La danza de los muertos

¡Me pongo a toda pastilla

con mi nena Mota-Rota!

Nos tragamos la autopista

muy juntitos, abrazaditos,

y después nos meteremos

un asalto de los buenos.

asalto m. Juego amoroso promiscuo. Uso aparecido durante la Tercera Guerra Mundial.

Dos focos derraman su luz mantecosa por la autopista. Detrás, un Motor-Rotor descapotable, modelo C, de 1997. Chorros de luz amarilla y brillante. El coche los persigue rugiendo con sus doce cilindros. La noche negra como el carbón se traga todo lo que dejan atrás. El coche acelera. «ST. LOUIS 10».

—¡Voy a volar! —cantaban—. ¡Con una chavala sin par! —cantaban—. No hay otra forma de vivir…

El cuarteto cantor:

Len, 23.

Bud, 24.

Barbara, 20.

Peggy, 18.

Len con Barbara, Bud con Peggy.

Bud, al volante, entrando en las curvas a toda velocidad, subiendo colinas negras pisando hasta el fondo, lanzándose por llanuras silenciosas como una exhalación. Tres pares de pulmones cantaban a voz en grito (un cuarto par, más flojito), compitiendo con el viento que les abofeteaba la cara y les convertía en látigos los mechones de pelo:

Date una vuelta bajo la luz de la luna

y déjame soñar a doscientos por hora.

La aguja temblequea en la marca de doscientos diez por hora, diez kilómetros por encima del límite del coche. ¡Una pendiente brusca! Los cuerpos jóvenes brincan. El viento se lleva tres carcajadas locas que engulle la noche. Una curva, colina arriba, colina abajo, una llanura surcada como una bala de ébano a ras de suelo.

¡En mi coche rotero, motero, flotero!

Vas a flotar en tu Motor-Rotor.

En el asiento trasero:

—¿Un chute, chata?

—Gracias, pero ya me he metido uno después de cenar. —Apartó la jeringa clavada en el cuentagotas.

En el asiento delantero:

—¿En serio? ¿Es la primera vez que vas a Saint Loo?

—Es que he empezado la universidad en septiembre…

—¡Eh, pero si eres una novata!

El asiento trasero se une al delantero:

—¡Eh, novata, métete un revientamúsculos!

Pasaron la jeringa hacia delante. Una gota de jugo ámbar tembló en la punta.

—¡Hay que vivir a tope, niña!

revientamúsculos m. coloq. Dicho del resultado de inyectar una droga en un músculo. Uso aparecido durante la Tercera Guerra Mundial.

Peggy no acierta a sonreír. Retuerce los dedos.

—No, gracias, no me…

—¡Venga, novata! —Len, con la frente blanca y el pelo negro revuelto, echó todo el cuerpo hacia delante. Le puso la jeringa en la cara—. ¡Vive a tope, niña! ¡Métete un reventón!

—No me apetece. Si no te…

—¿Qué pasa, novata? —chilló Len, y arrimó la pierna a la apremiante de Barbara.

Peggy sacudió la cabeza y el pelo dorado le revoloteó sobre las mejillas y los ojos. Bajo el vestido amarillo, bajo el sujetador blanco, bajo el pecho joven, un corazón latía con pesar. «Cuidado con dónde te metes, cariño. Es todo lo que te pedimos. Recuerda que eres todo lo que tenemos en el mundo». Las palabras maternas la martilleaban; la jeringa la hacia recular en el asiento.

—¡Venga, novata!

Al entrar en una curva, los cuerpos se desplazaron y el coche chirrió, y la fuerza centrífuga apretó a Peggy contra la flaca cadera de Bud, que dejó caer la mano y le toqueteó la pierna. Bajo el vestido amarillo, bajo las medias transparentes, se le puso la piel de gallina. Los labios titubearon de nuevo y la sonrisa no fue más que una mueca roja.

—¡Novata, a tope!

—Cierra la boca, Len, y dedícate a pinchar a tus chicas.

—¡Pero tenemos que enseñar a la novata a reventarse!

—¡Te he dicho que cierres la boca! ¡Es mi chica!

El coche negro rugía tratando de alcanzar su propia luz. Peggy sujetó la mano sobona. El viento silbaba y les tiraba del pelo con dedos helados. No le gustaba que le pusiera la mano ahí. Eso sí, le estaba agradecida.

