El último día

Lo primero que pensó al despertar fue: «Se acabó la última noche». Había pasado la mitad durmiendo.

Estaba tumbado en el suelo. Miró al techo. Las paredes seguían reflejando la luz rojiza del exterior y en el salón solo se oían ronquidos. Miró a su alrededor.

Había cuerpos tirados por todas partes: en el sofá, en los sillones, acurrucados en el suelo. Algunos estaban cubiertos con mantas. Dos estaban desnudos.

Se incorporó sobre un codo. Sintió tales pinchazos de dolor en la cabeza que se le escapó una mueca. Apretó los párpados un momento y volvió a abrirlos. Se pasó la lengua por la boca seca. Seguía notando un sabor rancio a alcohol y comida.

Sin cambiar de postura, volvió a recorrer la habitación con la mirada mientras su mente asimilaba la escena poco a poco.

Nancy y Bill, abrazados, desnudos. Norman, acurrucado en un sillón, también dormido y con la delgada cara tensa. Mort y Mel, en el suelo, roncando debajo de unas mantas sucias. Había más personas en el suelo.

En el exterior, la luz roja.

Miró por la ventana y tragó saliva. Entrecerró los ojos, se miró el cuerpo y volvió a tragar saliva.

«Estoy vivo —pensó—, y todo es real».

Se restregó los ojos e inspiró profundamente el aire viciado del piso. Se levantó con bastante esfuerzo y tiró un vaso sin querer. El combinado se derramó en la manta y empapó el tejido azul oscuro.

Observó los otros vasos que tenía a su alrededor: rotos, volcados, estrellados contra la pared. Vio también las botellas, todas vacías y tumbadas.

Ya de pie, contempló la habitación: el tocadiscos, en el suelo, del revés; los discos tirados por todas partes; los pedazos irregulares de vinilo que formaban extrañas composiciones sobre la alfombra.

Recordó la noche anterior.

Había sido Mort quien había empezado. De repente, había ido corriendo hasta el tocadiscos.

—¡Qué coño importa ya la música! —había gritado, borracho—. ¡No es más que un montón de ruido!

De una patada lo había estrellado contra la pared. Se había acercado a él a trompicones y se había dejado caer de rodillas. Luego había agarrado el aparato boca abajo con sus musculosos brazos, le había dado la vuelta y le había propinado otro puntapié.

—¡A la mierda la música! ¡Es una porquería!

Después había empezado a sacar los discos de las fundas y a partirlos con la rodilla.

—¡Vamos! —le había gritado a todo el mundo—. ¡Vamos!

Y había cundido el ejemplo, igual que habían cundido todas las ideas demenciales de aquellos últimos días.

Mel, que estaba haciendo el amor con una chica, se había levantado y había empezado a tirar discos a la calle por la ventana. Y Charlie había dejado un momento su pistola para acercarse también a la ventana e intentar darle a la gente que pasaba por la calle con los discos.

Richard había observado los discos negros rebotar y hacerse añicos en la acera; incluso había llegado a lanzar uno. Pero después, mientras los demás se desahogaban, se había llevado a la chica de Mel a un dormitorio y se había acostado con ella.

Pensó en todo eso allí, de pie, tambaleándose a la luz rojiza de la habitación.

Cerró los ojos un instante.

Después miró a Nancy y recordó que también se había acostado con ella en algún momento de las horas salvajes del día y la noche anteriores.

«Qué asco me da ahora —pensó—. Siempre ha sido una bestia, pero antes tenía que disimularlo. Ahora, en el crepúsculo de todas las cosas, disfruta de lo único que le ha importado siempre».

Se preguntó si en el mundo quedaría alguien con dignidad, con esa clase de dignidad que no se perdía aunque ya no hiciera falta impresionar a nadie con ella.

Pasó por encima de una chica dormida, cubierta solo con una combinación. Observó el cabello despeinado, el pintalabios corrido, la arruga que le entristecía la frente.

Pasó por delante del dormitorio y echó un vistazo. Había tres chicas y dos hombres en la cama.

Encontró el cadáver en el baño.

