INTRODUCCIÓN (1989)

No pretendo que esta introducción a mis cuentos escogidos sea una especie de confesión que deje mi alma al desnudo ni un sesudo análisis psicológico de mi personalidad. Por un lado, dudo que el contenido de la recopilación sea tan exhaustivo que proporcione material suficiente para desnudar mi alma; por otro, mis aptitudes para el análisis psicológico no harían justicia a un estudio serio de los rasgos de mi personalidad que puedan revelar estos cuentos.

Lo que me propongo es ofrecer unos pocos comentarios que, espero, arrojen algo de luz sobre la génesis de los relatos y el tema que subyace en muchos de ellos.

Siempre he creído que un examen lo bastante atento del conjunto de obras de un autor de ficción permite trazar un perfil de su estado psicológico, si no de cada uno de los pasos de su camino creativo, sí de la mayoría.

Estoy seguro de que esta opinión no es ni profunda ni innovadora. Sin embargo, como nunca la he aplicado a mi propio trabajo y dado que la compra de este libro es señal de que usted, el lector, tiene interés en mi obra, puede que acercarse a los relatos aquí recogidos desde el punto de vista de su origen psicológico le invite a pensar. Con esto en mente, he dispuesto que los cuentos aparezcan en orden cronológico; así puedo comentar mi estado de ánimo en cada fase de ese camino creativo, que tuvo lugar entre los años 1950 y 1970.

Un periodo creativo de veinte años reducido al trasfondo psicológico de mi producción de relatos de fantasía y ciencia ficción. Si esto fuera una tesis, esa sería la premisa.

Espero que al menos resulte ser algo divertida.

Ha pasado ya una larga década desde que se publicó mi último cuento. Todos esos relatos parecen delimitar una fase muy concreta de mi carrera, fase cuya existencia puede haberse debido a motivos distintos de los psicológicos, por supuesto.

1. Estaba empezando a escribir y el cuento era un formato más asequible a mis habilidades. Había asistido a clases de escritura de relatos en la universidad y me sentía más cómodo en aquel formato que en cualquier otro. (No es que crea, en modo alguno, que lo conquisté en un par de décadas y luego pase a cosas más grandes; el cuento corto es algo mucho más exigente que eso. No, simplemente estuve escribiendo relatos de fantasía y ciencia ficción durante veinte años y luego lo dejé).

2. Terminé los estudios en la época en que florecieron las revistas de fantasía y ciencia ficción. Por consiguiente, existía un mercado para ese tipo de historias. Como además era un lector ávido de fantasía desde pequeño, la combinación de gusto y deseo de publicar resultó determinante.

Lo que quiero decir es que escribir cuentos de fantasía y ciencia ficción con la intención de publicarlos responde también a causas que no son de naturaleza estrictamente psicológica. No quiero que parezca que a la hora de escribir esta clase de historias solo pensaba en satisfacer mis propios impulsos.

Lo cierto es que, de hecho, además de los impulsos internos, había otros factores que me empujaban a escribir esta clase de cuentos, pero por aquel entonces no lo sabía. Y no era consciente de que el formato constituía un terreno fértil en el que plantar las semillas de esos impulsos. Este libro, podríamos decir, es la cosecha de aquel periodo agrícola, circa 1950-1970.

Más o menos desde 1970 no he vuelto a sentir el menor deseo de escribir relatos cortos. No sé muy bien por qué. Teniendo en cuenta la motivación subyacente que me impulsaba a escribirlos, lo único que puedo aventurar es que tenía algo que sacarme de dentro. Mediante ese formato, quiero decir. Estoy casi seguro de que ese impulso existe todavía, pero en una forma narrativa distinta, espero que más madura. Es más, sigue apareciendo en otros espacios creativos, con otras estrategias creativas. Hablaré de ello más adelante.

Cuando la obra de ficción de un autor es abiertamente autobiográfica (por ejemplo, la de Thomas Wolfe), es evidente que resulta menos laborioso localizar las raíces de los temas de los que trata.

Sin embargo, cuando el escritor se mueve en un territorio de ficción aparentemente tan lejano de la expresión autobiográfica como la fantasía y la ciencia ficción, las raíces quedan más ocultas. En cualquier caso, creo que esas raíces pueden descubrirse; lleva un poco más de trabajo localizarlas, pero nada más.

