La noche antes de la prueba, Les estaba con su padre en el comedor ayudándolo a estudiar. Jim y Tommy estaban en la cama. En el salón. Terry cosía observando con rostro impasible como la aguja entraba y salía de la tela a ritmo veloz.
Tom Parker estaba sentado muy erguido, con las manos delgadas y sarmentosas cruzadas encima de la mesa y los ojos azul pálido concentrados en los labios de su hijo, como si eso pudiese ayudarlo a entender mejor las cosas.
Tenía ochenta años y era su cuarta prueba.
—Bien —dijo Les, y leyó la prueba de ejemplo que el doctor Trask les había pasado—. Repite las siguientes series de números.
—Serie de números —murmuró Tom.
Intentaba asimilar las palabras una a una. Pero ya no podía con tanta facilidad; parecían posarse en su tejido cerebral como insectos sobre un carnívoro perezoso. Las repitió mentalmente: «Serie de… Serie de números». Ya lo tenía; miró a su hijo y esperó.
—¿Y bien? —le preguntó, impaciente, tras un breve silencio.
—Papá, ya te he dado la primera —le dijo Les.
—Bueno… —repuso su padre y buscó las palabras adecuadas—. ¿Serías tan amable de darme la…, la…? ¿Tendrías la amabilidad de…?
Les suspiró, cansado.
—Ocho, cinco, once, seis.
Los labios del viejo se agitaron, los viejos engranajes mentales de Tom empezaron a girar poco a poco.
—Ocho…, ci… cinco… —Cerró despacio los ojos claros—. Onceséis —terminó de un tirón, y después se irguió con orgullo.
«¡Sí! —pensó—. Muy bien». Al día siguiente no podrían con él. Los vencería, vencería su ley asesina. Apretó los labios y entrelazó las manos con fuerza sobre el mantel blanco.
—¿Qué? —preguntó, y volvió a enfocar la mirada porque Les estaba diciendo algo—. Habla más alto —dijo de mal humor—. ¡Más alto!
—Acabo de darte otra serie —dijo Les, sin alterarse—. Venga, te la leo otra vez.
Tom se inclinó un poco hacia delante y aguzó el oído.
—Nueve, dos, dieciséis, siete, tres.
Tom se aclaró la garganta.
—No tan deprisa —le pidió a su hijo. No se había enterado. Qué ridiculez. ¿Cómo podían esperar que alguien recordase una serie numérica tan larga?—. ¿Que qué? —preguntó, enfadado, cuando Les volvió a leerle los números.
—Papá, el examinador te leerá las preguntas más deprisa que yo. Tienes que…
—Lo sé perfectamente —lo interrumpió Tom—. Perfectamente. Pero te recuerdo que esto… no es… un examen. Es para estudiar; estamos estudiando. Es una tontería ir tan deprisa. Una tontería. Tengo que aprenderme esta…, esta…, esta prueba —terminó, enfadado con su hijo y con las palabras que lo rehuían cuando las buscaba.
Les se encogió de hombros y volvió a leer, esta vez más despacio.
—Nueve, dos, dieciséis, siete, tres.
—Nueve, dos, seis, siete…
—Dieciséis.
—Eso he dicho.
—Has dicho seis, papá.
—¿Crees que no sé lo que digo?
Les cerró los ojos un momento.
—Muy bien, papá.
—Bueno, ¿vas a leerlo otra vez o qué? —le espetó Tom.
Una vez más, Les leyó los números y, mientras escuchaba como su padre recorría la serie a trompicones, miró a Terry.
Estaba sentada en el salón, cosiendo, con las facciones inmóviles. Había apagado la radio, así que sabía que podía oír como se equivocaba el anciano con los números.
«Vale —se dijo mentalmente, como si hablase con ella—. De acuerdo. Sé que es un viejo inútil. ¿Quieres que se lo diga a la cara y que lo hunda? Los dos sabemos que no pasará la prueba, así que, por lo menos, permíteme esta pequeña muestra de hipocresía. Mañana dictarán sentencia; no me hagas dictarla hoy y romperle el corazón al viejo».
—Creo que la he dicho bien —oyó decir a su padre en tono solemne, así que volvió a prestar atención a aquella cara adusta y arrugada.
—Sí, está bien —convino precipitadamente.
Se sintió como un traidor cuando una sonrisa débil tembló en las comisuras de los labios de su padre.
«Estoy engañándolo», pensó.
—Vamos a pasar a otra cosa —le pidió el anciano.
Les miró enseguida la hoja. «¿Qué le resultará más fácil?», se preguntó, odiándose por ello.
—Anda, venga, Leslie —insistió su padre, comidiéndose—. No hay tiempo que perder.
Tom vio que su hijo hojeaba las páginas y apretó los puños. Al día siguiente su vida pendería de un hilo, y Les no hacía más que pasar las páginas del examen, como si no fuera a ocurrir nada de importancia.
—Venga, venga —lo instó, malhumorado.
Les cogió un lápiz con una cuerda atada a un extremo para dibujar un círculo de tres centímetros en un papel y le pasó el lápiz a su padre.