Con ojos un poco asustados, vio como la calzada botaba bajo las ruedas. Detrás un asalto silencioso, un toqueteo tenso, bocas abiertas buscándose. En pos de la dulce evasión a doscientos kilómetros por hora.

—Nena Mota-Rota… —gimió Len entre besos babosos.

En el asiento delantero, el corazón de una muchacha palpitaba deprisa. «ST. LOUIS 6».

—¿De verdad nunca has estado en Saint Loo?

—No…

—Entonces, ¿nunca has visto la danza pirada?

Se le hace un nudo en la garganta.

—No… ¿Eso es… lo que… vamos a…?

—¡Eh, la novata nunca ha visto la danza de los pirados! —chilló Bud a los de atrás.

Separan los labios, se sorben las babas. Una falda se coloca en su sitio con displicencia y circunspección.

—¡Venga ya! —Len disparó las palabras—. ¡Niña, no sabes lo que es la vida!

—¡Oh, tiene que verlo! —añadió Barbara, abotonándose la blusa.

—¡Vamos, pues! —gritó Len—. ¡Vamos a darle marcha a la novata!

—Genial —dijo Bud, y le sobó la pierna—. Nos parece genial, ¿verdad, Peg?

Peggy tragó saliva en la oscuridad y el viento le pegó un brusco tirón de pelo. Había oído hablar de él, había leído sobre él, pero nunca había pensado que…

«Escoge bien a tus amigos de la universidad, cariño. Ten mucho cuidado».

Pero ¿y si habías pasado dos meses sin que nadie te hablase? ¿Y si estabas sola y tenías ganas de hablar y de reír y de sentirte viva? ¿Y si por fin dejabas de ser invisible y te proponían salir?

—¡Popeye el Marino soy! —cantó Bud.

Detrás sonó un júbilo artificial. Bud estaba matriculado en la asignatura Cómics y Dibujos Animados de Antes de la Guerra II. Esa semana tocaba Popeye. Bud se había enamorado del marinero tuerto y les había contado a Barbara y a Len todo lo que veían en clase y les había enseñado los diálogos y las canciones.

—¡Popeye el Marino soy! ¡Nadar con muchachas, tocarles las cachas! ¡Popeye el Marino soy!

Risas. Peggy esbozó apenas una sonrisa. La mano le soltó la pierna cuando el coche chirrió en una curva y se vio arrojada contra la portezuela. El viento helado le apuñalaba los ojos y la obligaba a entrecerrarlos y a echar la cabeza atrás. Ciento ochenta, ciento noventa, doscientos kilómetros por hora. «ST. LOUIS 3».

«Ten mucho cuidado, cariño».

Popeye le guiñó el ojo con malicia.

—¡Ay, Olivia, mi cuchicuchi! —Codazo—. Va, tú eres Olivia.

—No puedo… —dijo Peggy con una sonrisa nerviosa.

—¡Claro que sí!

En el asiento de atrás, Pilón sacó la cabeza para coger aire.

—Estaré encantado de invitarte el martes a la hamburguesa de hoy.

—¡Comiendo espinacas mis puños machacan, y a todos podré vencer! —bramaron tres potentes voces, y otra más débil, contra el aullido del viento—. ¡Popeye el Marino soy! ¡Pi, piii!

—Soy lo que soy —repitió Popeye, serio, y puso la mano en la falda amarilla de Olivia. Detrás, los otros dos miembros del cuarteto reanudaron su asalto.

«ST. LOUIS 1». El coche negro rugió por los suburbios sumidos en la oscuridad.

—¡A por las caretas! —canturreó Bud.

Cada uno cogió su mascarilla de plástico y se la puso.

¡Pillar bacis seria una calamidad!

¡Ponte la careta si vas a la ciudad!

bacis m. coloq. Bacterias anticiviles. Uso aparecido durante la Tercera Guerra Mundial.

—¡Ya verás como te gusta la danza pirada! —le gritó Bud a Peggy por encima del estruendo del viento—. ¡Es una pasada!

Peggy sintió un frío distinto al de la noche y el viento. «Recuerda, cariño, que hoy en día pasan cosas horribles en el mundo. Cosas que debes evitar».

—¿Y no podríamos ir a otro sitio? —preguntó Peggy, aunque nadie la oyó.

