Noventa años más tarde, una violenta tormenta arrancó la enorme haya de la colina. Las raíces huecas salieron de la tierra empapada y el árbol se desplomó con un ensordecedor estruendo, aplastando los otros árboles y matorrales cercanos. Seguía cayendo una lluvia torrencial.
Entre las raíces se veía algo envuelto en una lona verde empapada y llena de barro. La cubierta se fue abriendo bajo la presión de la lluvia, y cualquiera que pasara por allí habría podido ver una caja de cuero marrón con un cierre de plata tan ennegrecida que parecía hierro. Pero por allí ya no había nadie: la granja de los Domergue llevaba años abandonada a la vegetación, igual que la de Jéróme y la pequeña iglesia.
Ya nadie vivía en un lugar tan remoto.
La cubierta de cuero de los Santos Evangelios se combaba bajo la lluvia, dejando al descubierto las páginas de pergamino con su delicada caligrafía, cada letra dibujada por una mano paciente. Ahora el agua las emborronaba. Cada capítulo comenzaba con la mayúscula inicial pintada con oro, rubí, lapislázuli y otros minerales preciosos en un intrincado diseño de animales, hojas, flores y diminutas figuras jugando o en oración. Aquel libro, la palabra de Dios escrita en la lengua local, era un tesoro tan valioso, tan peligroso, que poseerlo sólo podía significar la muerte. Poco a poco las páginas se fueron rompiendo y el libro se desintegró bajo el sol, la nieve y el barro.