—Mantén la punta del lápiz suspendida sobre el círculo durante tres minutos.
De repente, temió haber escogido la prueba equivocada. Había visto como le temblaban las manos a su padre a la hora de comer, como se le resistían los botones y las cremalleras. Tragó saliva, nervioso, cogió el cronómetro, lo activó y le hizo un gesto con la cabeza.
Tom cogió aire entrecortadamente, se inclinó sobre el papel e intentó mantener el lápiz oscilante sobre el círculo. Les vio que apoyaba el codo, cosa que no le permitirían hacer en la prueba, pero no dijo nada.
Observó a su anciano padre, que perdía por momentos el poco color que tenía en la cara. Les vio con claridad las finas líneas rojas de capilares rotos en sus mejillas. Se quedó mirando aquella piel seca, arrugada, cetrina y llena de manchas.
«Ochenta años —pensó—. ¿Cómo se siente un hombre de ochenta años?».
Se volvió hacia Terry. Ella levantó la cabeza un instante y se miraron sin sonreír ni hacer ningún gesto. Después, Terry volvió a su labor.
—Creo que ya han pasado los tres minutos —dijo Tom con la voz tensa. Les miró el cronómetro.
—Solo ha pasado un minuto y medio, papá —repuso, y se preguntó si no tendría que haberle mentido otra vez.
—Bueno, pues no apartes la vista del reloj —dijo su padre, inquieto. El lápiz se le salió por completo del círculo—. Se supone que esto es una prueba, no una… una… una fiesta.
Les mantuvo la vista fija en el balanceo del lápiz y se dio cuenta de lo inútil que era todo aquello, que solo estaban fingiendo, que nada podría salvarle la vida a su padre.
«Al menos —pensó—, no corrigen los exámenes los hijos que votaron a favor de la ley». Al menos no tendría que dictar sentencia y estampar el sello de «INCAPAZ» en el examen de su propio padre.
Tom movió un poco el brazo sobre la mesa. El lápiz osciló de nuevo, se salió del círculo y volvió a entrar, un movimiento que le habría hecho suspender automáticamente aquella pregunta.
—¡Este reloj va lento! —exclamó con repentina furia.
Les contuvo el aliento y miró la esfera: dos minutos y medio.
—Tres minutos —dijo, y pulsó el botón.
—Pues ya está. —Tom dejó el lápiz en la mesa, irritado—. Es igual es una prueba estúpida. —La voz se le tiñó de melancolía—. No demuestra nada, nada en absoluto.
—¿Quieres contestar alguna pregunta sobre dinero, papá?
—¿Son esas las siguientes de la prueba? —preguntó Tom, y miró suspicaz los papeles para comprobarlo.
—Sí —mintió Les, porque sabía que la vista de su padre era tan mala que no podía verlas, aunque se negara a admitir que necesitaba gafas—. No, espera un momento. Hay otra pregunta antes —se corrigió, pensando que la respondería con más facilidad—. Te piden que digas la hora.
—Qué pregunta más tonta —murmuró Tom—. ¿Qué quieren que…? —De mal humor, estiró el brazo para coger el reloj de la mesa y se lo puso en las narices—. Las diez y cuarto —dijo, desdeñoso.
—¡Pero si son las once y cuarto, papá! —lo corrigió Les antes de poder contenerse.
Su padre reaccionó como si le hubiese dado una bofetada. Después volvió a coger el reloj y lo consultó con labios temblorosos. Les tuvo el terrible presentimiento de que Tom iba a insistir en que eran las diez y cuarto.
—Sí, claro —replicó—, me he equivocado. Porque son las once y cuarto; cualquier ciego puede verlo. Las once y cuarto. Este reloj es una porquería, los números están demasiado juntos. Tendrías que tirarlo. Mira… —Tom se metió la mano en el bolsillo del chaleco y sacó el suyo de oro—. Esto sí que es un reloj —dijo con orgullo—. Lleva marcando bien la hora… ¡sesenta años! Esto sí que es un reloj, y no el tuyo. —Tiró con desprecio el reloj de Les. Cayó boca abajo en la mesa y se le rompió el cristal—. ¡Pero bueno! —se apresuró a añadir para disimular la vergüenza—. Ese cacharro no aguanta nada.
Consultó su reloj para evitar mirar a Les a los ojos. Abrió la tapa trasera y, con los labios apretados, contempló la foto de Mary, una Mary treintañera y encantadora de melena dorada.
«Menos mal que no tuvo que pasar por las pruebas —pensó. Al menos se libró de esto».
Tom nunca había pensado que llegaría a considerar una bendición la muerte accidental de Mary, a los cincuenta y siete años de edad. Nunca antes de que existieran las pruebas.
Cerró el reloj y lo guardó.
—Déjame el reloj esta noche —dijo, gruñón—. Mañana le haré poner un…, eh…, cristal como Dios manda.
—No pasa nada, papá, no es más que un reloj viejo.
—No pasa nada. No pasa nada. Déjamelo a mi y le pondré un… cristal como Dios manda. Uno que no se rompa, uno que no se rompa. Déjamelo a mí.
