Justo antes de que sonara el teléfono, los vientos de la tormenta derribaron el árbol que había junto a la ventana de la señorita Keene y la arrancaron de golpe de su sueño. Se incorporó sobresaltada y retorció las sábanas con las frágiles manos. El corazón le dio un vuelco en el pecho descarnado y la sangre despertó de su pereza y se le aceleró. Se quedó sentada, rígida y en silencio, con la mirada perdida en la oscuridad.
Al cabo de un instante sonó el teléfono.
«¿Quién demonios?». La pregunta se formó en su mente de forma involuntaria.
La delgada mano vaciló en la oscuridad, tanteó con los dedos y se acercó el frío auricular a la oreja.
—¿Diga? —contestó Elva Keene.
En el exterior, el cañonazo de un trueno sacudió la noche y estremeció las piernas paralizadas de la señorita Keene.
«No he oído la respuesta —pensó—. El trueno me lo ha impedido».
—¿Diga? —No se oía nada, así que la señorita Keene esperó—. ¿Diga? —repitió con la voz quebrada, mientras estallaba otro trueno.
Seguía sin responder nadie. Tampoco oyó que colgaran. Con mano temblorosa dejó el auricular en su sitio, enfadada.
—¡Qué poca consideración! —murmuró, recostándose en el cojín.
Su espalda enferma ya empezaba a resentirse del esfuerzo de haber estado sentada. Suspiró, hastiada. Tendría que pasar de nuevo por el desagradable proceso de dormirse: relajar los músculos cansados, no prestar atención al dolor abrasivo de las piernas, iniciar la interminable y frustrante lucha por cerrar el grifo de su cabeza para que dejaran de gotear los pensamientos indeseados. Bueno, era preciso; la enfermera Phillips insistía en la importancia de un buen descanso. Elva Keene respiró lenta y profundamente, se subió la manta hasta la barbilla e intentó conciliar el sueño.
En vano.
Abrió los ojos y se volvió hacia la ventana. Observó como se alejaba la tormenta sobre sus piernas de relámpagos. «¿Por qué no puedo dormir? —se mortificaba—, ¿por qué tengo que estar siempre despierta?».
La respuesta era fácil. Cuando la vida es aburrida, cualquier nimiedad resulta más intrigante de lo normal, y la vida de la señorita Keene seguía un triste patrón que consistía en permanecer tumbada, en que la incorporaran y la recostaran sobre almohadas, en leer los libros que la enfermera Phillips le traía de la biblioteca, en alimentarse, descansar, medicarse, escuchar su pequeña radio… y esperar. Esperar a que sucediera algo.
Como la llamada de teléfono que no era una llamada.
Ni siquiera había oído que colgaran el auricular. La señorita Keene no lo entendía. ¿Con qué finalidad la llamaba alguien por teléfono y se quedaba callado mientras ella preguntaba «¿Diga?» una y otra vez? ¿De verdad la habían llamado?
Debería haber seguido escuchando hasta que la otra persona se hubiera cansado del juego y hubiera colgado. Tendría que haberlo reprendido sobre lo poco considerado que era hacerle una broma telefónica a una anciana lisiada en plena noche de tormenta. Así, quienquiera que fuera, habría escarmentado como es debido gracias a su regañina y…
—Claro, por supuesto… —dijo en voz alta en la oscuridad, y remató la frase con un cloqueo de disgusto, pero después se sintió más aliviada.
Claro. El teléfono no funcionaba. Alguien había intentado ponerse en contacto con ella, quizá la enfermera Phillips, para ver si estaba bien, pero la línea se había averiado. El aparato había sonado, pero no había podido establecerse comunicación. Claro, por supuesto, eso era.
La señorita Keene asintió una vez y cerró los ojos con suavidad. «A dormir», pensó. Lejos, más allá del condado, la tormenta se aclaraba la sombría garganta. «Espero que nadie esté preocupado por mí —pensó Elva Keene—. Eso sería horrible».
