Servicio de difuntos

La cafetería de las afueras del pueblecito era un edificio rectangular de ladrillo y madera con un cobertizo anexo. La pasaron de largo y se adentraron en el desierto, que reverberaba de calor.

—Quizá habría sido mejor parar —dijo entonces Bob—. Sabe Dios cuanto tardaremos en encontrar la siguiente.

—Puede —respondió Jean sin demasiado entusiasmo.

—Seguramente será un asco —dijo Bob—, pero tenemos que comer algo. Hemos desayunado hace más de cinco horas.

—Bueno, vale.

Bob se metió en el arcén y miró atrás. No venían coches por ningún lado, así que hizo un cambio de sentido en medio de la carretera y condujo el Ford por el otro carril. Se desvió y se detuvo delante de la cafetería.

—¡Madre mía! Estoy muerto de hambre.

—Y yo —dijo Jean—. Aunque también estaba muerta de hambre anoche, hasta que la camarera nos sirvió aquella comida.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Bob, encogiéndose de hombros—. ¿Es mejor morir de hambre y que encuentren nuestros huesos en el desierto?

—Nuestros huesos —repitió ella con una mueca.

Salieron del coche, al sol, y el calor cayó sobre ellos como una cascada. Caminaron a paso rápido hacia el local, notando el ardor del suelo bajo las sandalias.

—¡Qué calor! —dijo Jean, y Bob gruñó.

La puerta de rejilla chirrió al abrirla. Se cerró de golpe a su espalda y se encontraron en un local mal ventilado que olía a grasa y a polvo caliente.

Los tres hombres que había en la cafetería los miraron al entrar. El primero, con mono y una gorra sucia, estaba despatarrado en uno de los bancos del fondo, tomando cerveza. El segundo estaba sentado a la barra en un taburete, con un bocadillo en la mano y un botellín de cerveza delante. El tercero estaba detrás de la barra leyendo el periódico, que acababa de bajar para observarlos. Llevaba una camiseta blanca de manga corta y unos pantalones arrugados también blancos.

—Allá vamos —le susurró Bob a Jean—. Al Ritz.

—Ja, ja —dijo ella por lo bajo.

Se acercaron a la barra y se sentaron en los taburetes. Los tres hombres seguían mirándolos.

—Nuestra llegada es todo un acontecimiento —dijo Bob en voz baja.

—Los famosos llegan al pueblo —añadió Jean.

El hombre de los pantalones blancos se acercó, cogió una carta de un servilletero deslustrado y se la puso delante, en la barra. Bob la abrió y los dos la leyeron.

—¿Tienen té frío? —preguntó Bob. El hombre negó con la cabeza.

—¿Limonada? —preguntó Jean.

El hombre negó de nuevo, así que volvieron a centrarse en el menú.

—¿Qué tienen que esté frío? —preguntó Bob.

—Hi-Li de naranja y Dr. Pepper —respondió el hombre con desgana.

Bob se aclaró la garganta.

—¿Podría traernos un poco de agua mientras decidimos? Llevamos…

El hombre fue al fregadero, llenó de agua dos vasos turbios, se los llevó y salpicó la barra al dejarlos. Jean cogió el suyo y tomó un sorbo. Estuvo a punto de escupir de lo salobre y caliente que estaba el agua. Dejó el vaso.

—¿No tiene más fría? —preguntó.

—Está en el desierto, señora —respondió el hombre—. Tenemos suerte de que al menos salga agua del grifo.

El hombre tendría cincuenta y pocos años y llevaba el seco pelo de color gris acero peinado con raya en medio. Diminutos rizos de pelo negro le cubrían el dorso de las manos y en el meñique de la mano derecha lucía un anillo con una piedra roja. Los miró con ojos vacíos, esperando a que se decidieran.

—Para mí, un sándwich de huevo frito con pan de centeno tostado y… —empezó a decir Bob.

—No hay tostadora —dijo el hombre.

—Bueno, pues entonces pan de centeno sin tostar.

—No hay pan de centeno.

—¿Qué pan tiene? —le preguntó Bob, levantando la vista de la carta.

—Blanco.

—Pues blanco —dijo Bob, encogiéndose de hombros—. Y leche malteada de fresa. ¿Y tú, cariño?

La mirada vacía del hombre se posó en Jean.

—No lo sé —respondió—. Lo decidiré mientras prepara la comida de mi marido.

El hombre la miró unos segundos más; luego le dio la espalda y fue a la cocina.

—Esto es horrible —dijo Jean.

—Ya lo sé, cariño —reconoció Bob—. Pero no nos queda más remedio. No sabemos cuánta distancia hay hasta el siguiente pueblo.