Después, Tom respondió a las preguntas sobre dinero: «¿Cuántos cuartos de dólar hay en un billete de cinco?». «Si le quito 36 centavos a un dólar, ¿cuánto suelto me queda?».
Eran preguntas a las que había que responder por escrito, y Les cronometró a su padre. La casa estaba silenciosa y calentita. Nada se salía de lo normal: los dos estaban sentados a la mesa y Terry cosía en el salón, como de costumbre.
Eso era lo espantoso.
La vida seguía como siempre. Nadie hablaba de la muerte. El Gobierno enviaba una carta, se hacían las pruebas y quienes suspendían tenían que presentarse en el centro gubernamental para que les administraran la inyección. La ley se cumplía, la tasa de mortalidad permanecía estable y el problema demográfico estaba controlado. Todo se hacía de forma oficial e impersonal, sin gritos ni sentimentalismos.
Pero quienes morían no dejaban de ser sus seres queridos.
—No hace falta que estés pendiente del reloj —dijo su padre—. Puedo responder a las preguntas sin que estés… pendiente del reloj.
—Papá, los examinadores estarán mirando el reloj.
—Los examinadores son los examinadores —le soltó Tom—. Tú no eres un examinador.
—Papá, intento ayud…
—Pues entonces ayúdame. Ayúdame. No te quedes ahí sentado mirando el reloj.
—Es tu prueba, papá, no la mía —dijo Les, con las mejillas encendidas de rabia—. Si…
—¡Mi prueba, sí, mi prueba! —estalló su padre de repente—, ¡Bien que os encargasteis de que así fuera! ¡Bien que os encargasteis de…, de…!
Las palabras volvieron a fallarle y los pensamientos airados se le acumularon.
—No grites, papá.
—¡No grito!
—¡Papá, los niños están durmiendo! —intervino Terry.
—¡Me da igual que los…! —Calló de repente y se reclinó en la silla. El lápiz se le cayó de los dedos sin que se diera cuenta y rodó por el mantel. El anciano temblaba de la cabeza a los pies; el pecho se le sacudía con cada aliento, y retorcía las manos en el regazo sin cesar.
—¿Quieres seguir, papá? —le preguntó Les, conteniéndose la ira.
—No pido mucho —musitó Tom para sí—. No le pido mucho a la vida —Papá, ¿quieres que sigamos?
—Si tienes tiempo para mi —pronunció despacio, echándoselo en cara—. Si puedes permitirte perder el tiempo conmigo.
Les miró la prueba y agarró con fuerza el fajo de hojas grapadas. ¿Preguntas psicológicas? No, no podía hacérselas. «¿Cómo le preguntas a tu padre de ochenta años qué opina sobre el sexo? A un padre de rostro esculpido en piedra a quien el comentario más inocente le parece obsceno…».
—¿Y bien? —preguntó Tom casi en un grito.
—Me parece que ya no hay más —contestó Les—. Ya llevamos casi cuatro horas.
—¿Y todas esas páginas que te has saltado?
—Casi todo el resto se refiere a cosas… físicas, papá.
Vio que su padre apretaba los labios y temió que volviese a decir algo sobre el asunto, pero no.
—Es un buen amigo. Un buen amigo —se limitó a comentar.
—Papá…
A Les se le quebró la voz; ya no tenía sentido hablar de eso. Tom sabía muy bien que el doctor Trask no podía volver a extenderle un certificado de salud para la prueba, como había hecho en las tres ocasiones anteriores.
Les sabía lo asustado e indignado que estaba el anciano por tener que quitarse la ropa y quedarse desnudo delante de los médicos, que lo examinarían, lo palparían y le harían preguntas ofensivas. Sabía el miedo que tenía Tom a que lo observasen por una mirilla mientras se vestía y que apuntaran en un papel si lo había hecho bien. Sabía cuánto lo asustaba que, mientras comía en la cafetería, en la pausa del mediodía del examen, hubiese gente observándolo por si se le caía el tenedor o la cuchara, por si tiraba un vaso de agua o se manchaba la camisa de salsa.
—Te pedirán que escribas tu nombre y tu dirección —dijo, para que su padre se olvidase de lo físico, a sabiendas de lo orgulloso que estaba el anciano de su caligrafía.
Tom cogió el lápiz y escribió, fingiendo hacerlo de mala gana.
«Los engañaré», pensó, mientras movía el lápiz con trazos firmes y seguros.
«Señor Thomas Parker —escribió—. Calle Brighton, 2719. Blairtown (Nueva York)».
—Y la fecha —dijo Les.
«17 de enero del 2003». Una oleada de frío se apoderó de las entrañas del anciano.
La prueba era al día siguiente.
Se habían acostado, pero ninguno de los dos dormía. Casi no habían hablado mientras se desnudaban y, cuando Les se inclinó para darle un beso de buenas noches, Terry murmuró algo que él no entendió.
Con un suspiro profundo, se puso de lado para quedarse de cara a ella, y ella abrió los ojos en la oscuridad.
—¿Estás dormido? —le preguntó Terry en voz baja.
—No.