Con la imprescindible ayuda de un psiquiatra competente podría repasar los cuentos de esta colección y entresacar de cada uno el motivo subyacente que me impulsó a escribirlo y lo que revela de mi personalidad de aquel momento. Haré algo parecido hasta cierto punto, pues analizar en detalle todos y cada uno de los relatos sería demasiado laborioso y repetitivo, ya que examinaríamos los mismos puntos una y otra vez y, a la larga, sería contraproducente. Así que me limitaré a presentar un bosquejo general con algunos ejemplos concretos. La intención no es estudiar los árboles en particular, sino el bosque en general.

Desde el punto de vista de la psiquiatría, la paranoia es un trastorno mental que se caracteriza por delirios sistemáticos y por la proyección de conflictos internos en una supuesta hostilidad por parte de los demás.

Es una descripción esquemática y precisa del grueso de mi trabajo en estos cuentos.

Con toda justicia (aunque con escasa visión comercial) podría haber titulado el volumen Delirios sistemáticos, pues es lo que son en definitiva.

¿Proyección de conflictos internos? Desde luego.

¿Atribución a una supuesta hostilidad de los demás? Sin lugar a dudas.

Y aún diría más: también una supuesta hostilidad de los objetos. Con esto, el dibujo se completa.

La paranoia, de nuevo según la psiquiatría, puede permanecer latente durante años sin que provoque molestias conscientes. Como me ocurrió a mí. No estoy seguro de en qué momento de mi vida empezó a aflorar y a manifestarse en términos creativos. Era relativamente joven, creo.

Permítaseme señalar que no estoy diciendo que, desde el punto de vista clínico, debería llevar una camisa de fuerza. Cuando mis hijos empezaron a llamarme don Paranoias no era con miedo y desconfianza, sino como una broma cariñosa. Cargaba más con un exceso de precaución que con el miedo de que mi vida pudiera convertirse en un estado de sitio en cualquier momento.

Aun así, la paranoia (aunque no me incapacitaba) era innegable y afloraba en mis relatos una y otra vez.

El escritor y antólogo francés Daniel Riche lo expresó en 1980 en una frase que abría la introducción de una antología que preparó de mi obra, Le maitre mot est angoisse. El título de la introducción de Riche era “Itinerarios de la angustia” (“Itinéraires de l’angoisse”). Me parece una descripción muy acertada de la paranoia literaria. Después de leerla —o mejor dicho, de que me la leyeran— estuve deprimido durante semanas, porque en aquella época todavía no había asimilado el concepto; a grandes rasgos, sí, pero no en detalle.

Creo que por fin lo he conseguido. De ahí esta introducción.

Provengo de una familia de inmigrantes. Mi padre y mi madre llegaron (cada uno por su lado) a este país desde Noruega en los albores del siglo.

Qué mejor trasfondo para alimentar puntos de vista paranoicos.

Tomemos, por ejemplo, a mi madre. Al principio de la adolescencia aterrizó en una tierra nueva y extraña donde no conocía el idioma ni las costumbres. Se había quedado huérfana a los diez años y la había criado un hermano mayor. Insegura y asustada, se encontró de pronto en un entorno ajeno. ¿Qué tiene de raro que se encerrara en sí misma para buscar refugio y que viera todo tipo de amenazas a su seguridad en el exterior? ¿Qué tiene de extraño que pusiera todo su empeño en mantener una sólida unidad familiar contra las amenazas externas? ¿Y que, de manera inconsciente, fomentara el desconocimiento de ese mundo exterior y sembrara el recelo y la sospecha de él, así como una aprensión creciente? ¿Y que se casara con otro inmigrante y construyera un núcleo familiar cerrado? ¿Y que, a modo de refugio nuclear definitivo, acabara abrazando la religión?

Eso, por lo que se refiere a mi madre. Mi padre se cobijó de aquel mundo extraño en el alcohol, que le servía para apaciguar los nervios y adormecer los miedos y las preocupaciones. Hubo más hombres en mi familia que usaron la misma vía de escape, pero ese camino conducía, tarde o temprano, a la muerte.

Ese fue el entorno en el que nací. Una familia muy unida sin amigos externos. La forma de protegerse de las amenazas consistía en encerrarse y aislarse, evitar el exterior y negarlo. A diferencia de tantos varones de mi familia, no me he dado nunca a la bebida, pero podría haber caído perfectamente. Tampoco busqué refugio en la religión, aunque hay quien lo pondría en duda porque suscribo ciertas convicciones metafísicas muy firmes, por mucho que no estén orientadas a ningún tipo de práctica.

