El muñeco que lo hace todo

—¡Engendro del diablo! —gritó el poeta—, ¡Lagartija entrometida! ¡Canguro maníaco! —Escuálido como era, cruzó el umbral de un salto y se quedó petrificado—. ¡Demonio! —exclamó con voz ahogada.

El objeto de sus feroces insultos hacía caso omiso de él. Estaba en cuclillas sobre un montón de trocitos de un manuscrito fruto de una ardua gestación y mecanografiado con esfuerzo tormentoso.

—¡Pulpo chiflado que echa espuma por la boca! ¡Mono torpe! —Ruthlen Beauson tenía los ojos hinchados e inyectados en sangre detrás de sus gafas con montura de carey. Era recto como un palo, sin caderas, y los dedos le temblaban como judías verdes descamadas azotadas por un vendaval. Las úlceras le palpitaban dentro de las úlceras—. ¡Huno! —siguió, dando rienda suelta a la cólera—. ¡Godo! ¡Apache! ¡Nihilista demente!

Con la baba cayéndole de la boca en dentición, el pequeño Gardner Beauson le dedicó a su petrificado progenitor una sonrisa de un solo diente. La poesía destrozada le sobresalía de los puños regordetes y la semiesfera de su trasero flotaba húmeda sobre los anfíbracos con variación yámbica.

Ruthlen Beauson soltó un gemido de alma desgarrada.

—Caos… —se lamentó con voz temblorosa—. Fárrago inconmensurable. —De repente, los ojos parecieron abollonársele en las cuencas, que semejaban de metal, y engarfió los dedos cual estrangulador—. Acabaré con él —farfulló débilmente—, le romperé el hioides con los pulgares.

En esa coyuntura estaba cuando Athene Beauson, con la bata manchada y las manos sucias de arcilla húmeda, entró en la habitación como un espectro vengador resucitado del barro.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó entre dientes, sarcástica.

—¡Mira! ¡Mira! —Ruthlen Beauson apuntaba con el índice de forma espasmódica a su vástago, que se reía por lo bajo—. ¡Ha destrozado mis Canciones del fortín! —Los ojos miopes eran protuberancias enloquecidas—. ¡Voy a hacerlo papilla! —amenazó con un susurro enfermizo—. ¡Voy a desmembrar a esta víbora encarrujada!

—Huy, cuidado.

Athene apartó a su cónyuge con inclinaciones carniceras y levantó a su hijo por la camiseta llena de babas. El bebé, suspendido sobre montoncitos de desgarradas musas, miró a su madre con picardía.

—¡Fiera! —le soltó ella, y después le dio un buen azote en el trasero rollizo.

Gardner Beauson chilló una incendiaria protesta. Lo llevaron hasta puerta y salió, pero su cerebrito ya maquinaba la siguiente acción. Con arcilla en el pañal y los ojos muy abiertos, caminó vacilante hacia el salón, maravillosamente surtido de objetos rompibles. Athene miró a su marido, que estaba de rodillas, horrorizado, entre los escombros del trabajo de una década.

—Acabaré con mi existencia —musitó el poeta, con los hombros hundidos—. Me inyectaré jugos mortíferos en las venas.

—Levántate, levántate —le ordenó Athene, seca y con cara de pocos amigos.

Ruthlen se tambaleó al ponerse en pie.

—Lo mataré. Sí, mataré a ese salvaje arrugado. —Sonó conmocionado, pero ya no tan veraz.

—Esa no es la solución —le advirtió su esposa—. Aunque… —Visualizó la idea de tirar a Gardner en un pozo lleno de cocodrilos y se le dulcificó la mirada. Sus labios carnosos se estremecieron al borde de una sonrisa trémula, pero los ojos verdes centellearon—. Esa no es la solución, y ya va siendo hora de que pongamos remedio a este incordio.

Ruthlen contemplaba estupefacto las ruinas de su obra poética.

—Lo mataré —prometió a los fragmentos dispersos—. Lo…

—Ruthlen, escúchame. —Su esposa apretó los puños sucios de arcilla, y el poeta alzó un instante los ojos exánimes.

—Gardner necesita un compañero de juegos —afirmó ella—. Lo he leído en un libro. Necesita un compañero de juegos.

—Lo mataré —musitó Ruthlen.

—¡Escúchame de una vez!

—Lo mato.

—¡Te digo que Gardner necesita un compañero! No me importa que no podamos permitírnoslo, ¡lo necesita!

—Muerte… —siseó el poeta—. ¡Muerte!

—¡No me importa que no tengamos un céntimo! ¡Tú quieres tiempo para tu poesía, y yo, para mi escultura!

