un poco mientras hablamos. Venga, ¿no somos amigas? ¿Acaso no te conozco desde que llegaste al orfanato en Pamiers? Te tiraste a los brazos de Esclarmonde y no había forma de que la soltaras, ¿te acuerdas?, puede que no, porque eras muy pequeña. Las dos perfectae te habían traído de Béziers, donde te encontraron en una pradera.
—Me encontró una campesina —la corrigió Jeanne—. La mujer de los champiñones. Giulietta se echó a reír.
—Vaya, ¿ya me diriges la palabra? Sí, te encontró la campesina en la pradera, justo al pie de la muralla de Béziers, cuando todavía se alzaba el humo de la ciudad quemada y se oían los gritos de los moribundos. Allí estabas tú, jugando sola en la hierba, balbuceando con tu vestidito blanco adornado de perlas.
—La mujer me llevó a las dos perfectae que estaban escondidas en el bosque —prosiguió Jeanne. Le encantaba la historia de cómo la habían encontrado.
—Y ellas caminaron durante días para traerte al orfanato que había fundado Esclarmonde en Pamiers. No había manera de hacerte hablar. No dijiste ni una palabra, pero te tiraste a sus rodillas y te agarraste a sus faldas. No sé cómo, pero te las apañaste para traspasar con una flecha el corazón de la señora. Ella te sacó del orfanato para criarte en su propia casa como si fueras su hija, su ángel, como siempre te llamaba, porque habías caído del cielo.
Jeanne agachó la cabeza. Era cierto. Esclarmonde —hermana del conde de Foix y por tanto mujer de gran fortuna— había fundado varios orfanatos y un hospital, y además alimentaba a los mendigos; pero a pesar de todas sus oraciones y sus tareas, había encontrado tiempo para cuidar de ella.
—Dime, ¿por qué estás tan triste? Esto es para celebrarlo, no para desesperarse. ¡Vaya cara tan larga! ¡Como si fuéramos a mandarte al bosque para que vivieras como una eremita! Lo que te hemos dicho es que es hora de buscarte un hombre. Tendrás un nombre, un castillo, tus propios hijos. Tendrás una posición. ¿Qué tiene eso de malo? ¿Acaso quieres quedarte soltera toda la vida? ¿O tal vez tomar los hábitos?
Jeanne se limpió la nariz con la manga.
—No, no, con el pañuelo. —Giulietta rio—. Por santa Ana, ¿para qué te crees que los bordamos?
Jeanne cogió el pañuelo apesadumbrada y sumisa.
—Es que te gusta alguien, ¿verdad? ¡Hay que ver! —exclamó Giulietta con una risa—. Que yo no soy tan mayor y puedo ponerme en tu lugar. Sé muy bien lo que es estar ahí sentada en la ventana, desde donde puedes ver a los jóvenes. Anda, sonríe. Eso es. Venga, toma la aguja, que vamos a hablar de mujeres, de amor y de matrimonio, y ya verás como terminamos de bordar las servilletas enseguida. Sí, sé muy bien lo que sientes. Todas lo hemos sentido, todas las mujeres.
Giulietta parecía pensativa.
—Mira, cuando tenía catorce años me casé con un noble que entonces tenía treinta.
Giulietta lo consideró entonces más viejo que la luna, pero le dio cuatro hermosos hijos antes de que lo mataran en la batalla. La joven le contó que un hombre de esa edad puede parecer arrugado y ajado a ojos de una niña, pero su esposo le había mostrado toda la gentileza posible y también le había dado mucho placer antes de morir, porque un hombre de esa edad está experimentado en el amor. Después de su muerte, ella se casó por segunda vez y volvió a quedar viuda, y ahora tenía varios amantes, aunque ese no era tema para una jovencita como Jeanne. Lo que sí quería decirle era que la vida de una mujer no terminaba cuando se casaba. ¿Y qué pensaba Jeanne hacer si no se casaba? ¿Cómo iba a vivir? ¿Quién le daría hijos? Porque los filósofos habían demostrado que la felicidad de la sociedad entera depende de los buenos matrimonios.
—Además —añadió—, a pesar de lo que cuentan las cínicas canciones de los trovadores el amor suele coincidir con la unión, Jeanne, no lo olvides. —Y nombro a dos o tres parejas que estaban profundamente enamoradas o que se habían enamorado después de casarse—. Ahora dime, ¿es que te gusta alguien? Porque podemos arreglar un matrimonio a gusto de todos.
Y así, entre susurros y complicidad, Giulietta averiguó el secreto de Jeanne: que se había fijado en Roger de Foix, cuyo padre era primo de Esclarmonde.
—No dejo de mirarlo —confesó—, pero él ni siquiera sabe que existo.