Paja mojada

Todo empezó unos meses después de haberse quedado viudo.

Se había mudado a una pensión y vivía bien gracias al dinero de la venta de las acciones de su mujer. Un libro al día, conciertos, comidas solitarias, visitas al museo… Con eso le bastaba. Escuchaba la radio, dormitaba y pensaba bastante. Llevaba una vida agradable.

Una noche dejó el libro que estaba leyendo y se desvistió. Apagó la luz y abrió la ventana. Se sentó en la cama y miró un momento el suelo. Le dolían un poco los ojos. Después se tumbó boca arriba y apoyó la cabeza en las manos. Entraba una brisa fresca por la ventana, así que se tapó con la manta hasta la cabeza y cerró los ojos.

El silencio era absoluto. Oía el ritmo regular de su respiración. La calidez lo envolvió. Entró en calor y se sosegó. Suspiró profundamente y sonrió.

De repente, abrió los ojos.

Una débil ráfaga de aire le rozó la mejilla y percibió el olor de algo muy similar a la paja mojada. No le cupo duda.

Alargó un brazo, tocó la pared y notó la brisa que entraba por la ventana. Sin embargo, debajo de las mantas, la calidez había dejado paso a otra brisa… y a un frío olor de paja mojada.

Se destapó y se quedó tumbado con la respiración entrecortada.

Después se burló de sí mismo. Un sueño, una pesadilla. Demasiada lectura. Una comida indigesta.

Volvió a taparse y cerró los ojos. Dejó la cabeza fuera de la manta y se durmió.

Al día siguiente lo había olvidado por completo. Desayunó y se fue al museo. Pasó allí la mañana. Recorrió todas las salas y lo observó todo detenidamente.

Cuando estaba a punto de irse, sintió el impulso de volver atrás para contemplar un cuadro al que solo había echado un vistazo.

Se detuvo delante de él.

Era un paisaje campestre: un enorme establo en un valle.

Empezó a jadear y a juguetear con la corbata.

«Es ridículo que me ponga nervioso por esto», pensó, y dio la espalda al cuadro.

Sin embargo, al llegar a la puerta, lo miró de nuevo Aquel establo lo asustaba.

«No es más que un establo —se dijo—. Un establo pintado».

Después de cenar, se fue a su habitación.

En cuanto abrió la puerta, se acordó del sueño. Se acercó a la cama, quitó la manta y las sábanas y las sacudió.

No olían a paja mojada. Se sintió ridículo.

Aquella noche se acostó con la ventana cerrada. Apagó la luz, metió en la cama y se tapó con la manta hasta la cabeza.

Al principio no ocurrió nada. Silencio, quietud del aire y calidez creciente.

Después la brisa se levantó de nuevo y notó claramente cómo le alborotaba el pelo. Olía a paja mojada. Abrió los ojos en la negrura y respiró por la boca para evitar el olor.

En la oscuridad distinguió un cuadrado de luz grisácea.

«Es una ventana», pensó de improviso.

Siguió mirándola y el corazón le dio un vuelco cuando la iluminó un súbito destello. Pareció un relámpago. Aguzó el oído. El olor de paja mojada no desapareció.

Oyó que empezaba a llover.

Se asustó y se destapó la cabeza.

Estaba en la cálida habitación. No llovía. Hacía un calor sofocante porque la ventana estaba cerrada.

Miró al techo y se preguntó a qué se debía aquel espejismo.

Volvió a taparse con la manta y se quedó quieto, con los ojos muy cerrados, a modo de prueba.

El olor volvió a metérsele en la nariz. La lluvia azotaba la ventana con furia. Abrió los ojos y distinguió la cortina de agua a la luz de los relámpagos. Después, la lluvia empezó a repiquetear por encima de él también, en un tejado de madera. Se encontraba en un lugar con el tejado de madera y lleno de paja mojada.

Estaba en un establo.

Por eso lo había asustado el cuadro. Pero ¿por qué?

Intentó tocar la ventana, pero no llegaba. Notó el aire en la mano y el brazo. Quería tocarla.

«Quizá pueda abrirla y sacar la cabeza a la lluvia —fantaseó—, y entonces destaparme para ver si tengo el pelo mojado».

Empezó a sentir como si estuviera en un lugar espacioso. No notaba los límites de la cama. Estaba encima del colchón, pero le daba la sensación de estar tumbado en un espacio abierto. La brisa le acariciaba el cuerpo entero y el olor era más intenso.

Escuchó con atención. Oyó un chirrido y luego un relincho. Siguió escuchando.

