Los desheredados

Voy a hablaros de una de las últimas personas que fue de picnic con su marido, George Grady.

Esta persona se llamaba Alice y era rubia y muy independiente. Tenía veintiocho años, y su marido, treinta y dos. A veces les gustaba soñar despiertos, como a casi todo el mundo. Esa no es la razón por la que fueron de picnic, pero es preciso mencionarlo.

George trabajaba para el Ayuntamiento. Eso significaba que trabajaba seis días a la semana y tenía uno de fiesta. La semana que fueron de picnic libraba el miércoles.

Así que, aquella mañana de miércoles, Alice y George se levantaron muy temprano, incluso antes de que su gallo eléctrico anunciara el alba, se vistieron y se lavaron hablando en susurros, y bajaron a la cocina.

Desayunaron, prepararon sándwiches y cortaron pepinillos. George sacó las yemas de los huevos duros, las mezcló con pimienta y otros condimentos, rellenó otra vez los huevos y los llamó obras de arte.

Después, con los bocadillos bien envueltos en papel manteca y el termo lleno de café, salieron deprisa y corriendo de su pequeño hogar.

El automóvil los esperaba en el aire fresco de la mañana. Se apretaron en el interior húmedo y pringoso. Se pusieron en marcha hacia el campo entre petardazos del tubo de escape, colinas arriba, valles abajo. Dejaron de ver vallas publicitarias, lo que supone recorrer un buen trecho desde cualquier ciudad.

Cuando llegaron al punto en que la naturaleza se tomaba un breve respiro antes de morir en el siguiente barrio residencial, George salió de la autopista y siguió por un viejo sendero cubierto de hierba alta, arbustos y hojas caídas de los árboles.

Por fin metió el morro de su fiel cochecito en un claro del bosque y apagó el motor.

Se apearon y extendieron una manta en el suelo, en un lugar desde el que se veía un lago brillante como un espejo. Después se sentaron y admiraron la obra de Dios, haciendo los comentarios apropiados. Alice dobló las delgadas rodillas contra el pecho y se las rodeó con los también delgados brazos. George se quitó el sombrero y se atusó el poco pelo le quedaba. Como siempre, entretuvo a Alice con algunas historias sobre los compañeros de trabajo y lo bromistas que eran, aunque a Alice no le interesaban. En realidad, a George tampoco.

Al cabo de un rato dieron cuenta de lo que llevaban en la cesta, se relamieron y dijeron que comer en el campo era lo mejor del mundo. George se zampó cinco bocadillos y eructó hacia el norte.

Ahíto a reventar, gruñó como un oso, se aflojó el cinturón y se tumbó de espaldas. Bostezó y con aquella bocaza llena de dientes de oro anunció su intención de dormir dos años.

Alice dijo: «Vamos a dar un paseo para disfrutar del paisaje». Dijo: «Nos vendrá muy bien para digerir todo lo que hemos comido». Dijo: «Es un delito perderse toda la belleza de un rincón tan absolutamente maravilloso». Dijo: «George, ¿estás dormido?», y él le dijo que sí.

Alice se levantó y chasqueó la lengua, fastidiada.

Lo dejó roncando y se alejó del claro por un sendero entre árboles.

Hacía un día agradable y el sol acariciaba la tierra con manos cálidas. La brisa susurraba entre las hojas y el sonido del bosque era una canción. Los pájaros piaban, gorjeaban y revoloteaban. Alice sintió una intensa pasión por la naturaleza. Se puso a dar brincos y a cantar.

Llegó a una colina y trepó por ella con manos y pies, como una montañera. En la cima, se llevó los delgados puños a las caderas y observó con gesto posesivo el oscuro bosque que se extendía a sus pies. Parecía un sombrío teatro en el que los árboles eran espectadores que aguardaban con paciencia a que empezara el espectáculo. La espesa fronda de sus peinados vegetales apenas dejaba pasar la luz.

Para expresar su alegría sin palabras, Alice aplaudió y tomó un sendero descendente que parecía haber surgido de la nada. Y así era, en efecto. Las hojas crujían hechizos bajo sus pies.

Al final del sendero encontró un puentecito con la mohosa espalda arqueada sobre un arroyo que gorgoteaba y burbujeaba entre cantos rodados.

Alice se paró en el puente y observó el torrente cristalino. Se vio a sí misma como si estuviera dentro de un cristal que se derretía. Su reflejo corría, se desdibujaba y volvía a recomponerse. Le dio risa.

«Estoy perdida en el bosque —dijo para sí—. Soy la pequeña Ricitos de Oro, y estoy perdida en el bosque feo y viejo».