—¡Nadar con muchachas, tocarles las cachas! —oyó cantar a Bud, y volvió a notar su mano en la pierna, mientras detrás reinaba el silencio de un magreo apasionado sin besos.

«La danza de los muertos». Las palabras caían como gotas heladas en el cráneo de Peggy.

«ST. LOUIS».

El coche negro surcó las ruinas.

Era un lugar de humo y placeres descarados. Saturaban el aire los gemidos de los juerguistas y una banda de metales lanzaba una nube de música, música de 1997, un guirigay frenético de disonancias. La gente se apretujaba en la pequeña pista de baile cuadrada, restregando los cuerpos palpitantes entre sí. Una red de estallidos atravesaba la masa que formaban. Eran ellos, que cantaban:

¡Pégame! ¡Quémame! ¡Abrázame! ¡Asfíxiame!

¡Dame placer, desángrame con pasión!

¡Viólame todas las noches, por favor!

¡Amor, amor, amor, a lo… bestia!

Los elementos que estallaban no salían de los límites del baile; no se fragmentaban entre estremecimientos. «¡Oh, a lo bestia, bestia, bestia, bestia, bestia!».

—¿Qué te parece, eh, Olivita bonita? —preguntó Popeye a su ojito derecho mientras se abrían paso detrás del camarero—. ¿A que no hay nada parecido en Sykesville?

Peggy sonrió, pero no notaba la mano que Bud le cogía. Al pasar junto a una mesa en penumbra, una mano que no vio le tocó la pierna. Se apartó sobresaltada y se golpeó con una dura rodilla, al otro lado del pasillo estrecho. Mientras avanzaba a trompicones por la sala cargada y sofocante, sintió cómo una docena de ojos la desnudaban y la violaban. Bud tiró de ella y los labios le temblaron.

—¡Eh, de lujo! —exclamó Bud mientras se sentaban—. ¡Justo al lado del escenario!

El camarero emergió de la niebla de humo y esperó lápiz en ristre.

—¿Qué va a ser? —La pregunta logró imponerse sobre la algarabía.

—¡Un whisky con agua! —respondieron Bud y Len al mismo tiempo. Luego se dirigieron a sus chicas—: ¿Qué va a ser? —La pregunta del camarero salió de sus labios como un eco.

—¡Una ciénaga verde! —dijo Barbara.

—¡Una ciénaga verde por aquí! —transmitió Len. Ginebra, sangre invasora (ron de 1997), lima, azúcar, unas gotas de menta y hielo picado. La bebida de las universitarias.

—¿Y tú, preciosa? —le preguntó Bud a su chica.

—Pues… un ginger ale —respondió Peggy con una sonrisa. Su voz fue como un aleteo delicado en el fragor y el humo denso.

—¿Qué? —preguntó Bud.

—¿Qué ha dicho? ¡No la he oído! —gritó el camarero.

—Un ginger ale.

—¿Qué?

—¡Un ginger ale!

—¡Un ginger ale! —chilló Len, y el percusionista casi lo oyó desde el otro lado de la furiosa cortina de ruido que producía la banda. Len pegó un puñetazo en la mesa—. ¡Un, dos, tres!

TODOS:

Ginger Ale solo tenía doce años,

iba a la iglesia y era más buena que el pan,

hasta el día que…

—¡Venga, venga! —los apremió el camarero—. ¡Pedid ya, chicos! ¡Tengo trabajo!

—¡Dos whiskies con agua y dos ciénagas verdes! —canturreó Len, y el camarero desapareció engullido por los remolinos de niebla demente.

Peggy notó los latidos acelerados e indefensos de su joven corazón. «Sobre todo, no bebas cuando salgas con un chico. Prométenoslo, cariño, tienes que prometérnoslo». Apartó las instrucciones grabadas a fuego en su cerebro.

—¿Qué? ¿Te gusta este sitio, preciosa? Es pirado total, ¿eh? —Un Bud colorado y feliz le disparó la pregunta a bocajarro.

pirado adj. Alter. común de P.R.D.

Peggy le dirigió una sonrisa nerviosa y educada. Dejó vagar los ojos por la sala, inclinó la cara y se encontró mirando el escenario. Pirado. La palabra se le clavó en la mente como un bisturí. Pirado, pirado.