La cuestión es la siguiente. Al criarme en un entorno familiar tan cerrado, y ante la amenaza que representaba para mí el mundo exterior, encontré mi vía de escape en la escritura. En lugar de empaparme de alcohol, me empapaba de historias; me volví adicto a la ficción. En lugar de volcarme en la religión, me volqué en la fantasía. En sentido freudiano, mi escapismo se manifestaba en la fantasía en sí; era una reestructuración del mundo para hacerlo más llevadero. La creación de un mundo imaginario en el que podía encontrar soluciones para mis problemas. Un campo de batalla terapéutico en el que podía enfrentarme a mis enemigos (mis miedos) y manejarlos de una forma relativamente segura y socialmente aceptable.

De esta manera fui capaz de evitar que la paranoia dañara mi vida personal: liberándola, con estallidos controlados, en mis relatos; dotando de existencia un ámbito complejo de fantasías, la mayoría de ellas alimentadas por miedos, y después aislándolas de mi mundo interior. Para establecer un símil: había demasiado vapor en la olla, pero descubrí una válvula por la que podía dejarlo escapar; en lugar de estallar, la olla prevaleció.

El tema recurrente de toda mi obra, y por supuesto de esta recopilación de relatos, es el siguiente: el individuo aislado que trata de sobrevivir en un mundo amenazador.

Es curioso que cientos de miles de palabras puedan reducirse a esa sola frase. No obstante, salvo obvias excepciones, es así.

Es muy significativo que el primer cuento que vendí, el primero que se publicó con mi nombre, fuera una auténtica, aunque pequeña, explosión de paranoia, el epítome de mi tema recurrente: “Nacido de hombre y mujer”. El hecho de que se presente en términos infantiles, casi primitivos, pone aún más de relevancia las raíces expuestas del tema: un individuo aislado que trata de sobrevivir en un mundo amenazador.

Supongo que es buena señal que, desde que empecé a escribir relatos, el intento de sobrevivir sea parte esencial del tema recurrente. Sea cual sea la tribulación del protagonista —(predeciblemente) un varón de cualquier edad—, sea cual sea la causa de que no encaje o de que lo atormenten fuerzas externas, siempre intenta sobrevivir. El protagonista de “El tercero desde el sol” (mi segundo cuento publicado) intenta sobrevivir y ayudar a sobrevivir a su familia. El protagonista de “Cuando duerme el que vela” (mi tercer cuento publicado), también, aunque en este caso de forma involuntaria y con la ayuda de un mecanismo de supervivencia más grande: la propia sociedad.

Los intentos de supervivencia pocas veces tienen éxito, claro; ahí es donde se muestra mi escepticismo inicial. La mayoría de las veces, la amenaza externa vence al individuo aislado por mucho que este intente sobrevivir (“El vestido de seda blanca”, “Hijo de sangre”, “Por los canales”, “Querida, cuando estás cerca de mí”). El apogeo de estos escapes paranoicos tempranos seguramente sea “Legión de conspiradores”. ¿Hay algún título que refleje mejor la perspectiva paranoica? De todas formas, el intento de sobrevivir siempre ha estado presente, lo cual me reconforta. Está bien saber que don Paranoias tenía una faceta optimista desde el principio de su actividad creativa.

¿Cómo se manifiesta ese tema recurrente en mis relatos? ¿Qué partes son un reflejo directo de mi propia vida?

No es muy difícil responder. Algunos de mis primeros cuentos, por ejemplo (“Casa de locos”, “Desaparición”, “Un castigo proporcionado”), reflejaban prejuicios evidentes contra el matrimonio. Se debía, sin duda, a que aún no había cruzado la frontera de ese estado y, con mi sustrato paranoico (y añadamos unos padres separados a todo lo demás), veía esa institución externa como una amenaza.

Mi visión del matrimonio es diáfana en aquellos primeros cuentos. Me provocaba miedo e inseguridad. En los relatos recopilados aquí, al igual que en otros escritos durante el mismo periodo pero nunca publicados, mostraba que la idea del matrimonio me provocaba desasosiego; creía que era una trampa que destruiría mi capacidad creativa. No veía en él mucho más que acritud y amargura, sentimientos que conducen, en el caso de un par de relatos, a la aniquilación literal de las personas que rodean al protagonista (“Desaparición”) y a la autodestrucción psicocinética provocada por la rabia y el resentimiento que resultan de un matrimonio frustrado (“Casa de locos”).

En cuanto a mi conocimiento de los niños en aquella época, sabía poca cosa de ellos, si es que sabía algo. En el caso de “Nacido de hombre y mujer”, esa ignorancia fue una bendición, ya que el cuento ha obtenido el tratamiento de clásico y fue el que me dio a conocer con cierta notoriedad en el campo de la fantasía y la ciencia ficción. Ahora, como padre de hijos ya crecidos, si se me ocurriese una historia semejante, ni se me pasaría por la cabeza escribirla, pues no le vería la lógica por ningún lado. A los veintitrés años, sin embargo, desprovisto de experiencia como padre, me lancé de cabeza. ¡Viva, a veces, la ingenua inmadurez!