Entonces el teléfono volvió a sonar.
«Ahí está —pensó—. Quieren hablar conmigo».
Alargó rápidamente la mano en la oscuridad, tanteó hasta dar con el auricular y se lo llevó a la oreja.
—¿Diga?
Silencio.
Se le contrajo la garganta. Sabía qué sucedía, claro, pero no le gustaba. No, no le gustaba nada.
—¿Diga? —repitió indecisa, sin saber muy bien si malgastaba el aliento.
No hubo respuesta. Esperó un momento y habló por tercera vez con impaciencia y bien alto. Su voz estridente resonó en la habitación.
—¡Diga!
Nada. La señorita Keene sintió el repentino impulso de lanzar el auricular, pero se reprimió. No, tenía que esperar y escuchar para oír si colgaban el teléfono al otro lado de la línea.
Así que esperó.
El dormitorio estaba en completo silencio, pero Elva Keene seguía aguzando el oído por si captaba el sonido del auricular al colgar o el zumbido que solía seguirle. El pecho le subía y le bajaba en sacudidas delicadas. Cerró los ojos para concentrarse más, pero volvió a abrirlos y parpadeó en la oscuridad. No se oía nada a través del teléfono, ni un clic, ni un zumbido, ni que colgaran.
—¡Diga! —gritó de repente, y colgó.
Pero erró y el auricular cayó y rebotó en la alfombra. La señorita Keene encendió la lámpara, nerviosa, y cerró los ojos con una mueca porque la bombilla la deslumbró. Se tumbó de lado e intentó recoger el teléfono silencioso.
Sin embargo, no podía estirarse lo suficiente y, con las piernas paralizadas, tampoco levantarse. Se le hizo un nudo en la garganta. ¡Dios mío! ¿Tenía que dejarlo allí toda la noche, mudo y desconcertante?
Entonces se le ocurrió la solución. Alargó de improviso un brazo hasta la base y apretó las pestañas de colgar. En el suelo, el auricular hizo un clic y empezó a zumbar de forma normal. Elva Keene tragó saliva, exhaló un suspiro tembloroso y se dejó caer de nuevo en la almohada.
Echó el ancla de la razón e intentó distanciarse del pánico.
«Es ridículo preocuparse por un incidente tan trivial y fácil de explicar —pensó—. Ha sido la tormenta, la noche, el sobresalto de despertarme así. (¿Qué es lo que me ha despertado?). Con la vida tan monótona y exasperante que llevo, y encima esto… Ha sido horrible, mucho». Pero no era el incidente lo que había sido horrible, sino su reacción.
La señorita Keene acalló ulteriores premoniciones. «Ahora debo dormir», le ordenó a su cuerpo con una sacudida malhumorada. Se quedó muy quieta y se relajó. Oía el teléfono, que zumbaba en el suelo como un enjambre lejano de abejas, pero no le hizo caso.
Por la mañana temprano, después de que la enfermera Phillips se llevara los platos del desayuno, Elva Keene llamó a la compañía telefónica.
—Soy la señorita Elva —le dijo a la operadora.
—¡Oh, sí, señorita Elva! —le dijo la operadora, una tal señorita Finch—, ¿en qué puedo ayudarla?
—Anoche me llamaron dos veces por teléfono, pero cuando respondí no me contestó nadie. Y no oí que colgaran, ni siquiera que diera señal. Solo silencio.
—Bueno, verá, señorita Elva —dijo la alegre voz de la señorita Finch—, la tormenta de anoche estropeó medio servicio. Estamos recibiendo un montón de llamadas sobre líneas caídas y malas conexiones, así que diría que tiene suerte de que su teléfono funcione.
—Entonces, ¿cree que probablemente fuera una mala conexión por culpa de la tormenta? —apuntó la señorita Keene.
—Oh, sí, señorita Elva, eso es todo.
—¿Cree que volverá a suceder?