No dijo más. Esperó a que empezase ella. Pero no empezó, así que, al cabo de unos segundos, Les prosiguió.
Bueno, supongo que… ya está. —Terminó la frase sin ánimos porque no le gustaban aquellas palabras; las encontraba demasiado melodramáticas.
Terry no dijo nada.
—¿Crees que cabe la posibilidad de que…? —preguntó después, como si estuviera pensando en voz alta.
—No. —Les se puso rígido, porque ya sabía lo que iba a decir Terry—. No pasará.
La oyó tragar saliva.
«No lo digas —le suplicó mentalmente—. No me digas que llevo quince años diciendo lo mismo; ya lo sé. Lo decía porque estaba seguro de que sería así».
—De repente, deseó haber firmado la solicitud de eliminación años atrás. Estaban desesperados por librarse de Tom, tanto por el bien de sus hijos como por el suyo. Pero ¿cómo verbalizar esa necesidad sin sentirse un asesino? No podía decir: «Espero que el viejo suspenda la prueba; espero que lo maten». Sin embargo, cualquier otra cosa que dijera seria un sucedáneo hipócrita de aquellas palabras, porque eso era exactamente lo que sentía.
«Terminología médica —se dijo—. Gráficas sobre la disminución de las cosechas, el descenso de la calidad de vida, la tasa de hambre y el empeoramiento de la salud». Habían usado esos argumentos para aprobar la ley: pero eran mentiras, mentiras evidentes e infundadas. Habían aprobado la ley porque la gente quería que la dejaran en paz, porque querían vivir su propia vida.
—¿Y si aprueba? —preguntó Terry, y él se aferró al colchón—. ¿Les?
—No sé, cielo —respondió.
—Tienes que saberlo. —Su voz sonó firme en la oscuridad. Era una voz que rozaba los límites de la paciencia.
—Cielo, no me presiones, por favor —le suplicó, moviendo inquieto la cabeza sobre la almohada.
—Si pasa esa prueba lo tendremos cinco años más. Cinco años más Les. ¿Te das cuenta de lo que significa eso?
—Cielo, es incapaz de pasar ese examen.
—Pero ¿y si lo pasa?
—Esta noche ha fallado tres de cada cuatro preguntas. Ha perdido casi toda la audición, tiene mal los ojos y el corazón débil, y sufre de artritis. —Descargó un puñetazo en el colchón, desesperado—. Ni siquiera pasará las pruebas físicas.
Sintió tal desprecio por sí mismo al asegurarle a Terry que Tom estaba condenado que se le agarrotó el cuerpo.
Sí pudiese olvidar el pasado y aceptar lo que era su padre en el presente, un viejo indefenso y senil que estaba arruinándoles la vida… Sin embargo, le costaba olvidar cuánto había amado y respetado a su padre, así como las caminatas por el campo, las excursiones para ir de pesca, las largas charlas nocturnas y tantas otras cosas que había compartido con él.
Por eso nunca había sido capaz de firmar la solicitud. Habría sido mucho más sencillo, mucho más que esperar cinco años para la prueba. Pero habría significado acabar con la vida de su padre, solicitar al Gobierno que lo eliminara como si fuese basura. Nunca se habría visto capaz.
No obstante, su padre tenía ya ochenta años y, a pesar de su formación ética y los principios cristianos que les habían inculcado a lo largo de la vida, Terry y él tenían un miedo terrible a que el viejo Tom pasara la prueba y viviese otros cinco años con ellos, otros cinco años dando vueltas por la casa, anulando las instrucciones que les daban a los niños, rompiendo cosas, estorbando en sus intentos por ayudar y convirtiendo sus vidas en un suplicio histérico.
—Será mejor que duermas un poco —le dijo Terry.
Lo intentó pero no pudo. Se quedó mirando el techo oscuro, tratando de encóntrar una solución. Pero no encontró ninguna.
El despertador sonó a las seis. Les no tenía que levantarse hasta las ocho, pero quería despedirse de su padre. Se levantó y se vistió en silencio para no despertar a Terry.
Ella se desveló de todos modos y lo miró desde la almohada. Luego se incorporó sobre un codo, adormilada.
—Me levanto y te preparo el desayuno —le dijo.
—No hace falta —respondió Les—. Quédate en la cama.
—¿No quieres que me levante?
—No te preocupes, cielo. Descansa.
Terry se tumbó de nuevo y le dio la espalda para que Les no pudiera verle la cara. Empezó a llorar en silencio sin saber por qué, si porque Les no quería que viera a su padre o por la prueba. No podía parar. Únicamente fue capaz de permanecer rígida hasta que se cerró la puerta del dormitorio. Entonces un temblor le sacudió los hombros y un sollozo rompió la barrera que había construido en su interior.
Les vio que la puerta del dormitorio de su padre estaba abierta. Se asomó y lo vio sentado en la cama, agachado, abrochándose los zapatos.
Vio que le temblaban los dedos nudosos al manipular los cordones.
—¿Va todo bien, papá? —le preguntó.
Su padre alzó la vista, sorprendido.
—¿Qué haces levantado a estas horas?
