Se cierra el círculo

El redactor de noticias locales lo llamó.

—Aquí tienes. —Le lanzó una entrada desde el otro extremo de la mesa—. Para esta noche.

Walt la cogió.

—¿Me toma el pelo? —le preguntó.

Barton se llevó las manos a la cabeza, perplejo.

—Thompson, ¿te parezco un bromista? —le dijo.

—Sí —respondió Walt con una sonrisa—, tanto como Macbeth. —Cuando llegó a la puerta se volvió—. ¿Cómo la quiere? ¿Directa? ¿Graciosa? ¿Alegórica? ¿Histérico-pastoral? ¿Escena única o poema infinito?

—Quiero que salgas de aquí a toda castaña —dijo Barton.

Mientras atravesaba la sala de prensa, Walt leyó de nuevo la entrada: «25 de enero de 2231. Las Marionetas Vivientes de Terwilliger. Larg y sus colegas marcianos en Rip van Winkle».

—¡Ay de mí, ay de mí! —se lamentaba su esposa—. Nos moriremos de hambre. ¡Eres un perezoso y un inútil, Rip van Winkle!

Yo estaba sentado en medio de un agitado mar de lava infantil.

Los ojos de los crios eran como cuentas de ábaco que se movían sin cesar de un lado para otro. No podían estarse quietos, se tiraban de la ropa y de la nariz, chupaban y engullían chocolatinas, susurraban, se reían, se lanzaban aviones de papel.

Y de vez en cuando miraban las marionetas vivientes de Terwilliger.

—¡Sal a buscar trabajo! —aulló la señora Rip van Winkle.

Aquello arrancó carcajadas a los mayores, que recordaban la situación existente antes de que la Oficina de Colocación asegurara un índice de empleo del cien por cien. La señora R. van W. le tiraba de la peluca de fregona teñida: los marcianos son calvos, como todo el mundo sabe.

—¡Sal de esta casa y consigue un trabajo!

—¡Sí, sí! —chilló Rip, sin aliento—. Sí, sí, ya voy.

Coge un sombrero de tela y se cubre la enorme cabezota. La tiene desproporcionada con respecto al cuerpo. Parece una caricatura.

Encorvado y flaco, es todo articulaciones prominentes y extremidades de alambre. La ropa, vieja y remendada, le cuelga del cuerpo como una túnica de un esqueleto. Mide sesenta centímetros.

—Sí, sí —repite porque los niños se ríen a carcajadas cuando lo dice.

De las risas pasan a darse tirones, a comer, a moverse, a coger cosas, a tirárselas, a susurrar y a gritar.

Rip coge su pistola, pero se rompe, lo que arranca un vendaval de aprobación. La sala entera está a oscuras, salvo el escenario.

La escena transcurre en una vieja cocina holandesa, según dice el programa, en el periodo preindustrial; alrededor de 1750, a juzgar por el decorado. De eso hace mucho tiempo. Una historia tiene que ser buena para perdurar seis siglos, pero ¿ha durado tanto para que la disfrutemos o para que podamos mofarnos de ella?

La mujer sale de la cocina persiguiéndolo con una escoba, un utensilio de limpieza obsoleto: un puñado de paja atada para recoger porquería y amontonarla. Los crios no lo saben, creen que sirve para golpear.

—¡Sal de aquí, inútil perezoso! —le grita.

Le golpea en la cabeza: una vez, otra. ¡Pum, pum! Los crios se enfervorizan, se tiran de la ropa, de la de sus vecinos, aplauden con sus manitas rosadas y regordetas, y enseñan los dientes blancos con placer salvaje.

¿Salvaje? Querido lector, ¿arquea usted las cejas al oír esa palabra referida a sus hijos? ¿Deja el periódico en la mesa y frunce los labios con gesto indignado? ¿Se pregunta ultrajado quién es este mequetrefe, este crítico, este vil asaltante de los orgullosos muros de la paternidad?

