Intruso

David dejó la maleta en la entrada.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó.

—Bien —respondió Ann con una sonrisa. Lo ayudó a quitarse el abrigo, que guardó en el armario de la entrada.

—El enero de Indiana resulta frío de verdad después de pasar seis meses en Sudamérica.

—Lo supongo —dijo ella.

Entraron abrazados en el salón.

—¿Qué has estado haciendo? —le preguntó David.

—Bueno…, no mucho. Pensar en ti.

Él sonrió y la abrazó.

—Eso es mucho.

La sonrisa de su mujer vaciló un instante y regresó. Le apretaba la mano con fuerza y de repente se quedó sin saber qué decir. David no lo notó al principio: había imaginado tantas veces aquel momento que no se dio cuenta de la intensidad de la desilusión hasta más tarde. Mientras él hablaba, Ann lo miraba a los ojos, pero sonreía insegura y apartaba la vista cuando más deseaba él captar su atención.

Después, en la cocina, mientras él se tomaba la tercera taza de café caliente y aromático, Ann se sentó enfrente de él.

—No creo que pueda dormir esta noche —le dijo David, sonriente—. Aunque tampoco es que quiera.

Ann sonrió simplemente por complacerlo. El café le quemó la garganta y entonces se dio cuenta de que su mujer ni siquiera había probado la taza que se había servido.

—¿No tomas café? —le preguntó.

—No… Ya no.

—¿Estás a dieta o algo así?

Ann tragó saliva.

—Algo así.

—Vaya tontería. Tienes un tipo estupendo.

Su mujer pareció a punto de decir algo. Entonces titubeó. David dejó la taza en la mesa.

—Ann, ¿pasa…?

—¿Que si pasa algo?

Él asintió. Ann bajó la vista, se mordió el labio inferior, puso las manos sobre la mesa y las entrelazó. Cuando cerró los ojos, David tuvo la sensación de que se protegía de algo terrible e irremediable.

—Cariño, ¿qué pasa?

—Supongo… que lo mejor es… decirlo sin más.

—Bueno, claro, cielo. —Estaba nervioso—. ¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo mientras he estado fuera?

—Sí… y no.

—No lo entiendo.

Ann le lanzó una mirada repentina, una mirada de angustia que le dio escalofríos.

—Estoy embarazada.

David estuvo a punto de exclamar que era maravilloso, de saltar de alegría, de cogerla en brazos y bailar con ella por la habitación. Pero entonces entendió qué significaba y se puso pálido.

—¿Qué? —Ann no le respondió porque sabía que la había oído a la perfección—. ¿Cuánto…? ¿Cuánto hace que lo sabes? —La miró a los ojos, y ella no desvió los suyos.

Ann suspiró entrecortadamente y David supo que no le gustaría la respuesta. Y así fue.

—Tres semanas.

Se quedó allí sentado, mirándola aturdido, removiendo el café sin saber qué hacía. Cuando se dio cuenta, sacó despacio la cucharilla y la dejó junto a la taza. Intentó pronunciar la pregunta, pero no podía, la tenía atascada en la garganta. Se puso rígido.

—¿De quién? —preguntó con voz monótona, sin fuerza.

—De nadie —respondió ella con los labios temblorosos y lo miró con la cara cenicienta.

—¿Cómo que…?

—David… —le dijo con cautela—. No es… —Abatió los hombros— De nadie. David. De nadie.

Él tardó un momento en reaccionar. Su mujer se lo notó en la cara antes de que él la apartara. Se levantó.

—David, ¡te juro por Dios que no he tenido relaciones con ningún hombre desde que te fuiste! —le aseguró con la voz inestable, mirándolo a los ojos.

David se hundió en la silla, aturdido. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué podía decir? Un hombre vuelve a casa después de pasar seis meses en la jungla y su mujer le dice que está embarazada y le pide que se crea que…

Apretó los dientes. Se sentía objeto de una broma obscena. Tragó saliva y se miró las manos temblorosas. ¡Ann, Ann! Quería coger la taza y estrellarla contra la pared.

—David, tienes que creer…

David se levantó con torpeza y salió de la habitación. Ella lo siguió y trató de cogerle la mano.

—Tienes que creerme. Me volveré loca si no me crees. Eso es lo único que me ha dado fuerzas para seguir adelante: la esperanza de que me creyeras. Si no…

Sus palabras quedaron en el aire y los dos se miraron con tristeza. Notó la mano de Ann en la suya. Estaba fría.

—Ann, ¿qué quieres que crea? ¿Que mi hijo fue concebido cinco meses después de que me fuera?

—David, si fuese culpable de algo, ¿te lo diría con tanta franqueza?

Ya sabes lo que opino de nuestro matrimonio. De ti. —Bajó la voz—. Si hubiese hecho lo que piensas, no te lo diría. Me mataría.

David la miró con impotencia, como si la respuesta estuviera en su cara ansiosa.

—Iremos a… —dijo por fin—. Iremos a ver al doctor Kleinman y…

Su mujer le soltó la mano.

—No me crees, ¿verdad?

—Sabes qué estás pidiéndome, ¿verdad? —le preguntó él, atormentado—. ¿Lo sabes, Ann? Soy científico. No puedo aceptar lo increíble, eso es todo. ¿Crees que no me gustaría creerte? Pero…

Ann se quedó mirándolo fijamente unos momentos y después se volvió de medio lado.

—De acuerdo, haz lo que consideres más conveniente —dijo con voz controlada y tranquila, y salió de la habitación.

David la observó alejarse y luego se acercó despacio a la chimenea. Miró la muñeca sentada con los pies colgando de la repisa. En el vestido ponía: «Coney Island». La habían ganado hacia ocho años, durante su luna de miel.

Apretó los párpados.

El regreso al hogar.

La expresión ya no tenía ningún sentido.

—Bueno, ahora que te he dado la bienvenida —dijo el doctor Kleinman—, dime: ¿a qué has venido? ¿Es que has pillado algo en la jungla?

Collier, hundido en la silla, miró por la ventana unos segundos. Después se volvió hacia Kleinman y se lo contó todo de un tirón. Cuando terminó, se miraron en silencio.

—No es posible, ¿verdad? —preguntó Collier.

Kleinman apretó los labios y una sonrisa lúgubre le vaciló en la cara.

—¿Qué puedo decir? —repuso—. ¿Que es imposible? Que por lo que sabemos, no… No lo sé, David. Suponemos que el esperma sobrevive en el cuello del útero un máximo de cinco días, quizá un poco más. Pero, aunque así sea…

—No puede fecundar el óvulo —terminó Collier.

Kleinman no respondió ni asintió, pero David sabía la respuesta; eran unas sencillas palabras que lo condenaban para el resto de su vida.

—Entonces no hay esperanza —dijo en voz baja.

Kleinman apretó de nuevo los labios, pensativo, y pasó un dedo por el filo del abrecartas.

—A no ser que hables con Ann y le hagas entender que no la abandonarás —dijo—. Probablemente dice eso por miedo.

—Que no la abandonaré —repitió Collier en un susurro inaudible, y sacudió la cabeza.

—No te confundas, no estoy dándote consejos —prosiguió Kleinman—. Lo único que digo es que es posible que el miedo le impida contarte la verdad.

Collier se levantó, derrotado.

—De acuerdo —asintió indeciso Collier—. Hablaré de nuevo con ella. Quizá podamos… solucionarlo.

Pero cuando le contó lo que le había dicho Kleinman, ella se quedó sentada en la silla mirándolo inexpresiva.

—Y ya está. Ya lo has decidido —dijo finalmente.

—Me parece que no entiendes qué me pides. —David tragó saliva.

—Sí. Claro que lo sé. Te pido que me creas.

—Ann… —Tuvo que controlar su creciente furia—. Cuéntamelo. Haré lo posible por entenderlo.

También su mujer empezaba a perder la paciencia. David vio que apretaba las manos sobre el regazo porque le temblaban.

—Siento estropear tu noble escena, pero no me ha dejado embarazada otro hombre. ¿Me entiendes? ¿Me crees?

Ya no estaba histérica, ni asustada, ni a la defensiva. David la miró aturdido y confuso, porque nunca le había mentido hasta entonces. Pero ¿qué debía pensar?

Ann volvió a su lectura y él siguió observándola.

«Los hechos son los que son», no podía dejar de pensar.

Le dio la espalda. ¿La conocía realmente? ¿Era posible que se hubiese convertido en una completa extraña en aquellos seis meses? ¿Qué había pasado en ese tiempo?

Estaba preparando el sofá cama del salón, poniéndole las sábanas y la vieja colcha que habían usado de recién casados. Al contemplar el grueso edredón y su estampado desteñido tras numerosos lavados, una sonrisa triste le aleteó en los labios.

El regreso al hogar.

Se enderezó con un suspiro de cansancio y se acercó al tocadiscos, que arañaba suavemente el centro del vinilo. Levantó el brazo del aparato y uso otro disco. Leyó la dedicatoria de la funda mientras comenzaba El lago de los cisnes, de Chaikovski: «Con todo mi amor, Ann».

No habían hablado en toda la tarde ni en toda la noche. Después de cenar, Ann había cogido un libro de la estantería y había subido al dormitorio, mientras que él se había sentado en el salón para intentar leer el Fort Tribune y relajarse. Pero ¿cómo? ¿Podía un hombre relajarse en su casa cuando su mujer llevaba al hijo de otro en el vientre? Al final, el periódico se le cayó de las manos y acabó en el suelo. Se quedó absorto en la alfombra y trató de comprender.

¿Era posible que los médicos se equivocaran y que la célula de la vida pudiese existir y ser fértil no ya durante días, sino meses? Tal vez, pensó; prefería creer eso a que Ann hubiera cometido adulterio. Siempre habían tenido una relación ideal; eran lo más parecido al matrimonio perfecto. Y, de repente, aquello.

