El niño curioso

Una tarde cualquiera de un día cualquiera, un día igual que tantos otros. La luz del sol teñía de bronce las ventanas que daban a Jersey. Los rebaños de coches balaban en la calle, multitud de tacones presurosos pisaban las aceras. Las oficinas del centro se adormecían al disminuir el trabajo. Ya eran casi las cinco. En pocos minutos, la hora punta en metros, autobuses y taxis. En pocos minutos, el gran éxodo.

Roben Graham, sentado a su mesa, terminaba los últimos detalles, escribiendo despacio a lápiz en los folios. Cuando acabó, miró el reloj de pared. Era casi la hora de irse. Se levantó con un gruñido y se desperezó despacio, intercambiando una sonrisa con la chica del otro lado del pasillo. Fue al baño, se aseó, se abrochó el cuello de la camisa, se ajustó la corbata y se peinó el pelo oscuro. Todos se preparaban para marcharse, cosa que harían en cuanto faltasen pocos segundos para que las manecillas del reloj marcaran las cinco en punto.

Roben Graham volvió a la oficina para echar un último vistazo a su trabajo. Dieron las cinco. Dejó los papeles en la cesta con la etiqueta «SALIDA» y fue hasta el perchero. Con movimientos cansados, se puso la chaqueta y el sombrero. Otra jornada llegaba a su fin. Tenía por delante el trayecto en coche a casa, la cena, una noche tranquila. Quizá viera la televisión o jugara una partida de bridge con los Oliver.

Recorrió sin prisa el pasillo en dirección a la gente congregada delante de los ascensores. Tuvo que esperar a que bajaran dos tandas antes de conseguir meterse en uno. Se apoyó en la cabina bochornosa y abarrotada; las puertas se cerraron y notó que el suelo descendía.

Mientras bajaba, intentó recordar qué le había pedido Lucille que comprara de camino a casa. ¿Canela? ¿Pimienta? ¿Cebolletas? Meneó la cabeza. Lucille le había dicho que se hiciera una lista, pero se había negado. Lucille siempre le decía que se hiciera una lista, pero él siempre se negaba, y después no se acordaba de lo que tenía que comprar. La memoria era un fastidio.

Las puertas del ascensor se abrieron y cruzó el vestíbulo atestado para salir a la calle.

Y ahí empezó todo.

«¡Dios mío! —pensó—. ¿Dónde he dejado el coche?».

Al principio se tomó a broma lo de estar perdiendo la memoria. Luego frunció el ceño y trató de acordarse.

Eran varios los sitios donde podría haber aparcado aquella mañana. Había visto un hueco justo enfrente del edificio, pero un camión de reparto se lo había quitado. No tenía tiempo para esperar a ver si solo se quedaría aparcado unos minutos, así que había seguido y había girado a la derecha en la esquina.

En la siguiente manzana, una mujer al volante de un Pontiac amarillo había entrado marcha atrás en un hueco unos segundos antes de que él llegara. Unos cuantos coches más adelante había visto otro sitio, pero había dejado cruzar a dos mujeres y se le habían adelantado.

En cualquier caso, aquellos recuerdos no lo ayudaban. Seguía sin recordar dónde había aparcado. Se detuvo en la acera, indeciso y molesto por aquel olvido tan ridículo. Sabía muy bien que había estacionado a una o dos manzanas del edificio. A ver, ¿había sido en el aparcamiento de al lado del restaurante donde comía (a 35 centavos la hora, 75 centavos máximo)? ¿Había sido allí?

No, allí no, estaba seguro.

Una mujer cargada con varias bolsas pesadas chocó con él. Robert Graham se disculpó, se pegó a la pared del edificio para no entorpecer el paso. Malhumorado, siguió tratando de recordar dónde había aparcado el coche.

«Bueno, esto es absurdo», pensó, enfadado. Pero el enfado de nada le sirvió porque seguía sin acordarse. Retorció los dedos con irritación. «Vamos, hombre», se dijo. ¿En cuántos sitios podía haber aparcado? No había tantos.

Decidió que seguramente delante de la floristería. Solía dejar el coche allí a menudo.

Se apartó de la pared y caminó a paso ligero hacia la esquina en la que había girado a la derecha, por la Calle Veintidós. Lo inquietaba un poco no acordarse de dónde había dejado el coche. Era un lapsus de poca importancia, sí, pero desconcertante por lo repentino. Apretó el paso. Un nerviosismo inexplicable se había apoderado de su cuerpo.