—Voy a lavarme —dijo Jean tras apartar el vaso sucio y bajar del taburete—. A ver si así me entran más ganas de comer.

—Buena idea —dijo él.

Al cabo de un momento, él también se bajó del taburete y se dirigió a la parte delantera de la cafetería, donde estaban los servicios.

—Creo que está cerrada, señor —le dijo el hombre que comía en la barra cuando Bob puso la mano en el pomo de la puerta. Empujó.

—No, está abierta —dijo, y entró.

Jean salió del servicio y volvió al taburete. Bob no estaba. «Debe de estar lavándose también», pensó. El hombre que antes estaba comiendo en la barra se había ido.

El tipo de los pantalones blancos se apartó del hornillo de gas y se acercó.

—¿Ya lo sabe? —le preguntó.

—¿Qué? ¡Oh! —Cogió la carta y la miró un momento—. Pues… Lo mismo, por favor.

El hombre regresó a la cocina y cascó otro huevo en el borde de una sartén negra. Jean oyó el ruido de los huevos al freírse y deseó que Bob hubiera vuelto ya. Le resultaba desagradable estar sentada sola en aquella cafetería calurosa y sucia.

Sin pensar, cogió el vaso de agua y tomó un trago, pero hizo una mueca al notar el sabor y volvió a dejarlo en la barra.

Pasó un minuto. Se dio cuenta de que el hombre del banco de atrás la miraba. Se le hizo un nudo en la garganta y empezó a tamborilear despacito en la barra con la mano derecha. Tenía el estómago agarrotado. Una mosca se le posó en la mano y la agitó para espantarla.

Oyó que se abría la puerta del servicio de caballeros y se volvió al instante con inmenso alivio.

Se estremeció en la calurosa cafetería.

No era Bob.

Notó que el corazón le palpitaba de forma poco natural mientras observaba al hombre regresar a su sitio en la barra y coger el bocadillo a medias. Desvió los ojos cuando él la miró. Después, de forma impulsiva, se levantó del taburete y volvió a la parte delantera de la cafetería.

Fingió curiosear en un estante con postales descoloridas sin quitar el ojo de la puerta de color entre marrón y amarillo que lucía el rótulo «CABALLEROS».

Pasó otro minuto y vio que empezaban a temblarle las manos. Un largo suspiro la estremeció mientras miraba la puerta, impaciente y nerviosa.

El hombre de la mesa del fondo se levantó y recorrió la cafetería caminando muy despacio. Llevaba la gorra echada hacia atrás y pisaba pesadamente los tablones del suelo con las botas. Jean se quedó inmóvil con una postal en la mano cuando el hombre pasó a su lado. Abrió la puerta del servicio y la cerró detrás de él.

Silencio. Jean se quedó allí de pie con la vista fija en la puerta. Intentaba mantener la calma, pero volvió a notar el nudo en la garganta. Respiró profundamente y dejó la postal en su sitio.

—Aquí tiene su bocadillo —le dijo el de la barra.

Jean dio un respingo al oírlo y asintió con la cabeza, pero no se movió.

Contuvo el aliento al ver que se abría de nuevo la puerta del servicio. Se acercó instintivamente, pero retrocedió al ver que salía el otro hombre, con la cara roja y sudorosa, y pasaba de largo.

—Perdone —llamó su atención Jean.

El hombre pasó de largo, así que Jean corrió detrás de él y le tocó el brazo. Se le encogieron los dedos al contacto de la tela caliente y mojada.

—Perdone —repitió.

El hombre se volvió y la miró con ojos apagados. Su aliento le revolvió el estómago.

—¿Ha visto a mi…, a mi marido ahí dentro?

—¿Eh?

—¿Estaba mi marido en el servicio? —dijo, apretando los puños.

El hombre la miró un instante como si no la comprendiera.

—No, señora —le respondió por fin. Después se volvió y se alejó.

Hacía mucho calor allí dentro, pero Jean se sentía como si se hubiera caído en una piscina de agua helada. Se quedó paralizada y miró al hombre volver a su mesa.

Regresó a la barra a toda prisa, hacia donde estaba el hombre sentado bebiendo del botellín de cerveza perlado de agua. Lo dejó y se volvió a mirarla.

—Perdone, ¿ha visto a mi marido entrar antes en el servicio?

—¿Su marido?

—Sí, mi marido —repitió ella, mordiéndose el labio inferior— Lo ha visto llegar conmigo. ¿No estaba en el servicio cuando entró usted?

—No recuerdo que estuviera ahí, señora.

—¿Quiere decir que no lo ha visto dentro?

—No recuerdo haberlo visto, señora.

—¡Oh! ¡Esto es… ridículo! —estalló ella, asustada y enfadada—. Tenía que estar allí.