Se pasó una mano temblorosa por el pelo. Tenía la respiración irregular y sentía una presión en el pecho que no conseguía distender. Un hombre vuelve a casa después de seis meses en…

«¡Quítatelo de la cabeza!», se ordenó. Recogió el periódico del suelo y lo leyó de cabo a rabo, incluidas las tiras cómicas y la columna de astrología. «Hoy recibirá una gran sorpresa», decía la vidente de la agencia de prensa.

Arrojó lejos el periódico y miró el reloj de la chimenea. Pasaban de las diez. Llevaba una hora allí sentado mientras Ann leía en la cama. Se preguntó qué libro habría ocupado el lugar de su cariño y su comprensión.

Se levantó desanimado. La aguja del tocadiscos volvía a arañar el vinilo.

Después de lavarse los dientes, salió al pasillo y subió las escaleras. Al llegar a la puerta del dormitorio, vaciló y echó un vistazo. La luz estaba apagada. Se detuvo a escuchar la respiración de Ann y supo que no dormía.

Sintiendo lo mucho que la necesitaba, estuvo a punto de entrar corriendo. Pero recordó que iba a tener un bebé y que no podía ser suyo. La idea lo endureció. Dio la espalda a la puerta con los labios apretados, bajó las escaleras y apagó de un manotazo el interruptor de la luz para sumir el salón en la oscuridad.

Llegó a tientas hasta el sofá y se dejó caer en él. Estuvo un rato sentado a oscuras fumándose un cigarrillo. Aplastó la colilla en un cenicero y se tumbó. La habitación estaba fría. Se metió bajo las sábanas y la colcha, temblando. El regreso al hogar. La expresión volvía a angustiarlo.

«Tengo que haberme dormido un rato», pensó, contemplando el techo oscuro. Se acercó el reloj de muñeca a la cara para ver las manecillas fosforescentes. Las tres y veinte. Se puso de lado con un gruñido. Después se levantó y ahuecó la almohada.

Volvió a tumbarse y pensó en ella. Después de seis meses de ausencia, allí estaba, la primera noche en casa, acostado en el sofá del salón mientras su mujer dormía arriba. Se preguntó si estaría asustada. Seguía dándole un poco de miedo la oscuridad, como cuando era pequeña. Solía abrazarlo y pegarle la mejilla al hombro; después suspiraba feliz y se dormía.

Se torturó pensando en aquello. Lo que más deseaba en el mundo era correr escaleras arriba y acostarse a su lado, sentir su cálido cuerpo junto al suyo.

«¿Y por qué no vas? —se preguntó, adormilado—. Porque lleva el hijo de otro en el vientre —fue la respuesta—. Porque ha pecado».

Sacudió la cabeza con impaciencia sobre la almohada. «Pecado». Una palabra ridícula. Volvió a ponerse boca arriba, encendió otro cigarrillo y fumó despacio, observando el movimiento de la punta brillante en la oscuridad.

No le sirvió de nada. Se levantó a toda prisa y buscó a tientas el cenicero. Simplemente tenían que hablar. Si razonaba con ella, le contaría lo que había pasado y tendrían un punto de partida. Era lo mejor.

«Racionaliza», le dijo su mente. No le hizo caso y subió los fríos escalones.

Se quedó un momento indeciso en la puerta del dormitorio. Entró despacio, intentando recordar cómo estaban dispuestos los muebles. Encontró la lamparita del escritorio y la encendió. El brillo tenue ahuyentó la oscuridad.

Tiritaba bajo la bata gruesa. La habitación estaba helada, pues las ventanas estaban abiertas de par en par. Sin embargo, Ann solo llevaba el camisón. Se acercó rápidamente a la cama y la tapó con las mantas procurando no mirar su cuerpo. «Ahora no —pensó—, no en un momento como este; lo distorsionaría todo».

Se quedó junto a la cama viéndola dormir. Tenía el cabello oscuro desparramado sobre la almohada, la piel blanca, los suaves labios rojos.

«Es una mujer preciosa», estuvo a punto de decir en voz alta.

Apartó la mirada. De acuerdo, la palabra era ridícula, pero cierta. ¿Acaso tenía otro nombre la traición al matrimonio? ¿Había una palabra más adecuada para definir eso que pecado?

Apretó los labios y recordó que ella siempre había querido tener un bebé. Bueno, pues ya lo tenía.

Vio el libro que tenía a su lado y lo cogió: Física básica. ¿Por qué estaría leyendo aquello? Nunca había mostrado ningún interés por la ciencia, salvo quizá por la sociología y una pizca por la antropología. La miró con curiosidad.

Quiso despertarla, pero no pudo. Sabía que se quedaría sin habla en cuanto ella abriese los ojos. «He pensado que deberíamos discutir esto como personas adultas», podría decirle. Parecía una frase de telenovela.

Ese era el quid de la cuestión: era incapaz de hablar del asunto con ella. No podía abandonarla, pero tampoco podía analizar los hechos tal como habría querido. Su indecisión lo enfureció. «Bueno —se defendió con rabia—, ¿cómo puede encajar un hombre una situación semejante? Un hombre vuelve a casa después de pasar seis meses en…».

Se apartó de la cama y se dejó caer en la sillita que había junto a la cómoda. Temblaba un poco. Observó la cara de su mujer, tan infantil e inocente.

Ann se agitó en sueños y se retorció bajo las mantas, incómoda. Gimió y, de improviso, sacó la mano derecha y se destapó, de modo que la ropa de cama quedó colgando por el borde. Se deshizo por completo de ellas a patadas. Un profundo suspiro le estremeció el cuerpo, se puso de lado y siguió durmiendo, a pesar de que había empezado a temblar de inmediato.

David volvió a levantarse, consternado por aquel comportamiento. Nunca había tenido un sueño tan inquieto. ¿Era un hábito adquirido mientras él había estado fuera? «Es la culpa», pensó. La irritante idea lo desconcertó y la descartó de inmediato. Se acercó a la cama y le echó las mantas encima. Cuando se irguió, vio que Ann lo miraba. Esbozó una sonrisa, pero la reprimió en seco.

—Vas a pillar una neumonía si te destapas —le dijo, enfadado

—¿Qué? —preguntó ella tras parpadear.

—Que… —empezó a decir, pero calló. Estaba demasiado furioso. Tenía que dominarse—. Estás apartando a patadas las mantas.

—Ah. Sí, desde hace una semana. —Él la miró. «Y ahora, ¿qué?»—. ¿Puedes traerme un vaso de agua? —le pidió ella.

David asintió, agradecido de tener una excusa para apartar la mirada de ella. Se fue por el pasillo, entró en el baño, dejó correr el agua hasta que salió fría y llenó un vaso.

—Gracias —le dijo ella bajito cuando se lo dio.

—De nada.

Se lo bebió entero, de un solo trago, y después lo miró con expresión culpable.

—¿Te importaría… traerme otro?

David la miró un instante, pero cogió el vaso y se lo volvió a llenar. Ella se lo bebió con la misma avidez.

—¿Qué has comido? —le preguntó él con tirantez. ¿Por qué le hablaba de algo tan irrelevante?

—Supongo que es por la sal —dijo ella.

—Pues tienes que haber tomado un montón.

—Sí.

—Eso no es bueno.

—Ya. —Ann lo miró suplicante.

—¿Qué quieres? ¿Otro vaso?

Ann bajó la mirada y él se encogió de hombros. No estaba de acuerdo, pero no quería discutir por algo tan nimio, así que fue al baño y le llenó el vaso por tercera vez. Cuando regresó al dormitorio, la encontró con los ojos cerrados.

—Aquí tienes el agua —le dijo, pero estaba dormida. Dejó el vaso. Mientras la observaba, sintió el deseo casi incontrolable de tumbarse a su lado, abrazarla con fuerza, besarle los labios y la cara. Pensó en todas las noches que había pasado despierto en aquella tienda sofocante pensando en Ann, moviendo la cabeza sobre la almohada con un dolor casi físico por estar tan lejos de ella. En aquel momento se sentía igual, pero la tenía a un paso de distancia y no podía tocarla.

Se volvió con brusquedad, apagó la lamparita y salió del dormitorio. Bajó las escaleras y se acostó en el sofá, retando a su cerebro a no dormirse. Su cerebro cedió y se sumió en un sueño intranquilo.

A la mañana siguiente, Ann entró en la cocina tosiendo y estornudando.

—¿Qué hiciste? ¿Te destapaste otra vez? —le preguntó.

—¿Otra vez?

—¿No recuerdas que subí al dormitorio?

—No. —Lo miró perpleja.

David sacó dos tazas de la alacena.

—¿Puedes tomar café? —le preguntó.

—Sí —respondió ella tras una breve vacilación.

David dejó las tazas en la mesa y se sentó a esperar a que saliera el café. Cuando se llenó la jarra de cristal de la cafetera, Ann se levantó, cogió un paño para no quemarse y sirvió el líquido negro y humeante en las tazas. Collier la observó y notó que la mano le temblaba un poco al llenar la de él, así que se apartó ligeramente para que no lo salpicase y esperó a que se sentara.

—¿Por qué estás leyendo Física básica? —le preguntó de mal humor.

—No lo sé. —De nuevo aquella mirada desconcertada—. No sé por qué, me picó la curiosidad.

Él se echó azúcar en el café y lo removió. Ann se añadió nata líquida.

—Creía que… —Collier respiró hondo—. ¿No tienes que tomar leche desnatada o algo así?

—Me apetece una taza de café con nata.

—Ya veo.

Se quedó con la mirada perdida en la mesa, hosco, tomando sorbitos de café. Quemaba. Se sumergió en una nube de embotamiento. Casi olvidó que ella estaba allí. La habitación desapareció; las imágenes y los sonidos se desvanecieron.

Entonces ella plantó la taza en la mesa con un golpe. David dio un respingo.

—Si no vas a hablar conmigo, ¡quizá deberíamos terminar ahora mismo! —exclamó, enfadada—. Si crees que voy a quedarme aquí hasta que a ti te dé la gana hablarme, ¡estás muy equivocado!