Soltó una risita, arrugando la cara delgada.

Después se preguntó por qué demonios se había acordado de Ricitos de Oro después de tantos años. Frunció el ceño. Las cejas se reunieron para meditar. Las neuronas pusieron todo su empeño.

Lo dejó correr.

Fue un error.

—Soy Ricitos de Oro —cantó, apartándose de la barandilla y bajando de un salto del puente chirriante. Se detuvo de golpe y abrió la boca—. ¡Dios mío!

En el rincón más umbrío del claro, al pie de los árboles, había una casita.

—¡Qué extraño! —comentó Alice, a nadie en particular—. No me había fijado en que había una casita. ¿La taparía la sombra? No la he visto desde la cima de la colina.

Claro que no la había visto.

Alice se dirigió hacia la casita caminando por la crujiente alfombra de hojas.

Algo la retenía. Tenía una sensación rara. Justo acababa de decir que era Ricitos de Oro y, de repente, allí estaba la casita… Si no era la de los tres osos, ¿cuál iba a ser?

Avanzó con pasitos vacilantes, un poco asustada, y se detuvo.

Era una casa muy bonita, como de cuento, con aleros, alféizares y marcos de madera tallada. A Alice le encantó, y se acercó a ella dando saltos y sintiéndose joven.

Decidió hablar como si fuera una niña mientras miraba por una ventana polvorienta.

—Vaya, vaya —susurró—. ¡Qué casita tan rebonita!

No podía ver muy bien el interior porque las ventanas estaban sucias. «Me acercaré a la puerta». La idea se había abierto paso a través de la masa de incoherencias de su cerebro. La tomó por suya, así que se acercó a la puerta.

La tocó y la empujó.

—¡Qué bien! —exclamó, y se asomó al interior.

Era igual que la ilustración de su libro de Ricitos de Oro, que no había vuelto a leer desde hacía veinte años.

¡Veinte años! Aquella espantosa realidad le arruinó la diversión. Se puso de morros al pensar en lo cruel que era el tiempo.

—No quiero pensar en eso. Estaré alegre —dijo luego.

Así que la pequeña Ricitos de Oro entró en la casita, y allí, en medio de la habitación, había tres sillas.

—¡Ahí va! ¡La hostia! —exclamó, no demasiado fiel al espíritu del momento.

Miró las sillas, incrédula.

Había una grande, otra de tamaño mediano y otra de bebé.

—Glups —dijo Alice.

Observó la habitación. Todo encajaba. Estaba pasmada. Todo era igual.

Era una locura. Pero tan cierto como que ella estaba allí.

Se acercó a la silla grande, preguntándose qué significaba todo aquello. Por supuesto, no podía saberlo.

Sus labios jugaron con la idea de sonreír cuando se sentó con cautela en el borde de la silla del papá. Una risita tímida borró la seriedad de sus vulgares rasgos. Se sentía niña de nuevo.

—Soy la pequeña Ricitos de Oro y mataré al primer bastardo que lo niegue.

Miró a su alrededor, reprimiendo una sonrisa de placer malvado. «No me gusta esta silla —pensó—. No me gusta porque soy Ricitos de Oro y se supone que no me gusta».

Se irguió en la silla de golpe.

«Soy Ricitos de Oro de verdad. Estoy viviendo el cuento de verdad». El pensamiento le dio vértigo a la señora Alice Grady, casada desde hacía una década, sin hijos, con canas y unos sueños que la vida real se había encargado de pisotear.

—No me gusta esta silla —anunció.

Y, aunque resultara extraño, no le gustaba, así que se levantó. Se le pasó por la cabeza la idea fugaz de que a George le habría encantado aquel sitio, pero, bueno, era su problema si se pasaba la vida durmiendo, y nadie podía criticarla por pensarlo.

Alice se volvió adulta un instante y se preguntó a quién pertenecería aquella encantadora casita. ¿Sería de alguna empresa de abrigos de piel? ¿O de algún fabricante de sillas? ¿Eh?

Las paredes no respondieron.

Se acercó a la ventana y miró afuera.

No se veía bien, pero se dio cuenta de que empezaba a oscurecer. Aún quedaban lanzas de sol que rozaban las copas de los árboles y se clavaban en la tierra. Alice contempló las cintas doradas que atravesaban la penumbra y suspiró. Era un cuento, sin duda. Lo irreal se hacía realidad. Entonces se asustó.

Porque a la gente no le gusta que lo irreal se haga real. Ya se sabe: es como una punzada de hambre para sus mentes bien alimentadas. Prefieren la consistencia lógica de lo esperado. Son contados los momentos en que flaquean y dejan entrar a la imaginación.

