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Dicen que estoy loca.

Es cierto que he visto cosas que volverían loco a cualquiera, y ahora cuando la gente me ve recorriendo las calles con mi ajado sayo gris, a veces apoyada en el muro de piedra de una casa o deteniéndome junto a la fuente para mirar en el agua, cuando me encuentran con las dos manos en una cerca, recuperando el aliento antes de tomar de nuevo mi fardo, noto que se alejan. Los niños salen de los callejones gritando «¡Bruja! ¡Bruja!», y me tiran piedras. Son como ratas, como moscas que respondieran a la señal de mi desgracia. Tiran barro y piedras a la pobre loca desgreñada. Esa soy yo. Me gritan y me señalan y corren en círculos a mi alrededor, tocando mi vestido gris y haciéndome olvidar quién soy y a qué he venido.

Me tapo la cara con las manos y lloro, porque tengo miedo, porque soy una inmundicia y debería haber ardido con los demás.

Eso les dije.

—Quemadme —grité y eché a correr hacia los dos dominicos. Estos frailes, con sus túnicas negras y sus capuchas blancas, viven en la pobreza, como nuestros perfecti.

Dos de ellos pedían limosna a la puerta de la catedral. Me hinqué de rodillas y me incliné haciendo una reverencia a sus pies, como era costumbre con el obispo Bertrand Marty.

—Quemadme —les supliqué—. No soy digna.

Tendí las manos para mostrar las señales de las cuerdas en mis muñecas, pero ellos me apartaron asqueados. El más joven puso mala cara al percibir mi olor.

—No soy digna de seguir viviendo —grité—. En nombre de Cristo. He mentido, he jurado, he bebido, he fornicado, he matado. Soy impura.

Los frailes recogieron sus cosas y se alejaron de la catedral, se alejaron de mí.

Entonces me senté en el suelo, apoyada contra las puertas de madera. Esta no es una catedral muy grande. Está junto a un monasterio también pequeño, donde sólo viven diez o quince hermanos. Arañé la tierra con los dedos, como hizo una vez nuestro Señor cuando juzgaba a la adúltera, y pensé en todo lo que había ocurrido para conducirme hasta este extremo, pensé en todos mis amantes desaparecidos, mis amigos, en todo un modo de vida aniquilado. Y yo, errante, perdida, intento hacer lo correcto, intento servir a Cristo.

Esclarmonde decía que la tristeza y la autocompasión son las mentiras del demonio.

—Domínate —ordenaba con aquel tono firme e impaciente.

Me río al recordarlo.

—Esclarmonde —susurro.

Todavía la veo atravesando la plaza con su largo hábito negro y el cinto blanco a la cintura. Recuerdo cómo ladeaba la cabeza y fruncía los labios ante mi esquelética persona, intentando con su mirada de reproche inculcarme algo de sensatez. Su socia Ealaine estaba a su lado. Esclarmonde, la luz del mundo.

—Jeanne, no hay que dejar que los caballos se desboquen. Hay que ponerles las riendas. Y lo mismo pasa con los caballos salvajes de tu mente. Domina tus pensamientos. Aplasta los pensamientos sombríos y estimula el agradecimiento. Son caballos y tienes que dominarlos.

Al cabo de un rato me levanté y dejé que mis pies me guiaran por los adoquines, hasta los límites del pueblo, más allá de las viñas, hasta el bosque. Mis pies sabían adonde ir.

Me condujeron a través del bosque hasta las praderas donde pastaba el ganado, atendido por dos chiquillos. También recuerdo que había gansos, a cargo de una niña de seis años con un pelo negro como la noche que le caía sobre los ojos como la crin de un poni.

Me la quedé mirando mucho tiempo, apoyada en mi bastón.

Pero la niña no era mía, porque creo que la mía sería mucho mayor, tal vez sea ya una mujer, aunque no lo sé con certeza porque el tiempo ha inundado mi cerebro, fundiendo los días y las noches y las estaciones, y ya no sé cuánto tiempo llevo así, ni siquiera qué año es, y tal vez mi hija sea ahora más vieja que yo. No es imposible.

Avancé unos pasos, guiada por el espíritu interior que animaba mis pies, hasta sentarme en una piedra junto a la carretera. Allí me eché a llorar, primero por mi hija muerta y luego por Esclarmonde a quien tanto echo de menos, y por Baiona y William, luego por todos los niños de Montségur y finalmente por todos los niños del mundo, incluida yo, esa niña que también nació en la guerra. La niña llevaba un vestido blanco adornado con perlas. Jugueteaba con ellas. Lo vi hacerse más pequeño cada año, hasta que me pareció imposible que yo hubiera sido tan diminuta. El vestido me parecía no mayor que un pañuelo. Un día se lo puse a mi propia hija e intenté no ver la mancha de sangre en la parte delantera. Nunca debí haberlo hecho. Baiona dice que eso no trajo ninguna maldición, pero el caso es que poco después enterré a mi hija. La mató la viruela, no la guerra. Murió entre mis brazos, recuerdo su cuerpecito helado. No es algo que una madre pueda olvidar. Pero supongo que si no hubiera muerto, también la habrían quemado.

Guilhabert de Castres dijo que las primeras quemas se produjeron hace doscientos cincuenta años, en 1002. Tres hombres ardieron aquí, diez allá… También cazaban brujas.

A mí me quemarían por apóstata, la pobre loca Jeanne. Sí, algún día me quemarán, como quemaron a mi hermosa Baiona o a William o a mi amado Bertrand Marty, doscientos de ellos llorando, abrazándose unos a otros mientras bajaban a trompicones por la montaña… ¡No! No pienses en eso.

Qué extraña es la memoria. Todo está mezclado en mi cabeza, justo detrás de mis ojos. Hay cosas que veo tan claramente como si fuera ayer, y sin embargo sucedieron cuando yo era una niña. En cambio, otras cosas se me olvidan: puertas cerradas, salas oscuras. Es como la bodega de un castillo, y yo vago entre cajas y baúles polvorientos, telarañas, olor a moho, y de vez en cuando un rayo de sol ilumina un instante, o a una persona, o una palabra. Uno de los Antiguos dice que no se puede uno bañar dos veces en el mismo río, pero yo me baño en los ríos de mi memoria una y otra vez, y también me baño en algunos en los que nunca estuve.

Ruido de caballos. Alzo la cabeza: tengo que esconderme. Me levanto y me aparto a toda prisa del camino, me pongo en cuclillas tras un matorral fingiendo hacer mis necesidades. Recuerdo cuando los inquisidores no cabalgaban rodeados de sus guardias. Son urracas aleteando sus hábitos blancos y negros. Recuerdo cuando no había acusadores metiendo las narices en las vidas de todos. Lo que no recuerdo es un tiempo sin guerras: guerra interior, guerra exterior, guerra en el corazón de la niña de pelo negro que yo era, pobre niña ignorante, tan orgullosa y desafiante, y mira cómo de terminado.

Parece que fue en otra vida, hace mucho tiempo, otra persona que no tiene nada que ver conmigo ni con nadie que conozca. Una niña estúpida que se rebelaba contra la vida, contra los mismos que intentaban enseñarle la felicidad. Primero la lucha contra el matrimonio, luego sólo la lucha. Pero tal vez eso era lo que Dios quería, porque cada generación empieza desde cero, aprendiendo las lecciones de nuevo una a una, y los viejos no podemos enseñar ni decir nada a los pobres pequeños; todos empiezan de cero, de modo que nunca se realiza ningún progreso. La lucha de esa niña siempre fue contra sí misma. Ni siquiera sabía lo rica que era, lo feliz que era con sus amigos.