¿Es así? Bien. Siga leyendo.

¡Allá va Rip! Sale en tromba por la puerta de doble hoja. ¡Patapam!, cae en el polvo del camino, y la señora de Rip van Winkle le da un puntapié al perro, Lobo, para que salga detrás de su amo. El perro no es más que un muñeco, porque los marcianos son demasiado pequeños y un perro de verdad podría comerse a los actores.

—¡Y no vuelvas sin un trabajo! —grita ella, feroz e indignada.

La mujer se desploma en una silla y la peluca se le cae sobre la cara.

Se desata un pandemónium. Las cortinas del telón corren danzarinas hasta encontrarse en el centro y no cesan de temblar hasta al cabo de un ratito.

Cuando me recobro, pienso que ver cómo se le caía la peluca ha resultado casi estremecedor.

Como ver la dignidad caer poco a poco hacia los pies que van a pisotearla.

Descanso.

Los crios invadieron los pasillos como si la obra nunca hubiera existido. Era el momento de seguir atiborrándose de caramelos, refrescos, helados, pasteles y peleas, Las naves de papel trazaban elegantes curvas por el aire del teatro.

Me quedé en mi asiento escuchando a la chiquillería embravecida y observando la vorágine de actividad que caracteriza a la juventud. Saqué el resguardo de la entrada del bolsillo del abrigo.

«Las Marionetas Vivientes de Terwilliger».

Tuve un ligero presentimiento. De repente, al parecer por vez primera, me di cuenta de que aquellas palabras eran contradictorias.

Las marionetas no están vivas.

Me quedé pensando en el hombrecito y en su ropa hecha jirones, y en la mujer de voz chillona que golpeaba y gritaba.

Y entonces me di cuenta de que los niños chillaban a seres vivos, y algo se tensó dentro de mí.

Y así se quedó.

Segundo acto.

Recolocaron como buenamente pudieron a la masa infantil. La sala era como una caja llena a rebosar. Trocitos de niño saltaban por los bordes por la presión del entusiasmo.

Se abrió el telón. Se hizo un breve silencio y empezó la siguiente escena.

Rip y su perro de morro chato caminaban cabizbajos por un claro del bosque. De telón de fondo, unas montañas de cimas casposas que la brisa ondula ligeramente. Me viene a la cabeza eso de que la voluntad mueve montañas.

—¡Ay de mí, ay de mí! ¡Qué cansado estoy! —dice Rip.

Cae al suelo y pone los pies en alto, pero nadie nota la expresión de dolor en el rostro delgado, salvo yo. Lo observo con atención mientras él sigue pronunciando frases infantiles. Es Larg, el protagonista. ¿Las arrugas de su cara son obra del maquillaje o de la tristeza?

Se recuesta en un falso tronco de árbol y mira a su alrededor.

¡Bruuum, bruuum!

—Ay, ay, ¿qué es eso? —le pregunta a su perro.

—¡Guau! —dice el animal sin cambiar un ápice de expresión—. ¡Guau!

—Los ladridos provienen de arriba, cosa que llama la atención porque se trata de la única marioneta del espectáculo.

¡Bruuum!

Rip se levanta de un salto.

—¡Iré a ver de qué se trata! —dice.

Se pone en marcha, fingiendo andar, mientras los rodillos que sostienen el fondo crujen al moverse y unos cables demasiado visibles tiran del árbol para retirarlo del escenario.

Observé al personaje.

Me olvidé del espectáculo. El marciano cojeaba. Resultaba obvio que las arrugas de dolor no se debían a los lápices de maquillaje.

Sufría, pero nadie se daba cuenta. Ni los padres, ni los niños. ¿Quién busca indicios de dolor en un trozo de madera?

Quién sabe. Quizá esté atribuyéndome una sensibilidad que no tenía en aquel momento.