—Oh, puede que sí —respondió la señorita Finch—. La verdad es que no sabría decírselo, pero, si ocurre de nuevo, no tiene más que llamarme y le enviaré a alguien a que eche un vistazo.
—De acuerdo —dijo la señorita Elva—. Gracias, querida.
Se recostó sobre las almohadas y pasó toda la mañana sumida en un apacible letargo.
«Una se siente satisfecha cuando soluciona un misterio —pensó—, aunque sea tan nimio. Fue una tormenta fortísima lo que provocó la mala conexión, y no es de extrañar, teniendo en cuenta que hasta derribó el viejo roble que había junto a la casa. Ese fue el ruido que me despertó, claro, y es una lástima que el pobre árbol se haya caído. Daba una buena sombra a la casa en verano. Bueno, en realidad, supongo que fue una suerte que el árbol cayera sobre la carretera y no sobre la casa».
El día transcurrió sin que sucediera nada reseñable: una amalgama de comida, lecturas de Angela Thirkell y el correo (dos anuncios para tirar y la factura de la luz), además de breves charlas con la enfermera Phillips. De hecho, la rutina había vuelto con tanta naturalidad que cuando sonó el teléfono a primera hora de la noche lo cogió sin pensar.
—¿Diga?
Silencio.
Lo recordó todo de golpe y llamó a la enfermera Phillips.
—¿Qué pasa? —preguntó la corpulenta mujer, caminando pesadamente por la alfombra del dormitorio.
—Esto es lo que te decía —dijo Elva Keene, y le pasó el auricular—. Escucha.
La enfermera Phillips lo cogió y se apartó los rizos grises con él. Su plácida cara siguió plácida.
—No hay nadie —comentó.
—Eso es —dijo la señorita Keene—, eso es. Ahora escucha y dime si oyes que cuelgan el teléfono. Ya verás como no.
La enfermera Phillips escuchó un momento y después sacudió la cabeza.
—No oigo nada —dijo, y colgó.
—¡Oh, espera! —La señorita Keene intentó detenerla— Bueno, no importa —añadió, al ver que ya estaba hecho—. Si vuelve a pasar, llamaré a la señorita Finch para que me envíen a un técnico.
—Ya —dijo la enfermera Phillips, y volvió al salón.
La enfermera se fue a las ocho. Dejó en la mesita de noche, como siempre, una manzana, una galleta, un vaso de agua y un frasco de pastillas. Ahuecó las almohadas en las que la señorita Keene apoyaba la frágil espalda, acercó la radio y el teléfono un poco más a la cama, miró la habitación con aire satisfecho y se dirigió a la puerta.
—Hasta mañana —dijo.
Quince minutos después, sonó el teléfono. La señorita Keene lo cogió al instante y no se molestó en decir nada. Se limitó a escuchar.
Al principio, lo mismo de siempre: silencio absoluto. Siguió escuchando con impaciencia y estaba a punto de colgar cuando oyó un ruido. Un tic nervioso le punzó la mejilla y se apretó el teléfono al oído.
—¿Diga? —preguntó con voz tensa.
Un murmullo, un zumbido sordo, un susurro… ¿Qué era? La señorita Keene apretó los párpados y escuchó atentamente, pero no podía identificar el sonido. Era demasiado suave, demasiado indefinido; pasaba de una especie de vibración… a un escape de aire… y luego a un silbido burbujeante.
«Debe de ser la línea —pensó—. Debe de ser el propio teléfono el que hace este ruido. Tal vez sea un cable movido por el viento o quizá…».
Dejó de pensar y de respirar. El sonido había cesado. El silencio volvió a llenarle los oídos. Sintió cómo el corazón se le desbocaba en el pecho, cómo se le cerraban las paredes de la garganta.
«¡Esto es ridículo! —se dijo—. Ya lo he pasado antes… Era la tormenta. ¡La tormenta!».
Se tumbó en las almohadas con el auricular pegado a la oreja, respirando nerviosa por la nariz. Un miedo irracional la invadía como una marea a pesar de todos sus esfuerzos por llegar a una conclusión sensata. La mente se le soltaba del resbaladizo amarre de la razón y se hundía más y más.