El coche no estaba delante de la floristería.

Se quedó plantado con cara de desconcierto en el lugar donde solía aparcar. Veía mentalmente el Ford verde junto al bordillo, los neumáticos de bandas blancas, el…

La visión se desintegró y se encontró visualizando un Chevrolet azul. Parpadeó. La mente le daba vueltas, confusa. Su coche era un Ford verde, modelo de 1954. Ya no tenía aquel Chevrolet azul, ¿verdad?

Robert Graham notó que el corazón le latía de forma extraña, antinatural, como un tambor en una habitación vacía. ¡Por Dios! ¿Qué estaba pasando? Primero se le olvidaba dónde había aparcado el coche y después ni siquiera sabía qué coche tenía, si un Ford de 1954 o un Chevrolet de 1949…

De repente, desfilaron por su mente todos los coches que había tenido, desde el Franklin refrigerado por aire de 1932 al Ford de 1954. Nada tenía sentido. Era como si los años se revolvieran unos con otros, como unieran pasado y presente: 1947, el Plymouth; 1938, el Pontiac; 1945, el Chevrolet; 1935…

La impaciencia se apoderó de él.

«¡Esto es absurdo! —Las palabras le estallaron en la mente enardecida—. Tengo treinta y siete años, estamos en el año 1954 y mi coche es un Ford verde».

Aquel batiburrillo de recuerdos, aquella mezcolanza de lo contemporáneo con lo olvidado lo irritaba. Era ridículo, sin más, que un hombre no recordara siquiera dónde había aparcado. Aquella situación parecía un sueño estúpido. Sin embargo, había algo más, y de repente se dio cuenta.

Estaba asustado.

No era gran cosa, en realidad: solo un coche aparcado. Pero el coche formaba parte de su existencia, y aquella parte había perdido definición.

Y eso lo atemorizaba.

«Ya basta —se dijo—. Vamos a zanjar este asunto. ¿Dónde demonios he aparcado?».

Tenía que ser cerca, porque no había entrado tarde a trabajar a pesar de haber llegado al centro a las nueve menos cuarto.

«Chevrolet, Plymouth, Pontiac, Chevrolet, Dodge… —Se desentendió de las marcas de coche que le pasaban por la cabeza—. ¿Dónde he aparcado? ¿En qué…?».

Perdió el hilo de repente. Robert Graham se quedó petrificado, como una isla en la marea de gente en movimiento, con cara de perplejidad y asombro.

¿Desde cuándo tenía coche?

Se le tensaron los músculos y miró el bordillo con miedo en los ojos.

«¿Qué es esto? ¡Dios mío! ¿Qué me pasa?».

Algo se le escapaba, una certeza que se desvanecía, que se alejaba…

Robert Graham se tranquilizó y miró a su alrededor.

«¡Santo cielo! ¿Qué hago aquí plantado? —pensó—. Tengo que irme a casa».

Echó a andar hacia el metro.

Bueno, ¿qué le había pedido Lucille? ¿Canela? ¿Café? ¿Pimentón? ¡Maldita sea! ¿Por qué no se acordaba? Bueno, daba igual; ya se acordaría de camino a casa. Dobló la esquina y paró a comprar el periódico en el quiosco.

Cuando llegó a los escalones de la boca del metro, volvió a detenerse. La gente lo empujaba al bajar ruidosamente hacia el oscuro pasillo.

«El cercanías hasta la Calle Catorce —recitó mentalmente—, el expreso a Brighton hasta…».

Pero él vivía en Manhattan.

«Un momento, un momento».

Intentó frenar el regreso de aquella preocupante sensación. En la Calle Ochenta y Siete Oeste, número 568, allí vivía. ¿Qué era aquella estupidez del expreso a Brighton? Empezó a bajar los escalones. Allí era donde vivía antes, en Brooklyn, en la Calle Siete Este, número 222. Pero ya no…

Se paró otra vez al pie de las escaleras y se apartó hacia la pared de azulejos, perplejo. Vivía en Brooklyn, ¿no? En la casita próxima a Prospect Park. Se le crispó la cara y el aliento le salió de los pulmones con un estremecimiento.

«¿Qué está pasando? —se preguntó débilmente—. ¿Qué me está pasando?».

Volvió la cabeza de golpe.

«¿Qué hago aquí, teniendo coche?», pensó, confundido.

¿Coche? Se le contrajo la mejilla. No tenía coche.

Echó a andar despacio y nervioso por el pasillo.