Porque, verá usted, ahora que ha concluido el espectáculo, ahora que me he sentado a escribir, es cuando poseo toda la información, no solo unos desconcertantes retazos obtenidos en medio de un hervidero de niños.

¿Para qué voy a contar más de la obra? No tiene importancia. Estaban los hombrecitos, de menos de un palmo de altura, arrojando canicas, mientras detrás del escenario alguien sacudía una lámina de hojalata para crear truenos teatrales. No tiene importancia.

Estaba Rip bebiendo de un diminuto barril, ahogándose, tosiendo. Echándose a dormir. El telón se cerró; las luces siguieron apagadas, y los niños se agitaron como la hierba azotada en la oscuridad.

Nada importaba.

Tampoco el resto de la representación. El telón se abrió de nuevo y Rip seguía allí, con sus largos bigotes blancos. Después se levantó.

Quizá lo importante es que Larg tenía un aspecto más natural como anciano cansado que el que tenía antes, pero el resto no tiene relevancia.

Allí sentado, sin prestar mucha atención, decidí entrar entre bastidores para ver si podía hablar con Larg. «Será mejor que entregar una simple reseña», pensé. A Barton le gustan las cosas originales.

Pero no era más que un pretexto. Había más, mucho más que un Rip van Winkle que había pasado veinte años durmiendo y una tarde de entretenimiento para una turba de niños sonrosados.

Y el final: Rip vuelve al pueblo, su esposa ha muerto, el viejo régimen Político ha caído, a Rip casi lo fusilan por espía, y el final feliz, como debe ser, con Rip sentado bajo un árbol y rodeado de niños. Han vuelto los días felices. Telón.

Una llamada para que salieran los actores. Muy rígidos, saludaron con la cabeza. Les brillaban los ojos a la luz de las candilejas, pero con un brillo enfermizo.

Me metí entre bastidores. Los marcianitos iban de un lado para otro con disfraces, equipo y decorados. No me miraban, me pasaban corriendo entre las piernas. Me llegaban a la altura de la rodilla. Parecía un sueño. No es muy corriente ver a tantos marcianos juntos. Era como si me hubiese convertido de repente en Gulliver.

Vi a un hombre que leía el periódico sentado en un taburete, apoyado en la pared. De vez en cuando levantaba la mirada para ver si los marcianos hacían bien su trabajo y les daba órdenes como ladridos.

—¡Vamos! ¡Deprisa! Vosotros dos, coged ese escenario. ¡Así no, imbéciles! ¡Con la parte delantera hacia arriba, hacia arriba!

Y todos seguían corriendo como sordomudos diminutos dedicados a una tarea colosal.

Busqué a Larg con la mirada, pero no lo vi, así que me acerqué al hombre, que levantó la vista para mirarme.

—No se permite entrar aquí.

—Soy del Globe —le dije, enseñándole la acreditación. Cambió de cara; se le había despertado el interés.

—Ah, ¿sí? —me dijo—. ¿Le ha gustado el espectáculo? Es bueno, ¿eh? —Asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer?—. ¿Va a escribir una reseña favorable? —me preguntó.

—Quizá. Si me deja echar un vistazo por aquí y hablar con un par de sus… actores.

—¿Qué actores? ¡Ah, ellos! ¿Para qué quiere hablar con esos?

—¿Es que no hablan?

—Sí. —Entornó los ojos como si estuviese diciéndome que un loro puede hablar, pero no sabe mantener una conversación—. Mire —me propuso—, ¿quiere ver al señor Terwilliger? Él puede contarle todo lo que quiera.

—Quiero ver a Larg —le dije.

—¿Para qué? —me preguntó él con curiosidad.

—Pues para hablar.

Me miró perplejo y encogió los anchos hombros.

—Adelante, amigo —dijo—. Si quiere perder el tiempo, es cosa suya, pero ¿escribirá una buena reseña?

—Lea el Globe mañana —respondí.

—Por supuesto —me aseguró, y señaló a su izquierda—. El marci está ahí atrás, en el camerino.