—¡Y qué quieres que haga! —le respondió él—. ¿Cómo te sentirías si descubrieras que he dejado embarazada a otra mujer?

Ella cerró los ojos. Una expresión de hartazgo le tensó las facciones.

—Mira. David… Por última vez: no he cometido adulterio. Sé que eso te arruina el papel de marido engañado, pero las cosas son así. Si me obligas a jurarlo sobre cien biblias, te diré lo mismo. Si me inyectas suero de la verdad, te diré lo mismo. Si me conectas a un detector de mentiras, te diré lo mismo. ¡No he…!

No pudo terminar la frase porque la sacudió un ataque de tos. Se le amorató la cara y se le llenaron los ojos de lágrimas. Se agarró al borde de la mesa con los dedos blancos e intentó recuperar el aliento.

Por un instante, Collier lo olvidó todo salvo que ella sufría. Se levantó de un salto y corrió al fregadero a buscar agua. Luego le dio palmaditas suaves en la espalda mientras bebía. Ann se lo agradeció con voz ahogada y le dio otra palmadita, ya innecesaria.

—Será mejor que hoy te quedes en la cama —le recomendó—. Esa tos suena muy mal. Voy a reme… Será mejor que remetas bien las mantas para no…

—David, ¿qué vas a hacer? —le preguntó con tristeza.

—¿Hacer? —Ann no respondió—. No… No estoy seguro, Ann. Quiero creerte con todo mi corazón, pero…

—Pero no puedes. Bueno, fin de la cuestión.

—Oye, ¡deja de sacar conclusiones precipitadas! ¿Es que no puedes darme un poco de tiempo para pensármelo? ¡Por amor de Dios! Solo llevo aquí un día.

Hubo un breve instante en que le pareció ver un rastro de la calidez habitual en su mujer. Quizá percibía cuánto deseaba quedarse, a pesar de toda su rabia.

Ann cogió su taza.

—Pues piénsatelo —dijo—. Yo sé cuál es la verdad. Si no me crees… Piénsatelo bien, tú que eres tan listo.

—Gracias.

Cuando salió de casa, ella estaba de nuevo acostada, bien abrigada y leyendo entre toses Introducción a la química.

—¡Dave!

El rostro concentrado del profesor Mead se distendió en una sonrisa. Dejó las pinzas con las que estaba moviendo el portaobjetos del microscopio y le tendió la mano. Johnny Mead, que había sido el típico quarterback, tenía veintisiete años, era alto, ancho de espaldas e iba siempre con el pelo cortado a cepillo. Le dio un fuerte apretón de manos a Collier.

—¿Cómo te ha ido, chaval? —le preguntó—. ¿Ya te has hartado de esos bichos del Matto Grosso?

—Y tanto —respondió Collier con una sonrisa.

—Tienes buen aspecto —comentó Mead—. Estás guapo y moreno.

Seguro que causas sensación en esta universidad de profesores leprosos.

Cruzaron el enorme laboratorio hacia el despacho de Mead, pasando junto a estudiantes inclinados sobre los microscopios y otros aparatos.

Collier sintió que había vuelto a casa, pero se ensombreció al advertir lo irónico que era tener esa sensación allí y no en su hogar.

Mead cerró la puerta y le indicó a Collier que se sentara.

—Bueno, cuéntamelo todo, Dave —le dijo—. Relátame tus valientes hazañas en la jungla.

Collier se aclaró la garganta.

—Si no te importa, Johnny —le dijo—, me gustaría hablar contigo de otra cosa.

—Dispara, chico.

—Ten en cuenta que te lo cuento como algo estrictamente confidencial y solo porque te considero mi mejor amigo.

Mead se inclinó hacia delante y la expresión de exuberancia juvenil le desapareció de la cara porque vio que Collier estaba preocupado.

David se lo contó todo.

—No, Dave —le dijo Johnny cuando hubo terminado.

—Mira, Johnny, sé que parece una locura, pero ha insistido tanto en que es inocente que… Bueno, sinceramente, no sé qué pensar. Puede que haya sufrido una crisis nerviosa tan tremenda que su mente se niegue a aceptar el recuerdo de…, de… —Agitó las manos con impotencia en el regazo.

—¿O? —le preguntó Johnny. Collier inspiró profundamente.

—O está diciendo la verdad.

—Pero…

—Ya lo sé, ya lo sé. He hablado con nuestro médico, el doctor Kleinman; ya lo conoces. —Johnny asintió—. Bueno… He hablado con él y me ha dicho lo mismo que tú estás pensando: es imposible que una mujer se quede embarazada cinco meses después de haber mantenido relaciones sexuales. Lo sé, pero…

—¿Qué?

—¿No hay ninguna otra posibilidad?

Johnny lo miró sin decir nada. David, inclinado hacia delante, tenía los ojos cerrados. Al cabo de un momento, dejó escapar una risita amarga.

—Que si no hay ninguna otra posibilidad. —Se burló de si mismo—. Qué pregunta tan estúpida.

—Ella insiste en que no ha…

—Sí. —Collier asintió con desgana—. Dice que… Sí.

—No sé. —Johnny se pasó la yema del pulgar por el labio inferior—. Tal vez esté histérica. A lo mejor… Es posible que no esté embarazada David.

—¿Cómo? —Alzó la cabeza de golpe y miró esperanzado a Johnny.

—No te hagas ilusiones, Dave. No quiero ese peso sobre mi conciencia. Pero… Ann siempre ha querido un hijo, ¿verdad? Diría que sí, y mucho, además. Quizá sea una teoría absurda, pero es posible que el agotamiento emocional que le ha supuesto estar lejos de ti seis meses le haya provocado un embarazo psicológico. —Una esperanza descabellada germinó en Collier. Sabía que era irracional, pero se aferró a ella con desesperación—. Creo que deberíais volver a hablar —prosiguió Johnny—. Intenta sacarle más información. Haz incluso lo que te ha sugerido: probad con hipnosis, suero de la verdad, lo que sea. ¡No te rindas, hombre! Conozco a Ann. Confío en ella.

Mientras iba a toda prisa por la calle, no dejaba de pensar en lo mucho que le había costado recuperar la confianza necesaria. Pero, gracias a Dios, al menos ya la tenía, y eso lo llenaba de esperanza. Tenía ganas de gritar que era cierto, que tenía que serlo.

En cuanto enfiló el sendero de su casa se detuvo en seco, tan de golpe que estuvo a punto de caer de bruces y contuvo un grito. Ann estaba en el porche, en camisón, descalza sobre los tablones cubiertos de escarcha, con una mano apoyada en la barandilla. El viento helado de enero agitaba la fina seda y se la pegaba al cuerpo.

—¡Dios mío! —murmuró y echó a correr por el sendero.

La tocó. Tenía la piel azulada y helada. Sintió una punzada de pánico cuando la miró a los ojos desorbitados.

La llevó medio a rastras hasta el cálido salón y la sentó en la butaca, frente a la chimenea. Le castañeteaban los dientes y respiraba con dificultad. Corrió de un lado a otro buscando mantas, enchufó la esterilla eléctrica con manos temblorosas y se la puso bajo los pies helados, partió madera a lo bruto para encender el fuego y preparó café.

Por fin, después de haber hecho cuanto se le ocurrió, se arrodilló delante de ella y le cogió las manos congeladas. Mientras escuchaba los temblores del cuerpo de su mujer que se reflejaban en su respiración un sentimiento de angustia profunda le retorció las entrañas.

—Ann, Ann, ¿qué te pasa? —le preguntó, a punto de sollozar— ¿Has perdido el juicio?

Ella intentó responder, pero no pudo. Se acurrucó bajo las mantas y lo miró suplicante.

—No me digas nada si no quieres, cariño —la tranquilizó—. No pasa nada.

—Te… te… tenía que salir.

Y eso fue todo. Collier se quedó allí, sin dejar de mirarla ni un segundo. Y, aunque temblaba y sufría dolorosos espasmos de tos, parecía darse cuenta de la fe de su marido, porque le sonrió y él vio en sus ojos que era feliz.

A la hora de la cena, Ann tenía mucha fiebre. David la metió en la cama y no le dio nada de comer, aunque sí toda el agua que quiso. La temperatura le fluctuaba: de estar colorada y ardiendo pasaba a estar fría y sudorosa en cuestión de segundos.

Sobre las seis de la tarde, Collier llamó al doctor Kleinman, que no tardó más de quince minutos en llegar. Fue derecho al dormitorio para examinar a Ann. Se puso serio y le hizo un gesto a David para que saliera con él al pasillo.

—Tenemos que llevarla al hospital —le dijo en un susurro, y bajó para llamar una ambulancia.

Collier volvió a la cama y le sostuvo la mano flácida a Ann, que seguía febril, con los ojos cerrados. «Al hospital —pensaba—. ¡Dios mío, al hospital!».

Entonces pasó algo extraño. Kleinman regresó a la habitación y volvió a pedirle a Collier que saliera al pasillo. Se quedaron allí hablando hasta que sonó el timbre de la puerta. David bajó para abrir a los auxiliares y al médico, que lo siguieron escaleras arriba con la camilla.

Encontraron a Kleinman junto a la cama, mirando a Ann, mudo de asombro.

—¿Qué pasa? —exclamó Collier corriendo hacia él. Kleinman levantó despacio la cabeza.

—Está curada —dijo, maravillado.

—¿Qué?

El médico se acercó rápidamente a la cama.

—La fiebre ha desaparecido —les dijo Kleinman a ambos—. La temperatura, la respiración, el pulso… Todo normal. Se ha curado por completo de una neumonía en… —Consultó su reloj de bolsillo—. En diecisiete minutos.

Collier, sentado en la sala de espera de Kleinman, hojeaba sin interés la revista que tenía en el regazo mientras Ann estaba en rayos.

