La boda

Entonces, él le dijo que no podían casarse en jueves porque era el día que el diablo se había casado con su madre.

Estaban en una fiesta y no estaba segura de haber oído bien, porque había mucho ruido en la habitación y estaba un poco borracha.

—¿Qué dices, cariño? —Se le acercó más para oírlo mejor.

Frank se lo repitió con la seriedad y la sencillez que le eran propias. Ella se enderezó y sonrió.

—De verdad, eres un caso —dijo, y le pegó un buen trago a su manhattan.

Más tarde, cuando la llevaba a casa, ella se puso a hablar del día de la boda. Frank insistió en que tendrían que cambiarlo. Podía ser cualquier día menos un jueves.

—No te entiendo, cariño. —Apoyó la cabeza en el hombro caído y delgado de su novio.

—Cualquier día es bueno menos el jueves —repitió él.

—Vale, cielo —Levantó la mirada. Aquello empezaba a no tener gracia—. Deja ya la broma.

—No es broma.

Lo miró fijamente.

—Cariño, ¿te has vuelto loco?

—No.

—Pero… ¿de verdad estás diciéndome que quieres cambiar la fecha porque…? —Estaba pasmada. Soltó una risita y le dio un puñetazo amistoso en el brazo—. Eres un caso, Frank. Me has hecho picar.

Él frunció los labios con gesto de fastidio.

—Mi amor, no me casaré contigo en jueves.

Ella parpadeó boquiabierta.

—¡Dios mió! Lo dices en serio.

—Por supuesto.

—Sí, pero… —Se mordió el labio inferior—. Estás loco, porque…

—¿Tan importante es? ¿Por qué no puede ser otro día?

—No dijiste nada cuando decidimos la fecha —repuso ella.

—No me di cuenta de que era jueves.

Ella hizo lo que pudo por entenderlo. Pensaba que habría alguna razón oculta: sudoración, mal aliento…, algo importante.

—Pero ya la hemos fijado —objetó, sin mucho entusiasmo

—Lo siento. —La determinación de Frank era férrea—. El jueves descartado.

—A ver si lo entiendo, Frank. —Lo miró con atención—. ¿No quieres casarte conmigo ese jueves?

—Ni ningún otro jueves.

—Bueno, intento entenderlo, cariño, pero no lo consigo. —Como él no decía nada, levantó la voz—. ¡Es una niñería!

—No, en absoluto.

Se apartó de él y miró por la ventana, enfadada.

—Entonces, ¿cómo lo llamas tú? —Puso la voz grave para imitarlo—: No me casaré un jueves porque… Porque el diablo se casó con su… abuela o que sé yo.

—Con su madre —la corrigió.

Lo miró con fastidio y apretó los puños.

—Elige otro día y nos olvidamos del asunto —le propuso él.

—Claro. Qué bien. Nos olvidamos del asunto. Nos olvidamos de que mi prometido teme que el diablo se enfade con él si se casa conmigo en jueves. Como es tan fácil de olvidar…

—Tampoco es para tomárselo así, cariño.

—¡Oh! —gruñó ella—. Eres… lo peor de lo peor. —Se volvió y lo miró suspicaz, con los ojos entrecerrados—. ¿Y qué tal un miércoles?

Frank guardó silencio. Después carraspeó avergonzado.

—Es que… —empezó a decir con una sonrisa incómoda—. Se me había olvidado, cariño. Tampoco puede ser un miércoles.

—¿Por qué? —preguntó ella, un poco mareada.

—Si nos casamos en miércoles, yo sería un cornudo.

Ella se inclinó hacia él y le clavó la mirada.

—¿Que serías un qué? —le preguntó con voz aguda.

—Un cornudo. Me serías infiel.

—¡Que, que…! —La sorpresa le deformaba la cara—. ¡Dios! ¡Llévame a casa! ¡No me casaría contigo ni aunque fueras el último hombre de la Tierra!

Frank siguió conduciendo con cuidado. Ella no soportó el silencio. Lo miró con aire acusador.