—¿No trabaja? —pregunté, porque todos los otros «marcis» estaban trabajando.

—Debería —respondió el hombre, que parecía asqueado—, pero es un vago y se cree una estrella. —Entonces imitó a Larg, chillando—: ¡Estoy enfermo, estoy enfermo!

—Ya.

Le di la espalda y me acerqué a la puerta. Dentro se oían unas toses quebradizas, como las de un anciano frágil.

Llamé.

Las toses aumentaron y después lo oí preguntar quién era.

—¿Puedo entrar para hablar con usted? Soy del Globe.

Hubo una larga pausa. Esperé, nervioso, hasta que por fin lo oí toser una vez más.

—No puedo impedírselo —me dijo.

En la habitación había muy poca luz. Larg estaba sentado en un sofá raído, y su pequeño cuerpo de extrañas proporciones deformaba la almohada en la que estaba apoyado. Tenía en alto las piernas tubulares.

Me miró cuando entré. No dijo nada, se limitó a mirarme. Luego bajó la vista y la tos le sacudió el cuerpecillo.

Me senté en una silla frente a él, sin decir nada, observándolo, hasta que al fin levantó la vista. Tenía los ojos amarillos… y amargos.

—¿Y bien? —dijo.

Su tono de voz era más grave que el que usaba para interpretar a Rip van Winkle.

Le dije mi nombre y le pregunté cómo se encontraba.

Me miró con frialdad. No sabría decir qué pensaba porque su mirada era completamente inexpresiva. Una suave tos lo estremeció. Luego echó hacia atrás los hombros angulosos.

—¿Le importa? —me preguntó. Yo iba a responder, pero me interrumpió—. Lo que quiere es una entrevista, ¿no? Una entrevista con la marionetilla graciosa, con el marcianito feo de ojos amarillos.

—No he venido a…

—¿A que lo insulten? —Su voz era estridente de nuevo.

Se reclinó en la almohada. Dilató las pequeñas y gruesas aletas de la nariz, cerró los ojos de repente y dejó caer las manos en el regazo.

—No, claro que no —prosiguió—. Quiere alguna anécdota divertida. Un chico de Marte que desea dedicarse al teatro. La gran oportunidad: aplausos, flores, un idilio con las candilejas. ¡Que Dios bendiga a la Tierra! —Abrió los ojos y me miró—. Eso es lo que quiere, ¿no?

Guardé silencio un instante.

—No he venido a hacerle una entrevista. Se supone que solo debo escribir acerca de la representación —le dije por fin.

—Y ¿por qué está aquí? —preguntó—. ¿Por curiosidad? ¿Tiene ganas de ver cosas asombrosas?

—No.

Guardamos un doloroso silencio. Yo no tenía ni idea de qué decir, me sentía muy incómodo. No por estar a solas con un extraterrestre desconocido, no por eso. He visto muchas fotos, espectáculos y películas, y el primer impacto dura poco.

Le diré por qué estaba incómodo.

Porque era cada vez más consciente de que aquella pequeña criatura, como la llamaría usted, no era una simple criatura.

No era, como me habían inducido a creer, una subespecie animal cuya única habilidad consistía en imitar el lenguaje. En absoluto: era una persona inteligente.

Y me odiaba. Por eso me sentía incómodo: porque el odio de un animal no es nada, pero que te odie un ser racional es mucho.

—¿Qué quiere?

—Me… Me gustaría hablar con usted —vacilé.

Empezó a hablar, pero un violento ataque de tos le desgarro la voz y se lanzó a coger con las frágiles manos una toalla del sofá que tenía al lado.

Escondió la cara en ella, y yo miraba como le temblaban los hombros delgados como palillos y oía sus lamentables arcadas amortiguadas por la toalla y la espantosa tos.

Dejó de toser e intentó recuperar el aliento con los ojos anegados.

—Váyase, por favor —dijo con la voz rota, humillado, evitando mirarme a los ojos.