—Mis Canciones del fortín

—¡Ruthlen Beauson! —gritó Athene, justo antes de que oyeran el estrépito de un jarrón haciéndose añicos—. Dios mío, y ahora ¡qué!

Lo encontraron colgado de la repisa de la chimenea, berreando para pedir auxilio y un cambio inmediato de pañal…

«¡EL MUÑECO QUE LO HACE TODO!».

Athene estaba delante del escaparate con los labios fruncidos, sumida en profunda reflexión. Veía una nítida imagen mental: una balanza que oscilaba; en un plato descansaba la necesidad, y en el otro, la total falta de ingresos. Las cejas le formaban una cresta abultada, fruto de la concentración. No tenían dinero, eso estaba claro. La guardería quedaba descartada. Tampoco podían pagar a una institutriz. Pero tenía que haber una solución; tenía que haberla.

Hizo acopio de valor y entró en la tienda.

El vendedor recibió a la clienta con una sonrisa bondadosa y hoyuelos en las mejillas rollizas.

—¿Es verdad que ese muñeco hace lo que dice el cartel? —le preguntó Athene.

—Ese muñeco es incomparable. —El hombre estaba radiante—. No tiene parangón en el arte de la juguetería. Camina, habla, come y bebe, expulsa residuos corporales, ronca cuando duerme, baila, monta en balancín y canta el estribillo de siete canciones populares infantiles. —Paró para tomar aire—. Por nombrar una: Molly Andrews.

—¿Cuánto cuesta?

—Nada un máximo de quince metros a crol, lee libros, toca trece estudios sencillos al piano, corta el césped, se cambia solo los pañales, trepa a los árboles y eructa.

—¿Qué precio…

—Y crece —finalizó el vendedor.

—… tiene?

—Crece —repitió el hombre, con los párpados entornados—. Su cuerpo de plástico contiene las células y el protoplasma necesarios para un ciclo de maduración de veinte años.

Athene se quedó boquiabierta.

—Mil setecientos cincuenta. Una ganga —concluyó el hombre—. ¿Se lo envuelvo para regalo o prefiere llevárselo andando?

Un enjambre de pensamientos como avispones ansiosos zumbaba en la cabeza de Athene Beauson. El muñeco sería el compañero perfecto para el pequeño Gardner, pero… ¡mil setecientos cincuenta! Cuando Ruthlen viera la etiqueta con el precio, las ventanas se harían añicos del grito que pegaría.

—Es una apuesta segura —dijo el vendedor.

«¡Necesita un compañero de juegos!».

El tendero adivinó el aprieto en el que se encontraba y le dio el golpe de gracia.

—Puede pagarlo en cómodos plazos.

Los pensamientos desaparecieron como fichas barridas de una de juego. Sus ojos ardieron con una llamarada y una sonrisa súbita le tiró de las comisuras de los labios.

—Póngame un muñeco de niño de un año —pidió, entusiasmada.

El vendedor corrió a la estantería.

No se rompió ninguna ventana, pero a Athene seguían pitándole los oídos media hora después.

—¿Te has vuelto loca? —El estridente grito de su marido se le había clavado como una navaja en el cerebro—. ¡Mil setecientos cincuenta!

—Podemos pagar poco a poco.

—¿Con qué? —había chillado él—. ¿Con cartas de rechazo y arcilla?

—¿Acaso prefieres que tu hijo esté solo todo el día? —arremetió ella—. ¿Que deambule por la casa rompiendo, destrozando y aplastándolo todo?

Ruthlen acompañó cada palabra de la enumeración con una mueca, como si cada una fuese un golpe propinado en la cabeza con una maza de pinchos. Cerró los ojos tras las gafas de cristales de seis milímetros de grosor, recorrido de pies a cabeza por constantes escalofríos.

—Ya basta… —murmuró, y levantó una mano blanca a modo de rendición—. Ya basta, ya basta.

—Vamos a llevarle el muñeco a Gardner —propuso Athene, entusiasmada.

Fueron al cuartito de su hijo y allí lo encontraron, desgarrando las cortinas. Ruthlen, con las mejillas tensas y soplando entre dientes, lo bajó del alféizar de un tirón y le dio un par de capones.

Gardner parpadeó una sola vez con sus ojitos redondos y brillantes.

—Déjalo en el suelo —le pidió enseguida Athene—. Que vea el muñeco.

Gardner abrió la boca de un solo diente y se quedó mirando el muñeco, que estaba frente a él, mudo. Era de su mismo tamaño, con el pelo oscuro, los ojos azules, la piel rosada, pañal… Igualito que un niño de verdad. Gardner parpadeó muchas veces.