En aquel momento se dio cuenta de que ya no notaba toda la superficie del colchón.

Era como si estuviese tumbado de cintura para abajo en un suelo frío de madera.

Asustado, buscó el borde de la manta y la apartó.

Estaba empapado en sudor, con el pijama pegado al cuerpo. Se levantó y encendió la luz. Abrió la ventana y entró una brisa refrescante.

Le temblaban las piernas al andar y tuvo que agarrarse a la cómoda para no caerse.

En el espejo se vio la cara, pálida de miedo. Levantó una mano y observó como le temblaba. Tenía la garganta seca.

Fue al cuarto de baño y se bebió un vaso de agua. Volvió al dormitorio y observó la cama. No había nada más que la manta, las sábanas revueltas y una mancha de sudor. Las sacudió delante de la lámpara y las examinó minuciosamente. Nada.

Cogió un libro y pasó el resto de la noche leyendo.

Al día siguiente regresó al museo y contempló el cuadro.

Intentó acordarse de si había estado alguna vez en un establo. ¿Llovía y había visto relámpagos por la ventana?

Entonces lo recordó.

Había sido en la luna de miel. Habían salido a pasear y la lluvia los había pillado por sorpresa. Se habían cobijado en un establo hasta que hubo escampado. Había un caballo en un pesebre y ratones que corrían por la paja mojada.

Pero ¿qué significaba? No había motivo para recordarlo en aquel momento.

Aquella noche tuvo miedo de irse a dormir. Fue posponiéndolo hasta que notó que se le cerraban los ojos y se acostó vestido, sin taparse, con la ventana cerrada.

Durmió profundamente, sin soñar nada.

Se despertó temprano. Estaba a punto de amanecer. Sin pensar, cogió la manta del sillón y se la echó por encima.

Fue inmediato. De repente se encontró en el establo.

No se oía nada. No llovía. Una luz gris entraba por la ventan ¿Rayaría también el alba en aquel establo imaginario?

Sonrió adormilado. Era demasiado idílico. Tendría que comprobar por la tarde si había luz en el establo.

Empezaba a destaparse la cabeza cuando oyó un susurro a su lado. Contuvo el aliento. Le pareció que se le paraba el corazón y notó un cosquilleo en el cuero cabelludo.

Oyó un leve suspiro.

Algo cálido y húmedo le rozó la mano.

Apartó la manta con un grito y saltó de la cama al suelo.

Se quedó allí de pie, aferrando la manta, con la mirada fija en la cama y el corazón desbocado.

Sin fuerzas, se dejó caer en la cama. El sol estaba saliendo.

Se pasó una semana durmiendo en el sillón. Al final necesitó una noche de buen descanso y se metió en la cama vestido. No pensaba taparse con la manta nunca más.

Se sumió en una oscuridad sin sueños.

No sabía qué hora era cuando se despertó. Ahogó un sollozo. Estaba otra vez en el establo. Los relámpagos iluminaban la ventana y la lluvia repiqueteaba en el tejado.

Asustado, palpó a su alrededor, pero no encontró la manta por ninguna parte. Se puso a dar manotazos como un poseso.

De repente se fijó en la ventana. ¡Si conseguía abrirla, podría escapar! Estiró el brazo cuanto pudo. Más cerca. Más cerca. Casi la tenía. Un centímetro más y la tocaría.

—John.

Del sobresalto atravesó el cristal con el puño. Sintió la lluvia en el dorso de la mano y un dolor lacerante en la muñeca. Retiró el brazo y miró aterrado al lugar de donde procedía la voz.

Algo blanco se movió a su lado y unos dedos cálidos le acariciaron el brazo.

—John —oyó murmurar—. John.

Se había quedado sin habla. Buscó la manta a la desesperada, pero solo notaba el aire entre los dedos. Estaba en un suelo frío de madera, Gimoteó de miedo. Oyó de nuevo su nombre.

Entonces, a la luz de un relámpago, vio a su mujer tumbada a su lado, que le sonreía.

De repente dio con el borde de la manta. La apartó de sí y se tiró de la cama.

Notaba un cosquilleo en la muñeca y un dolor sordo en el brazo.

Se levantó a encender la lámpara y la habitación se iluminó con una luz cegadora.

Vio que tenía el brazo cubierto de sangre. Se extrajo un trozo de cristal de la muñeca y lo tiró al suelo, aterrorizado.