—Necesita un médico.

Le volvió a temblar el pecho, pero esta vez de risa, una risa triste.

—Es usted muy gracioso —replicó entre resuellos—. ¿Podría dejarme ya en paz?

—Escuche… —Le hablé con impaciencia, como solemos hacer cuando no comprendemos algo—. No pretendo hacerme el gracioso. Usted está enfermo y necesita un médico.

Dejó de toser y me miró.

—No lo entiende. Soy un marciano.

—No sé qué…

—¡Se supone que tiene que reírse de mí!

Noté cómo la rabia me tensaba el cuerpo. No estaba furioso con él, no, sino con todas las generaciones anteriores que nos habían enseñado a mis hermanos y a mí a creer que los marcianos eran seres inferiores.

Porque en una décima de segundo aquella mentira se me hizo evidente, y no hay nada más pasmoso y encolerizador que varios siglos de mentiras que te estallan en la cara.

Larg volvió a recostarse en la almohada, cansado, con la toalla en el regazo, y me di cuenta de que estaba salpicada de manchas oscuras. Eran de sangre. Al darse cuenta de que las había visto, dobló rápidamente la toalla para que se viera la cara limpia.

—Larg —lo invité—, si se siente con ganas, ¿le gustaría hablarme sobre usted y sobre su gente?

—¿Para publicarlo? —me preguntó, con un poco menos de cinismo—. ¿Para un divertido artículo de relleno para el suplemento dominical?

—No, solo para mí —respondí, negando con la cabeza.

Me miró con atención. Aunque yo no sabía si confiaba en mis palabras o no, todavía notaba que se encogía, que me detestaba.

—Supongo que ha visto a mi gente entre bastidores.

—Sí.

—Están como yo —dijo, y se restregó los labios pálidos con la mano—, todos enfermos. Todos son exiliados, exiliados económicos.

—No enti… —empecé, pero él tosió una vez y siguió hablando.

—Estamos todos aquí porque necesitamos dinero, ¿sabe?

—¿No pueden trabajar en su planeta?

Me miró como si pensara que estaba de broma, pero después sacudió la cabeza.

—No, allí no hay nada —respondió—. Nada.

Guardamos silencio un momento. De nuevo empezó a toser en la toalla. Tenía la cara tan roja que parecía a punto de sufrir un ataque. Cuando pasó el acceso de tos, siguió respirando entre jadeos entrecortados.

—Será mejor que no hable más.

—¿Por qué? —preguntó—. Da igual.

—¿Está casado, Larg?

—Supongo. —Dedicó una sonrisa amarga a algo que yo no veía—. Ya no estoy seguro.

—¿Cuando vio a su esposa por ultima vez?

—Hace quince años. —Se miró las manos, inexpresivo.

—¡Quince!

—Sí.

—Pero… Pero ¿por qué?

—Es muy sencillo —respondió con odio y resentimiento evidentes—. Yo era profesor de historia en la Escuela Rakasa, como la llama su gente —Hizo una pausa—. Antes de que ustedes la derribaran. —Recostó la cabeza y miró al techo—. Tenía que trabajar para mantener a mi mujer y a nuestros hijos, así que me uní a esta compañía. Otros hombres se convirtieron en mineros en sus propias minas, en obreros, criados, esclavos. —Me miro, y fue como si su gente mirara a la nuestra con odio asesino, un odio que el tiempo nunca podría borrar—. El resto murió. Murieron siete millones de personas.

Me quede allí sentado, aturdido por sus palabras. No era capaz de comprenderlo ni de creerlo.

Porque yo, como usted, algo había oído sobre aquellas cosas. Había leído informes manipulados y maquillados acerca de la diezma de la raza marciana. Había estudiado los libros de historia, en los que se hablaba de enfermedades, sequía y hambre: de guerras intestinas; de salvajes ataques asesinos a los puestos militares de la Tierra en Marte: del suicidio de la especie por orgullo psicótico.