—Pensaba desayunar contigo —contestó Les.
Se miraron en silencio un instante y después su padre volvió a sus zapatos.
—No hace falta —oyó que decía el anciano.
—Bueno, creo que desayunaré de todos modos. —Le dio la espalda para que no pudiese discutírselo.
—Ah… Leslie.
Les se giró de nuevo.
—Espero que no olvidaras dejarme el reloj ahí —le dijo su padre—. Voy a llevarlo hoy al relojero para que le ponga un… un cristal como Dios manda, uno que no se rompa.
—No es más que un reloj viejo, papá. No vale ni un centavo.
Su padre asintió con un movimiento lento de cabeza e hizo un gesto con la mano para rechazar su argumento.
—Da igual. Voy a…
—Vale, papá, vale. Lo dejaré en la mesa de la cocina.
Su padre se quedó callado y lo miró sin comprender. Luego, como fruto de un impulso repentino más que de un acto voluntario pospuesto se agachó de nuevo sobre los zapatos.
Les observó el pelo gris y los dedos delgados y temblorosos de su padre. Después se marchó.
El reloj seguía en la mesa del comedor. Les lo cogió y lo llevó a la cocina.
«El hombre debe de haber estado toda la noche pensando en el reloj —pensó—. Si no, no se habría acordado».
Llenó de agua la cafetera y pulsó los botones necesarios para obtener dos raciones de huevos con beicon. Luego sirvió dos vasos de zumo de naranja y se sentó a la mesa.
Un cuarto de hora después, su padre bajó vestido con el traje azul oscuro, los zapatos lustrosos, las uñas bien cortadas y el pelo pulcramente peinado con brillantina. Tenía un aspecto muy aseado y muy viejo. Se acercó a la cafetera y miró dentro.
—Siéntate, papá —le dijo Les—. Yo te lo sirvo.
—No soy un inválido —respondió su padre—. No te levantes.
—He preparado huevos con beicon para los dos —dijo Les, forzando una sonrisa.
—No tengo hambre.
—Vas a necesitar un buen desayuno, papá.
—Nunca he tomado desayunos fuertes —repuso su padre, seco, todavía de cara a los fogones—. No creo que sean buenos. No son buenos para el estómago.
Les cerró los ojos un momento. La desesperación le ensombreció el rostro.
«¿Por qué me he molestado en levantarme? —se preguntó, frustrado—. No hacemos más que discutir».
No. Se sintió endurecerse. No. Tenía que estar alegre por mucho que le costara.
—¿Has dormido bien?
—Claro que sí. Siempre duermo bien, muy bien. ¿Creías que no dormiría bien por…? —Se interrumpió y se volvió hacia Les con aire acusador—. ¿Dónde está el reloj?
Les inspiró hondo y lo sostuvo. Su padre avanzó a pasos bruscos, lo cogió, frunció los viejos labios y lo estudió.
—Qué mala calidad —dijo—. Qué malo. —Se lo metió con cuidado en el bolsillo de la chaqueta—. Lo llevaré a que le pongan un cristal como Dios manda —murmuró—. Uno que no se rompa.
—Estupendo, papá —convino Les.
—El café estaba listo y Tom sirvió una taza para cada uno. Les se levantó y apagó la parrilla automática. En aquellos momentos a él tampoco le apetecía comer huevos con beicon.
Se sentó a la mesa, frente a su adusto padre, y notó cómo el café caliente le bajaba por la garganta. Sabía fatal, pero era consciente de que no habría nada en el mundo que pudiera saberle bien aquella mañana.
—¿A qué hora tienes que estar allí, papá? —le preguntó, para romper el silencio.
—A las nueve —respondió Tom.
—¿Seguro que no quieres que te lleve?
—No, no —contestó su padre, como si se armase de paciencia para hablarle a un niño muy pesado—. Es mejor el metro. Llegaré con tiempo de sobra.
—Bueno.
Les miró su café. «No es posible que no haya nada que pueda decir», pensó, pero no se le ocurría nada. El silencio flotó sobre ellos durante los largos minutos que Tom tardó en tomarse el café a sorbos lentos y metódicos.
Les se pasó la lengua por los labios, nervioso, y utilizó la taza para ocultar cómo le temblaban. «Hablar —pensó—. No hacemos más que hablar. De coches, del metro y de horarios de exámenes…, cuando los dos sabemos que hoy pueden sentenciarlo a muerte».
Lamentaba haberse levantado. Habría sido mejor despertarse y encontrarse con que su padre ya no estaba. Ojalá pudiera ser así… siempre, para siempre. Ojalá se levantara una mañana y encontrara la habitación de su padre vacía, que hubieran desaparecido sus dos trajes, los zapatos oscuros, la ropa de trabajo, los pañuelos, los calcetines, los tirantes, los enseres de afeitar. Que todas las pruebas mudas de una vida hubiesen desaparecido.