Se sostuvieron la mirada unos momentos. El hombre no habló y su rostro no expresaba ninguna emoción.

—¿Está… seguro? —le preguntó ella.

—Señora, ¿por qué iba a mentirle?

—De acuerdo. Gracias.

Se sentó muy tiesa en la barra, con los ojos fijos en los dos bocadillos y los batidos de fresa, mientras buscaba una solución a la desesperada. Tenía que ser una broma de Bob. Sin embargo, no solía gastarle bromas, y estaba claro que aquel no era el mejor lugar para empezar. Pero debía ser eso. Tenía que haber otra puerta en el servicio y…

Ya lo tenía. No era una broma. Bob no había ido al servicio. Había decidido que ella tenía razón, que aquel era un sitio horrible, así que se había ido al coche a esperarla.

Se precipitó hacia la puerta sintiéndose una idiota. El hombre podría haberle dicho que su marido había salido. «Ya verás cuando le cuente a Bob lo que acabo de hacer», se dijo. Tenía gracia que alguien pudiera preocuparse tanto por nada.

Al empujar la puerta de rejilla, Jean se preguntó si Bob habría pagado lo que habían pedido. Seguramente sí. Por lo menos, el de la barra no le había dicho nada al verla marcharse.

Salió al sol y se acercó al coche con los ojos casi cerrados para evitar que la deslumbrara el parabrisas. Sonrió para sí al pensar en lo estúpida que había sido al preocuparse.

—Bob, verás cuando te…

Un miedo irracional le contrajo las entrañas hasta convertirlas en un nudo apretado. Se quedó frente al coche vacío con el corazón acelerado y sintió que un grito le subía por la garganta.

—Bob…

Dio la vuelta hacia la cafetería a la carrera, buscando la otra entrada. Quizá el servicio estuviera demasiado sucio, quizá Bob hubiera salido por una puerta lateral y no hubiera sabido encontrar el camino para rodear el cobertizo anexo.

Intentó mirar por las ventanas del cobertizo, pero estaban cegadas por dentro con papel de alquitrán. Examinó el desierto infinito y vacío. Después se volvió y buscó huellas, pero el suelo era tan duro como el esmalte. Se le escapó un gemido; sabía que se echaría a llorar de un momento a otro.

—Bob —murmuró—. Bob, ¿dónde…?

En el silencio oyó el golpe de la puerta de rejilla contra el marco. Echó a correr a lo largo de una pared del edificio, con el corazón acelerado y bañada por sofocantes olas de calor.

Se detuvo en seco en la esquina.

El hombre con el que había hablado en la barra estaba mirando dentro del coche. Era bajo, de unos cuarenta años, y llevaba un sombrero de fieltro manchado y una camisa verde de rayas. Se sujetaba los pantalones oscuros llenos de grasa con unos tirantes negros y llevaba unas botas muy parecidas a las del otro.

Jean dio un paso y la sandalia raspó el suelo seco. El hombre se volvió de golpe. Tenía la cara delgada y llevaba barba. Sus ojos eran de color azul pálido y brillaban como manchas de leche en el moreno curtido de la cara. Sonrió como si nada.

—Se me ha ocurrido asomarme para ver si su marido estaba esperándola en el coche —dijo. Se tocó el ala del sombrero y echó a andar hacia la cafetería.

—¿Está…? —Jean se interrumpió al ver que el hombre se volvía.

—¿Sí?

—¿Está seguro de que no estaba en el servicio?

—No había nadie ahí dentro cuando he entrado.

Jean se quedó temblando a pleno sol mientras el hombre entraba en la cafetería y la puerta de rejilla se cerraba con un golpe. Sentía que un terror irracional la llenaba como agua helada.

Se dominó. Tenía que haber una explicación. Aquellas cosas no pasaban.

Decidida, entró de nuevo en el local y lo cruzó hasta la barra. El de los pantalones blancos levantó la vista del periódico.

—¿Podría hacer el favor de comprobar si hay alguien en el servicio? —le pidió.

—¿En el servicio?

—Sí, en el servicio —repitió, tensa de rabia—. Sé que mi marido está ahí dentro.

—Señora, ahí no había nadie —dijo el del sombrero de fieltro.

—Lo siento —insistió ella, categórica, negándose a escucharlo—. Mi marido no puede haber desaparecido sin más. —Los dos la ponían nerviosa, mirándola sin decir nada—. Bueno, ¿va a mirar ahí dentro o no? —preguntó, incapaz de evitar que se le quebrara la voz.

El de los pantalones blancos miró al del sombrero y torció la boca. Jean, enfadada, apretó los puños. El hombre echó a andar por detrás de la barra y ella lo siguió.