Siempre se evitaba la responsabilidad. La verdad se deformaba, se tergiversaba; se les echaba la culpa a los marcianos, a la naturaleza, a todo… salvo a nosotros. Nunca era culpa nuestra.

En eso pensaba mientras oía el frágil susurro de la respiración de Larg, la última protesta exhausta de una especie aniquilada.

Como genuino terrestre que soy, ni siquiera en ese momento quise asumir la culpa.

—No lo sabía. No espero que me crea, pero no lo sabía.

—¿Qué más da? —dijo con un suspiro.

De nuevo, el silencio. Nervioso, saqué mis cigarrillos y le ofrecí uno, pero él negó con la cabeza. Me fijé en las venas azuladas de su frente. Encendí el cigarrillo y eché el humo a un lado.

—¿Porqué hace eso? —me preguntó.

—¿El qué? —No entendí a qué se refería.

—Echar el humo a un lado.

—No suelo echarle el humo en la cara a la gente —respondí, encogiéndome de hombros. Seguía sin entenderlo.

Me contempló un momento y pareció decidir algo para sí. Se recostó sobre la almohada un poco más calmado.

—Entonces, yo soy gente —dijo, soltando una risilla cansada— Vaya, se me había olvidado —añadió con ironía.

¿Qué podía decir yo?

Permítame que lo reconozca, como todos debiéramos reconocer: estaba arrepentido y me había quedado sin palabras delante de aquel semejante. Sí, semejante, aunque desde luego no nos hemos ganado el derecho a considerarlos nuestros hermanos.

¿Le sorprende, lector? ¿Ofende su sensibilidad? Me imagino que si.

Porque ¿cómo se siente un hombre cuando le dicen que los seres que consideraba inferiores son iguales y, quizá, superiores a él? ¿Cómo debe enfrentarse un hombre a la idea de que sus valores son erróneos?

No, no espero comprensión en este tema. A nadie gusta quien pone de manifiesto sus flaquezas.

Pero sigo escribiendo de todos modos, porque esta mañana era como usted. Yo también me consideraba un liberal. También creía que había triunfado sobre la intolerancia. También sentía que tenía derecho a levantarme en la tribuna del universo y gritar: «¡Soy limpio y puro de corazón!».

Bueno, pues me equivocaba, ya lo ve. O quizá no lo vea.

—¿Cómo se llama, joven? —me preguntó Larg.

De nuevo me quedé desconcertado, y eso que resultaba obvio que el marciano no era un niño, que no se trataba de un joven cínico, que era mucho mayor que yo, y mucho más sabio.

—¿Yo? —vacilé—. Walter. Walter Thompson.

Y supe que nunca lo olvidaría. Asintió y me miró sin rencor por primera vez.

—Ya sabe el mío —musitó, y por la forma en que lo dijo, percibí que se trataba de una amable y sincera invitación a la amistad—. ¿Por qué ha entrado aquí?

Fui a contestar, pero no tenía respuesta, así que me quedé callado.

—No lo sé —reconocí finalmente, moviendo la cabeza—. Me temo que no lo sé.

Bueno, eso es una novedad. —Larg me sonrió por primera vez, y aquella amable voz burbujeaba con una nota de cálido regocijo, en absorto malicioso—. Es usted el primer terrícola que conozco que reconoce no saber nada.

Intenté devolverle la sonrisa, pero, no sé por qué, no pude.

—Podría darle varios motivos por los que no habría venido —respondí—. Pero por que he venido… No tengo ni idea.

Se incorporó un poco y me miró con ojos brillantes y curiosos. Se aclaró la garganta y puso las manos sobre las rodillas.

—He descubierto que es habitual entre los terrícolas: siempre saben por qué no hacen las cosas, pero no poseen la misma capacidad para explicar por qué las hacen. —Volvió a sonreír. Y yo también. Nos sonreímos como se sonríen los hombres cuando son amigos—. Si de verdad quiere entrevistarme, me parece bien. Ahora sí.