«Manhattan —se decía—, vivo en la parte alta de Manhattan, en la Calle Ochenta y Siete Oeste, 568, piso 3-C. No, no, vivo en Brooklyn. Vivo en la avenida Manhill, 5698, en Queens».

¡Queens! ¡Por Dios! ¡Hacía quince años que Lucille y él no vivían en Queens!

Camino Pine, 57, Allendale, en Nueva Jersey.

A Robert Graham se le hizo un nudo abrasador en el estómago. Paseó la mirada por el pasillo sombrío sin saber qué hacer, observando a la gente que pasaba por su lado a toda prisa y se dirigía a los torniquetes de entrada. Se fijó en el cartel de un rinoceronte rosa que mantenía en equilibrio una rebanada de pan de centeno Feldman en la punta del cuerno: «¡Más fresco, imposible!». Su mente aturdida trató de aferrarse a algo sólido e inamovible.

Pero las direcciones le daban vueltas en la cabeza formando una corriente burbujeante de números, calles, ciudades, estados… Manhattan, Brooklyn, Queens, Staten Island, Nueva Jersey… ¡No, por amor de Dios! ¡Se había ido de Jersey a los diecisiete años! Avenida Manhill, 5698. Avenida Bedford, 1902. Camino Pine, 57. Calle Siete Este, 3360…

El orfanato de Sheepshead.

Robert Graham se estremeció. Llevaba meses sin acordarse del orfanato en el que había pasado siete años. Tragó saliva. Se dio cuenta de que le caían gotas de sudor por las sienes, se dio cuenta de que estaba en el pasillo del metro, con el periódico apretado en la mano temblorosa, mientras la gente pasaba a empujones junto a su cuerpo inmóvil.

Cerró los ojos, sacudido por temblores.

«Vale, vale —se dijo rápidamente—. A lo mejor he estado trabajando demasiado. Al fin y al cabo, la mente es engañosa; puede fallar en el momento menos pensado. —Con dedos temblorosos, se sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón e intentó tranquilizarse—. Si no consigo acordarme, consultaré la dirección en algún carné en el que consten mis datos y listo. Llegaré a casa enseguida, con calma, y llamaré al doctor Wolfe, que…».

Se quedó mirando el carné de conducir que llevaba en la cartera. Se le escapó un gemido casi inaudible.

«Pero si no tengo coche —protestó para sí—. No tengo… —Las manos no le obedecían y la cartera se le cayó al suelo de hormigón. Se agachó a toda prisa, nervioso, y la recogió—. Estoy enfermo, estoy enfermo y tengo que irme a casa ahora mismo».

Leyó la dirección del carné de conducir: Calle Siete Este, 222, Brooklyn 18 (Nueva York). Corrió por el pasillo, guardándose la cartera en el bolsillo del abrigo.

Se detuvo delante de los torniquetes. Una chispa de memoria, la punzada de un recuerdo, algo sobre no haber enviado un cambio de dirección a la oficina de vehículos de motor, unos muebles que conocía bien de un piso en la parte alta de Manhattan, Lucille preparando la cena y…

—Perdone, señor, ¿me haría el favor de dejarme pasar? —le pidió irritada una joven.

Robert Graham se apartó al instante del torniquete y se acercó de nuevo a la pared de azulejos. Un hilillo de agua helada le bajaba por la espalda.

«No sé dónde vivo».

Lo reconoció, se lo confesó a sí mismo. «Recuerdo todos los lugares en los que he vivido, pero no recuerdo dónde vivo ahora». Era una locura, pero así era. Recordaba el piso de la Calle Ochenta y Siete, la casita de Brooklyn, el piso de Queens, el bungalow de Staten Island y…

Estaba mareado, mareado y asustado. Quería acercarse a alguien y pedirle que lo llevara a casa, quería decir a todo el mundo que estaba olvidándolo todo y que necesitaba ayuda.

Sacó de nuevo la cartera y la abrió con dedos torpes. Robert Graham, número de la Seguridad Social 128-16-5629. De poco le servía aquello. Uno sabe cómo se llama, pero ¿sabe dónde vive?

Su carné de la biblioteca: Biblioteca Pública de Queens. ¡Si ya no vivía en Queens! Tendría que haber tirado aquel carné, porque había caducado hacía tiempo. ¡Maldita sea! El pecho se le estremeció con un grito ahogado. ¿Qué estaba pasándole? Nada tenía sentido. Había salido del trabajo una tarde de jueves como cualquier otra y…

¡Oh, no!