Lo habían tirado de cualquier manera en la bañera y habían arrancado la cortina para taparlo, de modo que solo se le veían las piernas, que le colgaban de forma ridícula por el borde de la bañera.

Apartó la cortina y contempló la camisa empapada de sangre, la cara blanca e inmóvil.

Charlie.

Sacudió la cabeza y le dio la espalda para lavarse la cara y las manos en el lavabo. No importaba. No importaba nada. De hecho, Charlie era uno de los afortunados: un miembro de la legión de personas que habían metido la cabeza en el horno, se habían cortado las venas, habían tomado pastillas o se habían quitado de en medio de cualquiera de las forma de suicidio conocidas.

Mientras observaba su reflejo cansado en el espejo, pensó en cortarse las venas, pero sabía que no podía, porque hace falta algo más desesperación para destruirse a uno mismo.

Bebió un trago de agua. «Por suerte, aún hay agua corriente», pensó. Suponía que no quedaba nadie para ocuparse del suministro del agua, la luz, el gas, el teléfono: de ningún suministro.

¿Qué imbécil querría trabajar el último día del mundo?

Cuando Richard entró en la cocina, Spencer estaba sentado a la mesa, en calzoncillos, mirándose las manos. Había unos huevos friéndose en la sartén. «Entonces también funciona el gas», pensó Richard.

—Hola —le dijo a Spencer.

Spencer gruñó sin dejar de contemplarse las manos. Richard no le hizo caso y bajó el fuego. Sacó el pan de la despensa y lo metió en la tostadora, pero no funcionaba. Se encogió de hombros y se olvidó del asunto.

—¿Qué hora es? —le preguntó Spencer.

—Se me ha parado el reloj —dijo Richard tras consultarla. Se miraron unos instantes.

—Ah. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Qué día es hoy?

—Domingo, creo —respondió Richard, tras pensárselo un momento.

—¿Tú crees que habrá gente en la iglesia? —dijo Spencer.

—¿A quién le importa? —Richard abrió el frigorífico.

—No hay más huevos —le advirtió Spencer.

Richard cerró la puerta de la nevera.

—No hay más huevos —repitió en tono apagado—. No hay más pollo, no hay más de nada.

Se apoyó en la pared con la respiración entrecortada y miró el cielo rojo por la ventana.

«Mary —pensó—. Mary, la persona con la que debería haberme casado, la que dejé escapar. ¿Dónde estará? ¿Pensará en mi alguna vez?».

Norman entró arrastrando los pies, atontado por el sueño y la resaca, con la boca abierta. Parecía aturdido.

—Buenos días —dijo con la lengua pastosa.

—Buenos días por la mañana —dijo Richard sin alegría.

Norman lo miró, inexpresivo. Se acercó al fregadero, se enjuagó la boca y escupió en el desagüe.

—Charlie está muerto —dijo.

—Ya —respondió Richard.

—Ah. ¿Cuándo ha sido?

—Anoche —le contó Richard—. Tú estabas inconsciente. ¿Recuerdas que no paraba de decir que iba a pegarnos un tiro para acabar con nuestra desgracia?

—Sí —respondió Norman—. Me puso el cañón en la cabeza y me dijo que notara lo frío que estaba.

—Bueno, pues se peleó con Mort y la pistola se disparó —explicó, encogiéndose de hombros—. Eso es todo.

Se miraron sin mostrar ninguna emoción.

Entonces, Norman se giró hacia la ventana.

—Sigue ahí —murmuró.

Los dos contemplaron la gran bola de fuego que tapaba el sol, la luna y las estrellas. Norman le dio la espalda y tragó saliva. Como le temblaban los labios, los cerró con fuerza.

—¡Dios, es hoy! —dijo, y volvió a mirar el cielo—. Hoy. Todo.

—Todo —repitió Richard.

Spencer se levantó, apagó el gas y miró los huevos.

—¿Por qué coño he frito esto? —preguntó.

Los tiró al fregadero y se deslizaron, grasientos, por la superficie blanca. Las yemas se rompieron y el líquido espeso, amarillo y humeante se derramó por el esmalte.

Spencer se mordió los labios, muy serio.