Giró el pomo de porcelana y mantuvo abierta la puerta de bisagras con resorte. Jean contuvo el aliento al acercarse a mirar.

El servicio estaba vacío.

—¿Satisfecha? —dijo el hombre, y dejó que la puerta se cerrara.

—Espere —dijo ella—, déjeme mirar otra vez.

El hombre apretó los labios.

—¿Es que no ha visto que está vacío? —le preguntó.

—Le he dicho que quiero mirar otra vez.

—Señora, le digo que…

Jean dio un empujón a la puerta, que se estrelló contra la pared del servicio.

—¡Ahí! ¡Ahí hay una puerta! —dijo, señalando la pared de enfrente.

—Esa puerta lleva años cerrada, señora —le aseguró el hombre.

—¿No se abre?

—¿Para qué íbamos a abrirla?

—Tiene que abrirse —insistió Jean—. Mi marido ha entrado aquí y no ha salido por esta puerta. ¡Y no se ha esfumado! —El hombre la miró de mal humor, sin responder—. ¿Qué hay al otro lado?

—Nada.

—¿Da al exterior? —El hombre no le respondió—. ¡Que si da al exterior!

—Da a un cobertizo, señora, pero nadie lo usa desde hace años —respondió el hombre, enfadado. Ella dio un paso adelante y agarró el pomo de la puerta—. Ya le he dicho que no se abre —la advirtió el tipo, alzando la voz.

—¿Señora? —preguntó desde atrás la voz meliflua del hombre del sombrero y la camisa verde—. En ese cobertizo no hay más que porquería. Yo se lo enseño, si quiere.

La forma en que lo dijo hizo que Jean se diera cuenta de que estaba sola. Nadie conocido sabía que estaba allí, no había forma de comprobar si…

Salió del servicio a toda prisa.

—Perdone —dijo mientras pasaba junto al hombre del sombrero—. Primero quiero llamar por teléfono.

Se acercó muy rígida al teléfono de la pared, muerta de miedo por si la seguían. Levantó el auricular, pero no daba tono. Esperó un momento, después se volvió hacia los dos hombres, que la observaban.

—¿Funciona?

—¿A quién quiere…? —empezó a decir el de los pantalones blancos, pero el otro lo interrumpió.

—Tiene que darle a la manivela, señora —dijo despacio.

Jean se dio cuenta de que el otro lo fulminaba con la mirada y, cuando les dio la espalda para ponerse al teléfono, oyó que susurraban acaloradamente.

Dio vueltas a la manivela con dedos temblorosos. Un pensamiento no la abandonaba: «¿Qué pasa si vienen a por mí?».

—¿Sí? —respondió una vocecita al otro extremo de la línea.

Jean tragó saliva.

—¿Me pone con el jefe de policía, por favor? —pidió.

—¿Con el jefe de policía?

—Sí, con el… —Bajó la voz de repente, con la esperanza de que los hombres no la oyeran—. Con el jefe de policía —repitió.

—Aquí no hay jefe de policía, señora.

—¿Y a quién llamo? —preguntó Jean, a punto de gritar.

—¿Quiere hablar con el sheriff, señora? —dijo la telefonista.

Jean cerró los ojos y se pasó la lengua por los labios resecos.

—Pues con el sheriff —dijo.

Oyó un chisporroteo en el teléfono, una serie de zumbidos apagados, y después que descolgaban el auricular.

—Oficina del sheriff —dijo una voz.

—Sheriff, ¿podría venir a…?

—Un momento, le paso con el sheriff.

A Jean se le contrajo el estómago y la garganta se le cerró. Mientras esperaba, notaba los ojos de los dos hombres clavados en ella. Oyó que uno se movía. Jean encogió los hombros.

—Al habla el sheriff.

—Sheriff, ¿podría acercarse a la…?

Le temblaron los labios al darse cuenta de que no sabía el nombre de la cafetería. Se volvió, nerviosa, y el corazón se le aceleró al comprobar que los hombres la miraban con frialdad.

—¿Cómo se llama la cafetería? —les preguntó.

—¿Porqué quiere saberlo? —inquirió el de los pantalones blancos.

«No va a decírmelo —pensó ella—. Va a hacerme salir para mirar el cartel y así podrá…».

—¿Quieren decirme…? —Se interrumpió y les dio la espalda al oír que el sheriff reclamaba su atención—. Por favor, no cuelgue —le pidió a toda prisa—. Estoy en una cafetería de las afueras del pueblo, cerca del desierto. Al oeste del pueblo, quiero decir. He llegado aquí con mi marido, pero no lo encuentro. Ha… Ha desaparecido.

Sus propias palabras la estremecieron.

—¿Está en la Blue Eagle? —le preguntó el sheriff.