—Activa el mecanismo —le susurró Ruthlen a su mujer, y ella se inclinó para pulsar el botón diminuto.

Gardner se cayó de culo, consternado y babeante, cuando el niño muñeco le sonrió.

—¡Ba-bi-ba-ba! —gritó, fuera de sí.

—¡Ba-bi-ba-ba! —repitió el muñeco.

Gardner retrocedió con los ojos desorbitados. Luego, agachado con cautela, observó como el niño muñeco se le acercaba a pasos torpes. Como la pared le impedía seguir retrocediendo, se encogió, asombrado, hasta que el muñeco se detuvo con un clic delante de él.

—¡Ba-bi-ba-ba! —El niño muñeco volvió a sonreír, eructó una vez y se puso a bailar en el suelo de linóleo.

De repente, los labios gordezuelos de Gardner se alargaron en una sonrisa tonta y gorgoteó feliz. Sus padres cerraron los ojos, agradecidos, con una sonrisa beatífica, mientras se desvanecían todas las objeciones y todos los reparos financieros.

—¡Oh! —susurró Athene, maravillada.

—¡No puedo creérmelo! —dijo Ruthlen con la voz ronca de asombro. Gardner y su amigo mecánico fueron inseparables durante varias semanas. Se sentaban en cuclillas juntos, se miraban largo y tendido con ojos atónitos, se reían de sus bromas y, en general, con lo que más se recreaban era con sus babeantes tête à têtes. Lo que hacía Gardner, lo hacía también el muñeco.

En cuanto a Ruthlen y Athene, se deleitaron con el advenimiento de aquella paz casi olvidada. Los nervios a flor de piel ya no se traducían en agresiones del martillo en el yunque; el aire no vibraba con el estrépito de la generación de añicos. Ruthlen componía versos y Athene esculpía, todo en un éxtasis de intimidad sabática.

—¿Lo ves? —dijo ella una noche mientras cenaban—. Era lo único que necesitaba: un compañero.

Ruthlen inclinó la cabeza en solemne tributo a la perspicacia de su esposa.

—Cierto, cierto es —susurró, feliz.

Una semana, un mes. Después, gradualmente, la metamorfosis.

Una mañana, Ruthlen, atascado en un pentámetro traicionero, levantó la cabeza del papel y se quedó con la mirada petrificada.

—Atento —murmuró.

Era el ruido del desmembramiento de un juguete.

Corrió al cuarto de juegos y se encontró a su único vástago sacándole las entrañas de algodón a una muñeca a la que hasta entonces había respetado.

El poeta se quedó en la puerta de la habitación, apesadumbrado. El corazón volvía a latirle al misino ritmo enfermizo que unas semanas atrás. Gardner destripaba la muñeca ante la mirada atenta de su compañero de juegos, al que nada se le escapaba.

—No —murmuró el poeta, aunque interiormente sabía que era sí. Se alejó sin mediar palabra y se convenció de que había sido accidental. Sin embargo, al día siguiente, mientras comían, Ruthlen y su esposa apretaron con tanta fuerza los sándwiches que las rodajas de tomate salieron disparadas y aterrizaron en el café.

—¿Qué es eso? —preguntó Athene, horrorizada.

Encontraron a Gardner y su muñeco acomodados entre los restos de lo que, en tiempos mejores, había sido una maceta.

El muñeco de ojos vidriosos observaba muy interesado como Gardner cogía a manos llenas la tierra negra y la lanzaba por los aires, y los sucios grumos llovían sobre la alfombra.

—No… —dijo el poeta, con las úlceras reabiertas.

—No… —repitió Athene como un eco, con labios pálidos.

Le dieron unos azotes a su hijo, lo metieron en la cama y encerraron el muñeco en el armario. Con los oídos apuñalados por los berridos, marido y mujer comieron nerviosos y en silencio, mientras sus estómagos alterados producían ácidos cada vez más corrosivos.

Solo pronunciaron un comentario cuando se marcharon dubitativos cada uno a su mundo privado.

—Ha sido un accidente —dijo Athene.

Pero durante la semana siguiente tuvieron que dejar de trabajar exactamente ochenta y siete veces.

Una porque Gardner se revolcaba en las cortinas del salón, que había arrancado. Otra porque tocaba el piano con un martillo en respuesta a la interpretación realizada por el muñeco de una gavota de Bach. Después otra vez más, y otra, y otra, y uno tras otro caían los objetos, desde tarros de mermelada hasta sillas. Se rompieron treinta objetos en total, el gato desapareció y se veía el suelo por un agujero de la alfombra, en el punto donde Gardner había estado operando con las tijeras.