Dejé el cigarrillo en el cenicero a toda prisa, porque empezaba a esbozar un plan.

—Escuche, Larg. —Él me prestó atención—. No soy un intelectual. No sé buscarle los tres pies al gato ni hurgar en aspectos sociológicos, filosóficos y demás. Pero sé informar, y es necesario que alguien informe acerca de esto. Quiero que los lectores sepan cosas de usted, no de Rip van Winkle, no del gracioso hombrecito de Marte. —Se me contrajo la garganta—, Ya no pienso en usted en estos términos. Lo considero tan bueno como el resto de… —Me encogí de hombros, incómodo por lo que acababa de decir—. Lo siento. No quiero parecer engreído ni paternalista. Créame, me siento avergonzado, terriblemente avergonzado de mí y de mi gente, pero… La verdad es que no sé cómo decirlo…

»Verá, me han educado para que crea las cosas que creo sobre usted, las que los demás siguen creyendo. Pero esas creencias acaban de volar por los aires… En fin, que estoy un poco perdido.

Nos miramos a los ojos y, de repente, pensé en lo deprisa que desaparecen las diferencias físicas cuando se mira al interior de la persona y no a la cara.

En aquel momento, Larg me pareció un hermano, pero no un hermano de la Tierra ni un hermano de Marte, sino una persona que posee ese rasgo universal que va más allá del aspecto y de las circunstancias vitales, esa conciencia de ser que tiene el salvaje pero no el sacerdote. O el marciano pero no el terrícola: dignidad, amor propio, alma.

—Lo ha expresado muy bien —me dijo Larg con una sonrisa.

Le tendí la mano, pero la retiré de golpe, inseguro. Empecé a hablar para disimular el movimiento.

—Sí, me gustaría estrecharle la mano —dijo Larg.

Me ofreció sus deditos y los cogí con todo el cuidado posible. Algo brotó dentro de mí, algo más profundo que lo que había sentido nunca. No puedo explicarlo, pero, sí alguna vez le ocurre, sabrá reconocerlo.

Mantuvimos el apretón de manos un buen rato.

—Ojalá pudiera darle algo más que palabras —le dije—. Algo sustancial: un médico, una carta para su esposa y sus hijos, la promesa de llevarlo a casa, lo que sea. Pero… no puedo.

—Me ha dado usted mucho, algo con más valor de lo que se imagina, ya que supongo que usted lo disfruta todos los días —respondió, sonriente, y me miró con atención—. Me ha dado amistad, comprensión, respeto. —Cerró los ojos y apretó los labios—. Son cosas que nosotros también necesitamos, como usted. Sin ellas, ningún ser está completo —concluyó en voz baja.

Cuando Walt llegó al trabajo a la mañana siguiente, el redactor de noticias locales lo llamó a su despacho y tiró su reseña encima de la mesa.

—Termina esto —le dijo—. Yo ya he suprimido algunas cosas.

—¿Que ha suprimido qué? —preguntó Walt.

—Elimina todo eso del asesinato de una raza, lo de Larg y su naturaleza noble… Ve al grano: el espectáculo, la reacción de los niños… Eso es lo que queremos.

—¿No va a publicarlo? —Walt no podía creérselo. Barton parpadeó un instante.

—Ya conoces la política, Thompson. Sabías muy bien que no lo íbamos a publicar.

—No, no lo sabía. —Walt apretó los puños—. Creía que esto era un periódico, no un folleto de propaganda ni el consuelo de un ricachón.

—¿En qué mundo vives, Walter? —le preguntó Barton con paciencia, como un padre cansado—. Bienvenido a la realidad.

Walt tiró de nuevo la reseña a la mesa de Barton.

—O sale así o no sale.

—Entonces no saldrá. Oye, Walt, ¿por qué la tomas conmigo? Yo no soy quien dicta las normas.