—No… No lo sé —respondió ella—. No sé el nombre del local, no quieren decirme… —Dejó otra vez la frase sin acabar, nerviosa.

—Señora, si quiere saber el nombre de la cafetería —le dijo el del sombrero—, es la Blue Eagle.

—Sí, sí. —Repitió la información—: En la Blue Eagle.

—Voy enseguida —dijo el sheriff.

—¿Para qué se lo dices? —protestó enfadado el de los pantalones blancos a su espalda.

—Hijo, no queremos problemas con el sheriff. No hemos hecho nada malo. ¿Por qué no puede venir?

Jean se pasó un buen rato con la frente apoyada en el teléfono, respirando hondo.

«Ahora no pueden hacerme nada —se repetía una y otra vez—. Se lo he contado al sheriff y van a tener que dejarme en paz».

Oyó que uno de ellos se acercaba a la salida, pero no el ruido de la puerta al abrirse. Se volvió y vio que el del sombrero estaba asomado a la puerta. El otro la observaba a ella.

—¿Es que quiere meterme en un lío? —le preguntó.

—Yo lo único que quiero es recuperar a mi marido.

—Oiga, ¡que no le hemos hecho nada a su marido!

—Parece que su marido se ha largado —dijo como si tal cosa el del sombrero, sonriéndole con sorna.

—¡Claro que no! —exclamó Jean, enfadada.

—Entonces, ¿dónde está su coche, señora? —le preguntó el hombre.

A Jean se le cayó el alma a los pies. Corrió a la puerta de rejilla y la empujó.

El coche no estaba.

—¡Bob!

—Parece que la ha dejado aquí, señora —dijo el hombre.

Jean lo miró asustada, se volvió con un sollozo y se alejó a trompicones hacia el porche. Se quedó allí, a la sombra ardiente, llorando, sin dejar de mirar el lugar en el que había estado el coche. El polvo todavía estaba asentándose.

Seguía de pie en el porche cuando el polvoriento coche patrulla frenó delante de la cafetería. Un hombre alto y pelirrojo, vestido con camisa y pantalones grises, que llevaba una estrella metálica mate a la altura del corazón abrió la puerta y se apeó. Jean salió del porche para ir a su encuentro.

—¿Es usted la señora que acaba de llamar? —le preguntó.

—Sí.

—¿Qué pasa?

—Ya se lo he dicho. Mi marido ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

Le contó lo que había pasado lo más deprisa que pudo.

—Entonces, no cree que se haya marchado —dijo el sheriff.

—Él no me dejaría aquí.

—Bien, continúe —dijo el sheriff tras asentir.

Cuando ella terminó, el sheriff volvió a asentir. Entraron en la cafetería y se acercaron a la barra.

—Jim, ¿el marido de esta señora ha entrado en el servicio? —le preguntó el sheriff al de los pantalones blancos.

—¡Y yo qué sé! Estaba cocinando. Pregúntele a Tom. Él estaba dentro —añadió, haciendo un gesto con la cabeza señalando al del sombrero.

—¿Qué me dices, Tom? —le preguntó el sheriff.

—Sheriff, ¿no le ha dicho la señora que su marido acaba de largarse con el coche?

—¡Eso no es verdad! —exclamó Jean.

—¿Has visto al marido al volante del coche, Tom? —le preguntó el sheriff.

—Claro que sí. ¿Por qué iba a decirlo si no?

—No, no —murmuraba Jean, negando con breves y asustados movimientos de cabeza.

—Si lo has visto, ¿por qué no lo has llamado? —preguntó el sheriff a Tom.

—Sheriff, no es asunto mío si un hombre quiere huir de…

—¡No ha huido!

El del sombrero se encogió de hombros con una sonrisa. El sheriff se volvió a Jean.

—¿Ha visto a su marido entrar en el lavabo?

—Sí, claro… Bueno, no, lo que se dice entrar, no, no lo he visto, pero… —Se interrumpió, enfadada, porque el del sombrero se reía entre dientes—. Sé que ha entrado porque, cuando he salido del servicio de señoras, fuera en el coche, no había nadie —prosiguió—. ¿Dónde se puede haber metido si no? La cafetería no es tan grande. Además, hay una puerta en ese servicio. Él dice que no se usa desde hace años. —Señaló al de los pantalones blancos—. Pero sé que no es verdad. Sé que mi marido no me dejaría aquí, claro que no. ¡Lo conozco! ¡No me dejaría!

—Sheriff —dijo el de los pantalones blancos—, le he enseñado el servicio cuando me lo ha pedido. No había nadie dentro. No puede decir lo contrario.

—Salió por la otra puerta —insistió Jean, irritada, cuadrando los hombros.

