Le envío el presente manuscrito, que fue remitido a esta oficina hace unas semanas, para su consideración. Le hago entrega de él sin ninguna prueba ni opinión sobre su validez, ya que prefiero dejarla a juicio del lector.
SAMUEL D. MACHILDON, secretario asociado
Sociedad Rand de Investigación Física
I
Ocurrió hace muchos años. Mi hermano Saul y yo estábamos encaprichados de la vieja y deshabitada casa Carnicero. El torcido cartel de bordes amarillentos que rezaba «En venta» llevaba colgado de la mugrienta ventana principal desde que éramos niños. Con pasión infantil, nos habíamos jurado que cuando fuésemos mayores lo retiraríamos con nuestras propias manos.
Curiosamente, al llegar a la madurez seguimos conservando aquella aspiración. A los dos nos gustaba el estilo Victoriano. Los cuadros de mi hermano se asemejaban a la interpretación alegre y exuberante de la naturaleza que tanto agradaba a los artistas del siglo XIX, mientras que mi estilo de escritura, lejos, empero, de lograr un resultado satisfactorio, llevaba el sello distintivo de la prolijidad y se caracterizaba por las frases recargadas que los modernistas critican por su pesadez y artificio.
Por tanto, ¿qué mejor sede para nuestras labores artísticas que el retiro que ofrecía la casa Carnicero, la cual plasmaba en cornisas y frisos nuestras inclinaciones más íntimas? Ninguna, y actuamos en consecuencia sin mayor dilación.
Sabíamos que la asignación anual dispuesta por nuestros difuntos progenitores, aunque magra, bastaría para adquirirla, pero poco más, puesto que la casa precisaba de numerosas reparaciones y, además, carecía de electricidad.
Corría además el rumor de que en ella moraban fantasmas, si bien le dábamos escaso crédito. Los niños del vecindario rivalizaban con relatos sobre las desgarradoras experiencias a las que se habían visto sometidos por algunos de los espectros más ilustres. Nosotros sonreíamos ante sus ingeniosas fantasías, persuadidos de que la compra de la casa sería del todo conveniente y provechosa.
La agencia inmobiliaria rebosaba de emoción financiera el día que le quitamos de las manos lo que ya consideraban una causa perdida, hasta tal punto que la habían eliminado de su cartera de inmuebles. El papeleo correspondiente quedó listo de inmediato y en cuestión de horas trasladamos nuestras pertenencias del incómodo piso donde vivíamos a nuestro nuevo hogar, considerablemente más amplio.
Pasamos varios días dedicados a la indeclinable tarea de limpiar. Resultó ser una empresa bastante más complicada de lo que esperábamos. Una gruesa capa de polvo cubría pasillos y habitaciones. Con nuestro enérgico afán por retirarlo solamente conseguíamos levantar densas nubes que se expandían y llenaban el aire de mugrientos fantasmas. Juzgamos probable que en dicho fenómeno radicara la causa de más de una visión espectral, en el hipotético caso de que se dispusiera de tiempo para llevar a cabo semejante experimento.
Además del polvo acumulado por toda la vivienda, la roña empañaba las superficies de cristal, desde las ventanas de la planta baja hasta los espejos de azogue rayado del baño de arriba. Había que reparar los pasamanos sueltos, reponer las cerraduras de las puertas, deshacerse de la suciedad aferrada durante décadas a las gruesas alfombras, así como llevar a cabo otras muchas faenas, mayores y menores, antes de que la casa pudiera considerarse habitable.
A pesar de la mugre y el deterioro, no cabía duda de que habíamos dado con una ganga. La casa estaba completamente amueblada, y además al delicioso estilo de la primera década del siglo XX. Saul y yo estábamos encantados. Tras despolvar, airear y fregar de arriba abajo, la casa se reveló una adquisición exquisita. Las suntuosas cortinas oscuras, las alfombras con motivos clásicos, la elegancia de los muebles, la espineta de teclas amarillas… Todo era perfecto, hasta el último detalle: el retrato de la chimenea, en el que se veía a una joven encantadora.
Cuando lo contemplamos por primera vez, Saul y yo nos quedamos sin habla ante su calidad artística. Saul departió acerca de la técnica del pintor y después, arrebatado de entusiasmo, fabuló conmigo sobre la posible identidad de la modelo.
Nuestra última conjetura fue que se trataba de la hija o de la esposa del anterior propietario, quienquiera que fuese, puesto que al pie figuraba el apellido Carnicero.
Transcurrieron varias semanas, y la exaltación inicial dejó paso al trabajo intenso y a un exigente esfuerzo creativo.
Nos levantábamos a las nueve, desayunábamos en el comedor y nos poníamos a trabajar, yo en mi dormitorio y Saul en la galería, donde habíamos improvisado un pequeño estudio. La mañana discurría de forma tranquila y productiva. A la una tomábamos una comida ligera pero nutritiva y después reanudábamos el trabajo, que nos ocupaba toda la tarde. Hacíamos una pausa en nuestra labor sobre las cuatro para tomar el té y conversar apaciblemente en nuestro elegante salón. A esa hora ya era demasiado tarde para seguir con las tareas, pues la oscuridad empezaba a correr su envolvente cortina sobre la ciudad. Habíamos renunciado a instalar electricidad, tanto por prudencia económica como por un menos sórdido motivo estético.
Ni por todo el oro del mundo habríamos desvirtuado el dulce encanto de la casa con la insultante y cruda luz eléctrica. De hecho, preferíamos la vacilante luz de las velas para jugar nuestra partida nocturna de ajedrez. No necesitábamos que los nefandos berridos de la radio enturbiaran nuestro silencio. Comíamos nuestro pan de panadería poco hecho y nos parecía que la temperatura del vino enfriado en nuestra vieja nevera portátil era idónea. Saul sentía predilección por vivir de forma anticuada, y yo también. No pedíamos más.
Pero entonces empezamos a percatarnos de ciertos detalles, detalles intangibles, detalles inexplicables.
En ocasiones, en las escaleras, en el pasillo, en las habitaciones, Saul y yo, juntos o por separado, nos deteníamos y percibíamos con la mente un extraño impulso, una existencia fugaz pero cierta.
Resulta difícil expresar la sensación con claridad. Era como si oyéramos algo, pero no había ningún sonido; como si viéramos algo, pero no había nada ante nuestros ojos. Captábamos una presencia vaga y cambiante, delicada y tenue, oculta a los sentidos físicos.
No había forma de explicarlo. De hecho, nunca hablamos de ello, ya que era en exceso nebuloso e imposible de verbalizar. Por mucha inquietud que nos causara, no procedimos a comparar nuestras sensaciones. Tampoco habríamos podido. Ni la idea más abstracta se habría aproximado siquiera a lo que experimentábamos.
A veces descubría a Saul lanzando un veloz vistazo hacia atrás o acariciando el aire medio a escondidas, como si esperase rozar una entidad invisible. Otras veces él me sorprendía haciendo lo mismo. De vez en cuando intercambiábamos una sonrisa de desconcierto y nos entendíamos sin necesidad de palabras.
Sin embargo, nuestras sonrisas no tardaron en desvanecerse. Creo que hasta cierto punto temíamos mofarnos de aquel hechizo desconocido por si era real, aunque ni mi hermano ni yo éramos supersticiosos en grado alguno. El mero hecho de haber comprado la casa sin prestar oídos a los viejos rumores sobre su supuesto maleficio contradice la sospecha de que sintiéramos algún tipo de inclinación por las cavilaciones místicas. Estaba claro, no obstante, que la casa ejercía una extraña influencia.
Con frecuencia yacía despierto entrada la noche. Sabía que Saul también velaba en su dormitorio, que ambos escuchábamos y esperábamos. Teníamos la certeza de estar aguardando la llegada inminente de algo desconocido.
Y, en efecto, llegó.
II
Alrededor de un mes y medio después de mudarnos a la casa Carnicero empezamos a atisbar indicios de que la habitaban otros moradores además de nosotros.
Un día yo me encontraba en la estrecha cocina preparando la cena en el fogón de gas mientras Saul ponía la mesa en el comedor. Había cubierto con un mantel blanco la superficie oscura y reluciente de la mesa de caoba y había puesto dos platos con la correspondiente cubertería. Un candelabro de seis velas brillaba en el centro y proyectaba sombras sobre la tela nívea.
Regresé al fogón y dejé a Saul a punto de colocar las tazas y los platillos junto a los platos. Bajé una pizca la llama a las chuletas y, mientras abría la nevera para sacar el vino, oí gritar a Saul y el ruido de algo que caía sobre la alfombra del comedor. Salí de la cocina lo más deprisa que pude.
Una taza se había caído al suelo y se le había roto el asa. La recogí sin quitar los ojos de encima a Saul.
Mi hermano estaba de espaldas a la puerta arqueada del salón, con la mano en la mejilla y una expresión de mudo sobresalto que le alteraba los apuestos rasgos.
—¿Qué ocurre? —le pregunté tras dejar la taza en la mesa. Me miró sin responderme y advertí que los finos dedos le temblaban en la mejilla pálida—. Saul, ¿qué te sucede?
—Una mano —respondió—. Una mano me ha tocado la mejilla
Creo que me quedé boquiabierto de la sorpresa. En lo más profundo de mi mente había estado esperando algo parecido, al igual que Saul. Sin embargo, una vez hubo ocurrido, ambos sentimos una opresión, natural por otra parte, sobre los hombros.