Ya no cabía duda: estaba embarazada. Los rayos X habían mostrado el feto de seis semanas que llevaba en el vientre. La relación se resintió de nuevo. David seguía preocupado por su salud, pero volvía a ser incapaz de hablar con ella y decirle que la creía.

Aunque David no había manifestado en voz alta que volvía a recelar, Ann lo intuía. Lo evitaba, dormía casi todo el día y, cuando estaba despierta, leía cualquier cosa que le cayera en las manos. Collier estaba perplejo: se había leído todos sus libros de física, después los de sociología, antropología, filosofía, semántica e historia, y luego había empezado con los de geografía. Aquello no tenía ningún sentido.

Y además, durante los meses en que el vientre, de ser levemente abultado, paso a tener forma de pera, después de globo y luego de ovoide, Ann ingería cada vez más sal. El doctor Kleinman no dejaba de prevenirla. Collier había intentado frenarla, pero no sirvió de nada. Comía sal de forma compulsiva.

En consecuencia, bebía demasiada agua. Había engordado hasta tal punto que el tamaño excesivo del feto le oprimía el diafragma y le costaba respirar.

El día anterior se le había puesto la cara azul y Collier la había llevado corriendo a la consulta de Kleinman. Este la había aliviado, pero Collier no sabía cómo. Después le había hecho una radiografía y le había dicho a Collier que volvieran al día siguiente.

La puerta se abrió y Kleinman salió con Ann a la sala de espera.

—Siéntate, querida —le dijo—. Quiero hablar con David.

Ann pasó junto a su marido sin mirarlo y se sentó en el sofá de piel. Mientras se levantaba, vio que su mujer escogía una revista: Scientific American. Suspiró, meneó la cabeza y pasó a la consulta del médico.

Se acercó a la silla y pensó por enésima vez en la noche que ella se le había echado a llorar y le había dicho que no le quedaba más remedio que quedarse porque no tenía ningún sitio adonde ir. Que no tenía dinero propio y su familia estaba toda muerta. Que, de no ser porque se sabía inocente, ya se habría suicidado por cómo la trataba. Él se había quedado de pie junto a la cama, tenso y en silencio, mientras ella lloraba, incapaz de discutir, incapaz de consolarla o de hablar. Estuvo allí hasta que no pudo más y entonces salió de la habitación.

—¿Qué? —preguntó, volviendo a la realidad.

—He dicho que mires esto —le dijo Kleinman muy serio.

El comportamiento del médico también había cambiado en los últimos meses: de la seguridad en sí mismo había pasado a una mezcla de rabia y confusión.

Collier miró las dos radiografías y la fecha impresa en cada una. Una era del día anterior; la otra, la placa que Kleinman acababa de obtener.

—No sé qué…

—Mira el tamaño del feto.

Collier las comparó con más atención. Al principio no vio nada. Después abrió los ojos como platos.

—¿Cómo es posible? —preguntó. La sensación de irrealidad lo aplastaba.

—Ha pasado —se limitó a decir Kleinman.

—Pero ¿cómo?

El médico sacudió la cabeza. Collier vio que cerraba el puño izquierdo, como si el enigma lo enfureciese.

—Nunca había visto nada parecido. Una estructura ósea completa a las siete semanas. Forma facial a las ocho. Órganos completos y funcionales al final del segundo mes. Las insensatas ganas de comer sal de la madre. Y ahora esto. —Cogió las placas y las miró casi con agresividad—. ¿Cómo puede un bebé disminuir de tamaño? —Collier sintió una punzada de miedo al notar el desconcierto de Kleinman—. Está claro, no hay duda. —El médico sacudió la cabeza con irritación—. El niño alcanza un tamaño excesivo porque su madre bebe demasiada agua; tan grande es que le oprime peligrosamente el diafragma. Y en un solo día la presión ha desaparecido y el tamaño del niño ha disminuido de forma notable. —Kleinman apretó los puños—. Parece como si el bebé supiera lo que ocurre —concluyó, nervioso.

—¡Se acabó la sal! —le gritó David.

Le arrebató el salero de las manos y lo arrojó contra el armario de la cocina. Después cogió el vaso de agua de Ann, lo vació casi por completo en el fregadero y volvió a sentarse.

Ann temblaba, sentada con los ojos cerrados. Collier observó como las lágrimas le resbalaban por las mejillas y se mordía el labio inferior. De repente, abrió los ojos, grandes y asustados. Ahogó un sollozo, se enjugó la cara con rapidez y se quedó en silencio.

—Lo siento —murmuró. Collier tuvo la impresión de que no se lo decía a él.

Ann apuró el agua de un trago.

—Bebes demasiada agua otra vez. Ya sabes lo que dice el doctor

—Lo intento, pero no puedo evitarlo. Siento mucha necesidad tomar sal y me da sed.

—Tienes que dejar de beber tanta agua —repuso él con frialdad—. Pones en peligro al niño.

Ann sufrió un fuerte espasmo y se sobresaltó. Se llevó las manos al vientre hinchado y le imploró ayuda con la mirada.

—¿Qué pasa? —le preguntó él al instante.

—No sé. El bebé me ha dado una patada.

—Es normal. —Se arrellanó, más tranquilo.

Siguieron un rato en silencio. Ann jugueteaba con la comida. David vio como alargaba mecánicamente la mano hacia el salero y alzaba la vista alarmada al no encontrarlo.

—David —dijo al cabo de unos minutos, y él trago un bocado.

—¿Qué?

—¿Por qué te has quedado conmigo? —Él no supo qué responder—. ¿Es porque me crees?

—No lo sé, Ann. No lo sé.

La mirada esperanzada de Ann se desvaneció y agachó la cabeza.

—Pensaba que quizá… Como te quedabas… —Se echó a llorar de nuevo y ni siquiera se molestó en enjugarse las lágrimas que le caían sobre los labios.

—¡Oh, Ann! —exclamó, tan irritado como apenado.

Se levantó para acercarse a ella. Ann volvió a estremecerse, con más violencia esa vez, y palideció. Dejó de sollozar y se frotó las mejillas, casi enfadada.

—No puedo evitarlo —dijo despacio y en voz bastante alta.

No hablaba con David. Estaba seguro de que no hablaba con él.

—¿Qué dices? —le preguntó, nervioso.

Collier la observó. Parecía tan indefensa y asustada… Deseaba abrazarla y consolarla. Deseaba…

Todavía sentada, Ann apoyó la cabeza en el pecho de su marido mientras él le acariciaba el suave pelo castaño.

—Mi pobre niña, mi pobre niñita.

—¡Oh, David, David! ¡Si pudieras creerme! ¡Estaría dispuesta a cualquier cosa para que me creyeras! A cualquier cosa. No soporto tu frialdad, sobre todo porque no he hecho nada malo.

Él guardó silencio. «Hay una oportunidad, una oportunidad», se dijo.

Ann pareció adivinarle el pensamiento, porque lo miró con absoluta confianza.

—Cualquier cosa, David. Cualquier cosa.

—¿Me oyes, Ann? —le preguntó David.

—Sí.

Se encontraban en el despacho del profesor Mead. Ann estaba tumbada en el diván con los ojos cerrados. Mead cogió la jeringuilla que Collier le tendía y la dejó en el escritorio. Después se sentó en la esquina de la mesa y observó en silencio, muy serio.

—¿Quién soy, Ann?

—David.

—¿Cómo te encuentras?

—Pesada, me siento pesada.

—¿Por qué?

—El bebé es muy pesado.

Collier se lamió los labios. ¿Por qué retrasaba el momento? ¿Por qué hacía aquellas preguntas extrañas? Sabía qué quería preguntarle. ¿Tanto miedo le daba? ¿Qué pasaría si, aun habiéndolo negado con tanta insistencia, contestaba algo que él no quería oír? Se cogió las manos con fuerza y notó que la garganta se le convertía en una columna de roca.

—Dave, no te entretengas —le advirtió Johnny.

Collier tomó aire.

—El niño… —Tragó saliva—. ¿Es mío, Ann?

Ella vaciló, frunció el ceño, parpadeó un instante y volvió a cerrar los ojos. Todo el cuerpo le tembló, como si luchara contra la pregunta, y se puso pálida.

—No —dijo con los dientes apretados.

Collier se puso rígido, con los músculos y los tendones tan tensos que amenazaban con estallar.

—¿Quién es el padre? —preguntó, sin darse cuenta de lo poco natural que sonaba su voz.

Ann se estremeció con violencia. Una especie de chasquido le surgió de la garganta. La cabeza le cayó inerte sobre la almohada y abrió con suavidad los puños pálidos.

Con cara preocupada, Mead se levantó de un salto y le puso dos dedos en la muñeca para buscarle el pulso. Más tranquilo, le levantó el párpado derecho y le miró la pupila.

—Está completamente dormida. Ya te dije que no era buena idea administrarle el suero a una mujer en una fase de gestación tan avanzada. Tendrías que haber hecho esto hace meses. A Kleinman no va a gustarle.

Collier se sentó sin escucharlo. Era la viva imagen de la angustia y la desesperación.

—¿Ann está bien? —preguntó David. Casi no le salían las palabras.

Notaba una vibración en el pecho. No supo a qué se debía hasta que ya fue demasiado tarde. Se pasó las manos temblorosas por las mejillas y se miró los dedos húmedos, incrédulo. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Intentó detener el llanto, pero no pudo. Sintió el brazo de Johnny en los hombros.

—No pasa nada, chaval.

Collier apretó los párpados y deseó que la oscuridad que lo envolvía se lo tragase para siempre. Unos sollozos espasmódicos le sacudían el pecho y no conseguía tragarse el nudo de la garganta. La cabeza le zumbaba ligeramente.

«Mi vida se ha terminado —pensaba—. La amaba, confiaba en ella, y me ha traicionado».

—¿Dave? —oyó que decía Johnny. Le respondió con un gruñido—. No quiero empeorar las cosas, pero… Bueno, creo que aún hay esperanza.

—¿Qué?