El escenario estaba cuatro metros y medio al fondo de una tarima semicircular de madera, rodeada de una barandilla que llegaba hasta la cintura y rematada en cada extremo por un foco de color violeta claro, apagado. Violeta sobre blanco… Otro pensamiento se presentó. «Cariño, ¿es que la Escuela de Empresariales de Sykesville no es lo bastante buena?». «¡No! No quiero estudiar empresariales; ¡quiero titularme en arte en la universidad!».

Llegaron las bebidas. Peggy vio como el brazo sin cuerpo del camarero le dejaba un vaso alto y verde. Presto! El brazo desapareció. Escudriñó las turbias profundidades de la ciénaga verde y vio el hielo picado flotando.

—¡Un brindis! ¡Arriba ese vaso, Peg! —exclamó Bud.

Entrechocaron los vasos.

—¡Por la lujuria primordial! —brindó Bud.

—¡Por el descontrol de las camas! —añadió Len.

—¡Por la locura de la carne! —contribuyó Barbara.

Los seis ojos se clavaron en Peggy, expectantes. No lo entendió.

—¡Termina! —le dijo Bud, irritado por lo muermos que eran los de primero.

—Por… no… nosotros… —titubeó.

—Huy, qué original… —se burló Barbara.

Peggy sintió que se le encendían las tersas mejillas, pero los tres Jóvenes Americanos en cuyas Manos está el Futuro no se dieron cuenta, ocupados como estaban en vaciar el vaso con ansia. Peggy sostuvo el suyo entre los dedos con la sonrisa congelada en unos labios que solo podrían sonreír con ayuda.

—¡Venga, bebe, niña! —le gritó Bud desde la inmensa distancia de dos palmos—. ¡De un trago!

—A tope, niña —dijo Len en abstracto, mientras buscaba de nuevo la pierna suave, y debajo de la mesa la encontró.

Peggy no quería beber, tenía miedo de beber. Las palabras de su madre seguían martilleándola: «Nunca cuando salgas con un chico, cielo, nunca». Levantó un poco el vaso.

—¡El tito Buddy te ayuda!

El tito Buddy que se acerca, rodeado de un halo de vapores etílicos. El tito Buddy que empuja el vaso helado a los labios jóvenes y temblorosos.

—¡Venga, Olivita bonita! ¡Hasta el fondo!

Se atragantó, y gotitas de ciénaga verde le salpicaron la pechera del vestido. El líquido ardiente le llegó al estómago y le mandó llamaradas de fuego por las venas.

¡Bam, pam, chas, plaf, bum! El percusionista le dio el golpe de gracia a lo que en tiempos había sido un vals romántico. Se apagaron las luces. Peggy tosía y lagrimeaba por la bruma del antro.

Sintió que la mano de Bud le agarraba el hombro con fuerza y tiraba de ella, sintió que perdía el equilibrio en la oscuridad, sintió la boca caliente y húmeda de Bud apretada contra la suya. Se libró de él con brusquedad, se encendieron los focos violeta, y un Bud con la cara a manchas se echó hacia atrás.

—Yo siempre lucho hasta el final —masculló mientras echaba mano de su vaso.

—¡Eh! ¡Que salga el pirado! —exclamó Len, impaciente, abandonando la exploración.

A Peggy el corazón le dio un vuelco y creyó que iba a ponerse a gritar y a salir corriendo por la sala oscura y llena de humo, pero una mano de estudiante de segundo la ancló a la silla. Peggy levantó la cara pálida y aterrorizada, y miro al escenario. Un hombre salió y se puso frente al micrófono qué había bajado desde el techo hasta su altura como una araña metálica.

—Señoras y señores, un momento de atención, por favor —empezó el tipo de voz sepulcral y cara lúgubre, cuyos ojos se movían sobre el público como las alas de la muerte.

Peggy tenía la respiración agitada. Notaba como los rayos ardientes de ciénaga verde le atravesaban el pecho y el estómago, y parpadeó mareada. «Madre». La palabra se le escapó de las células de la mente y emergió temblorosa y libre a la consciencia. «Madre, llévame a casa».

—Como saben, el espectáculo que están a punto de ver no es apto para personas sensibles y delicadas ni para pobres de espíritu —El tipo se recreaba en las palabras como una vaca en un lodazal—. Tengo la obligación de advertirles: aquellos de ustedes que no tengan la entereza necesaria, márchense ahora. No nos responsabilizamos de nada. Ni siquiera podemos permitimos un médico.