Guardamos silencio. ¿Cómo expresar lo que sentí en aquel momento? Era como si algo tangible, una marea de aire asfixiante, se cerniera sobre nosotros como una serpiente amorfa y aletargada. Me di cuenta de que el pecho de Saul se agitaba de forma convulsiva y de que yo seguía con la boca abierta y la respiración entrecortada.
Al cabo de un instante, el vacío aterrador se desvaneció y el miedo irracional se esfumó con él.
—¿Estás seguro? —logré articular, deseoso de romper aquel increíble hechizo con palabras.
Saul tragó saliva y esbozó una sonrisa forzada, más de pavor que de alborozo.
—Espero que no —contestó, haciendo un esfuerzo por consolidar la sonrisa—. ¿Es posible…? —preguntó, sin ser apenas capaz de mantener la jovialidad—. ¿Es posible que nos hayan embaucado para que compremos una casa encantada?
Traté de unirme a su falso espíritu festivo en beneficio de nuestra salud mental, pero no duró, y la fingida serenidad de Saul tampoco me proporcionó un consuelo perdurable. Ambos éramos excepcionalmente sensibles desde que llegamos a este mundo, él, hace veinticinco años, y yo, hace veintisiete. Ambos sentíamos aquella premonición incorpórea en lo más profundo de nuestro ser.
No hablamos más del asunto, aunque no sé si por desagrado o por un presentimiento. Tras una cena sombría, pasamos el resto de la velada jugando a las cartas de forma pésima. En un momento en que el miedo me atrapó con la guardia baja, sugerí que tal vez podríamos sopesar la idea de instalar electricidad en la casa.
Saul se mofó de mi evidente sumisión. Contrariamente a lo que cabría esperar tras lo ocurrido antes de cenar, estaba deseoso de mantener la relativa penumbra de la luz de las velas. A pesar de todo, no le di demasiada importancia.
Nos retiramos a nuestras habitaciones bastante temprano, como solíamos. Antes de separamos, Saul dijo una cosa que me chocó. Se detuvo al final la escalera y miró abajo. Yo estaba a punto de abrir la puerta de mi dormitorio.
—¿No te resulta todo muy familiar? —me preguntó.
Me volví hacia él, sin saber a qué se refería.
—¿Familiar?
—Quiero decir —intentó aclararme—, como si ya hubiésemos estado aquí antes. No, más que eso; como si hubiésemos vivido aquí antes.
Lo observé y una aprensión desasosegante se despertó en mi interior. Bajó la mirada con una sonrisa nerviosa, como si hubiera advertido que había dicho algo indebido. Se alejó a toda prisa hacia su habitación y murmuró un buenas noches muy poco cordial.
Entonces me retiré a mi dormitorio y cavilé sobre la insólita inquietud que parecía haber embargado a Saul durante la velada y que se había manifestado no solo en sus palabras, sino también en la impaciencia con la que había jugado a las cartas, en la incapacidad de estarse quieto en la silla, en la ansiedad con la que doblaba los dedos o en el vagabundeo de sus bellos ojos oscuros por la sala de estar, como si buscase algo.
Ya en mi dormitorio, me desvestí, me aseé y me acosté. Cuando llevaba tumbado más o menos una hora, noté que la casa se estremecía un instante y que un súbito zumbido discordante atravesaba el aire, el cual me provocó una especie de palpitación en la mente.
Me llevé las manos a los oídos y tuve la sensación de despertar. Seguía con los oídos tapados. La casa estaba en silencio, así que no sabía con certeza si se había tratado de un sueño. Podía haber sido un pesado camión al pasar lo que había dado vida al sueño en mi mente trastornada. No tenía forma de comprobarlo.
Me senté y escuché. Permanecí inmóvil largo rato, aguzando el sentido para captar cualquier ruido que se produjera en la casa: quizá se tratara de un ladrón, o de Saul que merodeaba en busca de un tentempié de medianoche. Pero no oí nada. Una vez, al mirar a la ventana, me pareció ver por el rabillo del ojo un destello azul bajo mi puerta. Volví la cabeza de inmediato, pero mis ojos solo vislumbraron la oscuridad más profunda. Al fin, me dejé caer en la almohada y me sumí en un sueño intermitente.
III
El día siguiente era domingo. Estaba exhausto por la cantidad de veces que me había despertado esa noche y el sueño ligero y agitado. Me quedé en la cama hasta las diez y media, pese a que tenía por costumbre levantarme todos los días a las nueve en punto, una costumbre adquirida de pequeño.
Me vestí aprisa y salí al pasillo. Saul ya se había levantado. Me molestó un poco que no hubiera entrado en mi habitación para hablar conmigo, como a veces hacía, ni tan siquiera para avisarme de que ya eran más de las nueve.
Lo encontré en el salón. Estaba desayunando en una mesita que había colocado delante de la chimenea, sentado en una silla frente al retrato. Se volvió para mirarme cuando entré. Me pareció nervioso.
—Buenos días —me saludó.
—¿Por qué no me has despertado? —le pregunté—. Ya sabes que nunca duermo hasta tan tarde.
—Pensaba que estarías cansado —respondió él—. ¿Qué más da?
Me senté frente a él, de mal humor, cogí un bollo templado de debajo de la servilleta y lo abrí.
—¿Notaste anoche la sacudida de la casa? —le pregunté.
—No. ¿Se movió?
El tono de su respuesta fue casi impertinente, y no contesté. Di un bocado al bollo y lo dejé en la mesa.
—¿Café? —me preguntó.
Asentí secamente y me sirvió una taza, por lo visto ajeno a mi resentimiento.
—¿Dónde está el azúcar? —pregunté tras buscarlo en la mesa.
—Yo no tomo —me respondió—. Ya lo sabes.
—Pero yo sí.
—Bueno, pero tú no estabas levantado, John —me contestó con una sonrisa aséptica.
Me levanté con brusquedad, fui a la cocina, abrí la despensa y saqué el azucarero. Estaba muy irritado.
Entonces, cuando ya iba a salir de la cocina, intenté abrir la otra puerta de la despensa. No pude. Llevaba atascada desde que nos habíamos mudado, y Saul y yo decíamos, en jocosa consonancia con la tradición del barrio, que los estantes de la despensa estarían llenos de fantasmas deshidratados.
Sin embargo, en aquel momento no estaba de humor para chistes, y tiré de la puerta cada vez más enojado. Que se me ocurriera escoger aquel momento para tratar de abrir la despensa reflejaba cuán susceptible era mi talante frente a las desconsideraciones de Saul. Dejé el azucarero y agarré el tirador con ambas manos.
—Por todos los santos, ¿qué estás haciendo? —oí que me preguntaba Saul desde el salón.
No respondí a su pregunta, sino que tiré con más fuerza, pero la puerta de la despensa parecía soldada al marco. No logré moverla ni media pulgada.
—¿Qué hacías? —me preguntó Saul cuando me senté.
—Nada —respondí, y así se zanjó el asunto.
Comí con muy poco apetito. No sé si estaba más enfadado o dolido. Creo que me sentía herido, ya que Saul, que solía captar mis reacciones con particular agudeza, aquel día no parecía receptivo en absoluto. Y fue aquel hastío y aquella indiferencia, tan impropios de su carácter habitual, lo que me trastornó tanto.
Una vez que lo miré mientras desayunábamos, descubrí que tenía los ojos fijos en un punto detrás de mí. Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Qué estás mirando? —quise saber.
Saul volvió a dirigirme la mirada y la leve sonrisa que esbozaba se disolvió.
—Nada —contestó.
De todos modos, me giré, pero solo vi el retrato de la chimenea, nada más.
—¿El retrato? —le pregunté, pero no me respondió. Se limitó a remover el café con falsa serenidad—. Saul, estoy hablando contigo.
La mirada de sus ojos oscuros era fría y burlona, como si quisiera decirme: «Pues, sí, me hablas, pero me importa bien poco».
Como se negaba a hablarme, busqué una manera de aliviar aquella tensión inexplicable que había surgido entre ambos. Dejé la taza.
—¿Has dormido bien? —le pregunté.
Me miró al instante de tal forma que, no pude evitar pensarlo, resultaba casi suspicaz.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo con recelo.
—¿Tan extraña es la pregunta?
Tampoco respondió esa vez. Se limpió los finos labios con la servilleta y echó atrás la silla para levantarse de la mesa.
—Discúlpame —murmuró, más por hábito que por otra cosa.
—¿A qué se debe tanto misterio? —le pregunté, con verdadera preocupación.
Se levantó, dispuesto a marcharse. Su rostro no reflejaba nada.
—No hay ningún misterio. Son imaginaciones tuyas.
No era capaz de entender el cambio repentino de mi hermano ni de relacionarlo con ninguna causa manifiesta. Lo seguí con la mirada, estupefacto. Me dio la espalda y se dirigió al pasillo con pasos cortos e impacientes. Torció a la izquierda, cruzó el dintel arqueado y oí que subía a saltitos los peldaños enmoquetados de la escalera. Me quedé allí sentado, incapaz de moverme, contemplando el lugar por el que acababa de desaparecer.