—Y… supongo que si te casaras en domingo, ¡te convertirías en calabaza!

—En domingo estaría bien.

—¡Vaya, cuánto me alegro por ti! No sabes lo feliz que me haces. —Se volvió hacia la ventanilla—. A lo mejor es que no quieres casarte conmigo. Bueno pues si no quieres, ¡dímelo! No me sueltes todas esas chorradas sobre…

—Quiero casarme contigo. Lo sabes. Pero tenemos que hacerlo de la manera correcta, por el bien de los dos.

No tenía intención de invitarlo a pasar, pero estaba tan acostumbrada a que entrara en casa con ella que se le olvidó.

—¿Quieres tomar algo? —le preguntó de mal humor cuando entraron en el salón.

—No, gracias. Me gustaría hablar de esto contigo, cielo. —Le indicó con un gesto el sofá.

Ella se sentó con el cuerpo rechoncho muy tieso. Él la cogió de la mano.

—Amor mío, intenta comprenderlo —le dijo. La rodeó con un brazo, le acarició el hombro, y ella tardó un segundo en derretirse.

—Cariño —le dijo, mirándolo muy seria—, quiero entenderlo. Pero no sé cómo.

—Mira —respondió él, acariciándole el hombro—, sé algunas cosas y creo que casarse en el día equivocado puede ser fatal para nuestra relación.

—Pero ¿por qué?

—Por las consecuencias —contestó, tragando saliva.

Ella no dijo nada, pero lo abrazó con fuerza. Era una tontería no casarse con él solo porque no le gustaran los jueves… ni los miércoles.

—De acuerdo, cariño —suspiró—. Lo pasaremos a un domingo. ¿Te parece bien?

—Sí. Me parece estupendo.

Entonces, una noche, Frank le ofreció al padre de la novia quince dólares para sellar el matrimonio.

El señor O’Shea levantó la mirada de la pipa con una sonrisa de curiosidad.

—¿Puedes repetirlo? —le preguntó con educación.

—Deseo pagar este dinero por la compra de su hija —dijo Frank, ofreciéndoselo.

—¿Compra? —se extrañó el señor O’Shea.

—Sí, compra.

—¿Y quién la vende? —preguntó el señor O’Shea—. Yo te doy su mano en matrimonio.

—Ya lo sé —repuso Frank—. Es simbólico.

—Mételo en el arcón del ajuar —le sugirió el señor O’Shea, y se enfrascó de nuevo en el periódico.

—Lo siento, señor, pero debe aceptarlo —insistió Frank.

El señor O’Shea miró a su hija, que bajaba por la escalera.

—Di le a tu novio que se deje de bromas.

Ella miró a Frank, preocupada.

—¡Ay, no empieces otra vez, Frank!

Frank se lo explicó a los dos. Les dejó claro que no lo consideraba una compra, ni mucho menos, pero que el intercambio era necesario por el bien del futuro matrimonio.

—Solo tiene que aceptar el dinero, y todo irá bien —concluyó.

La hija miró al padre. El padre miró a la hija.

—Cógelo, papá —cedió, con un suspiro.

El señor O’Shea se encogió de hombros y aceptó el dinero.

—Cuatro-nueve-dos —dijo entonces Frank—. Tres-cinco-siete… Ocho-uno-seis. Quince, quince y tres veces escupo en mi pecho para guardarme de los hechizos.

—¡Frank! —exclamó ella—. ¡Te has mojado toda la camisa!

Entonces, Frank le dijo que, en vez de tirar el ramo, tenía que permitir que todos los hombres intentaran quitarle el liguero. Ella entornó los ojos.

—Venga ya, Frank, eso pasa de castaño oscuro.

—Solo intento hacer lo mejor para nosotros —repuso él, dolido—. No quiero que nada salga mal.