Apretó los labios temblorosos. Jueves. Era jueves, ¿no? Abrió la boca y la cerró al instante, como si de repente temiese que su cuerpo fuese también a desintegrarse. Tiritando y con cara de enfermo en el oscuro pasillo, se quedó mirando a la gente que pasaba por los torniquetes y oyendo los continuos chasquidos de las pesadas barras de madera al girar.

¿Qué día era? Tenía que enfrentarse a la pregunta. Era lunes, porque Lucille y él habían ido al parque el día anterior y habían remado en el lago. No. Tenía que estar equivocado, porque recordaba haber cerrado el contrato Barton-Dozier el día anterior.

Tenía la garganta agarrotada. Empezó a separarse de la fría pared, pero volvió a apoyarse en ella, todavía aferrando la cartera.

«Jueves —se dijo, obstinado y con la voluntad inflexible—. Es jueves, jueves, ¡jueves! He salido de las oficinas de…, de…».

¡Dios bendito! ¿Para quién trabajaba?

Se apartó de la pared, como si estuviese a punto de echar a correr despavorido. Pero se detuvo en seco, le temblaban las piernas y fue incapaz de decidir si avanzar, si retroceder o si quedarse donde estaba.

De forma automática, sin tan siquiera ser consciente de ello, sacó una moneda de cinco centavos del bolsillo del pantalón e intentó meterla en la ranura del torniquete. Tenía a un hombre detrás, impaciente.

—¿Qué pasa, amigo? —le oyó preguntar.

—Esta… Esta moneda no entra —respondió.

El hombre se lo quedó mirando un momento y las mejillas se hincharon al reprimir una carcajada.

—¡Vaya! —dijo—. ¡Nada menos que cinco centavos! Pero ¿de dónde sale usted?

Robert Graham miró al hombre y algo frío y temible le subió del estómago. Entonces, de repente, lo apartó con un gruñido y se fue.

Se quedó junto a la pared y miró atrás. El pecho le subía y le bajaba a espasmos.

«No sé qué estoy haciendo —pensó, con una sensación de terror absoluto—. No sé dónde voy, ni dónde vivo, ni para quién trabajo. ¡Ni siquiera sé qué día es hoy!». El sudor le bañó la cara y fue a sacar el pañuelo. Entonces vio…

¡El periódico! Lo desplegó de inmediato.

Miércoles. Un tembloroso suspiro de alivio le vació los pulmones. Bien… Bien… Algo era algo. Un dato sólido al que agarrarse. Miércoles, era miércoles. Tragó saliva.

«Gracias a Dios que al menos sé eso. —Se secó el sudor—. De acuerdo —se dijo para darse valor—, me pasa algo en el cerebro. Tengo que llegar a casa y llamar al médico. Voy a mirar en la cartera; tiene que haber algún documento con mi dirección: el carné de un club de lectura, la libreta de reclutamiento, la tarjeta de la Seguridad Social, la…».

El periódico se le cayó al suelo mientras se palpaba frenético los bolsillos. Se pasó las manos por la ropa y empezó a gimotear.

«No… ¡Dios mío, no!».

—¡Se me ha caído la cartera! —Lo dijo en voz muy alta. De repente, se negó a que el pánico se apoderase de él.

«Seguramente se me ha caído en el torniquete. Llevaba muchas cosas en la mano: el periódico, la moneda, la cartera. Se me ha caído. Voy a buscarla».

Caminó despacio, con pasos rígidos, por el pasillo, examinando el suelo, que estaba plagado de manchas negras de chicles, envoltorios de chocolatinas, vasos aplastados de cartón, hojas de periódico y colillas pisoteadas.

No había ninguna cartera en el pasillo. No había ninguna cartera cerca del torniquete. Se llevó una mano a la mejilla.

«No, no, esto no está pasando —se dijo, categórico—. Esto es un un sueño demencial, sin pies ni cabeza». Vagó aturdido entre las interminables filas de viajeros, con la mirada fija en el suelo, buscando la cartera.

«Quizá la haya recogido alguien», se le ocurrió de repente.

—Perdone —le dijo al encargado de la ventanilla de cambio.

El hombre lo miró impaciente y de mal humor. La gente que Robert Graham tenía detrás apretó los labios con fastidio.

—Sí, ¿qué pasa?

—¿Le han dejado una cartera? —le preguntó—. Es que…

—No.

Robert Graham se quedó mirándolo.

—Señor —le dijo el empleado de malas maneras—, hay mucha gente esperando para que le dé cambio.