Hasta pasado un buen rato no me giré para examinar el cuadro con más atención. No había en él nada insólito. Repasé los hombros bien torneados, el cuello blanco y delgado, la barbilla, los labios rojos acorazonados, la delicada nariz respingona, los sinceros ojos verdes. Meneé la cabeza. No era más que el retrato de una mujer. ¿Cómo podía afectar a un hombre en sus cabales? ¿Cómo podía afectar a Saul?
No pude terminarme el café. Lo dejé en la mesa, me levanté, subí al piso de arriba y fui derecho a la habitación de mi hermano. Giré el pomo para entrar y me quedé de piedra. Se había encerrado. Me aparté de la puerta con los labios apretados, muy disgustado, sin poder dominar mi turbación.
Pasé la mayor parte del día en mi dormitorio, leyendo a ratos, pendiente de oír sus pasos en el pasillo. Rumié la situación y traté de encontrar el motivo de aquel extraño cambio de actitud hacia mí. Sin embargo, no encontré ninguno que no fuera un presunto dolor de cabeza, la falta de sueño u otras explicaciones poco satisfactorias, las cuales no me servían para disculpar su displicencia, la antipatía con la que me miraba y su evidente falta de interés por mantener una conversación civilizada.
Fue entonces cuando, en contra de mi voluntad, debo decirlo a las claras, empecé a sospechar que existían otras causas que nada tenían que ver con la cotidianeidad. Sucumbí por un breve instante a las historias locales sobre la casa. No habíamos vuelto a hablar de la mano que había rozado a Saul, pero ¿era porque la creíamos producto de nuestra imaginación o porque sabíamos que no lo era?
Por la tarde me quedé un rato en el pasillo de pie con los ojos cerrados, a la escucha, a la caza de algún ruido peculiar, balanceándome en el profundo silencio. La ausencia de sonidos me zumbaba en los oídos. No percibí nada.
Las horas del día transcurrieron lentas y solitarias. Saul y yo cenamos juntos, ambos de mal humor. Él rechazó mis ofertas tanto de conversación como de echar más tarde una partida de cartas o de ajedrez. En cuanto terminó de cenar volvió de inmediato a su dormitorio, y yo, después de fregar los platos, regresé al mío y me acosté pronto.
Tuve de nuevo el mismo sueño; sin embargo, al alba, tumbado en el lecho, no tenía la certeza de que hubiera sido tal. Y si en efecto no lo había sido, solo cien camiones juntos podrían haber provocado que la casa temblara de semejante modo. Y la luz que atisbé por la rendija inferior de la puerta, un resplandor azul deslumbrante, era demasiado intensa para ser de las velas. Además, las pisadas habían sido claras y distintas.
¿Habían pertenecido únicamente a mi sueño? No podía estar seguro.
IV
Eran casi las nueve y media cuando me levanté y me vestí, de mal talante porque la preocupación alterara así mi horario de trabajo. Me aseé a toda prisa y salí al pasillo, deseoso de enfrascarme en mi labor.
Al pasar por el cuarto de Saul, miré maquinalmente y vi que la puerta estaba un poco entreabierta. Supuse que ya se habría levantado y estaría trabajando en la galería, así que no me asomé. Descendí la escalera aprisa para prepararme un desayuno rápido. Cuando entré en la cocina, advertí que todo estaba tal como lo había dejado la noche anterior.
Después de tomar un desayuno frugal, volví al piso de arriba y entré en el dormitorio de Saul. Me sobrevino cierto temor al encontrarlo todavía encima de la cama, y digo encima y no en porque había apartado sábanas y mantas, al parecer de forma violenta, de modo que colgaban por el borde de la cama y yacían retorcidas en el suelo de madera.
Estaba tumbado sobre la sábana bajera. Solo llevaba los pantalones del pijama y tenía el pecho, los hombros y la cara perlados de sudor.
Me acerqué a él y lo sacudí, pero se limitó a murmurar en sueños. Lo zarandeé y se dio la vuelta, molesto.
—Déjame en paz —dijo, de un humor de perros—. He estado…
No terminó la frase, como si de nuevo hubiese estado a punto de decir algo que no debía.
—¿Has estado qué? —le pregunté, percibiendo como me invadía el calor de la indignación.
No respondió. Se quedó tumbado boca abajo, con la cara enterrada en la almohada blanca. Me incliné y volví a sacudirlo por los hombros, esa vez con más fuerza. Se incorporó de golpe.
—¡Sal de aquí! —me gritó.
—¿Vas a pintar? —le pregunté, temblando de nervios.
Se giró de lado y se revolvió un poco, dispuesto a seguir durmiendo. Le di la espalda con un resoplido de rabia.
—Pues te preparas tú tu desayuno.
La nula importancia de mis propias palabras me puso aún más furioso.
Mientras cerraba la puerta a mi espalda, me pareció oír su risa.
Regresé a mi dormitorio y me puse a trabajar en la obra de teatro, aunque con poco éxito. No lograba concentrarme. Únicamente podía pensar en el inusitado modo en que me habían arrebatado mi hasta entonces agradable vida.
Saul y yo siempre habíamos estado extraordinariamente unidos. Nuestras vidas eran inseparables; nuestros planes, siempre comunes; nuestro afecto, primordialmente mutuo. Así había sido desde la infancia. Los niños de la escuela nos llamaban los Gemelos; era la forma abreviada de los Gemelos Siameses, nuestro título completo. Y aunque yo iba dos cursos por delante de Saul, siempre estábamos juntos y escogíamos las amistades teniendo en cuenta los gustos del otro. En definitiva, vivíamos con el otro y para el otro.
Hasta que se produjo aquella catástrofe, aquel cisma enloquecedor en nuestra relación, aquella brusca escisión del compañerismo que nos unía, aquella abrupta y dolorosa transmutación de la intimidad en la indiferencia más cruel.
La virazón era tan preocupante que de inmediato orienté mi búsqueda hacia la más grave de las causas y, aunque la respuesta consecuente parecía, como poco, insustancial, no podía menos que considerarla. Y una vez considerada, ya no pude librarme de ella.
En el silencio de mi habitación empecé a pensar en fantasmas.
¿Estaría encantada la casa? Repasé velozmente el conjunto de pistas e indicios que acaso demostraran mi teoría.
Excluida la posibilidad de que hubieran sido un sueño, estaban las fuertes vibraciones y el zumbido extraño y agudo que me había perforado el cerebro. Estaba la espeluznante luz azul que había soñado o que realmente había visto bajo la puerta. Y, por último, estaba la prueba más irrefutable: la afirmación de Saul de que había notado una mano en la mejilla… ¡Una mano fría y húmeda!
Sí, resulta difícil admitir la existencia de fantasmas en el mundo frío y científico en el que vivimos. Nuestros instintos se niegan a admitir una posibilidad tan enloquecedora, porque, una vez dado el primer paso hacia lo sobrenatural, ya no hay vuelta atrás: del lugar al cual nos lleva esa extraña vía no sabemos nada, salvo que es desconocido y terrible.
Tan reales eran las premoniciones que me embargaban que dejé el intacto bloc de notas y la pluma, y corrí al dormitorio de Saul como si ocurriera una calamidad.
El sonido inesperado e incongruente de sus ronquidos me tranquilizó momentáneamente. Sin embargo, mi sonrisa se desvaneció en cuanto vi la botella de licor medio vacía en su mesita de noche.
La sorpresa me dejó las carnes heladas y me asaltó un pensamiento: «Está corrompido». De dónde provino esa idea, no lo sé.
Saul, despatarrado en el lecho, gruñó y se giró boca arriba. Llevaba el pijama, pero estaba todo revuelto y arrugado. Advertí que no se había afeitado. Estaba muy ojeroso y la mirada inyectada en sangre que me dirigió era la de un desconocido.
—¿Qué quieres? —me pregunto con una voz ronca y poco natural.
—¿Es que te has vuelto loco? —le dije—. En nombre de Dios, ¿qué…?
—Sal de aquí —volvió a decirme, a mí, a su hermano.
Lo miré a la cara. Aun sabiendo que solo podía ser la bebida la que le alteraba las facciones sin afeitar, no fui capaz de disipar la aprensión al reconocer en él la más pura vulgaridad, y un escalofrío de repugnancia me recorrió la espalda.
Hice ademán de coger la botella para llevármela, pero lanzó un brazo hacia mí con un movimiento torpe y agresivo, sin puntería, pues tenía el cerebro embotado por el alcohol.
—¡Te he dicho que salgas de aquí! —me gritó, furioso. Manchas rojas le brotaban en las mejillas.
Retrocedí un poco asustado. Después me volví en redondo y salí precipitadamente al pasillo, temblando por su inexplicable comportamiento. Me quedé frente a la puerta largo rato, escuchando como se movía en la cama, inquieto, entre gruñidos. Estuve a punto de echarme a llorar.
Luego, sin pensar, bajé las escaleras a oscuras, atravesé el salón y el comedor, y entré en la pequeña cocina. Allí, en el silencio negro, sostuve en alto una cerilla y encendí la gran vela que saqué de la estufa.
Al caminar por la cocina, me pareció que mis pisadas sonaban amortiguadas, como si las oyera a través de gruesos algodones, y empecé a tener la absurda sensación de que el silencio me retumbaba en los oídos.
Cuando pasé junto al lado izquierdo de la despensa, el aire inmóvil pareció cobrar vida de repente. Me azotó una ráfaga y perdí el equilibrio. El silencio rugía. Alargué los dedos crispados para buscar apoyo y tiré un plato al suelo. Me estremecí; el ruido del plato al estrellarse fue cavernoso e irreal, como si procediera de un lugar muy lejano. De no haber visto los fragmentos de porcelana en las baldosas oscuras, podría haber jurado no se había roto nada.