—Ann no ha respondido a tu pregunta. No ha dicho que el padre sea… otro hombre —concluyó con un hilo de voz.

—¡Cállate de una vez! —tronó David, y se levantó bruscamente.

Después, entre los dos la metieron en el coche y Collier la llevó a casa.

Se quitó despacio el abrigo y el sombrero, y los dejó en la cómoda de la entrada. Entró abatido en el salón y se derrumbó en la butaca. Levantó las piernas para apoyarlas en la otomana con un gruñido de cansancio. Se quedó allí arrellanado, mirando al techo.

«¿Dónde estará?», se preguntó. Probablemente leyendo en el dormitorio, igual que la había dejado por la mañana. Tenía un montón de libros de la biblioteca junto a la cama. Rousseau, Locke, Hegel, Marx, Descartes, Darwin, Bergson, Freud, Whitehead, Jeans, Eddington, Einstein, Emerson, Dewey, Confucio, Platón, Aristóteles, Spinoza, Kant, Schopenhauer, James… Una lista interminable.

Y la forma en que los leía… Pasaba las páginas a toda velocidad y no parecía leerlos siquiera. Sin embargo, David sabía que lo asimilaba todo. De vez en cuando dejaba caer una frase, un concepto, una idea. Estaba quedándose con todas y cada una de las palabras.

Pero ¿Por qué?

Se le había ocurrido la tontería de que Ann habría leído algo sobre rasgos adquiridos e intentaba pasarle aquel conocimiento a su hijo nonato. Sin embargo, había descartado la idea a renglón seguido. Ann era lo bastante inteligente para darse cuenta de que era imposible.

Meneó la cabeza lentamente, un hábito que había adoptado en los últimos meses. ¿Por qué seguía con ella? No dejaba de preguntárselo. Los meses pasaban y él seguía viviendo en casa. Había intentado irse cientos de veces, pero siempre cambiaba de idea. Al final se había rendido y se había mudado al dormitorio de atrás. En aquel momento vivían como casera e inquilino.

Empezaba a perder los nervios. Estaba obsesionado, abrumado por una impaciencia insoportable. Cuando iba a alguna parte, de repente la cólera lo dominaba por no haber llegado todavía. Se enfadaba con los medios de transporte; lo quería todo al momento. Contestaba mal a sus alumnos, se lo merecieran o no. Sus clases empezaban a ser tan caóticas que el doctor Peden, el jefe del Departamento de Geología, lo había llamado para hablar con él. Peden no había sido muy duro porque esteba enterado de lo de Ann, pero Collier era consciente de que las cosas no podían continuar así.

Contempló la habitación. La alfombra estaba llena de polvo. Intentaba pasar la aspiradora siempre que se acordaba, pero el polvo se acumulaba tan deprisa que no daba abasto. La casa entera estaba descuidada. Se vio obligado a encargarse de la colada. Llevaban meses sin utilizar la lavadora del sótano. Ann no la tocaba para nada y a él no le daba la gana de aprender a usarla. Había acabado por llevar la ropa a la lavandería del centro.

Cuando una vez le comentó a Ann lo mal que estaba la casa, se echó a llorar, dolida. Lloraba cada dos por tres y siempre de la misma manera. Parecía que iba a llorar una hora entera. Luego se calmaba de golpe y se enjugaba las lágrimas. A veces le daba la impresión de que tenía algo que ver con el niño, que dejaba de llorar para que no afectase al bebé. O justo lo contrario; tal vez al bebé no le gustaba que…

Cerró los ojos para refrenar aquel pensamiento. Se puso a dar golpecitos impacientes con la mano derecha en el brazo de la silla. Se levantó inquieto, y se paseó por la habitación pasando el dedo índice por las superficies lisas y limpiando el polvo con su pañuelo. Contempló con reproche el montón de platos sucios del fregadero, las cortinas desidiosas, el linóleo manchado. Le dieron ganas de correr escaleras arriba y hacerle saber que, embarazada o no, tenía que salir de su abatimiento y empezar a portarse de nuevo como una esposa si no quería que la abandonase.

Cruzó el comedor con decisión, pero, a mitad de la escalera, vaciló y se detuvo. Regresó a la cocina y puso la cafetera al fuego. El café estaría recalentado, pero prefería tomárselo así que preparar más.

¿Para qué subir? Ann intentaría hablar con él, le diría que lo entendía y luego, como si estuviese hechizada, rompería a llorar. Al cabo de un momento, pondría cara de sorpresa y pararía. De hecho, ya empezaba a controlar el llanto antes de que estallara, como si supiese que no servía de nada y que no valía la pena ni empezar.

Era espeluznante.

La palabra lo dejó de piedra. Exacto: era espeluznante. La neumonía, la disminución del tamaño del feto, la avidez lectora, el deseo de comer sal, el llanto y la forma en que cesaba.

Se descubrió mirando absorto la pared blanca de la cocina. Se descubrió temblando.

Ann no había dicho que el padre fuese otro hombre.

Cuando entró en la cocina, Ann estaba tomando café. Sin decir palabra, le quitó la taza y la vació en el fregadero.

—No debes tomar café —le dijo. Miró la cafetera. La había dejado casi llena por la mañana—. ¿Te lo has bebido todo? —le preguntó enfadado. Ella agachó la cabeza—. ¡Por Dios! No llores —le pidió con aspereza.

—No… No.

—¿Por qué tomas café si sabes que no debes?

—Es que ya no aguantaba más.

—¡Dios! —exclamó él entre dientes y se dirigió a la puerta.

—No puedo evitarlo —insistió ella—. No puedo beber agua, pero algo tengo que beber. David, ¿no puedes…?

David subió al piso de arriba y se dio una ducha. No lograba concentrarse en nada. Dejó el jabón y después no lo encontraba. Se enjuagó sin haber terminado de afeitarse. Más tarde, cuando se peinaba, se dio cuenta; volvió a enjabonarse la cara echando pestes y acabó.

Esa noche fue como las demás, salvo por una cosa. Cuando entró en el dormitorio a buscar un pijama limpio, vio que a Ann le costaba enfocar la vista. Después, desde el cuarto de atrás, mientras corregía trabajos de los alumnos, la oyó reír. Durante las horas que pasó dando vueltas en la cama sin poder dormirse estuvo oyendo su risa. Quería cerrar de un portazo y acallar el sonido, pero no podía. Tenía que dejar la puerta abierta por si ella lo necesitaba.

Por fin concilió el sueño. No supo cuánto rato durmió, pero le pareció que no había pasado más que un momento desde que había cerrado los ojos y los había vuelto a abrir para clavarlos en el techo oscuro.

—Ahora soy un extraño olvidado, ¡ay!, perdido en la distancia de la noche.

Al principio creyó que se trataba de un sueño.

—Tinieblas desconocidas, aquí estoy en una noche perpetua y caliente, caliente.

Se incorporó de golpe, con el corazón en la boca. Era la voz de Ann.

Bajó los pies al suelo, buscó las zapatillas y fue rápidamente a la puerta, sacudido por escalofríos porque el aire helado le atravesaba el fino rayón del pijama. Salió al pasillo y la oyó de nuevo.

—Sueño de adioses, abandonado, sumergido en marejadas de licor, lloro por la luz, libérame del tormento y la desgracia.

Lo decía con ritmo cantarín. Era su voz, pero no lo era; más aguda, más tensa.

Estaba tumbada de espaldas, con las manos sobre el vientre. Se le movía. Observó como la carne se le ondulaba bajo el fino camisón. Debería haber estado helada sin mantas, pero parecía caliente. Se había dejado encendida la lámpara de la mesita. Un ejemplar de Ciencia y cordura, de Korzybski, se le había caído de las manos y estaba entreabierto sobre el colchón.

Su rostro. Estaba perlado por gotas de sudor como cristales diminutos. Tenía los labios retraídos.

Y los ojos muy abiertos.

—Hermanos de la noche, este pozo me enferma. ¡Ay! ¡No me enviéis a recorrer el camino!

Collier la escuchaba fascinado y horrorizado al mismo tiempo. Estaba sufriendo. Era innegable: por la palidez de su cara, por la forma en que clavaba las uñas en las sábanas y las convertía en gurruños de algodón empapado de sudor.

—Lloro, lloro —dijo ella—. ¡Rhyuio Gklemmo Fglwo!

David le propinó una bofetada, y Ann se echó a un lado.

—¡Es él de nuevo! ¡El torturador!

Ann separó los labios para gritar. David le dio otra bofetada y ella enfocó la vista. Lo miró totalmente aterrorizada. Se llevó las manos a las mejillas y reculó en la cama, con las pupilas convertidas en cabezas de aguja.

—No. ¡No!

—¡Ann, soy yo, David! ¡Estás bien!

Ella lo miró desconcertada, con el pecho agitado, jadeando. Luego, de repente, lo reconoció y se calmó. Dejó caer la mandíbula inferior y gimió aliviada. Él se sentó a su lado y la abrazó. Ann se aferró a él y enterró la cara en su pecho.

—Ya está, cariño, desahógate, desahógate.

De nuevo pasó lo mismo. Los sollozos se cortaron en seco, los ojos se le secaron de repente, se apartó de él y lo miró inexpresiva.

—¿Qué pasa? —le preguntó él. Ann siguió mirándolo sin responder—. Cariño, ¿qué pasa? ¿Por qué no puedes llorar?

Algo pareció asomar a sus ojos, pero desapareció inmediatamente.

—Cariño, deberías llorar.

—No quiero llorar.

—¿Por qué no?

—Él no me deja.

Los dos se miraron en silencio. David supo que estaban muy cerca de la respuesta.

—¿Él? —preguntó.

—No, no es eso lo que quería decir. No quería decir «él», quería decir otra cosa.

Se quedaron en la misma posición, contemplándose. Al cabo de un buen rato, sin decir nada más, David la tumbó y la arropó. Luego cogió una manta y pasó el resto de la noche en la silla, al lado de la cómoda. Cuando se despertó a la mañana siguiente, helado y con calambres, vio que Ann había vuelto a destaparse.