Pero no sería así: Tom suspendería el examen, pero la carta de citación tardaría varias semanas en llegar, y pasaría todavía otra semana hasta el día de la cita. Sería un proceso lento y horrible en el que habría que guardar, tirar o regalar pertenencias, soportar una comida tras otra, conversar, celebrar la última cena, recorrer un trayecto interminable hasta el centro gubernamental, subir en el ascensor en silencio…
«¡Santo cielo!».
Temblaba de pies a cabeza y temió echarse a llorar. Alzó la vista sobresaltado cuando su padre se levantó.
—Me voy ya —dijo Tom.
Los ojos de Les volaron hacia el reloj de pared.
—Pero si todavía son las siete menos cuarto —protestó, nervioso—. No se tarda tanto en…
—Me gusta llegar a los sitios con tiempo de sobra —contestó su padre, decidido—. Nunca me ha gustado llegar tarde.
—Pero, por Dios, papá, se tarda una hora como mucho en llegar al centro —insistió Les. El estómago le había dado un vuelco. Su padre meneaba la cabeza y Les se dio cuenta de que no lo había oído—. Es temprano, papá —añadió en voz más alta y un poco temblorosa.
—Da igual —repuso su padre.
—Pero no has comido nada.
—Nunca me han gustado los desayunos fuertes —dijo Tom—. No son buenos para…
Les no escuchó el resto: el discurso de siempre acerca de las costumbres de toda su vida, sobre lo indigestos que eran los desayunos fuertes y todas esas cosas. Se sintió asaltado por oleadas de despiadado espanto. Quería correr hacia el anciano, abrazarlo y decirle que no se preocupara por el examen porque no tenía importancia, que ellos lo querían y cuidarían de él.
Pero no pudo. Se quedó sentado, atenazado por el miedo, mirándolo. Ni siquiera pudo articular palabra cuando su padre llegó a la puerta de la cocina, se volvió y se despidió con serenidad, porque volcó todas sus fuerzas en ello.
—Hasta la noche, Leslie —dijo.
La puerta se cerró, y la corriente de aire que le rozó las mejillas a Les le heló el corazón.
Saltó de la silla con un gemido y cruzó corriendo la cocina. Cuando abrió la puerta vio que su padre estaba en la entrada, a punto de salir.
—¡Papá!
Tom se detuvo y miró atrás, sorprendido, mientras Les cruzaba el comedor contando mentalmente los pasos que daba: «Uno, dos, tres, cuatro, cinco». Se detuvo delante de su padre con una sonrisa forzada.
—Buena suerte, papá. Hasta la… noche. —Estuvo a punto de decir «Te animaré desde aquí», pero no pudo.
Su padre asintió una vez, solo una, secamente, a modo de saludo entre caballeros.
—Gracias —dijo, y le dio la espalda.
La puerta se cerró y fue como si, de repente, se hubiese convertido en un muro impenetrable que su padre no podría atravesar de nuevo.
Les se acercó a la ventana y observó al anciano alejarse despacio por el camino de la casa y torcer a la izquierda al llegar a la acera. Observó como se enderezaba, echaba los hombros atrás y caminaba con paso firme y enérgico bajo la luz grisácea de la mañana.
Les creyó que estaba lloviendo, pero después se dio cuenta de que aquellos destellos húmedos no estaban en la ventana.
No se vio capaz de ir a trabajar. Llamó para decir que estaba enfermo y se quedó en casa. Terry llevó a los niños al colegio y, después de desayunar, Les la ayudó a recoger la mesa y meter los platos en el lavavajillas. Terry no comentó nada sobre lo del trabajo. Actuaba como si fuese normal que él se quedara en casa entre semana.
Les se pasó la mañana y la tarde tonteando en el taller del garaje; empezó siete proyectos distintos, pero perdió el interés en todos.
Sobre las cinco fue a la cocina y se tomó una lata de cerveza mientras Terry preparaba la cena. No le dijo nada a su mujer. Estuvo dando vueltas por el salón, mirando por la ventana al cielo nublado de vez en cuando.
—¿Dónde estará? —dijo por fin cuando volvió a la cocina.
—Ya volverá —contestó ella.
Les se puso rígido, porque le había parecido notar cierto disgusto en su voz. Luego se calmó: sabía que solo eran imaginaciones suyas.
Cuando se hubo duchado y vestido eran ya las seis menos veinte. Los niños habían vuelto de jugar en la calle, y se sentaron todos a cenar. Les vio que Terry le había puesto un cubierto a su padre, y se preguntó si lo habría hecho por él.
No pudo probar bocado. No hacía más que cortar la carne en trozos cada vez más pequeños y aplastar la mantequilla en la patata asada sin llevarse nada a la boca.
—¿Qué? —le preguntó a Jim, que había dicho algo.
—Papá, si el abuelo no pasa la prueba, le dan un mes, ¿no?
Les miró a su hijo mayor y se le agarrotó el estómago. «Le dan un mes, ¿no?». Las palabras le resonaron en el cerebro.
—¿De qué estás hablando?
—En mi libro de Cívica pone que a los viejos que no pasan la prueba les dan un mes de vida. ¿Es verdad?
—No, no es verdad —intervino Tommy—. La abuela de Harry Senker recibió la carta a las dos semanas.