—¡Pero las apoya!

—Siéntate, Walt —lo invitó Barton con un gesto.

Walt se derrumbó en la silla, frente al redactor, y este se reclinó en la suya.

—Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en venirme con algo así —dijo Barton—. Pensaba que llegaría mucho antes. Normalmente, los chavales como tú explotan justo después de la universidad. No dejan que empiece a enquistárseles hasta que se casan y tienen un crío, como tú. —Barton señaló la reseña—. No podemos publicarlo, chaval, Lo sabes tan bien como yo, por muy cierto que sea lo que dice.

—Entonces, la verdad ya no es el criterio que nos guía —dijo Walter mordaz.

—Ah, pero ¿lo ha sido alguna vez? La eliminamos, al igual que tendré que eliminar tu reseña si no la modificas. Tenemos que ser prácticos

—¡Prácticos! —Se miraron unos instantes—. ¿Es una orden? ¿Me ordena que quite la esencia de la reseña?

—Considéralo una orden si quieres —respondió Barton, encogiéndose de hombros—. Cúlpame a mí si te hace sentir mejor.

—Claro —dijo Walt, crispado—, eso me hará sentir estupendamente.

—Bueno —suspiró Barton—, es lo que hay, Walt, no puedo hacer más. Es nuestra política.

—¡Política! —Walt se levantó de un salto—. ¡Maldita sea!

Guardaron silencio. Barton le ofreció la reseña, pero Walt no se movió.

—Sé cómo te sientes, Walter —le dijo Barton—, pero estás atrapado. ¿Es que no lo ves? Yo estoy atrapado. Todos lo estamos, y no podemos permitirnos el lujo de la libertad. —Walt cogió la reseña—. Sé por lo que estás pasando.

—No, no lo sabe —dijo Walt, con un hilo de voz—. Ya no. —Se volvió hacia la puerta—. Y algún día seré como usted.

Reescribió la historia. Cortó, cinceló y escogió palabras distintas. Tras los esfuerzos, la reseña resurgió limpia, agradable y sin subversión alguna. La envió al piso de abajo y la imprimieron.

Aquella noche la leyó mientras volvía a casa en el metro neumático. Pensó en que Larg la leería, primero con ganas, después con decepción creciente y, finalmente, con amarga desesperanza.

No volverían a verse.

Arrugó el periódico y lo tiró a la basura al salir del vagón del metro.

—Y él cree que tiene problemas… —murmuró, enfadado, camino de casa.

Pensó en el papeleo que le supondría dejar un trabajo y conseguir otro. La Oficina de Colocación tardaría al menos seis meses y mientras tanto tendrían que seguir pagando las facturas. Facturas de comida, de ropa, las letras del vehículo de superficie, de la casa, los muebles y todo lo demás.

Casi odió a Larg por hacer que el descontento se instalara en su vida. Después de cenar se sentó en su salón limpio y reluciente, y volvió a reflexionar sobre el tema.

«Se cierra el círculo», pensó. A eso se reducía todo.

Larg no podía hacer nada. Él no podía hacer nada. Los dos, aun conscientes de la realidad de la situación, eran incapaces de cambiarla. Estaban cercados, atrapados en un círculo encantado de economía y política.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su mujer aquella noche.

—Estoy enfermo. Eso es lo que me pasa.

Asistía a la Academia de Música, en Brooklyn, donde tenían un programa de toda clase de conciertos y charlas. Fui a un espectáculo de marionetas. Tomé notas de las reacciones de los niños y decidí que escribiría un relato de ciencia ficción en el que la marioneta de madera sería en realidad un extraterrestre muy pequeño que se veía obligado a actuar. Esta es una de las historias, como “Hermanos de las máquinas”, en las que yo estaba presente como periodista y describía cómo me sacudía la experiencia. Y luego lo convertí en un relato. Quise transmitir un mensaje optimista, aunque terminara con una nota triste. —RM