—¡Pero, por Dios, Frank! ¿Es que no has hecho ya suficiente? Me obligaste a cambiar el día de la boda, me compraste por quince dólares, te escupiste encima delante de papá y me obligas a llevar esta horrorosa pulsera de pelo que me pica horrores. Lo he aceptado todo, pero empiezo a cansarme. Ya basta.

Frank se entristeció, le acarició la mano y puso cara de Juana de Arco envuelta en llamas.

—Solo intento hacer lo mejor para nosotros. Nos acechan multitud de peligros. Debemos tener cuidado con lo que hacemos si no queremos acabar mal.

Ella lo miró fijamente.

—Frank, quieres casarte conmigo, ¿verdad? ¿Esto no será un ardid para…?

Él la abrazó y la besó con fervor.

—Fulvia, mi vida, te amo y quiero casarme contigo. Pero tenemos que hacer lo correcto.

Más tarde, el señor O’Shea dejó clara su opinión.

—Es un imbécil. Dale una patada en el culo.

Pero ella era un poco gordita y no muy guapa, y Frank era el único hombre que se le había declarado.

La muchacha suspiró y cedió. Lo habló con su madre y con su padre, y les dijo que todo se arreglaría en cuanto se casaran.

—Le seguiré la corriente hasta entonces, y después, ¡zaca!

No obstante, consiguió convencerlo de que no era necesario que los invitados masculinos de la boda intentaran quitarle el liguero.

—No querrás que me rompa la crisma, ¿verdad?

—Tienes razón. Será mejor que les tires las medias.

—Cariño, déjame lanzar el ramo, por favor.

Se quedó pensativo un rato.

—Vale, pero no me gusta —dijo por fin—, no me gusta en absoluto. —Cogió un poco de sal y la metió en el horno caliente de la cocina. Al cabo de un rato, miró en el interior—. Ahora se han secado nuestras lágrimas y todo irá bien una temporada.

Llegó el día de la boda.

Frank se levantó temprano, fue a la iglesia y se aseguró de que todas las ventanas estuviesen bien cerradas para evitar que entrasen los demonios. Le dijo al pastor que por suerte era febrero y las puertas tendrían que estar cerradas. Dejó muy claro que nadie debía tocar las puertas durante la ceremonia.

El pastor se enfadó cuando Frank disparó su revólver calibre 38 en la chimenea.

—¡Por todos los santos! ¿Qué hace?

—Es para asustar a los espíritus malignos —respondió Frank.

—Joven, ¡en la Primera Iglesia Episcopal de la Caballería no hay espíritus malignos!

Frank se disculpó, pero mientras el pastor estaba en el vestíbulo explicándole lo del disparo a un policía municipal, Frank se sacó unos platos del bolsillo del abrigo, los rompió y fue dejando los fragmentos debajo de los bancos y en los rincones.

Después corrió al centro de la ciudad y compró diez kilos de arroz por si a alguien se le acababa o se le olvidaba.

Se acercó a toda prisa a casa de su prometida y llamó al timbre. La señora O’Shea le abrió la puerta.

—¿Dónde está su hija? —le preguntó Frank.

—Ahora no puedes verla —dijo la señora O’Shea.

—Tengo que verla —insistió. Pasó corriendo junto a la señora O’Shea y subió la escalera como una exhalación.

Encontró a la novia sentada en la cama, vestida solo con las enaguas. Estaba abrillantando los zapatos que iba a ponerse. Se levantó de un salto.

—Pero ¿a ti qué te pasa? —exclamó.

—Dame un zapato. Casi se me olvida. Si no llego a acordarme, estaríamos perdidos.

Intentó coger uno, pero ella se apartó.

—¡Fuera de aquí! —le gritó, poniéndose el albornoz.

—¡Dame un zapato!

—No. ¿Qué voy a ponerme si no? ¿Chanclos?

—De acuerdo. —Se asomó al armario y sacó un zapato viejo.

—Me llevaré este —dijo, y salió de la habitación.

—¡Se supone que no puedes verme antes de la boda! —gritó de repente, al acordarse.