En el antebrazo tenía las huellas de los dedos de su mujer, rojas. Arrancó la sábana de la cama y corrió por el pasillo hasta el cuarto de baño. Se lavó el brazo, se echó yodo en el corte profundo y se lo vendó. El dolor era tan agudo que se mareaba. Gotas de sudor frío se le metían en los ojos.

En aquel momento entró otro huésped. John le dijo que se había cortado sin querer. En cuanto vio la cantidad de sangre, el hombre salió corriendo a llamar a un médico.

John se sentó en el borde de la bañera y se quedó mirando como goteaba la sangre en las baldosas.

Al día siguiente, el corte ya estaba limpio y vendado.

El médico no se había tragado su explicación. John le había dicho que se había cortado con un cuchillo, pero no había ningún cuchillo en la habitación, y las sábanas y la manta estaban llenas de manchas de sangre.

Le dijeron que se quedara en su dormitorio y mantuviese el brazo inmóvil.

Se pasó casi todo el día leyendo y preguntándose cómo había podido cortarse en un sueño.

Se excitó al pensar en su mujer. Seguía siendo muy hermosa.

Los recuerdos cobraron vida.

Habían escuchado la lluvia abrazados sobre la paja. No recordaba qué se habían dicho.

No le daba miedo que su mujer pudiera volver. Era realista y sabía que estaba muerta y enterrada.

No era más que una aberración de su cerebro. El producto de algún mecanismo que había permanecido latente hasta aquel momento.

Entonces se miró la muñeca y la venda.

Ella no había tenido la culpa. No le había pedido que golpeara el cristal.

Quizá podría estar con ella en una vida y disfrutar de su dinero en la otra.

Pero algo se lo impedía. Se había asustado. La paja mojada, la oscuridad, los ratones, la lluvia y el frío que le calaba hasta los huesos…

Tomo una decisión.

Aquella noche apagó la luz temprano. Se arrodilló junto a la cama.

Metió la cabeza bajo la manta. Sí ocurría algo, podría sacarla deprisa.

Esperó.

No tardó en oler la paja y oír la lluvia. La buscó. La llamó suavemente.

Oyó un susurro. Una mano cálida le acarició la mejilla. Se sobresalto, pero enseguida sonrió. Ella apareció y le acercó la cara a la suya. El perfume de su cabello lo embriagó.

Sus palabras le llenaron la mente.

John. Siempre seremos uno, ¿me lo prometes? Nunca nos separaremos. Si uno de los dos muere, el otro lo esperará, ¿verdad? Si muero, me esperarás, y yo encontraré el modo de llegar hasta ti. Llegaré hasta ti y te llevaré conmigo.

Y ahora ya no estoy. Me preparaste aquella bebida y morí. Pero has abierto la ventana para que entrase la brisa. Y he vuelto.

Él se echó a temblar.

La voz de su mujer se endureció y le rechinaron los dientes. Se le aceleró la respiración. Le tocó la cara y le pasó los dedos por el pelo, jugueteando, hasta la nuca.

Él gimió y le rogó que lo soltara. No hubo respuesta. Su mujer respiraba cada vez más deprisa. Intentó apartarse de ella. Notaba bajo los pies el suelo de la habitación. Trató de sacar la cabeza de debajo de la manta. Pero ella lo tenía bien sujeto. Lo besó en los labios. Tenía la boca fría y los ojos como platos. Él los miró mientras sus alientos se mezclaban.

Y entonces, la mujer echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. Los relámpagos inundaron la ventana. El ruido de la lluvia en el tejado era ensordecedor, y los ratones chillaban, y el caballo piafó e hizo temblar el establo. Su mujer le clavó los dedos en el cuello. Él tiró con todas sus fuerzas, y apretó los dientes, y se liberó. Notó un dolor súbito y cayó al suelo.

Cuando, al cabo de dos días, la dueña de la pensión entró en la habitación para limpiar, seguía en la misma posición. Yacía en un charco de sangre seca, con los brazos abiertos, rígido y frío. Nunca encontraron la cabeza.

Arrastré esta historia durante mucho tiempo; quizá la escribí cuando estaba en el instituto. Sé que no la escribí al mismo tiempo que las demás. (Solo a un muchacho muy joven se le ocurriría la idea de meter la cabeza debajo de una manta ¡y aparecer en un establo bajo la lluvia!). No sé de dónde me pudo venir semejante idea. Ya sé que he empleado muchas frases sorprendentes para terminar los cuentos, pero son muy efectistas: llegan de improviso y provocan un escalofrío. Por eso este cuento se incluyó en Weird Tales. —RM