Se estremeció cuando los sonidos comenzaron de nuevo. No podían ser sonidos humanos, estaba segura, pero había en ellos una inflexión, una disposición casi identificable de…
Le temblaron los labios, a punto de gemir, pero no podía colgar el auricular. Simplemente, no podía. Los sonidos la tenían hipnotizada. No sabía si se debía al viento o al murmullo de unos mecanismos defectuosos, pero la tenían atrapada.
—¿Diga? —murmuró con voz temblorosa.
Los sonidos aumentaron de volumen y le sacudieron el cerebro.
—¡Diga! —gritó.
—D-i-g-a —respondió una voz.
La señorita Keene se desmayó.
—¿Está segura de que contestaron «Diga»? —le preguntó la señorita Finch, la operadora—. Puede que fuera la conexión, ya sabe.
—¡Le digo que era un hombre! —gritó una temblorosa Elva Keene—. Era el mismo hombre que me había estado escuchando decir «Diga» todo el tiempo sin responderme. ¡El mismo que hacía unos ruidos terribles por el teléfono!
—Bueno —dijo la señorita Finch después de aclararse la garganta con educación—, le enviaré a un técnico para que compruebe su línea lo antes posible, señorita Elva. En estos momentos los tenemos a todos muy ocupados con las averías de la tormenta, pero en cuanto sea posible…
—¿Y qué hago si ese…, si esa persona vuelve a llamar?
—Pues cuélguele, señorita Elva.
—¡Pero me sigue llamando!
—Bueno —repuso la señorita Finch, cuya afabilidad empezaba a decaer—, ¿por qué no averigua quién es? Si lo supiéramos, podríamos tomar medidas de inmediato y…
Después de colgar, la señorita Keene se tumbó muy tensa en las almohadas y oyó a la enfermera Phillips cantar roncas canciones de amor mientras recogía los platos del desayuno. La señorita Finch no se creía su historia, eso era evidente. La señorita Finch la consideraba una anciana nerviosa que se dejaba llevar por su imaginación. Bueno, pues la señorita Finch tendría que acabar reconociendo que estaba equivocada.
—Seguiré llamándola y llamándola hasta que me crea —le dijo irritada a la enfermera Phillips justo antes de la siesta de la tarde.
—Si, claro —respondió la enfermera—. Ahora tómese la pastilla y échese.
La señorita Keene se tumbó, enfurruñada y muda, apretando los puños sarmentosos. Eran pasadas las dos y, salvo por el burbujeo de los ronquidos de la enfermera Phillips, provenientes del salón, la casa estaba en silencio aquella tarde de octubre.
«Me molesta que nadie se tome esto en serio. —Apretó los labios— Bueno, la próxima vez que suene el teléfono me aseguraré de que la enfermera Phillips escuche hasta que oiga algo».
Justo en ese momento sonó.
La señorita Keene sintió que un temor helado le recorría el cuerpo a pesar de que era pleno día y el sol calentaba la colcha de flores. El timbrazo estridente la asustó. Se mordió el labio inferior con la dentadura postiza para que dejara de temblarle.
«¿Contesto?», se preguntó, pero antes de que le diera tiempo a decidirlo, su mano levantó el auricular. Tras una profunda y temblorosa inspiración, se lo acercó a la oreja.
—¿Diga? —preguntó.
—¿Diga? —le respondió la voz, hueca e inanimada.
—¿Quién es? —preguntó la señorita Keene, esforzándose por dominar la voz.
—¿Diga?
—¿Quién llama, por favor?
—¿Diga?
—¿Hay alguien ahí?
—¿Diga?
—¡Por favor…!
—¿Diga?
La señorita Keene colgó de golpe y se tumbó en la cama. Temblaba con violencia y era incapaz de recuperar el aliento.
«¿Qué es esto? Por el amor de Dios, ¿qué es?».