Nadie se rió.

—Corta el rollo y lárgate del escenario —gruñó Len para sí.

Peggy se retorcía los dedos.

—Como saben —prosiguió el presentador, con la voz impregnada de sonoridad estudiada—, no se trata de una exhibición meramente sensacionalista, sino de una genuina demostración científica.

—¡El piro del pirado! —Bud y Len soltaron la frase como la reacción inconsciente de dos perros que salivan al oír un timbre.

Era una réplica tan automática y tan establecida como las respuestas a las preguntas del catecismo. Un vacío en la ley de la posguerra permitía los espectáculos de P. R. D. si los precedía un discurso de presentación que los calificara de exhibición científica. Sin embargo, esa laguna había propiciado tantos abusos de la ley que a casi nadie le importaba ya. El débil Gobierno podía darse por satisfecho si era capaz de evitar alguna infracción de la ley.

Cuando los gritos y los abucheos se perdieron entre el humo, el tipo levantó los brazos como un párroco paciente dando la bendición y reanudó el discurso.

Peggy observó los movimientos estudiados de sus labios. El corazón se le expandía y se le contraía con latidos lentos e irregulares. Un frío glacial le subía por las piernas y le trepaba hacia los hilos de fuego del Abdomen. Manoseó el vaso helado y húmedo. «Quiero irme. Llévame a casa, por Favor». Las palabras, carentes de voluntad, regresaron a su cabeza.

—Señoras y señores —concluyó el tipo—, prepárense. —El sonido hueco y vibrante de un gong invadió la sala, y el hombre dijo pausadamente, con voz más grave—: ¡El programa de R.D.!

Hombre y micrófono desaparecieron. Empezó la música, un quejido de metales con sordina. Las «tinieblas palpables», tal como las concebía un músico de jazz, al ritmo creciente de un tambor sordo. La melancolía de un saxofón, la amenaza de un trombón, el lamento contenido de una trompeta rasgaron el aire con su estridencia.

Un escalofrío le recorrió la espalda a Peggy, que de inmediato bajó la vista a la blancura opaca de la mesa. El humo y la oscuridad, el calor y la disonancia la envolvían.

Sin querer, obedeciendo a un impulso provocado por el temor, cogió el vaso y bebió. El líquido helado le recorrió la garganta y le envió un nuevo escalofrío por todo el cuerpo. Más fogonazos de alcohol le brotaron en las venas y se le entumecieron las sienes. Por la boca abierta exhaló un suspiro forzado y tembloroso.

En la sala empezaron a oírse murmullos impacientes, que sonaban como un sauce mecido por el viento. Peggy no se atrevía a dirigir la vista al escenario silencioso y violeta. Siguió con los ojos clavados en los destellos cambiantes de su vaso, notando como se le encogía el estómago, sintiendo los latidos sordos de su corazón. «Quiero irme. Por favor, vámonos».

La música alcanzó un clímax estridente y disonante, en el que los metales forcejeaban en vano por conseguir la unidad.

Una mano acarició a Peggy en la pierna; era la de Popeye el Marino.

—Olivita, eres mi niña bonita —murmuró con voz de gallina pepitosa.

Peggy apenas lo oyó ni notó la caricia. Como un autómata levantó el vaso frío y húmedo, y volvió a sentir el frescor en la garganta y la red de llamaradas por el cuerpo.

¡Ras!

El telón se abrió con tanto ímpetu que casi dejó caer el vaso. Lo soltó en la mesa de un golpe, y el agua cenagosa rebasó el borde y le mojó la mano. La música estalló en una metralla de sonidos hirientes. Peggy dio un respingo. Se retorció las manos sobre el mantel, blancas sobre blanco, mientras las implacables garras de la curiosidad la obligaban a volver los ojos hacia el escenario.

La música se retiró sobre una estela espumosa de redobles de tambor.

El antro se convirtió en una cripta donde todos contenían las palabras y la respiración.

En la luz violeta del escenario flotaban telarañas de humo.

No se oía nada en absoluto, salvo el redoble amortiguado del tambor.

Peggy estaba fundida con la silla. El cuerpo que le rodeaba el corazón desbocado se le convirtió en piedra cuando, a través de la neblina ondulante de humo y alcohol, miró horrorizada al escenario.

Había sido una mujer.