Kleinman le dijo que Ann se había adaptado al frío. Parecía haber incorporado a su organismo algo que le proporcionaba calor cuando lo necesitaba.

—Y toda esa sal que toma… —El médico levantó las manos—. No tiene ningún sentido, pero parece que el bebé crece con una dieta salina, aunque ella ya no aumenta de peso. No bebe agua ni combate la sed. ¿Qué hace para mitigarla?

—Nada —respondió Collier—. Siempre tiene sed.

—¿Y sigue con las lecturas?

—Sí.

—¿Y hablando en sueños?

—Sí.

—En mi vida he visto un embarazo semejante —le aseguró Kleinman, meneando la cabeza.

Ann acababa de terminar la última pila de libros, que cada vez eran más altas, y los había llevado de vuelta a la biblioteca.

Había novedades en su comportamiento.

Estaba de siete meses, era mayo, y Collier notó que el aceite del coche estaba sucio; los neumáticos, más gastados de la cuenta, y había un golpe en la parte izquierda del parachoques trasero.

—¿Has estado usando el coche? —le preguntó una mañana de sábado en el salón, mientras la música de Brahms sonaba en el tocadiscos.

—¿Por qué?

Se lo dijo y ella se enfadó.

—Si ya lo sabes, ¿por qué me lo preguntas?

—¿Lo has cogido?

—Sí, he estado cogiendo el coche. ¿Me está permitido?

—No hace falta que te pongas sarcástica.

—¡Oh, no! —dijo ella, enfadada—. No hace falta que me ponga sarcástica. Llevo preñada siete meses y tú no te has creído ni por un momento que el bebé no es de otro. Da igual cuántas veces te diga que soy inocente; sigues siendo incapaz de decirme que me crees. Pues claro que soy sarcástica. De verdad, David, eres increíble, increíble. —Avanzó como una apisonadora hasta el tocadiscos y lo apagó.

—Estaba escuchándolo —dijo él.

—Qué pena. A mí no me gusta.

—¿Desde cuándo?

—¡Déjame en paz!

—Mira. —La cogió por la muñeca antes de que se fuera—. A lo mejor crees que todo esto han sido unas vacaciones para mí. Llego a casa después de seis meses de investigación y te encuentro embarazada, ¡y no de mí! No me importa lo que digas. Yo no soy el padre, y ni yo ni nadie conoce otra forma de que una mujer se quede embarazada. Pero no me he ido, te he observado convertirte en una máquina devoradora de libros, he tenido que limpiar la casa siempre que he podido, cocinar casi todos los días, encargarme de la ropa…, aparte de dar clases todos los días en la facultad. He tenido que cuidarte como si fueras una niña, evitar que te quitaras las mantas, que comieras demasiada sal, que bebieras demasiada agua, demasiado café, que fumaras demasiado…

—He dejado de fumar por mi cuenta —dijo ella, y se soltó.

—¿Por qué? —le preguntó él de repente. Ann lo miró perpleja—. Vamos, dilo: porque a él no le gusta.

—He dejado de fumar por mi cuenta —repitió ella—. No soporto el tabaco.

—Y ahora tampoco te gusta la música.

—Me… Me da dolor de estómago —dijo ella, sin precisar.

—Menuda tontería.

Antes de que pudiera impedírselo, Ann salió a la calle, a la cegadora luz del sol. David fue hasta la puerta y la vio meterse en el coche con torpeza. La llamó, pero ya había puesto en marcha el motor y no lo oía. El coche desapareció calle arriba, a ochenta y en segunda.

—¿Cuánto tiempo lleva fuera? —preguntó Johnny.

—No lo sé exactamente —respondió Collier, mirando nervioso el reloj—. Desde las nueve y media, más o menos. Ya te he dicho que hemos discutido…

Dejó la frase sin terminar y volvió a mirar la hora con nerviosismo: era más de medianoche.

—¿Cuánto tiempo lleva cogiendo el coche? —preguntó Johnny.

—No lo sé. Ya te he dicho que acabo de enterarme.

—¿Y con el tamaño que…?

—No, el bebé ya no es tan grande. —Collier era ya capaz hablar de cosas asombrosas con un tono de voz neutro. Se pasó una mano temblorosa por el pelo—. ¿Crees que deberíamos llamar a la policía?

—Espera un poco.

—¿Y si ha tenido un accidente? No es la mejor conductora del mundo. ¡Dios mio! ¿Por qué la habré dejado irse? Está embarazada de siete meses y la dejo marcharse en coche. ¡Oh, tendría que…!

Se sentía a punto de estallar. La tensión de la casa y aquel embarazo extraño y angustioso empezaban a afectarle de verdad. Un hombre no puede aguantar la tensión durante siete meses sin que haya consecuencias. Las manos no dejaban de temblarle y había adquirido la costumbre de parpadear repetidas veces para liberar parte de los nervios que acumulaba.

Fue hasta la chimenea y se puso a tamborilear sobre la repisa.

—Creo que deberíamos llamar a la policía.

—Tranquilízate —le dijo Johnny.

—Bueno, ¿tú que me aconsejas? —le espetó Collier.

—Siéntate. Ahí mismo. Eso es. Ahora, cálmate. Ann está bien, de verdad. No estoy preocupado por ella. Probablemente ha tenido un pinchazo o le ha fallado el motor donde Cristo perdió la zapatilla. ¿Cuántas veces te he oído quejarte de que el coche necesita una batería nueva? Seguramente se le ha descargado. Eso es todo.

—Bueno, ¿y no la encontraría mucho antes la policía?

—Vale, hombre. Si vas a quedarte más tranquilo, llamaré.

Collier asintió. Entonces se levantó de un salto al oír un coche en la calle. Corrió a la ventana y subió las persianas. Se mordió los labios y volvió junto a la chimenea mientras Johnny iba hasta el teléfono del pasillo. Lo oyó marcar y dio un respingo cuando volvió a colgar precipitadamente.

—Aquí está —le dijo.

La llevaron al salón, mareada y desconcertada. No respondió a las preguntas histéricas de Collier. Se fue directamente a la cocina, como si no los oyera.

—Café —dijo con voz gutural.

Collier intentó detenerla, pero sintió la mano de Johnny en el brazo.

—Déjala. Ya va siendo hora de que lleguemos al fondo de este asunto.

Ann encendió la llama bajo la cafetera. Echó unas cuantas cucharadas de café, sin ningún cuidado, cerró la tapa de golpe y se quedó mirándola con atención.

Collier empezó a decir algo, pero Johnny lo detuvo de nuevo. Collier se quedó en la puerta de la cocina y observó inquieto a su mujer.

Cuando el líquido marrón llenó el recipiente, Ann apartó la cafetera del fuego sin protegerse la mano con un paño. Collier contuvo la respiración y apretó los dientes. Ann se sirvió el líquido humeante en una taza sucia que había en la mesa, salpicando los bordes, dejó la cafetera con estrépito y agarró con ansiedad la taza.

Se tomó la cafetera entera en diez minutos. Sin leche ni azúcar, como si no le importase el sabor, como si no le supiese a nada.

Únicamente después se le distendieron las facciones. Se dejó caer en la silla y se quedó sentada un buen rato. Ellos la observaron en silencio. Luego los miró y soltó una carcajada.

Intentó levantarse y se desplomó sobre la mesa. Collier oyó que Johnny daba un respingo de sorpresa.

—¡Dios mío! ¡Está borracha!

La subieron al piso de arriba con mucho esfuerzo, por lo pesada y difícil de manejar que era y sobre todo porque no colaboraba. Con una permanente sonrisa beatífica, no dejaba de canturrear una extraña melodía discordante de tonos indefinibles, que se repetía una y otra vez como el sonido de un viento suave.

—Pues sí que… —murmuró Collier.

—Paciencia, paciencia —le susurró Johnny.

—Para ti es fácil decirlo…

—Chisss —lo acalló Johnny, aunque Ann no oía ni una palabra de lo que decían.

Dejó de canturrear en cuanto la dejaron en la cama. Aún no se habían erguido cuando ella ya se había sumido en un sueño profundo. Collier la cubrió con una manta fina y le puso una almohada bajo la cabeza. Ann no se movió lo más mínimo.

Después, los dos hombres se quedaron junto a la cama en silencio. David miró a la esposa que le resultaba tan incomprensible. Tenía la cabeza llena de dolorosas contradicciones y, entre todas ellas, lo abrasaba la horrible duda que nunca lo había abandonado: ¿quién era el padre del niño? No podía dejar a Ann, sentía una gran compasión y un gran amor por ella; sin embargo, sabía que no podrían volver a estar unidos hasta que lo descubriera.

—¿Adonde irá? —preguntó Johnny—. Quiero decir, cuando coge el coche.

—No lo sé —respondió Collier de mal humor.

—Tiene que haber ido bastante lejos para desgastar tanto los neumáticos. Me pregunto si…

Entonces Ann empezó a hablar.

—No me enviéis —dijo.

—¿Es esto? —preguntó Johnny, agarrando a Collier del brazo.

—Todavía no lo sé.

—Negro, negro, sacadme de aquí; me horrorizan estas orillas; pesado, pesado

—Sí, eso es —le confirmó David con un escalofrío.

Johnny se arrodilló de inmediato junto a la cama y escuchó con atención.

—Habladme. Os lo imploro, padres: venid a buscarme en dolor purificador, no me hagáis recorrer el camino.

Johnny contempló las tensas facciones de Ann. Parecía sufrir de nuevo. Collier, sin embargo, de repente se dio cuenta de que no era la cara de su mujer. Aquella expresión no era suya.

Ann apartó la manta de un manotazo y se agitó en la cama con el rostro empapado de sudor.

—Caminar por las orillas de un mar naranja, frío; pasear por campos carmesí, frío; navegar por aguas tranquilas, frío; viajar por el desierto, frío. Devolvedme, padres de mis padres, Rhyuio Gklemmo Fglwo.