—¡Margaret! —gritó—. ¡Margaret!
Oyó a la enfermera Phillips rezongar en el salón y empezar a toser.
—¡Margaret, por favor…!
Elva Keene oyó a la enorme mujer levantarse y caminar con pesadez.
«Debo tranquilizarme —se dijo, llevándose las manos a las mejillas enfebrecidas—. Tengo que contarle exactamente lo que ha pasado, punto por punto».
—¿Qué pasa? —refunfuñó la enfermera—. ¿Le duele el estómago?
La señorita Keene tragó saliva con dificultad.
—Acaba de llamar otra vez —susurró.
—¿Quién?
—¡El hombre!
—¿Qué hombre?
—¡El que no deja de llamar! —gritó la señorita Keene—. Dice «¿Diga?» una y otra vez. Eso es todo lo que dice: «Diga, diga, diga, diga…».
—Ya basta —la regañó la enfermera Phillips, impasible—. Túmbese y…
—¡No quiero tumbarme! —exclamó ella, muy nerviosa—. ¡Quiero saber quién es esa horrible persona que se empeña en asustarme!
—No se ponga histérica —le advirtió la enfermera Phillips—. Ya sabe que se le altera el estómago.
—Tengo miedo —dijo la señorita Keene, y empezó a sollozar amargamente—. Ese hombre me da miedo. ¿Por qué no deja de llamarme?
—A ver, ¿qué le dijo la señorita Finch? —le preguntó en voz baja la enfermera Phillips, con la mirada bovina.
A la señorita Keene le temblaban tanto los labios que era incapaz de responder.
—¿No le dijo que era la conexión? —la tranquilizó la enfermera—. ¿Verdad que sí?
—¡Pero no lo es! Es un hombre. ¡Un hombre!
—Si es un hombre —dijo la enfermera tras dejar escapar un suspiro de paciencia—, cuélguele. No tiene que hablar con él; cuelgue y se acabó. ¿Tan difícil es?
La señorita Keene cerró los ojos brillantes de lágrimas y apretó los labios en una mueca. En su cabeza resonaba como un eco la voz tenue y apagada del hombre, una y otra vez, siempre con el mismo tono, sin obedecer a su demanda, limitándose a repetirse hasta el infinito con su apatía lúgubre. «¿Diga? ¿Diga?». La hacía estremecer hasta la médula.
Abrió los ojos y vio la imagen borrosa de la enfermera, que dejaba el auricular en la mesita de noche.
—Mire —le dijo—. Ya está. Ahora nadie puede llamarla. Déjelo descolgado. Si necesita algo, tan solo tiene que marcar. Así está bien, ¿verdad?
La señorita Keene miró con tristeza a la enfermera y después asintió a regañadientes.
Estaba tumbada en el oscuro dormitorio. El tono del teléfono le zumbaba en el oído y la mantenía despierta.
«¿O es eso lo que quiero creer? —pensó—. ¿De verdad me mantiene despierta? ¿Acaso no me dormí la primera noche con el teléfono descolgado? No. No es el sonido, es otra cosa».
Cerró los ojos con obstinación.
«No escucharé, no voy a escucharlo».
Respiró entrecortadamente el aire de la noche, pero la oscuridad no le llenaba el cerebro ni borraba aquel sonido.
Palpó la cama hasta encontrar su rebeca. Envolvió el liso y negro aparato en capas de lana. Volvió a recostarse, con la respiración controlada y el cuerpo tenso.
«Voy a dormir. Voy a dormir».
Pero seguía oyéndolo.
Se puso rígida y, de improviso, sacó el auricular de su envoltorio y lo colgó en la horquilla con violencia. El silencio llenó la habitación de una paz deliciosa, y la señorita Keene se dejó caer sobre la almohada con un débil gemido. «Ahora, a dormir», pensó.
Sonó el teléfono.