Cada vez más desasosegado, me llevé los índices a los oídos y me los masajeé con la intención de aliviar un posible taponamiento. Después cerré el puño y golpeé la puerta atascada de la despensa, buscando el consuelo desesperado de un sonido lógico. Sin embargo, por más fuerte que golpeara, el eco que me llegaba no era más intenso que el de los aldabonazos de una puerta muy distante.
Me volví a toda prisa hacia la nevera, impaciente por prepararme unos bocadillos y el café, y regresar cuanto antes a mi cuarto.
Puse el pan en una bandeja, me serví una humeante taza de café solo y dejé la cafetera en su base. Después, con palpable temor, me incliné para apagar la vela.
La oscuridad del comedor y el salón me resultó opresiva. La alfombra mitigaba mis pasos. El corazón empezó a martillearme. Sostenía la bandeja con los dedos rígidos e insensibles, y tenía la mirada fija al frente. Mi respiración era cada vez más agitada. Expulsaba el aire con fuerza por la nariz y apretaba los labios para evitar que me tiritaran de pavor.
La oscuridad y aquel silencio profundo y sepulcral me aplastaban como paredes reales. Mantuve la garganta agarrotada y los músculos en tensión, temeroso de que, si los distendía, un temblor descontrolado me sacudiría el cuerpo.
A medio camino del pasillo, la oí.
Una risa suave y burbujeante invadió la habitación como una nube sonora. Una abrumadora oleada de frío me cubrió. Me detuve en seco, y las piernas y el cuerpo se me envararon.
La risa no cesaba. Se movía como si alguien, o algo, diera vueltas a mi alrededor con pasos silenciosos y los ojos clavados en mí. Me eché a temblar y, en el silencio, oí el tintineo de la taza en la bandeja.
Entonces, de repente, ¡note una mano fría y húmeda en la mejilla! Con un aullido de terror, solté la bandeja, corrí como un poseso por el pasillo y subí las escaleras a oscuras. No me explico cómo las piernas me sostenían y me llevaban, pues se me debilitaban por momentos. Mientras corría cayó otro chorro de risas líquidas detrás de mí, cual fina estela de aire helado en la quietud.
Cerré con pestillo la puerta de mi dormitorio, me metí en la cama y me cubrí con la colcha con dedos temblorosos. Me tumbé con los párpados apretados y el corazón retumbando contra el colchón. La espantosa certeza de que todos mis miedos estaban justificados me atravesaba los delicados tejidos del organismo como un cuchillo.
Todo era real.
El tacto de aquella mano fría y empapada en la mejilla había sido tan cierto como el de una mano humana, pero ¿qué persona viva acechaba allí abajo, en la oscuridad?
Al principio pretendí engañarme a mí mismo: quise convencerme de que no se trataba más que de Saul, quien me había hecho objeto de una broma cruel y malvada. Pero sabía que no era así. Habría oído sus pisadas, cosa que no había ocurrido, ni antes ni después.
El reloj daba las diez cuando logré reunir el coraje suficiente para retirar la colcha, buscar a tientas la caja de cerillas que guardaba en la mesita de noche y encender la vela. Al principio, la luz vacilante espantó ligeramente el miedo, pero la iluminación que proyectaba era tan escasa que sentí un escalofrío y aparté la mirada de las amplias y tenebrosas paredes. Maldije la vieja casa por la falta de electricidad. Tal vez el miedo podría haberse suavizado con una lámpara cegadora. En aquellas circunstancias, el precario parpadeo de la diminuta llama estaba lejos de aquietar mis temores.
Deseaba cruzar el pasillo y comprobar si Saul estaba bien, pero temía abrir la puerta de mi dormitorio. Mi imaginación forjó horrendas apariciones que amenazaban en la oscuridad y en mi mente volvió a resonar la desagradable risa viscosa.
Esperaba que mi hermano estuviese bajo los efectos del alcohol hasta tal punto que solo un terremoto pudiera despertarlo. Y aunque deseaba estar junto a él a pesar de su traición, no reuní el valor suficiente para salir. De modo que me desnudé a toda prisa, me metí en la cama y enterré la cabeza de nuevo bajo las mantas.
V
Me desperté de repente, tembloroso y asustado. La ropa de cama ya no me cubría y el silencio era tan terrible como había sido al empezar la noche.
Busqué a tientas las mantas, alterado. Se habían caído al suelo. Me di la vuelta y bajé una mano. En un acto reflejo, aparté los dedos del suelo cuando rocé los tablones helados.
Entonces, así agachado, vi la luz bajo la puerta.
Solo fue visible una fracción de segundo, pero la vi, de eso no cabía duda. Y al mismo tiempo que pasaba ante mis ojos, empezó el temblor. Los zumbidos palpitantes invadieron el dormitorio y la cama empezó a vibrar. La piel se me endureció y se me heló, y me castañeteaban los dientes.
Volvió a aparecer la luz y oí pisadas de pies descalzos; supe que era Saul que caminaba en la noche. Empujado más por el miedo que sentía por él que por mi propio valor, me levanté y fui hasta la puerta, estremecido por el helor del suelo. La abrí muy despacio, expectante y tenso.
El pasillo estaba negro como boca de lobo.
Me acerqué a la puerta del cuarto de Saul y agucé el oído para tratar de oírle respirar. Pero antes de lograr discernir nada, el pasillo se iluminó de repente con aquel resplandor azul sobrenatural, y me di la vuelta y corrí instintivamente hacia las escaleras. Me agarré a la vieja barandilla y miré abajo.
Una intensa aura de luz azul cruzaba el pasillo de la planta baja en dirección al salón. ¡El corazón me dio un vuelco! Saul la seguía con los brazos extendidos, como un sonámbulo. El resplandor informe se reflejaba en sus ojos, fijos hacia el frente.
Quise llamarlo, pero descubrí que no podía pronunciar ningún sonido. Quise bajar las escaleras para arrancar a Saul de aquel terror, pero una pared invisible, cada vez más próxima y asfixiante, me retenía en la oscuridad. Me debatí, pero no sirvió de nada. Todos mis esfuerzos se anulaban frente al poder horrible e imposible que me aprisionaba.
Entonces, de repente, un olor acre y enfermizo me asaltó las fosas nasales y el cerebro. Se me revolvieron las tripas; la garganta y el estómago me ardieron con un fuego casi tangible; la oscuridad se hacía más profunda y se me pegaba como lodo caliente y negro, me comprimía el pecho y me impedía respirar. Era como si me enterraran vivo en un horno negro, con el cuerpo envuelto en capas y capas de pesadas mortajas. Temblé, impotente, entre sollozos.
Todo terminó de repente, sin más, y me quedé allí de pie, en el frío vestíbulo, empapado de sudor, debilitado tras las frenéticas tentativas por liberarme. Intenté moverme, pero no pude; intenté recordar a Saul, pero fui incapaz de evitar que su imagen se borrara de mi cerebro aturdido. Me estremecí y me volví para regresar a mi habitación, pero al primer paso se me doblaron las rodillas y caí de bruces. Sentí la presión del suelo helado y, con el cuerpo sacudido por escalofríos, me desmayé.
Cuando volví a abrir los ojos seguía hecho un ovillo en el suelo. Me senté. El pasillo que se extendía ante mí empezó a oscilar en mareas alternas de luz y oscuridad. Tenía el pecho endurecido y un frío implacable se adueñó de mí. Me levanté y, encorvado, me tambaleé a duras penas hasta el dormitorio de Saul, con una tos que me quemaba la garganta, hasta que tropecé con la cama.
Saúl estaba allí, durmiendo. Tenía el rostro demacrado y sin afeitar, y la barba hirsuta y oscura resultaba repugnante. Por la boca abierta emitía los sonidos propios de una persona exhausta, mientras el pecho blanco y lampiño se elevaba y se hundía al ritmo de la respiración superficial.
No se movió cuando le toqué el hombro con suavidad. Pronuncié su nombre y me chocó oír el sonido de mi voz, ronca y rechinante. Lo repetí; él se revolvió con un gruñido y abrió un ojo para mirarme.
—Estoy enfermo —murmuré—. Saul, estoy enfermo.
Saul se giró y me dio la espalda. Un sollozo de angustia me desgarró la garganta.
—¡Saúl!
Entonces se volvió de golpe como un demente, con los brazos rígidos y los angulosos puños blancos de tan apretados.
—¡Sal de aquí! —me gritó—. ¡Déjame en paz o te mataré!
Sus palabras me apartaron como un empujón del borde de la cama.
Me quedé de pie y lo miré perplejo con la garganta abrasada por mi propia respiración. Se dio la vuelta con violencia, como si quisiera romperse.
—¿Por qué tiene que durar tanto el día? —lo oí murmurar para sí con tristeza.
En ese momento me dio un ataque de tos. Me arrastré de vuelta a mi habitación con el pecho ardiendo de dolor y me metí en la cama con movimientos de anciano. Caí sobre la almohada, me tapé con las mantas y me quedé allí tumbado, tiritando e indefenso.