—Voy a tirármela otra vez —dijo de repente.

Apartó a Richard de un empujón y se bajó los calzoncillos mientras salía al pasillo.

—Ahí va Spencer —dijo Richard.

Norman se sentó a la mesa. Richard se quedó junto a la pared.

—¡Eh, despertad todos! —gritó Nancy a todo pulmón desde la sala de estar—. ¡Miradme hacerlo! ¡Miradme, miradme!

Norman clavó los ojos en la puerta de la cocina un instante. Entonces algo se quebró en su interior y dejó caer la cabeza sobre los brazos, apoyados en la mesa. Le temblaban los delgados hombros.

—Yo también hice lo mismo —dijo con la voz rota—. Yo también hice lo mismo. ¡Oh. Dios! ¿Por que he venido aquí?

—Por el sexo —le respondió Richard—, como todos los demás. Pensaste que lo mejor seria morir en un éxtasis de sexo y alcohol.

—No puedo morir así —dijo Norman con un sollozo ahogado— no puedo…

—Pues un par de miles de millones de personas están en ello —repuso Richard—. Y cuando ese sol se estrelle contra nosotros, seguirán en ello ¡Qué espectáculo!

La idea de que todas las personas del mundo estuvieran disfrutando de una última orgía carnal le dio escalofríos. Cerró los ojos, apretó la frente contra la pared e intentó olvidar.

Pero la pared estaba caliente.

Norman levantó la cabeza.

—Vámonos a casa —dijo.

—¿A casa? —repitió Richard.

—A casa de nuestros padres. De mi madre y de mi padre, de tu madre.

—No quiero. —Richard negó con la cabeza.

—No puedo ir solo.

—¿Por qué?

—Porque no. Ya sabes que las calles están llenas de gente que matan al primero que pase —le explicó Norman. Richard se encogió de hombros—. ¿Por qué no quieres ir?

—No quiero verla.

—¿A tu madre?

—Sí.

—Estás loco —dijo Norman—. ¿Con quién más puedes…?

—No.

Pensó en su madre, que estaría esperándolo, esperándolo en el último día, y le repugnó estar perdiendo el tiempo. Quizá no volvería a verla nunca más.

Sin embargo, siguió pensando. «¿Cómo voy a dejar que intente convencerme de que rece con ella? ¿Que quiera hacerme leer la Biblia y pasar estas últimas horas metido en un embrollo religioso?».

Volvió a repetirse que no.

Norman parecía perdido. Se tragó un sollozo y un estremecimiento le sacudió el pecho.

—Quiero ver a mi madre —dijo.

—Adelante —le respondió Richard, como si tal cosa, pero se le revolvían las entrañas.

No volver a verla a ella, ni a su hermana, ni a mi cuñado, ni a su sobrina. No volver a verlos nunca.

Suspiró. No tenía sentido luchar. A pesar de todo, Norman tenía razón: no podía contar con nadie más. En un mundo tan grande, a punto de arder, ¿había alguna otra persona que lo amara más que nadie?

—Venga, vale —accedió—. Vamos. Cualquier cosa será mejor que quedarse aquí.

El edificio olía a vómito. Encontraron al conserje completamente borracho en las escaleras, y un perro con la cabeza aplastada en el vestíbulo.

Se detuvieron en el portal y miraron arriba de forma instintiva: el cielo rojo como lava líquida, los hilillos feroces que caían como gotas de lluvia caliente a través de la atmósfera, la gigantesca bola de fuego que estaba cada vez más cerca y tapaba el universo.

Bajaron la mirada, con los ojos irritados. Dolía mirarlo. Echaron a andar; hacía mucho calor.

—Estamos en diciembre —dijo Richard—, y esto parece el trópico.

Mientras caminaban en silencio, pensó en los trópicos, en los polos, en todos los países del mundo que nunca vería, en todas las cosas que nunca haría.

Como abrazar a Mary y decirle, mientras el mundo se acababa, que la quería mucho y que no tenía miedo.

—Nunca —dijo, atenazado por la frustración.

—¿Qué? —preguntó Norman.

—Nada. Nada.