Se quedó sin aliento. Fue como si los timbrazos inundaran la oscuridad y la rodeara una nube de vibraciones lacerantes. Alargó un brazo para volver a poner el auricular sobre la mesita, pero apartó la mano de golpe al darse cuenta de que, si descolgaba, volvería a oír la voz del hombre.
La garganta le palpitaba de nervios.
«Lo que haré… —planeó—. Lo que haré será levantar el auricular muy deprisa, pero muy deprisa, lo dejo en la mesa y cuelgo desde la base. Así corto la línea. ¡Sí, eso es lo que voy a hacer!».
Tensa, alargó el brazo con cuidado hasta tener el teléfono debajo de la mano. Contuvo el aliento y, siguiendo su plan, levantó el auricular y llevó la mano muy deprisa a la base…
Pero se quedó helada cuando oyó que la voz del hombre atravesaba la oscuridad y llegaba a sus oídos.
—¿Dónde estás? —le preguntó—. Quiero hablar contigo.
Unas garras de hielo se le clavaron en el pecho tembloroso. Se quedó petrificada, incapaz de cortar la voz apagada e inexpresiva del hombre que seguía preguntándole: «¿Dónde estás? Quiero hablar contigo».
La señorita Keene hizo un ruidito nervioso con la delgada garganta.
—¿Dónde estás? Quiero hablar contigo —repitió el hombre.
—No, no… —sollozó la señorita Keene.
—¿Dónde estás? Quiero…
Apretó la horquilla con los dedos blancos y rígidos. La mantuvo apretada cinco minutos antes de soltarla.
—¡Le digo que no lo aguanto más!
La voz de la señorita Keene era una cinta deshilachada de sonido. Sentada en la cama, inflexible, volcaba su rabia y su miedo a través del auricular del teléfono.
—¿Dice que colgó a ese hombre, pero que sigue llamándola? —le preguntó la señorita Finch.
—¡Ya se lo he explicado todo! —estalló Elva Keene—. He tenido que dejar el auricular descolgado toda la noche para que no me llamase, y el zumbido me ha mantenido despierta. ¡No he pegado ojo! Quiero que revisen esta línea, ¿me oye? ¡Quiero que acaben con esta pesadilla!
Sus ojos parecían cuentas negras. El teléfono estuvo a punto de caérsele de los dedos paralizados.
—De acuerdo, señorita Elva —dijo la operadora—, le enviaré a un técnico hoy mismo.
—Gracias, querida, gracias —respondió la señorita Keene—. ¿Me llamará cuando…? —Calló de golpe al oír un clic—. La línea está ocupada. —El sonido cesó y siguió hablando—. Como le decía, ¿me informará cuando averigüen quién es esa horrible persona?
—Claro, señorita Elva, claro. Y haré que un técnico le revise el teléfono esta tarde. La dirección es Mill Lane, 127, ¿verdad?
—Sí, querida. ¿Se asegurará de que venga?
—Se lo prometo de todo corazón, señorita Elva; será lo primero de mi lista.
—Gracias, querida. —Respiró aliviada.
No recibió ninguna llamada del hombre en toda la mañana, ni por la tarde, así que empezó a relajarse. Jugó una partida de cribbage con la enfermera y hasta consiguió reírse un poco. Era tranquilizante saber que la compañía telefónica estaba trabajando para resolver el problema. No tardarían en pillar a aquel hombre horrible y le devolverían la paz de espíritu.
Pero cuando se hicieron las dos de la tarde y después las tres y seguía sin aparecer ningún técnico por casa, la señorita Keene empezó a preocuparse de nuevo.
—¿Qué le pasa a esa chica? —dijo de mal humor—. Me prometió de todo corazón que vendría un técnico esta tarde.
—Vendrá. Sea paciente —le rogó la enfermera Phillips.
A las cuatro de la tarde el técnico no había aparecido todavía. La señorita Keene no quería jugar más a las cartas, ni leer su libro, ni escuchar la radio. La tensión que se había aflojado empezaba a atirantarse de nuevo minuto a minuto. Dieron las cinco, momento en que sonó el teléfono. Como un resorte, sacó la mano de la manga acampanada de la rebeca y la dejó caer como una garra rígida en el auricular.