Al cabo de dos días, los Beauson versificaban y esculpían con los ojos desorbitados, los labios pálidos y crispados, y la mandíbula apretada. Al cabo de cuatro, se inició en ellos un proceso de petrificación orgánica y el cerebro se les fue osificando. Al cabo de una semana, tras muchos y variados movimientos de vísceras, estaban constantemente en alerta, paralizados y mudos, esperando nuevas atrocidades y soñando con un infanticidio violento.

Y llegó el fin.

Una noche, Athene y su marido cenaban una jarra de agua de Seltz para calmar el estómago, sentados como espantapájaros con rigor mortis, con los ojos como bolas estupefactas atravesadas por hilos de sangre.

—¿Qué vamos a hacer? —murmuró un hundido Ruthlen.

Athene negó con la cabeza para expresar su impotencia.

—Creía que el muñeco… —dejó la frase en el aire.

—El muñeco no ha servido para nada —se lamentó Ruthlen—. Estamos igual que al principio. No. Estamos mil setecientas cincuenta veces peor, ya que dices que el muñeco no se puede devolver.

—No se puede —dijo Athene—. Es…

El ruido la pilló en mitad de la frase.

Era un golpeteo húmedo, como si alguien arrojara lodo contra la pared. Lodo o…

—¡No! —Athene, con el alma desgarrada, alzó la vista—. ¡Oh, no!

El repentino y veloz chancleteo de sus sandalias se sincopaba con los salvajes latidos de su corazón. Su marido la siguió con las piernas tiesas como palos de escoba y los labios convertidos en un tembloroso círculo de recelo.

—¡Mi escultura! —gritó Athene, de pie como una estatua de mármol en el umbral del estudio, contemplando con el rostro ceniciento el horrendo panorama.

Gardner y el muñeco jugaban a hacer diana en las rosas del papel pintado, para lo cual usaban como munición grandes pelotas de arcilla arrancadas de la pieza inacabada de Athene.

Mudos de horror, Ruthlen y su mujer se quedaron mirando al muñeco, que había establecido nuevas conexiones sinápticas dentro de la bóveda metálica de su cráneo y, aparte de bailar, trepar y eructar, también sabía lanzar arcilla contra las paredes.

De repente, no les cupo duda: la maceta derribada, los jarrones rotos, los tarros que caían de estantes altos… ¡Gardner necesitaba ayuda para hacer todas aquellas cosas!

Ruthlen Beauson previó un futuro espantoso, es decir, una reproducción el doble de espantosa del espantoso pasado: los tormentos propios del Gran Guiñol que les infligía Gardner, multiplicados gracias a la presencia del muñeco.

—Saca a ese monstruo metálico de mi casa —le murmuró Ruthlen a Athene, con los labios duros como el hormigón.

—¡Pero no podemos cambiarlo! —gritó ella, histérica.

—¡Entonces voy a por el abrelatas! —rugió el poeta, retrocediendo con las piernas de roca.

—¡No es culpa del muñeco! —gritó Athene—. ¿De qué va a servir destrozarlo? ¡Es Gardner! ¡Es este monstruo que hemos creado juntos!

De repente, al poeta se le encajaron los ojos en las órbitas. Dirigió la mirada del muñeco al hijo y del hijo al muñeco y comprendió la escalofriante verdad de aquella afirmación. El culpable era su hijo. El muñeco se limitaba a imitarlo, el muñeco hacía lo que le…

… enseñaban.

Fue en ese instante, en ese preciso segundo, cuando se les ocurrió la idea, y con ella llegó la paz al hogar de los Beauson.

A partir del día siguiente, su Gardner, de nuevo solo, fue un modelo de comportamiento, y la casa se convirtió en un santuario de feliz creación.

Todo era perfecto.

La desagradable verdad no se conoció hasta veinte años después, cuando el universitario Gardner Beauson conoció a una sensual alumna de segundo y le reventaron trece juntas y el generador.

Mi mujer, Ruth, y yo nos juntábamos con Chuck Beaumont y su mujer, Helen. Creo que fue a Chuck a quien se le ocurrió la idea: nos sentaríamos los cuatro con un diccionario y escogeríamos una palabra cada uno para crear un poema original. El primero debía escoger un nombre, el segundo buscaría un verbo interesante…, y así construíamos poemas estrambóticos. Ojalá tuviéramos copias de ellos. Ruthlen es Ruth más el final de Helen, mientras que Beauson es Beaumont más el final de Matheson. Seguramente estaba visualizando a Chuck en una situación límite. —RM