Tenía el pelo negro, una maraña de ébano que enmarcaba la máscara de sebo que era la cara, y los ojos cerrados, perfilados de negro; los párpados eran blancos y finos como el marfil. La boca, apenas una línea sin labios, parecía una herida coagulada de arma blanca. El cuello, los hombros y los brazos, muy blancos, permanecían estáticos. Al final de los puños del vestido verde transparente que llevaba le colgaban unas manos de alabastro.

Los focos bañaban la estatua de mármol con destellos violetas.

Peggy, aún paralizada y con las manos en el regazo enlazadas en un nudo exangüe, observó aquellas facciones inertes. El ritmo de los tambores que invadía el aire le llenaba el cuerpo y le alteraba los latidos del corazón.

—Amo a mi esposa, pero, ¡ay, tú!, ese cadáver… —oyó murmurar a Len detrás de ella, en el vacío negro, y las consiguientes risitas ahogadas de Bud y Barbara. Pero ella seguía invadida por el frío creciente, como una marea muda y amenazadora.

Alguien carraspeó nervioso en la niebla oscura y un murmullo de alivio recorrió el público.

Ningún movimiento en el escenario, ningún sonido, nada más allá de la perezosa cadencia del tambor, que martilleaba el silencio como si llamaran a una puerta muy lejana. El destilado corría por las venas obstruidas por coágulos de aquella cosa pálida y rígida, una víctima anónima de la plaga.

Los redobles del tambor se aceleraron como el pulso de un cuerpo presa del pánico. Peggy sintió que la engullía el frío glacial. Un nudo le inmovilizaba la garganta y respiraba entrecortadamente con la boca abierta.

El párpado del pirado tembló.

Un silencio tenso, negro y repentino se apoderó de la sala. A Peggy se le corto la respiración cuando vio a aquella cosa abrir los ojos. Un crujido resonó en el silencio y ella se apretó contra el respaldo de forma inconsciente. Abrió los ojos como platos, sin parpadear, absorbiendo la visión de la cosa que había sido una mujer.

La música irrumpió de nuevo, un quejido con voz metálica que rasgó la oscuridad, como un animal de cuernos fundidos que maullara su locura en un callejón a medianoche.

De pronto, al pirado se le contrajeron los tendones del brazo derecho y sufrió un espasmo. Con idéntico movimiento, el brazo izquierdo salió despedido hacia delante, cayó inerte y le golpeó el muslo. El brazo derecho salió disparado, luego el izquierdo, el derecho, el izquierdo, el derecho, el izquierdo, el derecho, cual marioneta manejada por manos inexpertas.

La música siguió ese ritmo. Las escobillas arañaban el tambor al compás de las convulsiones de los músculos del pirado. Peggy se apretó aún más contra la silla. Tenía el cuerpo insensible y helado, y la iluminación mostraba su cara, al borde del escenario, como una máscara blanca y atónita.

Entonces, el pirado movió el pie derecho. Lo levantó, rígido, cuando el destilado le contrajo los músculos de la pierna. Una segunda contracción y después una tercera le provocaron una sacudida; la pierna izquierda dio una patada, víctima de un espasmo violento, y el cuerpo de la mujer se abalanzó hacia delante, tieso, pegándose a la seda transparente y convirtiéndose en un bulto de luces y sombras.

Peggy oyó el siseo aspirado de Bud y Len, con los dientes apretados, y una ola de náusea le salpicó de bilis las paredes del estómago. Ante sus ojos, el escenario se onduló de súbito con un brillo acuoso y le pareció que el pirado convulso se dirigía directamente hacia ella.

Jadeando, mareada y horrorizada, se apretó contra la silla, incapaz de apartar los ojos de aquella cara, que había empezado a crisparse.

Vio como la boca se le convertía en una cavidad profunda y luego en una cicatriz retorcida que se abría en forma de herida. Vio como arrugaba la nariz, como se le contraían las mejillas bajo la piel de marfil, como le aparecían y le desaparecían arrugas en la frente violácea. Vio como guiñaba un ojo monstruoso y oyó el jadeo de la risa sobresaltada en la sala.

Mientras la música estallaba en un acceso de notas estridentes, los brazos y las piernas de la mujer seguían sufriendo espasmos que la arrojaban de un lado a otro del escenario violeta como una muñeca de trapo de tamaño natural a la que hubieran infundido vida espástica.