Dormí todo el día en periodos interrumpidos por accesos de extremo dolor. No tenía fuerzas para levantarme para comer ni beber. Lo único que podía hacer era yacer entre temblores y sollozos. Me sentía tan vencido por la crueldad de Saul como por el sufrimiento físico, y éste era insoportable. Durante un ataque de tos me sentí tan mal que me puse a llorar como un niño, a dar débiles e inútiles puñetazos al colchón y a patalear en pleno delirio. Pero incluso entonces creo que lloraba por algo más que por el dolor. Lloraba por mi único hermano, que no me amaba.
Aquella noche pareció llegar más deprisa que cualquier otra. Tumbado en la oscuridad, recé con labios mudos para que él no sufriese ningún daño. Dormí un poco más y, de repente, me encontré despierto, mirando la luz que entraba por debajo de la puerta y escuchando el zumbido agudo. Y en aquel momento comprendí que Saul todavía me quería, pero que la casa había corrompido su amor.
De esa certeza nació una resolución; de la desesperación surgió un valor asombroso. Me levanté y me quedé unos momentos de pie, tambaleante y mareado, hasta que desapareció la niebla de mis ojos. Después me puse la bata y las zapatillas, fui hasta la puerta y la abrí con determinación.
No sé por qué las cosas sucedieron de aquella forma. Quizá fuese la valentía que se había apoderado de mí lo que provocó que el negro obstáculo del pasillo se desvaneciera frente a mi presencia. La casa temblaba por las vibraciones y el zumbido, pero ambos parecieron disminuir conforme bajaba las escaleras. De improviso, la luz azul desapareció del salón y oí unos murmullos furiosos que provenían de allí.
Cuando entré, todo estaba como siempre. Una vela ardía en la repisa de la chimenea. Mi mirada se vio atraída hacia el centro de la habitación.
Saul estaba de pie, medio desnudo e inmóvil, en una pose como si estuviese bailando, con la vista fija en el retrato.
Lo llamé por su nombre con un grito. Parpadeó y se volvió despacio hacia mí. No parecía comprender qué hacía yo allí. De pronto, su mirada voló por la habitación.
—¡Vuelve! ¡Vuelve! —chilló, desesperado.
Lo llamé de nuevo y dejó de mirar a su alrededor para fijarse en mí. Tenía el rostro demacrado y surcado de crueles arrugas a la vacilante luz de las velas. Era la cara de un demente. Apretó los dientes y empezó a acercárseme.
—Te mataré —murmuró, arrastrando las palabras—. Te mataré.
—Saul… —Retrocedí—. No sabes lo que dices. No…
No pude seguir porque se abalanzó sobre mí con las manos por delante, como si pretendiera apresarme el cuello. Intenté apartarme, pero me agarró de la bata y me atrajo hacia sí.
Forcejeamos. Yo le suplicaba que conjurara el terrible hechizo que lo poseía, y él jadeaba y le rechinaban los dientes. La cabeza me iba de lado a lado y vi la danza macabra de nuestras sombras en las paredes.
La fuerza de Saul no era suya. Yo siempre había sido más fuerte que él; sin embargo, en aquel momento, sus manos parecían de hierro frío. Me asfixiaba; la vista se me nubló y se desdibujó su cara. Perdí el equilibrio y caímos al suelo. Noté el picor de la alfombra en la mejilla y sus manos heladas apretándome el cuello.
Entonces toqué algo frío y duro. Lo reconocí: era la bandeja que se me había caído la noche anterior. La cogí y, comprendiendo que mi hermano había perdido la razón y pretendía matarme, lo aticé en la cabeza con la fuerza que me quedaba. La bandeja era pesada y de metal. Saul cayó al suelo como un peso muerto y sus manos se desprendieron de mi cuello magullado. Me incorporé con mucha dificultad, respirando con avidez, y lo miré.
La sangre le brotaba de un corte profundo en la frente, donde le había golpeado el borde de la bandeja.
—¡Saul! —grité, horrorizado por lo que había hecho.
Fuera de mí, me puse en pie de un salto y corrí a la puerta de entrada. Al abrirla vi a un hombre que paseaba por la calle. Corrí a la barandilla del porche y lo llamé.
—¡Socorro! —grité—. ¡Llame una ambulancia!
El hombre dio un respingo y me miró asustado y sorprendido.
—¡Por amor de Dios! —le supliqué—. ¡Mi hermano se ha golpeado la cabeza! ¡Por favor, llame una ambulancia!
Me miró unos momentos boquiabierto y luego se alejó a la carrera. Lo llamé, pero no se detuvo. Estaba seguro de que no haría lo que le había pedido.
Al volverme vi mi cara exangüe en el espejo de la entrada y entendí que el hombre se habría llevado un susto tremendo. Me sentía otra vez asustado y débil; la fuerza momentánea me había abandonado. Tenía la garganta seca e irritada, y el estómago revuelto. Regresé al salón como pude, pues las piernas endebles apenas me sostenían.
Traté de levantar a Saul para llevarlo a un sofá, pero pesaba demasiado y caí de rodillas. Me quedé acurrucado junto a él, junto al que era mi hermano. Lo único que llegaba a mis oídos era el sonido áspero de mi respiración. Le acaricié el pelo, ausente, mientras lágrimas silenciosas manaban de mis ojos.
No sé cuánto tiempo llevaba allí cuando empezó de nuevo la vibración, como si quisiera mostrarme que en realidad no se había marchado.
Seguía ovillado como un objeto inerte, casi en coma. Sentía latir mi corazón como si fuera un viejo reloj cuyo péndulo romo y amortiguado me golpeara las costillas con un ritmo sin vida. Percibía con intensidad similar todos los sonidos: el reloj de la chimenea, mi corazón y la vibración interminable. Todos se mezclaban en un horrible ritmo que se convirtió en parte de mi ser, que se convirtió en mi ser. Sentía que me hundía cada vez más, como un hombre que cae hacia el fondo de aguas silenciosas.
Entonces me pareció oír pasos en la habitación, un roce de faldas y, a lo lejos, risas huecas de mujer. Levanté la cabeza de golpe. Noté mi piel tirante y fría.
Vi una figura vestida de blanco en la entrada.
Echó a andar hacia mí. Me puse en pie. Un grito murió en mis labios, se hizo la oscuridad y me desplomé.
VI
Lo que había visto no era un fantasma, sino un médico del hospital. Al parecer, el hombre de la calle había llamado a una ambulancia. Prueba del estado en que me encontraba era que no había oído ni el timbre ni los golpes del médico en la puerta entreabierta. De hecho, estoy seguro de que si la puerta no hubiese estado abierta, ahora no estaría vivo.
Se llevaron a Saul al hospital para curarle la herida de la cabeza. Como lo único que sufría yo era agotamiento nervioso, me dejaron en casa. Deseaba acompañar a mi hermano, pero me dijeron que el hospital estaba saturado y que lo más conveniente para todos era que me quedara en cama.
A la mañana siguiente me desperté tarde, sobre las once. Bajé y me preparé un buen desayuno. Después regresé a mi dormitorio y dormí unas cuantas horas más. Comí sobre las dos. Pensaba dejar la casa mucho antes de que anocheciera para no sufrir ningún otro percance. Tenía la intención de buscar habitación en un hotel. Era evidente que debíamos abandonar aquel lugar, lo vendiéramos o no. Suponía que Saul se mostraría en desacuerdo, pero estaba resuelto a mantenerme firme en mi decisión.
Sobre las cinco me vestí y salí del dormitorio con una pequeña maleta en la que llevaba lo necesario para pernoctar. Casi era de noche, así que bajé la escalera sin perder tiempo; deseaba abandonar la casa cuanto antes. Recorrí el vestíbulo y puse la mano en el pomo.
La puerta no se abrió.
Me negué a dar crédito a lo que ocurría. Tiré del pomo, luchando contra el frío y el aturdimiento que empezaban a apoderarse de mí. Luego solté la maletita y agarré el pomo con ambas manos y todas mis fuerzas. En balde. Estaba tan firme como la puerta de la despensa.
Corrí al salón, pero todas las ventanas estaban cerradas. Miré a mi alrededor, gimiendo como un niño. Sentía un odio indecible por mí mismo, pues me había dejado atrapar de nuevo. Solté un juramento y, entonces, una ráfaga gélida de viento me arrancó el sombrero de la cabeza y lo hizo revolotear por el suelo.
Me tapé los ojos de improviso y me quedé allí, entre violentos temblores, temeroso de lo que pudiese suceder, con el corazón retumbándome en el pecho. La habitación estaba enfriándose perceptiblemente y de nuevo resonó el grotesco zumbido como si procediera de otro mundo. Parecían risas, unas risas que se burlaban de mis pobres y débiles esfuerzos por escapar.
Entonces, con la misma brusquedad, me acordé de Saul, recordé que Saul me necesitaba, y me aparté las manos de los ojos.
—¡No hay nada en esta casa capaz de hacerme daño! —grité.
El sonido cesó de golpe, lo cual me dio valor. Si mi voluntad era capaz de desafiar con éxito las impías fuerzas de aquel lugar, quizá también podría destruirlas. Si subía al piso de arriba, si dormía en la cama de Saul, tal vez pudiese averiguar qué había experimentado y podría ayudarlo.
Confiaba plenamente en mi voluntad de resistir y ni siquiera se me ocurrió que tal vez esas ideas no fueran mías.