Robert Graham se apartó de la ventanilla y se alejó tambaleándose por el pasillo. Respiraba con dificultad por la nariz y tenía ganas de llorar, así que se mordió el labio inferior. No, no, no podía ser cierto. Miró perplejo a su alrededor, sin entender nada. Todo parecía alejarse de él, la existencia se volvía neblinosa, la vida se le desgarraba en jirones de memoria.

—¡No!

La gente miró al hombre de rostro crispado que había gritado aquello en medio de la multitud apresurada.

No. ¡Era absurdo! Aquello era el mundo real, aquella era su vida, ¡la vida cotidiana del año 1954! No estaba loco, estaba tan cuerdo como cualquiera y decidido a llegar a casa lo antes posible.

Fingiendo que no lo paralizaban los nervios, caminó a toda prisa de vuelta por el pasillo hacia la hilera de cabinas telefónicas que había a lo largo de la pared.

«De acuerdo, soy incapaz de acordarme de dónde vivo. Buscaré la dirección en la guía. Miraré en todas y cada una de las guías. No puede haber muchos Robert… Robert…».

Se paró en seco, helado de miedo. La gente pasaba apresuradamente a su lado de camino a casa, gente que sabía dónde vivía, gente que se acordaba de su apellido.

—Esto es…

¿Ridículo? Ronco y sin aliento, no pudo terminar la frase. No era ridículo. Era aterrador, era un horror repentino y absoluto que había irrumpido en su vida. Estaba perdiendo la cabeza, ¡la perdía! Tenía que llegar a casa para, para, para…

«¡Dios mío!».

Tres mujeres se apartaron del hombre que temblaba y gemía en medio del pasillo. Siguieron su camino a toda prisa, pero se volvieron varias veces para mirarlo con curiosidad.

Se abrió paso como un poseso entre la multitud.

—Necesito ayuda —murmuraba una y otra vez—. Necesito…

Una especie de nube se movía por el pasillo con la gente que se acercaba. No parecían verla y eran incapaces de atravesarla.

Pero él sí que la vio. Un grito ahogado se le formó en la garganta, se dió la vuelta y volvió sobre sus pasos a trompicones; le flaqueaban las piernas.

«No sé quién soy. —Aquella idea lo torturaba como un puñal mientras intentaba escapar—. ¡No sé quién soy!».

Miró hacia atrás. La nube se acercaba más deprisa, estaba ya a pocos metros de él. Se volvió.

Gritó.

Entonces, la noche cayó sobre él, una noche atravesada por chorros de luz que eran como peces apenas vislumbrados en un lago oscuro, como brillantes relámpagos de movimiento. Le pareció ver una cara extraña y creyó oír a alguien que le decía; «Acércate».

Se desmayó. Un remolino de oscuridad se apoderó de su cerebro y lo olvidó todo.

Estaba tumbado con los ojos abiertos mientras un hombre le hablaba, un extraño hombre sin pelo con una túnica brillante.

—Llevamos mucho tiempo buscándote —le dijo—. Cuando tenías dos años y vivías con tu padre, que era científico, te metiste en una pantalla del tiempo movido por la curiosidad y la activaste sin querer. Sabíamos que te habías ido al año 1919, pero no a qué lugar. Ha sido una larga búsqueda, pero ya estás de vuelta.

»Lamentamos que hayas pasado por una experiencia tan aterradora, pero no hemos podido evitarlo. Cuanto más nos acercábamos a ti, más se mezclaban pasado y presente en tu cabeza, hasta que, cuando por fin dimos contigo, lo olvidaste todo.

El hombre esbozó una sonrisa mientras Robert miraba deslumbrado la extraña ciudad reluciente.

—Este es tu lugar —dijo el hombre—. Bienvenido a casa.

Supones que conoces tu vida hasta el último detalle. Pero ¿y si esos detalles fueran desvaneciéndose uno a uno? ¿Si olvidaras qué coche tienes? ¿Si olvidaras dónde vives? Eso era todo lo que tenía. Sentí tentaciones de dejarlo así, con el hombre al final desprovisto de todo, pero sabía que no me lo compraría nadie. De modo que le puse un final de ciencia ficción. De lo contrario no lo habría vendido nunca, porque no había propiamente una trama, solo la progresión de cómo un hombre va desligándose, alejándose de sí mismo y de su vida. No sé si ese final funciona o no, pero en cualquier caso lo vendí… Y el cuento proporcionó varias comidas a mis cuatro hijos. —RM