—¿Y tú cómo lo sabes? —le preguntó Jim a su hermano de nueve años—. ¿La has visto?
—Ya vale —dijo Les.
—¡No me hace falta verla! —repuso Tommy—. Harry dice que…
—¡Que os calléis!
Los dos chicos se giraron de repente hacia su padre, quien se había puesto pálido.
—No quiero que hablemos del tema.
—Pero…
—¡Jimmy! —dijo Terry a modo de advertencia.
Jimmy miró a su madre y, al cabo de un momento, devolvió la atención al plato. Siguieron comiendo en silencio.
«La muerte de su abuelo no significa nada para ellos —pensó Les con amargura—. Nada en absoluto. —Tragó saliva e intentó sosegarse—. Bueno, ¿y por qué debería afectarles? Aún no les toca preocuparse. ¿Por qué debería hacer que se preocupen? No tardarán tanto en pasar por esto».
Cuando, a las seis y diez, la puerta principal se abrió y se cerró, Les se levantó tan deprisa que volcó un vaso vacío.
—Les, no —le dijo Terry de repente, y él supo al instante que tenía razón: a su padre no le gustaría que saliese corriendo a preguntarle.
Se dejó caer en la silla otra vez, con el corazón acelerado, y se quedó con la mirada perdida en su comida casi intacta. Cogió el tenedor con dedos agarrotados y oyó que el anciano cruzaba la alfombra del comedor y subía las escaleras. Miró a Terry, y ella tragó saliva.
Les no podía comer. Tenía la respiración agitada. Estuvo un rato jugueteando con el contenido del plato. Oyó cerrarse la puerta del dormitorio de su padre.
Terry estaba sirviendo el pastel cuando Les murmuró una disculpa rápida y se levantó de la mesa. Estaba al pie de la escalera cuando se abrió la puerta de la cocina.
—¡Les! —oyó que Terry lo llamaba en tono apremiante.
Él no se movió, y Terry se acercó a él.
—¿No es mejor que lo dejemos solo? —le preguntó su mujer.
—Pero, cielo…
—Les, si hubiese pasado la prueba habría entrado en la cocina para decírnoslo.
—Cielo, él no sabe si la ha…
—Si la hubiese pasado, lo sabría. Lo sabes perfectamente. Nos lo dijo las dos veces anteriores. Si la hubiese pasado, habría… —Se le quebró la voz y se estremeció al ver cómo la miraba Les. En aquel silencio ominoso, oyó que la lluvia salpicaba las ventanas de improviso. Se sostuvieron la mirada.
—Voy a subir —anunció por fin Les.
—Les… —murmuró ella.
—No diré nada que pueda alterarlo, pero…
Se sostuvieron la mirada un poco más. Después, él le dio la espalda y subió los escalones con pesadez. Terry se quedó con cara de miedo y desesperanza.
Les se detuvo delante del dormitorio de su padre e hizo acopio de valor. «No lo alteraré —se dijo—. No. —Llamó con suavidad a la puerta y, en ese preciso momento, se preguntó si en verdad no estaría cometiendo un error. Pensó con tristeza—: Quizá debería dejarlo en paz».
Oyó un movimiento en la cama y después a su padre que apoyaba los pies en el suelo.
—¿Quién es? —preguntó Tom.
Les contuvo la respiración.
—Soy yo, papá.
—¿Qué quieres?
—¿Puedo hablar contigo un momento?
Silencio dentro del cuarto.
—Bueno… —empezó su padre, pero no siguió.
Les lo oyó levantarse y caminar. Después distinguió un crujido de papel y que el anciano cerraba con cuidado un cajón de la cómoda.
Por fin abrió la puerta.
Tom llevaba su vieja bata roja encima de la ropa, se había quitado los zapatos y se había puesto las zapatillas.
—¿Puedo entrar? —le preguntó Les en voz baja.
—Entra —respondió su padre tras un breve titubeo. No era una invitación, sino como si dijera: «Esta es tu casa, no puedo impedir que entres».
Iba a decirle que no quería molestarlo, pero no fue capaz. Entró, se quedó de pie en la alfombra y esperó.
—Siéntate —le dijo su padre, y Les se sentó en la silla en la que Tom dejaba la ropa por la noche.
El anciano esperó a que se sentara y se dejó caer en la cama con un gruñido. Se miraron un buen rato sin decir nada, como dos desconocidos, cada uno esperando a que el otro hablara.
«¿Cómo te ha ido la prueba? —Les no dejaba de oír esas palabras en su mente—. ¿Cómo te ha ido la prueba? ¿Cómo te ha ido la prueba? —No podía articularlo—. ¿Cómo te ha…?».
—Supongo que querrás saber qué ha… pasado —dijo entonces su padre, conteniendo los nervios a las claras.
—Sí —respondió Les—. Me… —Se interrumpió—. Sí —repitió y esperó.
El viejo Tom bajó la vista al suelo un momento, pero, de repente levantó la cabeza y retó con la mirada a su hijo.
—No he ido.
Les sintió como si le hubiesen chupado toda la energía. Se quedó inmóvil con los ojos clavados en su padre.