Subí de dos en dos los escalones y entré en la habitación de mi hermano. Sin dilación me quité el sombrero, el abrigo y la chaqueta, me aflojé la corbata y el cuello de la camisa, y me senté en la cama. Al cabo de un momento, me tumbé y miré al techo, cada vez más oscuro. Quise mantener los ojos abiertos, pero estaba muy fatigado y al poco me quedé dormido.
Tras lo que pareció apenas un instante, me encontré totalmente despabilado y noté un cosquilleo de una naturaleza que no me resultó desagradable. No podía discernir en qué consistía su singularidad. La oscuridad parecía viva y relucía ante mis ojos. Tumbado en la cama, sentía un calor que presagiaba sensualidad, pero no había ninguna causa aparente que lo provocara.
Susurré el nombre de Saul sin pensar, pero su imagen se borró de mi mente como si unos dedos invisibles me la hubiesen arrebatado.
Recuerdo haberme dado la vuelta en la cama y reír solo, un comportamiento extraordinario, cuando no indecoroso, para una persona tan moderada como yo. La almohada me rozaba el rostro y tenía el tacto de la seda, y se me empezaron a nublar los sentidos. La oscuridad me invadió como un jarabe templado, como un bálsamo para el cuerpo y la mente. Murmuré insensateces. Los músculos parecían desecados de toda energía, pesados como piedras y aletargados, presa de una fatiga deliciosa.
Entonces, cuando estaba a punto de perder la conciencia, sentí una presencia en el dormitorio. Advertí, con absoluta incredulidad, no solo que me resultaba familiar, sino que no le tenía ningún miedo. Únicamente me invadió una sensación inexplicable de lánguida expectación.
Y ella, la chica del retrato, vino a mí.
Contemplé la niebla azul que la envolvía apenas un instante, pues se desvaneció de inmediato y me encontré con un cuerpo cálido y vibrante entre los brazos. No recuerdo ninguna característica de su comportamiento, porque todo se fundía en una sensación general, una mezcla de excitación y asco, una avidez repulsiva pero abrumadora.
Estaba suspendido en una nube de ambivalencia: un deseo antinatural me corroía el alma y el cuerpo. Un nombre resonaba en mi mente y mi boca lo repetía una y otra vez.
Clarissa.
¿Cómo juzgar los momentos enfermizos y eróticos que pasé con ella? El sentido del tiempo desapareció por completo de la estructura de la realidad. Me sumí en una especie de mareo intenso. Traté de vencerlo, pero de nada sirvió. Aquella sucia presencia surgida de la tumba de la noche me consumía igual que había consumido a mi hermano Saul.
No sé por qué inconcebibles medios, de pronto ya no estábamos la cama, sino abajo, girando por el salón en un baile íntimo y salvaje. No había música, únicamente aquel ritmo incesante que había oído las noches anteriores. En aquel momento, sin embargo, mientras danzaba con el fantasma de una mujer muerta entre los brazos, me parecía música. Estaba hechizado por su asombrosa belleza, pero, al mismo tiempo, me repugnaba el deseo incontrolable que despertaba en mí.
En una ocasión cerré los ojos un instante y sentí un frío espeluznante que me apresó el estómago. No obstante, desapareció al abrirlos de nuevo y volví a sentirme feliz. ¿Feliz? Ahora no me parece la palabra adecuada. Sería mejor decir hipnotizado, aletargado, con el cerebro convertido en un pedazo de carne, incapaz de desprenderme ni un ápice del hechizo que me tenía preso.
El baile continuó. El salón estaba lleno de parejas. Estoy seguro de ello, a pesar de que no recuerdo ningún detalle de la ropa ni los cuerpos. De cuanto me acuerdo es de las caras blancas y brillantes, los ojos vacíos e inertes, las bocas abiertas como heridas oscuras sin sangre.
Vueltas y más vueltas, y después, un hombre con una gran bandeja en la puerta del salón y una súbita zambullida en la oscuridad, vacía y silenciosa.
VII
Me desperté totalmente exhausto.
Estaba empapado de sudor y tan solo llevaba los pantalones del pijama. Mi ropa estaba esparcida por el suelo; al parecer me la había arrancado en pleno frenesí. La ropa de cama también estaba en el suelo, en montones desordenados. Todo apuntaba a que la noche anterior había perdido el juicio.
Por alguna razón desconocida, la luz de la ventana me molestaba, así que cerré los ojos de inmediato, reacio a admitir que fuera otra vez de día. Me tumbé boca abajo y escondí la cabeza debajo de la almohada. Casi podía oler todavía el perfume seductor de su cabello, y el recuerdo me estremeció con odioso deseo.
Algo cálido empezó a cubrirme la espalda. Me incorporé con el ceño fruncido, refunfuñando. Era la luz del sol que entraba por la ventana. Con movimientos nerviosos, irritado, me senté en la cama y me levanté para cerrar las cortinas.
En la penumbra me sentí un poco mejor. Volví a acostarme, apreté los párpados y me tapé la cabeza con la almohada. Sin embargo, notaba la luz. Parece increíble, lo sé, pero la sentía con la misma seguridad que ciertas plantas trepadoras que crecen hacia la luz sin verla jamás. Y, al notarla, ansiaba todavía más la penumbra. Me sentía como una criatura nocturna forzada a enfrentarse a la claridad, pero ésta me repugnaba y me lastimaba.
Me senté en la cama y miré a mi alrededor. Un gemido interminable me vibraba en la garganta. Me mordí los labios, y abrí y cerré los puños, deseoso de golpear algo con violencia, lo que fuese. Me encontré de pie, inclinado sobre una vela apagada, soplándola con fuerza. Sabía que mi acto no tenía sentido alguno, pero lo hice de todos modos; en mi necedad, trataba de apagar una llama invisible para permitir a la noche regresar por sus oscuros caminos y devolverme a Clarissa.
Clarissa.
Se me cerró la garganta y me retorcí, no de dolor ni de placer, sino de una combinación de ambos. Me puse encima la bata de mi hermano y vagué por el silencioso pasillo. No sentía ninguna necesidad física: ni hambre, ni sed, ni nada. Era un ser ajeno a mi cuerpo, un esclavo sumido en un letargo, preso de una tiranía que se negaba a soltarme.
Me detuve al inicio de la escalera y apresté el oído, imaginando que ella subía flotando hacia mí, cálida y vibrante en su halo de niebla azul. Clarissa. Cerré los ojos de improviso, apreté los dientes y, durante una fracción de segundo, me paralizó el miedo. Por un instante volví a ser yo mismo.
Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos regresé a mi esclavitud. Allí de pie, me sentía parte de la casa, tanto como las vigas o las ventanas. Respiré su aliento y sentí su latido silencioso en el mío. Me uní a ese cuerpo inanimado; conocí su vida pasada y sentí los dedos muertos que habían aferrado los brazos de las sillas, las barandas, los pomos; oí los pasos trabajosos de pies invisibles que se movían por la casa y las risas de bromas ya extinguidas.
Si en aquellos momentos perdí mi alma, se convirtió en parte del vacío y del silencio que me rodeaba, un vacío que no podía sentir y un silencio que no percibía porque estaba intoxicado, intoxicado por la presencia informe del pasado. Yo ya no era una persona viva. Estaba muerto en todo, salvo en las funciones corporales, lo cual me impedía sentirme completamente satisfecho.
En silencio y sin aspavientos, la idea del suicidio me rondó un instante. Desapareció de inmediato, pero su paso no había provocado en mí más que una aceptación apática. Pensaba en la vida después de la muerte. La existencia presente no era más que un obstáculo menor a merced de un ligero toque del acero afilado, de una minúscula gota de veneno. Me había convertido en el amo de la vida, pues podía contemplar su destrucción con la indiferencia más absoluta.
Noche. ¡Noche! ¿Cuándo llegaría?
—¿Por qué tiene que durar tanto el día? —me oí pronunciar en el silencio con voz débil y ronca.
Esas palabras me devolvieron la razón, ya que eran las mismas que había pronunciado Saul. Parpadeé y miré alrededor como si acabara de darme cuenta de dónde estaba. ¿Qué terrible poder me poseía? Quise liberarme de su influjo, pero, al debatirme, volví a caer bajo sus garras.
Me encontré de nuevo en el extraño coma que deja suspendidos a los enfermos terminales en esa escasa porción de existencia entre la vida y la muerte. Pendía de un hilo sobre el pozo de todo lo que antes se me había ocultado. Era capaz de ver y oír, y en mis manos estaba el poder de cortar ese hilo. Podía continuar colgado de él hasta que las hebras se rompieran una a una y así yo iría descendiendo poco a poco. O podía esperar hasta que no lo soportara más y terminar con todo de repente, segar el hilo y sumergirme en la oscuridad, esa oscuridad a la cual pertenecían ella y su mundo. Así tendría su enloquecedora calidez. O quizá su frialdad. O, si no, el consuelo de su presencia. Podría pasar con ella momentos eternos y reírme del mundo autómata.
Me pregunté si me aliviaría embriagarme y perder el conocimiento hasta la noche.
Bajé la escalera con las piernas entumecidas y me senté largo rato delante de la chimenea para mirar a Clarissa. No tenía idea de qué hora era, ni me importaba. El tiempo se había convertido en algo relativo, incluso olvidado. Nada sabía de él; no me interesaba. ¿Me sonrió en aquel momento? Sí, le brillaron los ojos como le brillaban en la penumbra… Aquel olor, de nuevo. No era agradable, pero poseía un matiz almizcleño y acre que me atraía.