—Señora, ¡esa puerta no se usa! —exclamó el hombre. Jean dio un respingo y se amilanó.

—Vale, tranquilo, Jim —dijo el sheriff—. Señora, si no ha visto a su marido entrar en ese lavabo ni tampoco quién conducía el coche, no sé qué podemos hacer.

—¿Qué?

No daba crédito a lo que oía. ¿De verdad aquel hombre estaba diciéndole que no había nada que hacer? Se quedó tensa de rabia un segundo. Le parecía que, en la confrontación entre una forastera y los paisanos, el sheriff se ponía de parte de estos. Después la sacudió el vértigo de verse sola e indefensa, se le cortó la respiración y miró al sheriff con ojos de niña asustada.

—Señora, no sé qué más puedo hacer —le dijo el sheriff, meneando la cabeza.

—¿Podría…? —Hizo un gesto tímido—. ¿Podría echar un vistazo en el servicio para buscar pistas o algo? ¿Podría abrir esa puerta?

El sheriff la miró un instante, frunció los labios y se encaminó al servicio. Jean lo siguió de cerca; la asustaba quedarse con los otros dos.

Jean observó atentamente el interior del servicio mientras el sheriff intentaba abrir la puerta cerrada, y se estremeció cuando el de los pantalones blancos entró y se quedó a su lado.

—Ya le he dicho que no se abría —le explicó al sheriff—. Está cerrada por el otro lado. ¿Cómo iba a salir el hombre?

—Alguien podría haberla abierto por el otro lado —dijo Jean, nerviosa.

El hombre resopló, disgustado.

—¿Ha estado alguien más aquí? —le preguntó el sheriff a Jim.

—Sam McComas ha venido hace un rato a tomarse una cerveza, pero se ha ido a casa a eso de las…

—Quiero decir en ese cobertizo.

—Sheriff, ya sabe que no.

—¿Qué me dices del Gran Lou? —le preguntó el sheriff.

Jim se quedó callado un segundo. Jean vio que tragaba saliva.

—Hace meses que no viene por aquí, sheriff —respondió Jim—. Se marchó al norte.

—Jim, será mejor que vayas a abrir esa puerta desde el otro lado —dijo el sheriff.

—Sheriff, solo es un cobertizo vacío.

—Ya lo sé, Jim, ya lo sé. Es solo para tranquilizar a la señora.

Jean estaba de nuevo al borde de las lágrimas. La espantosa sensación de estar indefensa le daba vértigo, como si todo se alejase de ella dando vueltas. Se apretó un puño con la otra mano con tanta fuerza que se le pusieron los dedos blancos.

Rezongando, Jim salió por la puerta de rejilla y dio un portazo.

—Señora, venga aquí —susurró el sheriff de inmediato, y Jean entró en el servicio con el corazón en un puño—. ¿Reconoce esto?

Jean miró el trozo de tela que el hombre tenía en la palma de la mano y ahogó un grito.

—¡Es de los pantalones que llevaba!

—Más bajo, señora —le pidió el sheriff—. No quiero que piensen que sospecho algo. —Oyó pasos fuera y salió del servicio a toda prisa—. ¿Vas a alguna parte, Tom? —preguntó.

—No, no, sheriff —repuso el del sombrero—. Venía a ver cómo le va.

—Ajá. Bueno. Quédate por aquí un rato, ¿de acuerdo?

—Claro, sheriff, claro —dijo Tom tranquilamente—, no me voy a ninguna parte.

Se oyó un chasquido en el servicio y al cabo de un instante se abrió la puerta. El sheriff pasó junto a Jean y bajó los tres escalones que conducían al cobertizo en penumbra.

—¿No hay luz? —le preguntó a Jim.

—Pues no. ¿Para qué? Nadie entra.

El sheriff tiró del cordón de una bombilla, pero no pasó nada.

—¿Es que no me cree, sheriff? —le preguntó Jim.

—Claro que sí. Solo es por curiosidad

Jean se quedó en el umbral atisbando el cobertizo, que olía a humedad.

—Esto está un poco desordenado —comentó el sheriff. Había una mesa y una silla volcadas.

—Aquí no entra nadie desde hace años —dijo Jim—, ¿Para qué lo vamos a limpiar?

—Años, ¿eh? —repitió el sheriff más para sí mismo que para Jim, mientras recorría el cobertizo.

Jean lo observaba con las manos entumecidas, temblando. ¿Por qué no averiguaba dónde estaba Bob? Aquel trozo de tela… ¿Cómo lo habían arrancado de sus pantalones? Apretó los dientes con fuerza.

«No puedo llorar —se ordenó—. No puedo llorar. Sé que Bob está bien. Está perfectamente».