Mientras caminaban, Richard notó que llevaba en el bolsillo de la chaqueta un objeto contundente que le rebotaba en el costado. Se metió la mano en el bolsillo y lo sacó.

—¿Qué es eso? —le preguntó Norman.

—Es la pistola de Charlie. La cogí anoche para que nadie más resultara herido. —Soltó una carcajada mordaz—. Para que nadie más resultara herido —repitió con amargura—. ¡Dios! ¡Debería haberme hecho actor!

Estuvo a punto de tirarla, pero cambió de idea y volvió a metérsela en el bolsillo.

—Puede que la necesitemos.

Norman no lo escuchaba.

—Gracias a Dios que no me han robado el coche. ¡Oh…!

Habían arrojado una piedra contra el parabrisas.

—¿Y qué más da? —preguntó Richard.

—Nada, supongo.

Retiraron los cristales de los asientos y se sentaron. Dentro, el aire era sofocante. Richard se quitó la chaqueta y la tiró por la ventana. Se metió la pistola en el bolsillo de los pantalones.

De camino al centro de la ciudad vieron a gente por la calle.

Unos corrían sin rumbo, como locos, como si buscaran algo. Otros peleaban. En las aceras había cadáveres de personas que habían saltado por la ventana o habían sido atropelladas por coches que circulaban a toda velocidad. Los edificios estaban en llamas y las ventanas estallaban por las explosiones de gas. La gente saqueaba las tiendas.

—¿Qué les pasa? —preguntó Norman con tristeza—. ¿Así es como piensan pasar su último día de vida?

—Quizá hayan pasado así toda la vida —respondió Richard.

Se apoyó en la portezuela y miró a la gente. Unos los saludaban. Otros les escupían y los insultaban. Unos pocos les tiraron cosas.

—La gente muere de la misma manera en que ha vivido —comentó Richard—: unos bien y otros mal.

—¡Cuidado! —gritó Norman cuando un coche se les abalanzó de frente. Unos cuantos hombres y mujeres se asomaron por las ventanillas gritando, cantando y agitando botellas. Norman dio un volantazo y lo esquivaron por muy poco—. ¿Están locos o qué?

Richard se giró para mirar por la luna trasera y vio que el coche patinó, perdió el control, se estrelló contra un escaparate y volcó. Se quedó de lado con las ruedas dando vueltas en el aire.

Volvió a mirar hacia delante sin decir nada. Norman mantuvo la vista fija al frente, sombrío, con las manos tensas y blancas sobre el volante. Otro cruce.

Un coche pasó por delante de ellos como una bala. Norman pisó el freno a fondo con un grito ahogado. Se golpearon contra el salpicadero con tal fuerza que se les cortó la respiración.

Antes de que a Norman le diera tiempo de arrancar, una pandilla de adolescentes armados con cuchillos y palos apareció corriendo en el cruce. Perseguían el otro coche, pero cambiaron de dirección y se lanzaron sobre el de Norman y Richard.

Norman metió la primera y salió disparado.

Un chico saltó encima del maletero. Otro intentó subirse al estribo, pero no lo consiguió y cayó rodando al asfalto. Un tercero lo logró, se agarró al tirador de la puerta e intentó apuñalar a Richard.

—¡Os voy a matar, cabrones! —gritaba—. ¡Hijos de puta!

Richard apartó a tiempo el hombro y la puñalada rajó el respaldo del asiento.

—¡Fuera de aquí! —le gritó Norman, que intentaba vigilar al mismo tiempo al chico y la calzada.

El muchacho intentó abrir la puerta mientras el coche zigzagueaba sin control por Broadway. Volvió a intentar apuñalarlo, pero los bandazos del coche se lo impedían.

—¡Ya sois míos! —gritaba, ciego de odio.

Richard intentó abrir la puerta para empujarlo, pero no pudo. El chico metió la cara crispada y pálida por la ventanilla y enarboló el cuchillo.

Richard ya tenía la pistola en la mano y le disparó.

El muchacho salió despedido del coche con un grito agónico y aterrizó como un saco de piedras. Rebotó una vez en el suelo, dio una patada con la pierna izquierda y se quedó inmóvil.