Era una pesadilla de la que no podía despertar. Incapaz de dominar el miedo, Peggy se estremeció mientras observaba los brincos y contorsiones de la del pirado. La sangre de la mano se le heló; la vida había abandonado todo su cuerpo, excepto el corazón, que latía vacilante. Con dos esferas de hielo por ojos, miraba a la mujer de piel blanca y flácida que se sacudía bajo la seda.

Entonces el espectáculo tomó derroteros distintos.

Hasta aquel momento, las convulsiones habían constreñido al pirado a poca distancia de la tabla de color ámbar que constituía el fondo de su danza paroxística. Pero el arrebato errático lo llevó hasta la barandilla que bordeaba el escenario.

Peggy oyó el golpe sordo y el crujido de la madera cuando el pirado chocó con la barandilla. Se encogió en un ovillo tembloroso, pero siguió con los ojos fijos en el rostro salpicado de violeta y deformado por las incesantes contracciones.

El pirado se echó hacia atrás y Peggy vio y oyó como se daba palmadas en los muslos cubiertos de seda con las manos leprosas a ritmo caprichoso.

Volvió a lanzarse hacia delante como una marioneta demente y se oyó el golpe sordo y repugnante de su estómago al estrellarse contra la barandilla. Se le abrió la boca negra, se le cerró de golpe. Entonces giró sobre sí mismo y volvió a estamparse contra la barandilla, casi encima de la mesa de Peggy.

Peggy no podía respirar. Estaba clavada a la silla con la boca abierta, los labios temblando y las sienes palpitándole con fuerza mientras contemplaba cómo el pirado daba otra vuelta con los brazos extendidos como dos látigos blancos.

El pirado se arrojó por tercera vez a la barandilla y se dobló por la cintura. La cara blanca y escabrosa manchada de lavanda quedó colgando sobre Peggy, y los ojos negros se abrieron clavándole una mirada espeluznante.

Peggy sintió que el suelo se movía bajo sus pies. La cara lívida se desvaneció en la oscuridad y reapareció en un estallido de luz. El sonido huyó con pies de metal y se le zambulló de nuevo en el cerebro embadurnándolo con discordancias.

El pirado siguió arrojándose hacia delante, contra la barandilla, como si quisiera saltarla. Con cada movimiento espasmódico, la seda verde y diáfana que lo envolvía ondeaba como una película, y con cada colisión brutal se le ceñía a la carne hinchada. Muda y rígida, Peggy observó las fieras acometidas del pirado a la barandilla, incapaz de arrancar la vista de las salvajes contorsiones de su rostro, enmarcado por la maraña de pelo negro en movimiento.

Lo que ocurrió entonces se produjo en escasos y borrosos segundos. El tipo de cara lúgubre cruzó corriendo el escenario bañado en luz violeta. La cosa que había sido una mujer volvió a chocar contra la barandilla, se retorció, se dobló por encima de ella, y un espasmo le levantó las piernas contracturadas.

Cayó con el cuerpo engarabitado.

Peggy retrocedió en la silla. En la garganta empezó a nacerle un grito, que se tragó de golpe cuando el pirado, con las extremidades como látigos blancos y desnudos, aterrizó con estrépito encima de la mesa.

Barbara chilló, el público contuvo la respiración y Peggy vio por el rabillo del ojo que Bud saltaba de la silla sin dar crédito a sus ojos.

El pirado se revolvió en la mesa como un pez en el anzuelo. La música cesó como pulverizada y un murmullo de inquietud recorrió el local. Unas olas negras sumergieron el cerebro de Peggy en la oscuridad.

Entonces, el pirado golpeó a Peggy en la boca con la mano fría y blanca, y clavó los ojos negros en ella bajo la luz violeta. Peggy se dejó arrastrar por la oscuridad.

La sala cargada de aire viciado y horror se desplomó de lado.

Consciencia. Titilaba en su cerebro como la luz de una vela a través de una gasa. Un murmullo, una sombra borrosa ante los ojos.

El aliento se le derramaba de la boca como almíbar.

—Toma, Peg.

Oyó la voz de Bud y sintió el metal frío de la boca de una petaca apretado contra los labios. Tragó y se estremeció ligeramente cuando las gotas de fuego le pasaron por la garganta y le llegaron al estómago, luego tosió y apartó la petaca con dedos insensibles.