¿Qué era Saul para mí? La idea me invadió la mente por completo. No era mi hermano. Era un extraño de otra sociedad, de otra carne, de otra vida. Sentía una completa indiferencia por él. «Lo odias», decía una voz en mi cabeza.
Fue en aquel momento cuando todo se derrumbó como un castillo de naipes.
Porque aquellas palabras provocaron tal rebelión en lo más profundo de mi ser que, de repente, los ojos se me aclararon como si se hubiese caído la venda que los ofuscaba. Como un loco, giré la cabeza en todas direcciones, mirando a mi alrededor. ¡En nombre de Dios! ¿Por qué seguía en aquella casa?
Con un escalofrío de miedo, me puse en pie furioso y corrí escaleras arriba para vestirme. Al pasar junto al reloj del pasillo vi que eran más de las tres de la tarde y me asusté.
A medida que me vestía, las sensaciones normales regresaron una a una. Sentí el frío del suelo bajo los pies, noté hambre y sed, percibí el silencio profundo de la casa.
La verdad me inundó como una marea. Sabía por qué Saul había querido morir, por qué detestaba el día y por qué esperaba la noche con tanta impaciencia. Ya podía explicárselo, y me entendería porque yo había pasado por lo mismo.
Mientras corría escaleras abajo pensé en los muertos de la casa Carnicero, tan indignados por la inexplicable maldición que había caído sobre ellos que intentaban arrastrar a los vivos a su infierno interminable.
«¡Se acabó, se acabó!», me regocijaba mientras cerraba la puerta de la casa y me dirigía al hospital bajo la lluvia brumosa.
No vi la sombra detrás de mí, agachada en el porche.
VIII
Cuando, en el hospital, la mujer del mostrador me dijo que habían dado de alta a Saul hacía dos horas, me quedé sin habla. Me agarré al tablero, la miré fijamente y me oí decir que tenía que tratarse de un error. La voz me salió ronca y forzada. Ella negó con la cabeza.
Me derrumbé sobre el mostrador. Las fuerzas me habían abandonado. Estaba agotado y asustado. Un sollozo me desgarró la garganta mientras me giraba. Eché a andar a trompicones, y advertí que la gente me observaba. Todo me daba vueltas. Tropecé y estuve a punto de caer, pero alguien me cogió del brazo y me preguntó si me pasaba algo. No sé qué murmuré a modo de respuesta y me desprendí de él sin siquiera saber si era hombre o mujer.
Empujé la puerta y salí a la noche gris. Llovía bastante, así que me subí el cuello del abrigo. ¿Dónde estaba Saul? La pregunta me quemaba y la respuesta me vino con rapidez, con demasiada rapidez: Saul había vuelto a casa. Estaba seguro.
La idea me hizo echar a correr por la calle oscura, siguiendo las vías del tranvía. Corrí varias manzanas. Todo lo que recuerdo es que la lluvia me bañaba la cara y que los edificios grises pasaban flotando. No había gente por la calle y todos los taxis iban llenos. Cada vez estaba más oscuro.
Las piernas me flaquearon. Choqué con una farola y me sujeté a ella, temeroso de caer en la alcantarilla inundada.
Un desagradable ruido metálico me retumbó en los oídos. Levanté la mirada, corrí tras el tranvía y lo alcancé en la siguiente manzana. Le entregué un dólar al conductor, que tuvo que llamarme para devolverme el cambio. Me quedé de pie, agarrado a una cinta negra del techo, meciéndome con el movimiento del vagón, atormentado por pensamientos de Saul, solo en aquella casa de los horrores.
El aire cálido y rancio del vagón empezó a revolverme el estómago. Me invadía el olor de los impermeables y la ropa mojada de la gente sorprendida por la lluvia; también el de los paraguas que chorreaban y los paquetes empapados. Cerré los ojos, apreté los dientes y recé por llegar a casa antes de que fuese demasiado tarde.
Por fin me bajé del tranvía y recorrí a la carrera la última manzana. La lluvia me mojaba la cara y se me metía en los ojos hasta casi cegarme. Resbalé, caí en acera y me despellejé las manos y las rodillas; me levanté con un gemido. Con la ropa empapada pegada al cuerpo, seguí corriendo como un demente, orientándome por el instinto, hasta que me detuve y, a través de una espesa cortina de lluvia, vi la casa alta y oscura frente a mí.
Pareció desplazarse por el suelo y apresarme, pues de pronto me encontré en el porche de madera, sacudido por escalofríos. Tosí y sentí que el frío me penetraba en la carne.
Intenté abrir la puerta. El primer momento fue de incredulidad: todavía estaba cerrada, ¡y Saul no tenía llave! Casi grité de alivio. Bajé corriendo del porche. ¿Dónde estaría? Tenía que encontrarlo. Eché a andar por el sendero de la casa.
Entonces, como si me hubieran dado un golpecito en el hombro para llamar mi atención, me volví hacia el porche. Un relámpago iluminó la oscuridad y vi el cristal roto de la ventana. Se me cortó la respiración. El corazón me aporreaba el pecho como un émbolo colosal.
Estaba dentro. ¿Estaría ya con ella? ¿Estaría tumbado en la cama, sonriendo para sí en la oscuridad, a la espera de que la dama luminosa llegara para envolverlo con su presencia?
Tenía que salvarlo. Sin perder tiempo, subí a la carrera al porche y abrí la puerta. La dejé abierta de par en par para facilitamos la huida.
Crucé la alfombra y empecé a subir los escalones. La casa estaba en silencio. Ni siquiera parecía estar bajo una tormenta. El sonido susurrante de la lluvia era cada vez menos nítido. De repente, me volví sobresaltado. La puerta principal se había cerrado de un portazo.
Estaba atrapado. La idea me helaba de miedo y estuve a punto de salir corriendo para escapar. Pero recordé a Saul y luché por afianzar mi determinación. Había conquistado la casa una vez y podía conquistarla una segunda. Debía hacerlo. Por él.
Seguí subiendo la escalera. Fuera, los relámpagos eran como falsos neones que trataban de conquistar la austeridad de la casa. Me agarré con fuerza a la barandilla y murmuré entre dientes para evitar que la atención degenerase en miedo, temeroso de que el hechizo de la casa volviese a acosarme.
Llegué a la puerta del dormitorio de mi hermano. Me apoyé en la pared con los ojos cerrados. ¿Y si lo encontraba muerto? Sabía que aquella imagen me destrozaría. La casa podría vencerme entonces, aprovechar ese momento de desesperación para apoderarse de mí y arrebatarme el alma.
No iba a permitirme siquiera plantearme esa idea. No iba a consentirme admitir que sin Saul mi vida estaría vacía, que sería una parodia sin sentido. Mi hermano estaba vivo.
Nervioso, con las manos paralizadas por el miedo, empujé la puerta. El dormitorio era una cueva del averno. Se me agarrotó la garganta e inspiré hondo. Apreté los puños con fuerza.
—¿Saul? —lo llamé en voz baja.
El trueno rugió y se tragó mi voz. Un relámpago llevó el día al dormitorio durante una fracción de segundo y lo recorrí con una ojeada fugaz, con la esperanza de ver a mi hermano. Regresaron la oscuridad y el silencio, roto por la incesante lluvia que azotaba las ventanas y el tejado. Di un paso más en la alfombra, con cautela, aguzando el oído. Todos los sonidos me sobresaltaban. Un espasmo me sacudió el cuerpo y avancé arrastrando los pies. ¿Estaba ahí Saul? Tenía que estar: si estaba en la casa, esa era la habitación donde debía encontrarse.
—¿Saul? —lo llamé en voz más alta—. Saul, contéstame.
Me acerqué a la cama.
Entonces la puerta se cerró y oí un susurro en la oscuridad, a mi espalda. Me di la vuelta para enfrentarme a él y noté su mano férrea en mi brazo.
—¡Saul! —grité.
Un relámpago llenó la habitación con su aterradora luz y vi que Saul tenía la cara contraída y pálida, y que llevaba una palmatoria en la mano derecha.
Me asestó un golpe brutal en la frente y una punzada atroz me atravesó el cerebro. Sentí que su mano me soltaba al tiempo que yo caía de rodillas. Le rocé la pierna desnuda con la cara al desplomarme hacia delante. Lo último que oí antes de sumirme en la oscuridad fueron risas, risas y más risas.
IX
Abrí los ojos. Aún yacía en la alfombra. Fuera, la lluvia caía con más fuerza. El sonido era como el estruendo de una cascada. Los truenos seguían rasgando el cielo y los relámpagos alumbraban la noche.
A la luz de uno de ellos miré la cama. La visión de las sábanas y las mantas revueltas de mala manera me empujó a incorporarme. ¡Saul estaba abajo con ella!
El dolor de cabeza me impidió ponerme en pie y caí de rodillas. Meneé la cabeza sin apenas fuerzas y me pasé las manos temblorosas por las mejillas. Me acaricié la herida de la frente y el hilo de sangre seca de la sien. Me balanceé adelante y atrás, arrodillado, gimiendo. Me parecía estar de nuevo en aquel vacío, en plena lucha por recuperar el dominio sobre mi vida. El poder de la casa me rodeaba. El poder que yo sabía que era el de ella. Una vitalidad cruel y maligna que pretendía beberse mi fuerza vital y arrastrarme al pozo.