—No tenía ninguna intención de ir —se apresuró a explicarle Tom—. No tenía ninguna intención de pasar por todas esas estupideces. Pruebas físicas, pruebas mentales, poner c… c… cubos en un tablero y… ¡Dios sabe qué más! No tenía ninguna intención de ir. —Dejó de hablar y contempló a su hijo con expresión airada, como si lo retase a decir que había cometido una equivocación.
Pero Les no podía decir nada.
Pasó un buen rato antes de que Les tragara saliva y encontrara las palabras adecuadas.
—¿Qué vas…? ¿Qué vas a hacer?
—Qué más da, qué más da —contestó su padre, que parecía casi agradecido por la pregunta—. No te preocupes por tu padre. Tu padre sabe cómo cuidarse.
Y, de repente, el sonido del cajón al cerrarse y el crujido de la bolsa de papel le resonaron en el cerebro. Estuvo a punto de volver la cabeza para ver si la bolsa seguía en la cómoda. La cabeza le tembló cuando reprimió el impulso.
—Bu… bueno —vaciló, sin ser consciente de la expresión de dolor y desconcierto que reflejaba su rostro.
—No te preocupes por nada —repitió de nuevo su padre, en voz baja, casi con cariño—. No es problema tuyo, para nada.
«¡Sí que lo es!». Les oyó el estallido de las palabras en su cabeza. Pero no las dijo en voz alta. Algo en el rostro del anciano lo detuvo, una especie de fuerza inquebrantable, una dignidad firme que sabía que no debía tocar.
—Y ahora me gustaría descansar —oyó que decía Tom, y fue como si le hubiese dado un puñetazo en el estómago.
«Ahora me gustaría descansar, descansar… —Las palabras se repetían como un eco a lo largo de los túneles de su mente. Se levantó de la silla. Descansar, descansar…».
Sin apenas ser consciente, Les se vio acompañado a la puerta. Ahí se volvió y miró a su padre.
«Adiós». La palabra se le atragantó.
Entonces su padre sonrió.
—Buenas noches, Leslie —dijo.
—Papá…
Notó la mano del anciano sobre la suya, más fuerte que la suya, más firme, que lo calmaba y lo tranquilizaba. Notó que la mano izquierda de su padre le apretaba el hombro.
—Buenas noches, hijo.
En ese momento en el que estaban tan cerca, Les miró por encima del hombro de su padre y vio la bolsa arrugada de la farmacia en un rincón, como si la hubiera tirado allí para que nadie la viese.
Se encontró en el pasillo, aterrado y mudo. Oyó como se cerraba la puerta y supo que, aunque su padre no había echado la llave, no podía entrar en su dormitorio.
Se quedó un buen rato absorto en la puerta cerrada, temblando sin control. Por fin, se alejó.
Terry lo esperaba muy pálida al pie de la escalera y le hizo la pregunta con los ojos.
—No… No ha ido —se limitó a responder.
Terry ahogó un gritito de sorpresa.
—Pero…
—Ha ido a la farmacia —añadió Les—. He… He visto la bolsa en un rincón del dormitorio. La ha tirado allí para que no la viera, pero… la he visto.
Pareció que ella iba hacia las escaleras, pero solo fue un amago.
—Seguro que le ha enseñado al farmacéutico la carta del examen —dijo Les—. El farmacéutico debe de haberle dado… pastillas. Como hacen todos.
En el silencio del comedor solo se oía el tamborileo de la lluvia en los cristales.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó ella, con un hilo de voz.
—Nada —murmuró él. Tragó saliva casi con dolor y dejó escapar un suspiro entrecortado—. Nada.
Caminó aturdido hasta la cocina y notó que ella lo abrazaba con fuerzaa, como si quisiera empujar su amor adentro de él porque era incapaz de hablar de amor.
Estuvieron sentados en la cocina hasta muy tarde. Después de acostar a los niños, Terry volvió con él y tomaron café y hablaron en voz baja y melancólica.
Cerca de la medianoche salieron de la cocina. Antes de subir al piso de arriba, Les se paró en la mesa del comedor. Allí estaba su reloj, con un reluciente cristal nuevo. No pudo ni tocarlo.
Subieron la escalera y pasaron por delante de la puerta de Tom. No se oía nada dentro. Se desnudaron, se metieron en la cama, y Terry puso el despertador como hacía todas las noches. Consiguieron dormirse al cabo de unas horas.
Y el dormitorio del anciano permaneció en silencio toda la noche, y todo el día siguiente también.
Pensé: ¿qué pasaría si, en el futuro, la gente mayor tuviera que superar una prueba mental para que les permitieran seguir vivos? (Supongamos que porque hubiera superpoblación). Al editor Tony Boucher le impresionó mucho este cuento. Pensó que yo era muy joven para expresar de semejante manera la relación entre padres e hijos. Las frases del final son bastante poéticas.
Creo que el relato se adaptó como parte de una película coral italiana producida por Carlo Ponti. No la he visto, así que no sé cómo salió; tal vez ni siquiera llegaran a rodarla. Pero eso me dijeron. —RM