Después se quedó callada y solo se le escapaba algún que otro débil gemido. Se agarraba a las sábanas y respiraba de forma irregular y laboriosa.

Johnny se levantó y miró a Collier. Ninguno de los dos dijo palabra.

Estaban ellos dos con Kleinman.

—Lo que sugieres es fantasioso —dijo el médico.

—Vamos a analizarlo —propuso Johnny—. Uno: la necesidad excesiva de sal, impropia de un embarazo normal. Dos: el frío y la forma en que el cuerpo de Ann se adapta a él; se curó de la neumonía en cuestión de minutos.

Collier miraba pasmado a su amigo.

—Vale —prosiguió este—, primero, la sal. Al principio Ann bebía demasiada agua debido a la sal. Ganó peso y puso en peligro al niño. ¿Qué pasó? No se le permitió seguir bebiendo agua.

—¿Permitió? —preguntó Collier.

—Déjame terminar —dijo Johnny—. En cuanto al frío: era como si el niño lo necesitase y obligara a Ann a estar fría… Hasta que se dio cuenta de que sentirse cómodo ponía en peligro el medio en que vivía. Así que curó a su medio de neumonía. Hizo que el medio se adaptara al frío.

—Hablas como si… —empezó a decir Kleinman.

—Los efectos del tabaco —continuó Johnny—. Perdona, doctor Ann podría haber fumado con moderación sin arriesgar la vida del niño ni la suya. Dejó de fumar de golpe, sin embargo. Puede que por una cuestión ética, cierto, pero también es posible que el niño reaccionara con violencia a la nicotina y, de algún modo, le prohibiera a Ann…

—Hablas como si el niño estuviese dirigiendo a su madre, en vez de estar indefenso y depender de las acciones de ella —lo interrumpió Kleinman, de mal humor.

—¿Indefenso? —se limitó a decir Johnny.

El médico no dijo nada, pero apretó los labios en un gesto de rendición y se puso a dar golpecitos en el escritorio, molesto. Johnny esperó un momento y, cuando vio que Kleinman no iba a objetar nada más, siguió con su hipótesis.

—Tres: la aversión a la música que antes le gustaba. ¿Por qué? ¿Por la música en sí? Sería raro. Creo que por las vibraciones. Un niño normal no notaría las vibraciones puesto que está aislado del sonido no solo por el cuerpo de la madre y el líquido amniótico, sino también por la misma estructura de su aparato auditivo. Al parecer, este… niño… tiene un oído mucho más agudo.

»El café. El café la emborrachó. O… lo emborrachó.

—Espera un momento… —empezó a decir Collier, pero no continuó.

—Y lo de la lectura también encaja —prosiguió Johnny—. Todos esos libros… Casi todas las obras básicas de los distintos campos del conocimiento. Ha realizado un estudio, al parecer ordenado, de la humanidad y todas sus ideas.

—¿Adonde demonios quieres ir a parar? —le preguntó Collier, nervioso.

—¡Piensa, Dave! La lectura, los viajes en coche… Es como si intentase obtener toda la información posible acerca de nuestra civilización. Como si el niño estuviese…

—No estarás insinuando que el niño es… —dijo Kleinman.

—¿Niño? —Johnny estaba muy serio—. Creo que podemos dejar de llamarlo niño. Quizá el cuerpo sea de bebé, pero la mente…, ni hablar.

Guardaron un silencio sepulcral. A Collier el corazón le latía de forma extraña.

—Mirad. Anoche Ann… o el… eso… estaba borracho. ¿Por qué? Quizá por lo que ha aprendido, por lo que ha visto. Espero que fuera por eso. Quizá estuviese enfermo y quisiera olvidar. —Se inclinó hacia delante—. Creo que las visiones que tiene Ann cuentan su historia, aunque parezca una locura. Los desiertos, los pantanos, los campos carmesí. Añadid el frío. Sólo se deja una cosa, probablemente porque no existe.

—¿El qué? —preguntó Collier, que se sentía cada vez más alejado de la realidad.

—Los canales —dijo Johnny—. Ann lleva un marciano en el vientre.

Lo miraron un buen rato, sumidos en un silencio incrédulo. Luego los dos, horrorizados, empezaron a hablar a la vez y a protestar. Johnny esperó a que pasara la primera oleada.

—¿Hay una respuesta mejor? —preguntó.

—Pero… ¿cómo? —preguntó Kleinman, acalorado—. ¿Cómo podría producirse un embarazo semejante?

—No lo sé —respondió Johnny—. Pero el porqué sí que creo saberlo. —A Collier le daba miedo preguntar—. A lo largo de los años se ha hablado y escrito mucho acerca de marcianos y platillos volantes. Libros, relatos, películas, artículos… Siempre sobre el mismo tema.

—No… —Collier no pudo seguir hablando porque Johnny lo interrumpió de nuevo.

—Creo que la invasión ha empezado —prosiguió—. Al menos, un ensayo. Creo que es su primer intento, un intento insidioso y cruel: la invasión a través de la carne. Colocar una célula adulta de su planeta en el cuerpo de una mujer de la Tierra. Cuando la mente totalmente madura del marciano se une al organismo de un niño terrestre, comienza el proceso de conquista. Creo que es su primer experimento. Una prueba. Si funciona… —No terminó la frase.

—Pero… ¡Es una locura! —Collier intentaba ahuyentar el miedo que se había apoderado de él.

—También lo es su manera de leer —dijo Johnny—. Y los viajes en coche, la forma de tomar café, que ya no le guste la música, que se curase de la neumonía, que busque el frío, que se haya reducido el tamaño del bebé, las visiones y las canciones demenciales y monótonas que canta. ¿Qué quieres, Dave, un plan de acción?

Kleinman se levantó, fue a su archivador, abrió un cajón y volvió al escritorio con una carpeta.

—Tengo esto en mis archivos desde hace tres semanas —dijo—. No os lo había contado porque no sabía cómo. Pero esta información, esta hipótesis —se corrigió— me obliga a…

Puso la radiografía sobre la mesa y la empujó hacia ellos. La miraron y Collier ahogó un grito.

—Dos corazones —murmuró Johnny, asombrado. Cerró la mano izquierda en un puño—. ¡Todo encaja! —exclamó— Marte tiene dos veces la gravedad de la Tierra; los marcianos necesitarán dos corazones para impulsar la sangre o lo que tengan en las venas.

—Pero aquí no los necesita —apuntó Kleinman.

—Entonces, todavía hay esperanza —dijo Johnny— Su invasión tiene puntos débiles. Por imperativo genético, la célula marciana habrá aportado ciertas características de Marte al niño: dos corazones, mejor oído, la necesidad de sal y, no sé por qué, la necesidad de frío. Con el tiempo, y si el experimento funciona, puede que perfeccionen estos puntos y sean capaces de crear un niño con mente marciana y todas las características físicas humanas. No estoy seguro, pero sospecho que el marciano también es telépata. Si no, ¿cómo iba a saber que estaba en peligro cuando Ann tuvo neumonía?

De repente, a David le pasó la escena por la cabeza, cuando estaba al lado de la cama y pensó: «Al hospital. ¡Dios mío, al hospital!». Y, en el cuerpo de Ann, un cerebro alienígena, diminuto pero versado en las costumbres de la Tierra, le había leído el pensamiento. Hospital, investigación, descubrimiento… Sintió un escalofrío.

—… hacemos? —David oyó solo el final de la pregunta de Kleinman—. ¿Matar al… marciano cuando nazca?

—No lo sé —respondió Johnny—. Pero si… —Se encogió de hombros—. Si este niño nace vivo, no creo que sirva de nada matarlo. Seguro que nos observan y, si el nacimiento es normal, darán por bueno el experimento, lo matemos o no.

—¿Una cesárea? —preguntó el médico.

—Quizá —dijo Johnny—. Pero ¿creerán que han fallado si usamos medios artificiales para destruir al… primer invasor? No, no creo que sea una buena solución. Volverían a intentarlo, pero en algún lugar donde nadie pudiese hacer un seguimiento del embarazo: en una aldea africana, en algún pueblo inaccesible, en…

—¡No podemos dejarle esa… cosa dentro! —exclamó horrorizado Collier.

—¿Cómo podemos saber si es seguro extraerlo sin matar a Ann? —dijo Johnny, sombrío.

—¿Qué? —David estaba tan aterrorizado que no podía pensar.

Johnny dejó escapar un suspiro entrecortado.

—Creo que tenemos que esperar. Me parece que no nos queda más remedio. —Al ver la cara que ponía David, se apresuró a añadir—: Hay esperanza, chaval. Tenemos cosas a nuestro favor. Puede que los dos corazones bombeen la sangre demasiado deprisa. Está la dificultad de combinar células alienígenas con células humanas. Puede que el calor de julio lo mate. Podemos cortarle el suministro de sal. Todo puede ayudar. Pero sobre todo, el marciano no es feliz. Bebió para olvidar, ¿y cuáles fueron sus palabras? «No me enviéis a recorrer el camino». —Miró a los dos muy serio—. Con suerte, morirá de desesperación.

—¿Y si no? —preguntó Collier.

—Si no, este… mestizaje del espacio tendrá éxito.

Collier subió corriendo la escalera. El corazón le latía a un extraño ritmo ambivalente. Por fin sabía que Ann era inocente, pero al precio de conocer el horror y el peligro en el que se encontraba.

Se detuvo al final de la escalera. Hacía calor y la casa estaba en silencio a aquella hora de la tarde.

Tenían razón. De repente se dio cuenta de que habían hecho bien en aconsejarle que no se lo contara a Ann. No lo había comprendido hasta aquel momento. No le parecía correcto que no lo supiera. En un principio le había parecido que a ella no le importaría, siempre y cuando supiese qué era el bebé, siempre y cuando contase de nuevo con la confianza de su marido.

Pero empezaba a dudarlo. Era aterrador y de una trascendencia que le daba escalofríos. Quizá se pusiera histérica al enterarse: llevaba tres meses al borde de un ataque de nervios.