Detrás, un movimiento suave.

—Eh, ha vuelto en sí —dijo Len—. Olivita bonita ha vuelto.

—¿Cómo estás? —le preguntó Barbara.

Bien, estaba bien. Su corazón era como un tambor colgado de cuerdas de piano y golpeado muy muy despacio. Tenía las manos y los pies entumecidos, no por el frío, sino por un sopor tórrido. Sus pensamientos circulaban serenos, aletargados, y su cerebro era como una máquina indolente que descansaba en un lecho de lana mullida.

Estaba bien.

Peggy contempló la noche con ojos soñolientos. Se encontraban en la cima de una colina, en el descapotable, agazapado en un saliente sobre un precipicio. Abajo dormía el campo, semejante a una alfombra de luces y sombras bajo el resplandor albino de la luna.

Un brazo se coló como una serpiente por detrás de su cintura.

—¿Dónde estamos? —le preguntó Peggy con voz lánguida.

—A unos kilómetros de la universidad —respondió Bud—. ¿Cómo estás, preciosa?

Peggy se desperezó deleitándose al sentir que se le desentumecían los músculos. Se dejó caer con suavidad sobre el brazo de Bud.

—De maravilla —musitó, sonriendo mareada.

Se rascó el bultito que le picaba en el hombro izquierdo. Su piel desprendía calidez; la noche brillaba como el azabache. Un recuerdo parecía revolotear en su cabeza, pero se escondía detrás de gruesos pliegues de bienestar.

—Chica, te has quedado sin sentido —dijo Bud, riendo.

—¡Pero del todo! —añadieron Len y Barbara—. ¡Olivia se ha caído redonda!

—¿Sin sentido? —Nadie oyó su murmullo despreocupado.

La petaca circuló y Peggy volvió a beber. Los aguijones de fuego del alcohol le destensaron aún más los músculos.

—¡Tíos, nunca había visto una danza pirada como esa! —exclamó Len. Un breve escalofrío le recorrió la espalda, pero enseguida regresó la calidez.

—Ah —dijo Peggy—, es verdad. Se me había olvidado. —Sonrió.

—¡Eso es lo que se dice un final apoteósico! —dijo Len, arrastrando consigo a su chica al fondo del asiento.

—Ay, mi Lenny —susurró Barbara.

—P. R. D. —murmuró Bud, hundiendo la nariz en el pelo de Peggy—. Qué pasada. —Alargó perezoso el brazo y encendió la radio.

P.R.D. (Programa de Resurrección de Difuntos). Esta anormalidad fisiológica se descubrió durante la guerra, cuando, tras ciertos ataques con gas bacteriológico, encontraron a un gran número de tropas muertas de pie, llevando a cabo los giros espasmódicos que más tarde se conocieron como la danza pirada (P.R.D.). Posteriormente se destiló la toxina responsable y en la actualidad se usa en experimentos perfectamente controlados y realizados solo bajo estricta supervisión y rigurosa autorización legal.

La música los envolvió y les acarició el corazón con dedos melancólicos. Peggy se apoyó en su chico y no sintió la necesidad de poner freno a sus manos curiosas. En algún lugar profundo, bajo las capas coaguladas de su mente, algo trataba de escapar, algo que revoloteaba desesperadamente como una polilla atrapada en cera que se enfría, que luchaba con todas sus fuerzas y solo conseguía debilitarse conforme se endurecía la crisálida.

Cuatro suaves voces cantaron en la noche.

Si el mundo sigue aquí mañana,

estaré esperándote, mi amor.

Si las estrellas siguen allí mañana,

les pediré deseos para los dos.

Cuatro jóvenes voces que cantan; apenas un murmullo en la inmensidad. Cuatro cuerpos, dos y dos, flojos, cálidos, drogados. Una canción, una aceptación, una asunción sin palabras.

Estrella, estrellita,

danos una noche más…

Siguió sonando la canción cuando dejaron de cantar.

Una muchacha suspiró.

—Qué romántico, ¿verdad? —dijo Olivia.

La última frase de este cuento también me gustaba. Es una frase final tan simple y que implica tantas cosas que da escalofríos. Nunca lo propuse para La dimensión desconocida porque era demasiado macabro. Pero lo trabajé mucho y me esforcé en escoger el lenguaje y dar lo mejor de mis aptitudes descriptivas. —RM