El sheriff se agachó a recoger un periódico. Lo miró como de pasada, después lo dobló y se dio un golpecito con él en la palma de la mano como si tal cosa.

—Años, ¿eh? —repitió.

—Bueno, yo no entro aquí desde hace años —se corrigió Jim a toda prisa y se pasó la lengua por los labios—. Pero podría ser que, eh…, Lou o cualquiera se escondiera aquí el año pasado o algo. No cierro la puerta de fuera, ya lo sabe.

—¿No has dicho que Lou se había ido al norte? —dijo el sheriff en tono apacible.

—Sí, sí, se fue, claro. Digo que, igual el año pasado, podría…

—Este periódico es de ayer, Jim —dijo el sheriff.

Jim se quedó pasmado. Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero la cerró. Jean estaba temblando sin control y no oyó como la puerta de rejilla se cerraba con delicadeza ni las pisadas furtivas en los tablones del porche.

—Bueno, no he dicho que Lou sea el único que puede haberse colado a pasar la noche —dijo Jim precipitadamente—. Puede haber sido cualquier vagabundo de paso…

Se interrumpió al ver que el sheriff se giraba de repente y miraba detrás de Jean.

—¿Dónde está Tom? —gritó.

Jean volvió de golpe la cabeza y se echó atrás con un jadeo cuando el sheriff pasó a toda velocidad a su lado y subió corriendo los escalones.

—¡Quédate aquí, Jim!

Jean salió corriendo detrás del sheriff. Cuando llegó al porche, vio que se protegía los ojos del sol con una mano para observar la carretera. Miró hacia el mismo lugar y advirtió que el del sombrero corría hacia otro hombre, uno alto.

—Ese debe de ser Lou —oyó que murmuraba el sheriff para sí. Echó a correr, pero regresó y se metió en el coche.

—¡Sheriff!

El hombre miró por la ventanilla y vio la cara asustada de Jean.

—De acuerdo. ¡Aprisa, suba!

Jean saltó del porche y corrió al vehículo. El sheriff le abrió la puerta y ella se sentó en el asiento del copiloto y la cerró. Pisó a fondo y el coche derrapó en medio de una nube de polvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Jean, sin aliento.

—Su marido no la ha abandonado —fue lo único que respondió el sheriff.

—¿Dónde está? —preguntó ella, asustada.

Pero ya estaban a punto de alcanzar a los dos hombres, que corrían juntos entre los arbustos.

El sheriff se salió de la carretera y pisó el freno. Después se bajó de un salto y sacó la pistola.

—¡Tom! —gritó—. ¡Lou! ¡Deteneos!

Los dos siguieron corriendo. Entonces el sheriff levantó el cañón de la pistola y disparó. Jean dio un respingo y vio como saltó una nube de arena junto a los hombres, a lo lejos, en el desierto rocoso.

Ambos se pararon de golpe y se volvieron con las manos en alto.

—¡Volved aquí! —gritó el sheriff—. ¡Y deprisa!

Jean estaba al lado del coche, incapaz de detener el temblor de las manos, escudriñando a los dos hombres que se acercaban.

—Muy bien, ¿dónde está? —les preguntó el sheriff.

—¿A qué se refiere, sheriff? —le preguntó el del sombrero.

—Ya vale. Tom —dijo el sheriff, enfadado—. Se acabaron las tonterías. Esta señora quiere recuperar a su marido. Venga, ¿dónde…?

—¡Marido! —Lou miró enfadado al otro—. Pero ¿no habíamos dicho que no?

—¡Cierra la boca! —lo reprendió el del sombrero, sin rastro de su amabilidad anterior.

—Me dijiste que no íbamos a… —empezó a decir Lou.

—Veamos que llevas en los bolsillos. Lou —lo interrumpió el sheriff.

—¿En los bolsillos? —preguntó Lou con cara de no entender nada.

—Venga, vamos —insistió el sheriff, moviendo la pistola con impaciencia.

Lou se vació despacio los bolsillos.

—Me dijiste que eso no —le susurró en un aparte al del sombrero—. Me lo dijiste, estúpido, gilipollas.

Jean ahogó un grito al ver la cartera que Lou tiró al suelo.

—Es la de Bob —murmuró.

—Coja eso, señora —le dijo el sheriff.

Nerviosa, Jean se agachó a los pies de los hombres y recogió la cartera, las monedas y las llaves del coche.

—Venga, ¿dónde está? —preguntó el sheriff—. ¡Y no me hagas perder el tiempo! —le dijo enfadado al del sombrero.

—Sheriff, no sé de qué…

—¡Ya está bien! —rugió el sheriff, haciendo ademán de abalanzarse sobre él. Tom levantó un brazo y retrocedió un paso.