Apretó los labios y entró en la habitación. Su mujer estaba tumbada de espaldas, con las manos sobre el vientre prominente y los ojos apagados fijos en el techo. Cuando se sentó en el borde de la cama, ni siquiera lo miró.

—Ann.

No le respondió. David sintió un escalofrío en su cuerpo. «No puedo culparte —pensó—. He sido cruel y desconsiderado».

—Cariño —insistió.

Ann movió los ojos despacio y lo miró con expresión fría y extraña.

«Es la criatura que lleva dentro —pensó—. No es consciente del control que ejerce sobre ella».

En aquel momento lo vio claro: no debía enterarse nunca. Se inclinó sobre ella y le apretó la mejilla contra la suya.

—Cielo —le susurró.

—¿Qué? —le respondió, con una voz monótona y cansada

—¿Me oyes? —No le contestó—. Ann, quería decirte una cosa sobre el bebé.

—¿Qué pasa con el bebé?

Collier notó un ligero indicio de vida en sus ojos y tragó saliva.

—Sé… Sé que… ese bebé no es… de otro hombre.

Ann lo miró unos momentos.

—Bravo —murmuró, y volvió la cabeza.

David se quedó allí sentado. Cerró los puños y pensó: «Bueno, ya está. He destruido su amor por completo».

Entonces volvió a mirarlo. Había en sus ojos una pregunta trémula

—¿Qué?

—Te creo —respondió él—. Sé que me has dicho la verdad y me disculpo de todo corazón…, si me lo permites.

Estuvo largos momentos sin reaccionar. Después retiró las manos del vientre y se apretó las mejillas. Sus grandes ojos castaños empezaron a brillar mientras lo miraba.

—No estarás… engañándome, ¿no? —le preguntó.

David se quedó perplejo un instante, pero después se lanzó a sus brazos.

—¡Oh, Ann, Ann! —dijo—. Lo siento, lo siento tanto…

Ella le echó los brazos al cuello. Collier notó que el pecho de su mujer se agitaba en un llanto silencioso mientras le acariciaba el pelo con la mano derecha.

—David, David… —repetía una y otra vez.

Permanecieron así un buen rato, tranquilos y en silencio.

—¿Qué te ha hecho cambiar de idea? —le preguntó ella por fin.

Collier tragó saliva.

—He cambiado de idea, ya está.

—Pero ¿por qué?

—Por nada en concreto, cariño. Es decir… Sí que hay una razón, claro: acabo de darme cuenta de que…

—Te has pasado siete meses dudando de mí, David. ¿Por qué has cambiado de idea ahora?

Él sintió crecer la ira contra sí mismo. ¿No se le iba a ocurrir nada para contentarla?

—Creo que te juzgué mal —dijo.

—¿Por qué?

Collier se incorporó y la miró sin responder. La expresión de dulce felicidad empezaba a desaparecer del rostro de su esposa y la sustituía un mirada dura e inflexible.

—¿Por qué, David?

—Ya te lo he dicho, cari…

—No, no me lo has dicho.

—Sí que te lo he dicho. Te he dicho que te juzgué mal.

—Eso no es ningún motivo.

—Ann, no discutamos ahora. ¿Es que importa…?

—¡Sí! ¡Importa mucho! —exclamó ella con la voz entrecortada, sin aliento—. ¿Qué pasa con tus certezas biológicas? Ninguna mujer puede quedarse embarazada sin que la fecunde un hombre. Siempre me lo has dejado muy claro. ¿Qué pasa con eso? ¿Has renunciado a tu fe en la biologia para depositarla en mí?

—No, cielo. Pero ahora sé cosas que antes no sabía.

—¿Qué cosas?

—No puedo decírtelo.

—¡Más secretos! ¿Te lo ha aconsejado Kleinman? ¿Es una artimaña para que pase cómoda este último mes? No me mientas; sé cuándo me mientes.

—Ann, no te alteres tanto.

—¡No estoy alterada!

—Estás gritando. Déjalo ya.

—¡No pienso dejarlo! ¡Juegas con mis sentimientos durante más de medio año y ahora quieres que me calme y sea racional! ¡Pues no! ¡Estoy harta de ti y de tu actitud presuntuosa! ¡Estoy harta de…! ¡Aaah!

Dio un salto en la cama. El cuello le crujió al levantar la cabeza de la almohada de golpe. Se había puesto pálida de repente y sus ojos eran los de un niño herido, aturdido y asustado.

—¡La barriga! —jadeó.

—¡Ann!

Estaba medio incorporada, tiritando, y un gemido de desesperación se le formó en la garganta. David la agarró por los hombros e intentó calmarla.

«¡El marciano! —La idea se apoderó de él—. ¡No le gusta que Ann se enfade!».

—No pasa nada, preciosa, no pa…

—¡Me hace daño! —gritó ella—. ¡Me hace daño, David! ¡Dios mío!

—No puede hacerte daño —se oyó decir.

—¡No, no, no! No puedo soportarlo —dijo ella con los dientes apretados—. ¡No puedo soportarlo!

El ataque cedió tan bruscamente como había empezado, y Ann distendió la cara por completo. En realidad no estaba relajada, sino que carecía por completo de sensación. Miró a David, mareada.

—Tengo el cuerpo dormido —murmuró—. No… siento, nad.

Se hundió en la almohada poco a poco y le sonrió adormilada

—Buenas noches, David —dijo, y cerró los ojos.

—Ha entrado en coma —dijo Kleinman en voz baja, al lado de la cama—. Para ser más exactos, debería decir que está sumida en un trance hipnótico. Su cuerpo funciona con normalidad, pero tiene el cerebro… congelado.

Johnny lo miró.

—¿Animación suspendida?

—No. Su cuerpo funciona. Solo está dormida. No puedo despertarla. Bajaron al salón.

—En cierto modo, así está mejor —comentó el médico—. Ahora no se alterará, y su organismo funcionará sin dolor ni esfuerzo.

—Tiene que haber sido el marciano —dijo Johnny—, para salvaguardar su… medio. —Collier se estremeció—. Lo siento, Dave —añadió Johnny.

Se quedaron en silencio un momento.

—Debe de haberse dado cuenta de que lo sabemos —dijo Johnny.

—¿Por qué? —preguntó David.

—No se descubriría de esta forma si creyera que sigue habiendo alguna posibilidad de mantenerse en secreto.

—Quizá no soportaba el dolor —dijo Kleinman.

—Sí, es posible —convino Johnny.

Collier notaba que el corazón le latía con esfuerzo. De repente, cerró las manos, se dio un puñetazo en las piernas y se levantó.

—Mientras tanto, ¿qué se supone que debemos hacer? —exclamó—. ¿No podemos hacer nada ante este… intruso?

—No podemos poner en riesgo a Ann —se limitó a responder Johnny, y Kleinman asintió.

Collier volvió a dejarse caer en la silla. Miraba la muñeca de la repisa de la chimenea. «Coney Island», ponía en el vestido y en el cinturón. Días felices.

¡Rhyuio Gklemmo Fglwo!

Ann se retorcía inconsciente mientras daba a luz en el hospital. Collier estaba a su lado, rígido y con la mirada fija en su cara perlada de sudor. Quería ir corriendo a buscar a Kleinman, pero sabía que no debía. Ann llevaba de parto veinte horas, veinte horas apretando los dientes y retorciéndose de dolor. En el momento en que había empezado, Collier había dejado de ir a sus clases para estar con ella.

Le cogió la mano húmeda con dedos temblorosos y ella se los apretó tanto que casi le hizo daño. Paralizado de horror, vio pasar la cara del marciano gestado en la Tierra por los rasgos de su mujer: los ojos achinados, los labios delgados y retraídos, la piel blanca y tirante pegada a los huesos faciales.

—¡Dolor! ¡Dolor! ¡Ayudadme, padres de mis padres! ¡No me enviéis…!

A Ann se le cerró la garganta de un chasquido y todo quedó en silencio. La cara se le destensó y empezó a temblar débilmente. Collier le limpió la frente con una toalla.

—En el patio, David —murmuró, todavía inconsciente.

Collier se inclinó sobre ella con el corazón en la boca.

—En el patio —repitió—. Oí un ruido y salí. Las estrellas brillaban y había cuarto creciente. Entonces vi una luz blanca que se acercaba al patio. Corrí para entrar en casa, pero noté un golpe. Fue como una aguja que me atravesó la espalda y el vientre. Grité, pero todo se volvió negro y no podía recordar nada. Nada. Quería contártelo, David, pero no podía recordarlo, no podía recordarlo, no podía…

Un hospital. En el pasillo, un padre va de un lado a otro, angustiado, con los ojos febriles. Es una mañana de agosto y hace calor en el pasillo. No se oye nada. El hombre va y viene sin cesar, con los brazos rígidos y los puños apretados.

Se abre una puerta. El padre se vuelve cuando sale el médico, que se quita la mascarilla que le cubre la boca y la nariz y lo mira.

Su mujer está biendice.

¿Y el bebé? —pregunta el padre, agarrándolo del brazo.

El bebé ha muerto.

¡Gracias a Dios!

Y se pregunta si en África o en Asia

“Madre a la fuerza” fue el horrible título que le dio el editor (El título que le pusieron después al telefilme no estaba mal). Pese a que ahora sea un concepto relativamente común (las abducciones de ovnis y la implantación de bebés), cuando escribí el cuento, al parecer, la idea no se había desarrollado nunca, cosa que me parecía increíble: la idea de que los extraterrestres invadieran la Tierra dejando embarazado a un ser humano y que esa criatura fuera el principio de la invasión. Siempre me ha sorprendido que nadie hubiera tenido esa idea antes. Me parecía tan obvia… —RM

En 1974, el autor adaptó “Intruso” para la televisión con el título de “Un extraño dentro de mí”. La protagonista fue Barbara Eden, y el director, Lee Philips.