«Si ese hombre habla… —maquinaba—. Si habla, gritaré hasta que se me pare el corazón».
Se llevó el auricular al oído.
—¿Diga?
—Señorita Elva, soy la señorita Finch.
La señorita Keene cerró los ojos y dejó escapar un suspiro.
—¿Sí?
—Es sobre esas llamadas que dice haber estado recibiendo.
—¿Sí? —repuso. Las palabras de la señorita Finch se le clavaron en la cabeza: «Esas llamadas que dice haber estado recibiendo».
—Enviamos a un técnico para rastrearlas —prosiguió la señorita Finch—. Tengo aquí el informe.
—¿Sí? —repitió la señorita Keene, conteniendo la respiración.
—No ha podido encontrar nada. —Elva Keene no dijo nada. Siguió inmóvil, con la cabeza gris sobre la almohada y el auricular apretado contra la oreja—. Dice que siguió el rastro de la… incidencia hasta que encontró un cable caído a las afueras de la ciudad.
—¿Un cable… caído?
—Sí, señorita Elva —respondió la señorita Finch, que no parecía muy contenta.
—¿Está diciéndome que no he oído nada?
—Nadie podría haber efectuado una llamada desde ese punto —le aseguró, categórica.
—¡Pero yo le digo que me llama un hombre! —La señorita Finch se quedó callada. Elva Keene apretó el auricular de forma convulsiva—. Tiene que haber un teléfono en ese lugar —insistió—. ¡Ese hombre me ha llamado de alguna forma!
—Señorita Elva, ahí no hay nadie.
__Ahí, ¿dónde?
—Señorita Elva, es el cementerio —respondió la operadora.
En el silencio oscuro de su dormitorio, una anciana lisiada esperaba en la cama. Su enfermera no había querido pasar con ella la noche; le había dado unas palmaditas, la había regañado y no le había hecho ningún caso.
Esperaba una llamada de teléfono.
Podría haber desconectado el aparato, pero no tenía suficiente voluntad. Se limitó a esperar y a pensar.
Pensaba en el silencio, en unos oídos que no habían oído y que querían volver a oír. En borboteos y murmullos, en los primeros intentos por hablar de alguien que no había hablado en… ¿cuánto tiempo? En aquel «¿Diga? ¿Diga?», la primera comunicación de alguien que llevaba largo tiempo en silencio. En… «¿Dónde estás?». En los clics y la operadora que decía su dirección; eso la hacía estar tan rígida. En…
Sonó el teléfono.
Una pausa, un timbre, el susurro del camisón en la oscuridad.
Dejó de sonar.
Escuchó.
Y el teléfono se le deslizó entre los dedos pálidos. La mirada perdida. Los débiles latidos del corazón se le aceleraron.
En el exterior, la noche y el canto de los grillos.
Dentro, las palabras resonaban en su cabeza y aportaban un terrible significado al silencio pesado y sofocante.
—Hola, señorita Elva. Llegaré enseguida.
Se me ocurrió la idea de que una anciana minusválida recibiera llamadas de teléfono de un muerto. El final del cuento es muy oscuro. Ese «Llegaré enseguida» deja al lector con la incógnita de qué será lo que va a su casa. Pero es un final soso.
Creo que el final que hice para La dimensión desconocida era mejor. Era más coherente, porque revelaba que la personalidad de la señorita Keene era tan abrasiva que había llevado a la muerte a ese hombre y después lo quería más que nunca. Y él decía: «Me dijiste que no viniera. Siempre hago lo que me dices». Pensé que tenía más fuerza, que daba más importancia a la psicología de la protagonista. —RM
El capítulo de La dimensión desconocida se estrenó en la quinta temporada (1963-1964), con Gladys Cooper como protagonista, y dirigido por Jacques Toumeur.