—Sheriff, se lo juro —intervino Lou—, si llego a saber que el tipo iba con su señora, no hago nada.

Jean observaba a aquel hombre alto y feo que se mordía el labio inferior. «Bob, Bob», repetía su mente una y otra vez.

—¡Que me digas dónde está! —exigió el sheriff.

—Se lo enseñaré, se lo enseñaré —dijo Lou—. Ya le he dicho que no lo habría hecho si hubiera sabido que estaba con su señora.

Se volvió de nuevo al del sombrero.

—¿Por qué lo has hecho entrar? —le preguntó—. ¿Por qué? ¿Me lo vas a decir?

—No sé de qué habla, sheriff —dijo Tom con toda su flema—. En fin, ya le…

—A la carretera —ordenó el sheriff—, los dos. Llevadnos hasta donde está si no queréis meteros en un buen lío. Os seguiré en el coche, y ni se os ocurra jugármela.

El coche avanzó despacio detrás de los dos hombres.

—Llevo un año detrás de estos chicos —le dijo el sheriff a Jean—. Se han montado un sistema estupendo: roban a los hombres que entran en la cafetería, los dejan tirados en el desierto y venden sus coches en el norte. —Jean apenas oía lo que le decía. Tenía la vista fija en la carretera, el estómago en tensión y los puños muy apretados—. Pero hasta ahora no sabía como lo organizaban. No se me había ocurrido lo del servicio. Supongo que tendrían la puerta cerrada para cuando entrase cualquiera y la abrían cuando entraba un hombre solo. Pero hoy deben de haberse equivocado. Supongo que Lou se abalanza sobre cualquiera que entre por esa puerta. No es demasiado listo.

—¿Cree que lo han…? —intentó preguntar Jean.

—No lo sé, señora —vaciló el sheriff—. No creo. No son tan tontos. Además, ya ha habido otros casos parecidos y lo peor ha sido un chichón en la cabeza. —Tocó el claxon—. ¡Vamos, acelerad! —les gritó.

—¿Hay serpientes por aquí? —preguntó Jean.

El sheriff no contestó. Apretó los labios y pisó el acelerador, de modo que los hombres tuvieron que trotar para que no los empujara el parachoques.

Al cabo de unos cuantos metros, Lou se desvió y bajó por un camino de tierra.

—¡Oh, Dios mío! ¿Dónde lo han llevado? —preguntó Jean.

—Debe de estar ahí mismo —dijo el sheriff.

Lou señaló unos árboles y Jean vio su coche. El sheriff detuvo el vehículo y se apearon.

—Muy bien, ¿dónde está? —les preguntó.

Lou caminó por el resquebrajado suelo del desierto. Jean reprimió el impulso de salir corriendo detrás de él. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para seguir caminando al lado del sheriff. La tierra seca crujía bajo sus pies. Jean examinaba el terreno con tal intensidad que apenas notaba el dolor que le causaban los guijarros.

—Señora —dijo Lou—, espero que no sea muy dura conmigo. Si llego a saber que estaba con usted, no lo habría tocado.

—Cierra la boca, Lou —dijo el sheriff—. Estáis los dos metidos en un buen lío. Te irá mejor si no malgastas fuerzas.

Entonces Jean vio el cuerpo tirado en la arena y se adelantó corriendo a los hombres, sollozando, con el corazón acelerado.

—Bob…

Se puso la cabeza de su marido en el regazo y, cuando este abrió los ojos, Jean sintió como si le hubieran quitado de encima todo el peso del mundo. Bob intentó sonreír, pero se encogió de dolor.

—Me han pegado —murmuró.

Sin decir palabra, Jean dejó que las lágrimas le corrieran por las mejillas. Ayudó a Bob a subir al coche y condujo detrás del sheriff sin soltar la mano de su marido hasta que llegaron al pueblo.

No, esto no es ni miedo, ni terror, ni ciencia ficción; simple y llanamente, es un relato de suspense. Que se convirtió en un telefilme realmente bueno, con Cloris Leachman. Creo que es el único telefilme que he escrito que salió mejor de lo que se merecía. El cuento se me ocurrió cuando estaba con mi mujer de luna de miel y viajábamos en coche. Mi actitud con respecto al matrimonio había cambiado mucho, y mis historias contaban cosas terribles que les pasaban a un hombre y a su mujer, pero juntos. Lo que relato aquí pasó en cierto modo. Fui al baño y me entretuve más rato de lo normal, y mi mujer se puso muy nerviosa. Podría pasarle a cualquiera. —RM

Este relato se adaptó en 1973 para «la película de la semana», con Cloris Leachman como protagonista y Ross Martin como villano. Fue producida por Alien S. Epstein y dirigida por el británico Philip Leacock.