Por aquel entonces podía concebir el amor parental bastante bien (“El último día”, “La prueba”) porque lo había visto en mi propia madre, pero aún me quedaba lejos experimentar en mí mismo la abnegación del amor marital y paternal. Era un soltero inseguro y poco más.

Más tarde, cuando descubrí que el matrimonio no era una amenaza tan devastadora como imaginaba, mi actitud se suavizó un poco (“Regreso”, “Intruso”, “Servicio de difuntos”, “El ser”). Las circunstancias a las que se veían abocados estos matrimonios un poco mejor avenidos seguían siendo paranoicas, pero, al menos, dentro de los límites de las situaciones terroríficas, el marido y la mujer se llevaban bien.

(Añado brevemente que, en 1951, después de dejar mi familia nuclear de Nueva York y trasladarme a California, me apresuré a formar una nueva familia nuclear en la que refugiarme del horrible mundo exterior, tal como habían hecho mis padres).

En ese periodo, mis relatos estaban imbuidos de una profunda inquietud, de miedo a lo desconocido, a un mundo complicado en exceso que esperaba muchísimo de los individuos varones, expresada a veces de forma humorística (“El hombre es lo que viste”, “El anuncio de la SRL”, “La boda”) y más a menudo de forma sombría (“Casa de locos”, “Intruso”, “Un bloque espacioso”, “El último día”). «Nos acechan multitud de peligros», dice el protagonista masculino de “La boda”. Sigo convencido de ello.

Añadamos a todo esto otro aspecto de mi paranoia recurrente: los demás son incapaces de comprender al protagonista masculino, no le hacen caso y lo consideran (e incluso insisten en ello) víctima de la ignorancia, la estupidez, los tópicos o fuerzas desbocadas (“Regreso”, “Casa de locos”, “Legión de conspiradores”, “La prueba”). Que en ocasiones haya enfatizado la posibilidad de que el protagonista masculino pueda ser en parte responsable de sus problemas —que el enemigo real sea su propia mente— no altera el hecho de que acabe amenazado por fuerzas externas reales; o, parafraseando el viejo dicho, que sea paranoico no quiere decir que no lo persiga nadie.

Así que me enfrenté a mis miedos más íntimos, el temor ante lo desconocido, y alivié la angustia proyectándola sobre los personajes de los relatos. Incluso los objetos podían servir para representar amenazas externas: la ropa en “El hombre es lo que viste”; los objetos de la casa en “Casa de locos”, el televisor en “Por los canales”, la cama en “Paja mojada”. El mundo es un lugar aterrador, estaba diciendo en mis relatos. Si lo hubiera dicho en voz alta, en la vida real, solo habría cosechado miradas suspicaces, pero al decirlo en forma de cuentos fantásticos no solo se aceptaba, sino que hasta se recompensaba. El mundo amenazador de ahí fuera empezó a darme palmaditas en mi paranoica espalda y a decirme: «Lo has hecho muy bien. Toma, ten un poco de dinero por las molestias».

Qué resultado psicológico tan extraordinario. El mismo mundo causante de mi paranoia encajaba mis veladas acusaciones de que era una amenaza, las aceptaba, les otorgaba valor y, apenas podía creerlo, me permitía mantener a mi mujer y a cuatro hijos, todo gracias al proceso de expurgar mis miedos. El mundo no me exigía que cambiara de opinión sobre él y le dirigiera una mirada más sensata; solo me pedía que lo entretuviera convirtiendo mis temores en historias de fantasía y ciencia ficción. Mi paranoia se había convertido en legítima y, ¡oh, maravilla!, había adquirido valor comercial.

Cuando sucedió todo eso, ni se me ocurrió pensar que no solo estaba exteriorizando mis propios miedos, sino también los de los lectores. Que los temores que presentaba tuvieran lugar en el ámbito del barrio los hacía más accesibles, y los lectores me recompensaban por ayudarlos, desde otro ángulo, a enfrentarse con sus propios miedos.

El matrimonio, la paternidad y la madurez no eliminaron para nada mi tema recurrente con el paso de los años. La paranoia siguió activa y, si bien adoptó otras formas, su esencia permaneció inmutable.