—¡Eso es una superstición estúpida! —le respondió él desde el pie de la escalera.

En la cocina, le entregó el zapato al señor O’Shea, que tomaba café y se fumaba una pipa.

—Démelo —le pidió Frank.

—Ya me gustaría —dijo el señor O’Shea.

Frank no le hizo caso.

—Déme el zapato y dígame: «Te transfiero la autoridad».

El señor O’Shea se quedó boquiabierto, pero cogió el zapato y se lo entregó mecánicamente.

—Te transfiero la autoridad —dijo. Luego parpadeó—. ¡Eh, espera un momento!

Pero Frank ya se había ido. Volvió a subir corriendo la escalera.

—¡No! —chilló ella al verlo entrar de nuevo en el dormitorio—. ¡Sal de aquí de una vez!

Frank le dio un zapatazo en la cabeza. Ella chilló. Luego la abrazó y la besó con ardor.

—Mi queridísima esposa —dijo, y salió corriendo.

—¡No! —Ella rompió a llorar—. ¡No voy a casarme con él! —Tiró los zapatos relucientes contra la pared—. ¡Ni aunque fuese el último hombre sobre la faz de la Tierra! ¡Es horrible!

Al cabo de un rato, recogió los zapatos y volvió a pulirlos.

Mientras tanto, Frank estaba en el centro de la ciudad asegurándose de que la empresa del banquete hubiese empleado los ingredientes precisos en la tarta nupcial. Después le compró a Fulvia un gorro de papel que debía ponerse cuando saliera corriendo de la iglesia al coche. Fue a todas las tiendas de segunda mano de la ciudad y compró todos los zapatos viejos que pudo para utilizarlos como defensa contra los espíritus malignos.

Cuando llegó la hora de la boda estaba exhausto.

Se sentó en la antesala de la iglesia, jadeando, y repasó la lista que había preparado para comprobar que no se olvidaba de nada.

El órgano empezó a tocar y la novia recorrió el pasillo con su padre. Frank la esperaba ante el altar, sonriente, todavía con la respiración agitada. De repente, arqueó las cejas. Un rezagado entraba por la puerta principal.

—¡Oh, no! —gritó, tapándose la cara—. ¡Voy a convertirme en una nube de humo!

Pero no pasó nada. Cuando abrió de nuevo los ojos, la novia le sostenía la mano con fuerza.

—¿Ves, Frank? —lo consoló—. No eran más que tonterías.

Se celebró la ceremonia. Estaba tan anonadado por la sorpresa, la impresión y la perplejidad, que se olvidó de zapatos, ramos, gorros, arroz y todo lo demás.

Cuando iban hacia el hotel en la limusina alquilada, ella le acarició la mano.

—Superstición, eso es todo.

—Pero… —quiso protestar Frank.

—Chisss —lo interrumpió Fulvia, y silenció su protesta con un beso—. ¿Es que no estás vivo?

—Sí —dijo Frank—, y no lo entiendo.

Al llegar a la puerta de la habitación del hotel, Frank la miró. Ella lo miró. El botones miró a otro lado.

—Cógeme en brazos para cruzar el umbral, cariño —le pidió ella.

—Me sentiría un poco estúpido —dijo, sonriendo débilmente.

—Hazlo por mí —insistió—. Tengo derecho a una superstición ¿no?

—Sí —admitió él con una sonrisa, y se inclinó para cogerla.

Nunca lo lograron. Estaba demasiado gordita.

—Un fallo cardiaco —dijo el médico.

—Satán —susurró Fulvia, y se pasó diez años con el alma en vilo.

Pensé que sería divertido escribir una historia sobre el cortejo de un tipo supersticioso hasta la médula. La novia se quedaría perpleja y no entendería nada. Al final, desde luego, la situación da un giro, y la que no era supersticiosa sucumbe de inmediato. Adapté este relato más tarde para la serie de televisión Cuentos asombrosos. Me parece recordar que no les gustaba el final. Escribí otro, pero no funcionó. —RM