Richard miró atrás.

El del maletero seguía agarrado al coche, con la cara de loco apretada contra la luna trasera. Richard le vio articular una palabrota.

—¡Quítatelo de encima! —le gritó a Norman.

Norman viró hacia la acera y dio un repentino volantazo hacia la calzada. El chico siguió colgado de su asidero. Norman repitió la maniobra, pero no sirvió de nada.

Entonces, a la tercera, el chaval se soltó y cayó al suelo. Intentó seguirlos a la carrera, pero llevaba demasiado impulso. Se subió al bordillo a trompicones y se estrelló contra un escaparate, con los brazos por delante a modo de protección.

Norman y Richard guardaron silencio, jadeantes. Estuvieron un buen rato sin hablar. Richard tiró la pistola por la ventana y la observó rebotar en el suelo de hormigón y chocar contra una boca de incendios. Norman pareció a punto de decir algo, pero se contuvo.

Tomaron la Quinta Avenida y se dirigieron al centro de la ciudad a cien kilómetros por hora. No había mucho tráfico.

Vieron algunas iglesias. Estaban llenas a rebosar; había gente hasta en los escalones de la entrada.

—Pobres idiotas —murmuró Richard, todavía con las manos temblorosas.

—Me gustaría ser un pobre idiota —repuso Norman, inspirando fundamente—. Un pobre idiota que creyera en algo.

—No sé —dijo Richard—. Creo que prefiero pasar mi último día de vida creyendo en lo que considero que es verdad.

—El último día —repitió Norman—. No consigo creérmelo. —Sacudió la cabeza—. Leo los periódicos, veo esa…, esa cosa de ahí arriba. Se qué va a pasar. Pero, ¡Dios!, ¿el fin? —preguntó, mirando a Richard una fracción de segundo—. ¿No hay nada después?

—No lo sé —contestó Richard.

Por la Calle Catorce, Norman se dirigió al East Side y cruzó el puente de Manhattan a toda velocidad. No se detuvo en ningún momento. Esquivó cadáveres y coches destrozados. En una ocasión pasó por encima de un cuerpo, y Richard lo vio torcer el gesto cuando la rueda pisó la pierna del muerto.

—Son afortunados —dijo Richard—, más que nosotros.

Se detuvieron ante la casa de Norman, en el centro de Brooklyn. Había algunos niños jugando a pelota. Al parecer, no se daban cuenta de lo que pasaba. Sus gritos resonaban en la calle silenciosa. Richard se preguntó si sus padres sabrían dónde estaban sus hijos, o si les importaba.

Norman lo miraba.

—Bueno… —empezó a decir Norman. Richard sintió que se le encogía el estómago. No podía hablar—. ¿Quieres entrar un momento?

—No —respondió Richard, negando con la cabeza—. Será mejor que me vaya a casa. Debería… Debería verla. A mi madre, me refiero.

—Ah. —Norman asintió y se obligó a permanecer en calma un instante—. Por si sirve de algo, Dick, te considero mi mejor amigo y… —Vaciló, le estrechó con fuerza la mano, salió del coche y dejó las llaves en el contacto—. Nos vemos —se despidió apresuradamente.

Richard observó a su amigo rodear corriendo el coche y dirigirse al edificio. Cuando ya casi había llegado a la puerta, lo llamó.

—¡Norm!

Norman se detuvo y se volvió. Se miraron, y todos sus años de amistad parecieron pasar entre ellos como un relámpago.

Richard consiguió sonreír y se tocó la frente en un último saludo.

—Nos vemos, Norm.

Norman no sonrió. Empujó la puerta y entró.

Richard se quedó largos momentos mirando aquella puerta. Luego puso en marcha el motor, pero volvió a apagarlo porque se le ocurrió que tal vez los padres de Norm no estuvieran en casa.

Al cabo de un ratito, arrancó y se encaminó a la suya.

No dejó de pensar en todo el trayecto. Cuanto más se acercaba el final, menos quería enfrentarse a él. Quería acabar ya, antes de que comenzara la histeria colectiva.