Resulta llamativo (al menos para mí) que, después de casarme, no volviera a escribir cuentos en los que la creatividad del escritor corriera peligro por culpa del matrimonio ni sobre hombres casados que agobiados por las exigencias del matrimonio reaccionaran mal. (Tal vez cometiera un pequeño desliz en “Una visita a Papá Noel”, pero en realidad me inspiré más en una historia aparecida en la prensa que en una situación personal). Era evidente que incluso don Paranoias veía que el matrimonio, al menos con la mujer con la que me casé, no era tan nefasto como lo había imaginado. A partir de 1952, el año de mi boda, las visiones paranoicas pasaron a ser, como ya he dicho, amenazas externas que acechaban a parejas felizmente casadas (“El ser”, “La prueba”, “Descenso”, “De libro”, “Al borde”, “Plazo límite”, “Grillos”, “Un trago de agua”). El individuo ya no está solo ante un mundo amenazador; lo están el individuo y su mujer, y, más tarde, también sus hijos.

Aparecieron variaciones ocasionales, añadidas al tema recurrente. Variaciones que, de hecho, podrían no ser pura paranoia o que, si lo eran, las compartía tanta gente que no las calificaríamos como tales, pese a que el miedo del que tratan participa tanto de amenazas externas como internas.

Es, en resumen, el miedo a no vivir una vida plena debido a las responsabilidades y a no tener voluntad suficiente para actuar de otra manera; miedo a que la vida pase y vayan acumulándose penas, remordimientos y deseos de recuperar algo perdido. Aunque más tarde desarrollé todo esto con claridad en la novela En algún lugar del tiempo, ya estaba presente en relatos como “Viejas fantasmagorías”, “Hombraje” y “Botón, botón”.

De todas formas, aunque el tema recurrente se suavizó, siguió claramente presente en la mayoría de mis cuentos. En unos, la amenaza exterior es obvia, y el intento de supervivencia, evidentemente necesario (“La prueba”, “Cuando se apaga el día”, “La danza de los muertos”, “Descenso”, “Patrón de supervivencia” —otro título que lo clava—, “Acero”, “Terror espantoso”, “Grillos”, “Mudo”, “Tiempo de almíbar y gelatina”, “Se cierra el círculo”… Muchos de estos relatos están motivados por el miedo manifiesto al holocausto nuclear). En otros, la amenaza exterior está teñida de causas internas y los motivos de intentar salvarse son menos claros (“Conferencia telefónica”, “La nave de la muerte”, “Paja mojada”, “Eclosión de rameras”, “El hombre de las vacaciones”, “Hombraje”, “La apariencia de Julie”, “Onda expansiva”, “Pesadilla a veinte mil pies”, “La presa”, “Botón, botón”).

Aun así, el tema recurrente fundamental permaneció intacto: algo o alguien que va a por el protagonista, que está solo o acompañado, generalmente por un familiar cercano (“La casa Carnicero”, “Los desheredados”, “El niño curioso”, “El funeral”, “De libro”, “Miss Stardust”, “Los hijos de Noé”, “Primer aniversario”, “Deus ex machina”).

El último cuento de la colección, el último cuento importante que publiqué, “Duelo”, es una paranoia de lo más personal que pueda imaginarse. Un conductor de camión, que no llega a aparecer nunca, va a por el protagonista masculino a cualquier precio.

¿En qué punto me encuentro ahora, mientras escribo esto? ¿He cambiado? ¿He mejorado? ¿Me he liberado? ¿Le he quitado hierro al asunto? ¿Es posible que dejara de escribir ese tipo de cuentos porque había superado mis miedos hasta el punto de que ya no sentía esa necesidad? ¿Se apaciguaron mis temores a lo largo de esos veinte años? ¿El chico nuevo del barrio de la angustia, es decir, yo, llegó a sentirse aceptado y, por tanto, lo bastante seguro como para ir tirando sin recrear periódicamente esas fantasías?

Es difícil saberlo.

La última obra de ficción que escribí fue la novela Más allá de los sueños (1978), una historia acerca de la vida después de la muerte. Sería justo definirla como la plasmación definitiva de mi tema recurrente: un intento de supervivencia ante lo que la Biblia llama «el último enemigo al que vencer». Me parece que creo de verdad en la vida después de la muerte, pero no por una resistencia aterrorizada ante el miedo a morir, sino como resultado de reflexiones minuciosas y convicciones basadas en años de lecturas y cavilaciones. Aun así, ¿por qué habrían de creerme cuando digo esto? O ¿por que debería creerme a mí mismo?

Al fin y al cabo, es don Paranoias quien habla.

RICHARD MATHESON

Abril de 1998

Los Ángeles (California)