Entonces, una vez más, recordé a Saul, a mi hermano, y su recuerdo me devolvió las fuerzas que necesitaba.
—¡No! —grité, como si la casa hubiese sentenciado que yo era su cautivo indefenso.
Me puse de pie sobreponiéndome al mareo. Crucé trastabillando la habitación, en una nube de dolor y respirando a bocanadas. La casa palpitaba y zumbaba, impregnada de aquel olor nauseabundo.
Corrí como un beodo hacia la puerta, pero me encontré precipitándome contra la cama. Sentí un agudo dolor en las espinillas y retrocedí con algo semejante a un gruñido. Me giré hacia la puerta y eché a correr de nuevo. No avancé los brazos y no me dio tiempo a protegerme cuando me estrellé contra la puerta.
Estuve a punto de romperme la nariz, y el dolor penetrante que sentí me arrancó un aullido. De inmediato empezó a brotarme sangre por la boca; debía limpiármela sin cesar. Abrí la puerta con brusquedad y salí en tromba al pasillo. Me sentía al borde de la demencia. La sangre tibia me manaba por la barbilla y me goteaba sobre el abrigo, empapándomelo. Se me había caído el sombrero, pero seguía llevando el impermeable por encima.
Llegué a la escalera. Mis sentidos estaban tan nublados que no advertí si había algo que me retuviera. Bajé, medio corriendo y medio a trompicones, aguijoneado por aquella risa informe, semejante a un zumbido, que oscilaba entre la música y la burla. El dolor de cabeza era insoportable. A cada peldaño que avanzaba parecía que me introdujeran un nuevo clavo en el cerebro.
—¡Saul, Saul! —grité cuando entré corriendo en el salón, pero me atraganté al pronunciar su nombre por tercera vez.
El salón estaba oscuro e impregnado de aquel olor enfermizo. La cabeza me daba vueltas, pero seguí avanzando. El hedor parecía espesarse conforme me acercaba a la cocina. Entré corriendo y me apoyé en la pared, casi incapaz de respirar. Veía remolinos de luz ante los ojos.
Entonces, un relámpago iluminó la cocina y vi que la puerta izquierda de la despensa estaba abierta de par en par. Dentro había un gran cuenco lleno de lo que parecía harina. Las lágrimas me corrieron por las mejillas y la lengua se me quedó como un trapo seco en la boca.
Retrocedí hasta salir de la cocina, jadeando, casi ahogado, con la sensación de que las fuerzas estaban a punto de agotárseme. Me di la vuelta y corrí al salón, todavía en busca de mi hermano.
Allí, a la luz de otro relámpago, miré el retrato. Era diferente, y la diferencia me dejó helado. El rostro ya no era bello. Tal vez fuera por la penumbra o tal vez había cambiado realmente, pero su expresión era de crueldad maligna. Le brillaban los ojos y la sonrisa estaba teñida de locura. Incluso las manos, antes plácidamente cruzadas, parecían garras dispuestas a clavarse y matar.
Reculé ante aquella imagen y fue entonces cuando tropecé y caí sobre el cuerpo de mi hermano.
Me arrodillé y atisbé en la oscuridad. Un relámpago tras otro me revelaron el rostro blanco, muerto, la sonrisa de monstruosa certeza en los labios, la mirada de alegría demencial en los ojos abiertos como platos.
Me quedé boquiabierto y sin respiración. Mi mundo se acababa. No podía creer lo que sucedía. Me mesé los cabellos y gemí. Quería creer que nuestra madre me despertaría de un momento a otro de aquella pesadilla, miraría la cama de Saul, sonreiría al verlo sumido en su sueño inocente y volvería a tumbarme abrazado a la imagen de su pelo oscuro sobre la almohada blanca.
Pero no terminó. La lluvia azotaba las ventanas con rabia y los truenos descargaban puñetazos ensordecedores en la tierra.
Miré el retrato. Me sentí tan muerto como mi hermano. No vacilé. Me puse en pie despacio y me acerqué a la chimenea. Había una caja de cerillas en la repisa y la cogí.
Ella adivinó mis pensamientos al instante, porque algo me arrancó la caja de los dedos y la arrojó contra la pared. Me abalancé a por ella, pero una fuerza invisible me tiró al suelo. Unas manos frías me apretaron el cuello, pero no sentí miedo; me limité a apartarlas con un gruñido y me lancé de nuevo a recuperar las cerillas. Empezó a brotarme más sangre de la boca y escupí.
Recogí la caja. Me la arrebató de nuevo y desparramó las cerillas por toda la alfombra. Un acerbo zumbido de dolor pareció sacudir la casa cuando cogí una. Algo me agarró, pero me solté. Caí de rodillas y palpé la alfombra en la oscuridad cuando se extinguió el relámpago. Tenía los brazos casi inmovilizados. Algo frío y húmedo me corría por el estómago.
Furioso y enloquecido, me llevé a la boca una cerilla que vi a la luz de los relámpagos y mordí la cabeza, pero no saltó ninguna llama gratificante. La casa temblaba con violencia y oía susurros a mi alrededor, como si ella hubiese llamado al resto para luchar contra mí, para salvar su existencia maldita.
Mordí otra cerilla. Una cara blanca me miró desde la alfombra y le escupí sangre. Desapareció. Liberé un brazo y cogí otra cerilla. Me lancé hacia la chimenea y froté la cerilla contra la basta madera. Una chispa saltó entre mis dedos y la fuerza que me tenía preso me soltó.
La vibración era más fuerte, pero yo sabía que estaba indefensa ante el fuego. Protegí la llama con la mano, por si regresaba el viento frío para intentar apagarla. Acerqué la llama a una revista que había en una silla y le prendí fuego. La sacudí y las páginas ardieron. La tiré a la alfombra.
Recorrí la habitación a la luz de aquel fuego y encendí una cerilla tras otra, evitando mirar el cadáver de Saul. Ella lo había destruido, pero yo la destruiría a ella para siempre.
Prendí fuego a las cortinas. La alfombra ardió sin llamas. Incendié los muebles. La casa entera se balanceaba y un suspiro sibilante creció y decayó como el viento.
Por fin, me erguí en la habitación en llamas y clavé los ojos en el retrato. Me acerqué despacio a él. Ella intuyó mis intenciones, porque la casa se movió con más fuerza y se oyó un chillido que parecía salir de las paredes. Comprendí entonces que ella controlaba la casa y que su poder residía en aquel retrato.
Lo descolgué. Me temblaba en las manos como si estuviese vivo. Con un escalofrío de aversión lo arrojé a las llamas.
El suelo tembló como si un terremoto sacudiera el lugar y estuve a punto de caer. Sin embargo, el movimiento cesó, el retrato ardió y la última influencia de ella se extinguió con él. Me quedé solo en una vieja casa en llamas.
No quise que nadie supiera qué le había ocurrido a mi hermano. No quise que nadie viera el aspecto de su rostro.
Lo cogí en brazos y lo tumbé en el sofá. Ni siquiera hoy entiendo cómo pude levantarlo con lo débil que estaba. Aquella fuerza no era mía.
Me senté a sus pies y le acaricié la mano hasta que casi me quemó el fuego. Entonces me levanté. Me incliné sobre él y me despedí con un beso en los labios. Salí a la lluvia. Nunca regresé. Porque no había nada por lo que regresar.
Este es el final del manuscrito. No parece haber ninguna prueba que corrobore los acontecimientos que en él se narran, pero los siguientes hechos, extraídos de los archivos policiales de la ciudad, podrían resultar de interés.
En 1901, el asesinato más horrible perpetrado en toda su historia conmocionó la ciudad.
En el punto culminante de una fiesta que se celebraba en el hogar del señor y la señora Marlin Carnicero y de su hija Clarissa, alguien envenenó el ponche con una gran cantidad de arsénico. Todos murieron. El caso nunca se resolvió, aunque se plantearon varias hipótesis al respecto. Una sostenía que el asesino había sido uno de los fallecidos.
En cuanto a la identidad de dicho asesino, se cree que no fue un hombre, sino una mujer. Aunque no hubo pruebas concluyentes, varios testimonios se refirieron a «la pobre niña Clarissa» y comentaron que la joven sufría desde hacía tiempo una grave enajenación mental que sus padres habían intentado ocultar a vecinos y autoridades. Al parecer lo que sus padres ofrecieron esa fiesta al creer que su hija había recuperado las facultades mentales.
En cuanto al cadáver del joven que debería haber aparecido entre los escombros de la casa, se llevó a cabo una búsqueda exhaustiva, pero no se encontró nada. Puede que toda la historia sea fruto de la imaginación de un hermano al intentar ocultar la muerte del otro, la cual no se deba probablemente a causas naturales.
De este modo, quizá el hermano mayor, sabedor de la historia de la tragedia sucedida en la casa, la haya utilizado como prueba fantástica en su favor.
Sea cual fuere la verdad, no se ha vuelto a saber del hermano mayor, ni en esta ciudad ni en ninguna de las localidades próximas.
Y esa es la historia.
SAMUEL D. MACHILDON
Con “La casa Carnicero” —como creo que pretenden alguna vez todos los escritores de fantasía y terror— quise escribir una historia de estilo Victoriano. Por eso la escribí en primera persona, y traté de captar la prosa florida de un relato «antiguo». Tenía ganas de hacer un cuento en estilo Victoriano, para sacarme la espinita. —RM