Pastillas para dormir. Sí, sería lo mejor. Tenía algunas en casa. Esperaba que fueran suficientes, porque posiblemente ya no quedaran en la farmacia de la esquina. Los últimos días la gente se las había llevado a manos llenas; familias enteras las habían tomado, todos juntos.

Llegó a su casa sin incidentes. El cielo era de un carmesí incandescente. Sentía el calor en la cara como si le llegaran vaharadas de un horno lejano. Respiró el aire ardiente.

Abrió la puerta de la casa con su propia llave y entró despacio.

«Estará en el salón», pensó. Rodeada de sus libros, sus plegarias, sus exhortaciones a poderes invisibles para que la asistieran mientras el mundo se preparaba para freírse.

No estaba en el salón.

Buscó por toda la casa. El corazón se le fue acelerando poco a poco, y cuando hubo comprobado que realmente no estaba sintió un gran vacío en el estómago. Sabía que eso de no querer verla no era más que palabrería: la quería, y ella era lo único que le quedaba.

Buscó una nota en el dormitorio de su madre, en el suyo, en el salón.

—Mamá, mamá, ¿dónde estás?

Encontró la nota en la mesa de la cocina. «Richard, cariño, estoy en casa de tu hermana. Por favor, ven. No dejes que pase el último día sin ti. No dejes que abandone este mundo sin ver tu preciosa cara, por favor».

El último día.

Allí estaba, en negro sobre blanco. De entre todas las personas, había sido su madre la que había escrito aquellas palabras. Ella, siempre tan escéptica con las ciencias experimentales, admitía la última predicción científica.

Porque ya no podía seguir dudando, porque el cielo estaba lleno de pruebas en llamas y nadie podía seguir dudando.

Era el fin del mundo. La apabullante sucesión de progresos y revoluciones, de luchas y enfrentamientos, de innumerables siglos que se remontaban al nebuloso pasado, de rocas, árboles, animales, humanos… Se habría acabado todo en un instante, en un momento. La vanidad y el orgullo humanos, incinerados por una catástrofe astronómica.

¿Qué sentido tenía nada, entonces? Ninguno, ninguno en absoluto, porque todo se acababa.

Cogió unas cuantas pastillas para dormir del botiquín y se fue. Condujo hasta casa de su hermana. Estuvo pensando en su madre mientras circulaba por las calles sembradas de todo, desde botellas vacías hasta cadáveres.

Ojalá aquel último día no tuviera miedo de discutir con su madre sobre su Dios y sus convicciones. Tomo la decisión de no pelearse. Se contendría para que el último día fuese pacífico para todos y aceptaría su devoción sin criticar su fe.

La puerta de la casa de Grace estaba cerrada con llave, así que llamó al timbre, y de inmediato oyó pasos apresurados.

—¡No abras, mamá! —oyó gritar a Ray—. ¡Puede que sea esa pandilla otra vez!

—¡Es Richard! ¡Lo sé! —contestó su madre.

Se abrió la puerta, y ella lo abrazó llorando de felicidad. Él se quedó en silencio.

—Hola, mamá —musitó al final.

Su sobrina, Doris, se pasó toda la tarde jugando en el salón. Grace y Ray permanecieron sentados, mirándola, inmóviles.

«Si estuviese con Mary —pensaba Richard—; si estuviéramos juntos hoy…». Pero se le ocurrió que tal vez habrían tenido hijos y habría debido quedarse allí sentado, como Grace, sabiendo que su hijo no viviría más que los pocos años que había vivido hasta aquel día.

A medida que se acercaba la noche aumentaba el brillo del cielo, surcado de violentas corrientes carmesíes. Doris miraba por la ventana, sin moverse. No había reído ni llorado en todo el día, y Richard pensó que lo sabía.

También pensó que, de un momento a otro, su madre les pediría que rezaran juntos, que se sentaran a leer la Biblia para esperar la caridad divina.

Pero no dijo nada. Se limitó a sonreír y preparó la cena. Richard se quedó con ella en la cocina.

—Puede que no espere —le dijo—. Puede que… tome pastillas para dormir.

—¿Estás asustado, hijo? —le preguntó.

—Como todo el mundo —respondió él.

—Todo el mundo, no —dijo ella, negando con la cabeza.

«Ahí va —pensó él—. La mirada engreída, la frase de apertura…».

Su madre le dio un plato de verdura y todos se sentaron a la mesa.

Durante la cena, nadie habló salvo para pedir comida. Doris no abrió la boca, y Richard la observó desde el otro lado de la mesa.

Pensó en la noche anterior, en las borracheras, las peleas, los excesos carnales. Pensó en Charlie, muerto en la bañera; en el piso de Manhattan: en Spencer, que se había lanzado a un frenesí de lujuria en el final de su vida; en el chico muerto en la cuneta con una bala en la cabeza.

Todo le parecía muy lejano. Casi era posible creer que no había pasado nunca, que aquella no era más que otra cena familiar.

Si no hubiera sido por el resplandor de color cereza que inundaba el cielo y penetraba por las ventanas como el aura de una chimenea fantasmagórica.

Cuando casi habían terminado de cenar, Grace se levantó para coger una caja y volvió con ella a la mesa; la abrió y sacó unas pastillas blancas. Doris la miró con sus ojos enormes y penetrantes.

—Esto es el postre —le dijo Grace—. Todos vamos a tomar caramelos blancos de postre.

—¿Son de menta? —preguntó Doris.

—Sí —respondió Grace— de menta.

A Richard se le erizó el cuero cabelludo cuando Grace dejó las pastillas delante de Doris y de Ray.

—No hay para todos —le dijo su hermana.

—Yo tengo las mías —dijo Richard.

—¿Tienes para mamá?

—Yo no las necesito —terció su madre.

Richard estaba tan nervioso que estuvo a punto de gritarle: «¡Joder, déjate de tanta nobleza!». Pero se contuvo y observó, fascinado y horrorizado, como Doris se ponía las pastillas en la manita.

—No son de menta —dijo la niña—. Mamá, no son…

—Sí que son de menta. —Grace respiró profundamente—. Cómetelos, cariño.

Doris se metió una pastilla en la boca. Hizo una mueca de asco y la escupió en la palma.

—No es de menta —dijo, enfadada.

Grace se llevó el puño a la boca y se mordió los nudillos. Miró a Ray, desesperada.

—Cómetelos, Doris —dijo Ray—. Venga, son buenos.

—No, no me gustan. —Doris empezó a llorar.

—¡Que te los comas!

Ray les volvió la espalda, temblando. Richard intentó pensar un modo de conseguir que Doris se tomara las pastillas, pero no se le ocurría nada.

Fue su madre quien habló.

—Vamos a jugar a un juego, Doris —dijo—. A ver si puedes tragarte todos los caramelos antes de que cuente hasta diez. Si lo haces, te doy un dólar.

—¿Un dólar? —preguntó Doris, sorbiéndose la nariz, y la madre de Richard asintió.

—Uno —empezó a contar la madre de Richard. Doris no se movió—. Dos —siguió—. Un dólar…

—¿Un dólar entero? —preguntó Doris, enjugándose una lágrima.

—Si, cariño. Tres, cuatro… Date prisa.

Doris cogió las pastillas.

—Cinco…, seis…, siete…

Grace apretó los párpados. Tenía las mejillas muy pálidas.

—Nueve… Diez…

La madre de Richard sonreía, pero los labios le temblaban y le brillaban los ojos.

—¡Muy bien! —dijo alegremente—. Has ganado.

De improviso, Grace se llevó las pastillas a la boca y se las tragó rápidamente una detrás de otra. Miró a Ray, que cogió las suyas con una mano temblorosa y se las tomó. Richard se metió la mano en el bolsillo para coger las suyas, pero volvió a sacarla; no quería que su madre lo viera.

Doris se adormiló casi al instante; bostezaba y era incapaz de mantener los ojos abiertos. Ray la cogió en brazos, y la niña le apoyó la cabeza en el hombro y se le abrazó al cuello. Grace se levantó, y los tres se metieron en el dormitorio.

Richard se quedó sentado mientras su madre los siguió para despedirse. Se quedó sentado, mirando el mantel blanco y los restos de la cena.

Cuando su madre regresó, le sonrió.

—Ayúdame con los platos —le dijo.

—¿Con los…? —empezó a decir Richard, pero se calló. ¿Qué más daba lo que hicieran?

Se quedó con ella en la cocina iluminada de rojo. Lo invadió una sensación de irrealidad al secar unos platos que no volverían a usar y guardarlos en un armario que dejaría de existir en cuestión de horas.

No dejaba de pensar en Ray y Grace, que estaban en el dormitorio. Al final salió de la cocina sin decir nada. Abrió la puerta del dormitorio y se asomó. Los observó largamente. Después cerró la puerta y volvió despacio a la cocina. Miró a su madre.

—Están…

—Bien —dijo ella.

—¿Por qué no les has dicho nada? —le preguntó—. ¿Por qué has dejado que se las tomaran sin protestar?

—Richard, cada uno debe hacer lo que mejor le parezca este día. Nadie puede decirle a otro qué debe hacer. Doris era su niña.

—¿Y yo soy el tuyo…?

—Tú ya no eres un niño.

Richard terminó de secar los platos con los dedos entumecidos y temblorosos.

—Mamá, lo de anoche…

—No me importa.

—Pero…

—Da igual —insistió ella—. Esta parte se acaba.

«Esta parte —pensó Richard, casi con dolor—. Ahora se pondrá a hablar sobre la otra vida, el cielo, la recompensa de los justos y la eterna penitencia de los pecadores».

—Vamos al porche a sentarnos —dijo ella.

Richard no entendía nada. Cruzaron la casa en silencio y se sentaron en los escalones del porche.

«No volveré a ver a Grace, ni a Doris, ni a Norman, ni a Spencer, ni a Mary, ni a nadie…», pensó.

No podía asimilarlo, era algo que lo superaba. No podía hacer nada más que estar allí sentado como un palo y mirar el cielo rojo y el enorme sol que estaba a punto de tragárselos. Ni siquiera estaba nervioso ya; el miedo embotaba cuando se volvía infinito.

—Mamá —dijo al cabo de un rato—, ¿por qué…? ¿Por qué no me has hablado de religión? Seguro que quieres.

—No es necesario, cariño. —Su cara resultaba muy dulce al resplandor rojo—. Sé que estaremos juntos cuando todo acabe. No tienes por qué creerlo; yo lo creo por los dos.

Y eso fue todo. Richard la miró, asombrado de su confianza y su fortaleza.

—Si quieres tomarte las pastillas —dijo ella—, no pasa nada. Puedes dormirte en mi regazo.

—¿No te importaría? —lo preguntó él, temblando.

—Quiero que hagas lo que creas mejor.

Estuvo dudando hasta que pensó en ella, que se quedaría sentada allí sola durante el fin del mundo.

—Me quedaré contigo —dijo de forma impulsiva, y ella sonrió

—Si cambias de idea, me lo puedes decir.

Se quedaron callados un rato.

—Es bonito —dijo después ella.

—¿Bonito? —preguntó Richard.

—Sí —respondió ella—. Dios cierra nuestra obra con un telón de oro

Qué sabía Richard. Pero le rodeó los hombros con un brazo, y ella se apoyó en él. Y sí hubo una cosa que supo Richard. Se quedaron allí sentados, en el atardecer del último día, y aunque no tuviera ningún sentido, se quisieron hasta el final.

La idea se me ocurrió un día que fui a una fiesta en un piso, después de terminar la carrera, donde había un montón de recién licenciados por la Universidad de Misuri. Uno de mis mejores amigos, Norman, también estaba allí (creo que usé su nombre en el relato). Estábamos solos los dos y pensé: «¿Qué pasaría si el mundo se acabara dentro de veinticuatro horas?». ¿Cómo reaccionaría la gente? Y aunque sea un relato muy oscuro, creo que tiene un final muy positivo.

Hice aparecer a mi madre, a mi hermana, a sus hijas…, a toda mi familia, para ilustrar cómo creía que reaccionaríamos todos. Todavía me gusta. Creo que es muy potente. Hace que se me salten las lágrimas. —RM