Y es el momento de atraparlos.

Así que, asaltada por una indefinida aprensión, Alice taconeó hasta la puerta y la abrió. Y allí estuvo la clave del asunto.

—Bueno, qué demonios —dijo—. ¿Por qué tengo que ser tan angustias? George me saca una vez al mes, con suerte, y este mes ha sido hoy, así que no pienso desperdiciar el día.

Se dio media vuelta y entró de nuevo con aire satisfecho y fanfarrón.

Probó la segunda silla, solo por seguir el hilo de la trama.

—¡Uf! —exclamó con voz de niña pequeña y se levantó con desdén.

Dio un paso a un lado y se dejó caer en la silla más pequeña.

—¡Ajá! —anunció con energía—. Esta silla es la más pequeñita. Me sentaré aquí a pensar.

Y pensó.

«La verdad es que esto es muy raro. ¿De dónde ha salido esta casa? ¿Pertenece a algún millonario excéntrico? No, en un parque estatal no puede ser. Entonces, ¿para qué es? ¿Quién vive aquí? Si alguien me dice que los tres ositos, le pego una patada en la boca. Pero si no son los tres ositos, ¿quién? —Se rascó la cabeza—, ¿O quiénes? ¿O…?».

Alice se rindió, se levantó de un salto y corrió a la siguiente habitación.

—¡Pues sí que es la hostia! —exclamó, asombrada.

Había una mesa.

Era como la mesa de su libro de la infancia, Ricitos de Oro y los tres ositos, una mesa baja y tosca, manchada y vieja.

Y, encima de la mesa, había tres cuencos humeantes de gachas.

Alice se quedó boquiabierta. Aquello era como un bofetón, en serio. ¿Qué explicación podía tener?

Se quedó mirando la mesa y los cuencos, y un escalofrío le recorrió la columna de veintiocho años y pico. Temerosa, miró de reojo hacia atrás.

—No sé si me gustaría encontrarme con tres osos —dijo, anonadada.

Frunció el ceño y se le formaron canales y crestas de carne.

«Esto es demasiado —se dijo—. Pensar que vives un cuento es una cosa, pero vivirlo es algo muy distinto. Es un poquito escalofriante. Sé que tiene que haber una explicación lógica, pero…».

Este es el mejor y el peor momento: siempre saben que hay una explicación lógica, pero los límites de su lógica son demasiado estrechos para incluir la explicación real.

Así que Alice optó por aferrarse a algo sólido.

—Acabo de dejar a George roncando en el suelo, atiborrado de huevos rellenos lógicos, pepinillos palpables y café real. Estamos casados por una tradición sólida y vivimos en la sustancial calle Sumpter, número 184. George gana ciento noventa y dos corpóreos dólares con ochenta centavos al mes y jugamos al bridge con los Nelson, que son de carne y hueso.

Seguía asustada.

Se apercibió del nudo que tenía en la garganta y se lo tragó.

—Creo que me voy ya —dijo.

Pero no se movió.

«Vamos, pies, moveos —les ordenó, pero los pies siguieron quietos. Empezaba a perder el control—. Estoy asustada, paralizada de miedo. O quizá no esté tan asustada como creo porque, al fin y al cabo, esto no es más que una extraña casualidad. Probablemente sea la casa de tres viejos chalados que, cuando ven venir a alguien, ponen tres cuencos de gachas de distintos tamaños en la mesa y se esconden en un armario».

—¿Hola? —llamó Ricitos de Oro—. ¿Hay alguien en casa?

No respondió ni un alma, y el viento bajó riendo cruelmente por la chimenea.

—¿Hola? —llamó Alice, deseosa de que un viejo arisco saliera hecho una furia y le espetara: «¡Eh! ¿Qué hace en este museo estatal, intrusa? Ya hemos cerrado, ¡váyase!».

Ninguna respuesta, ningún sonido. Solo una casa en silencio y tres cuencos de gachas humeantes y olorosas.

Alice olisqueó.

Un aroma delicioso, tenía que reconocerlo.

—No pienso comer ni una migaja porque, bueno, porque acabo de comer un montón y no tengo nada de… ¡Santo cielo!

Estaba hambrienta.

Al menos, eso creía. Daba lo mismo. La sensación estaba ahí.

Alice se asustó de verdad y se abrazó. Tenía la piel de gallina. Retrocedió hasta la habitación anterior y tropezó con la silla del padre.

—¡Oh! —exclamó.

Se quedó quieta un momento, temblando, pero después se calmó.

«Al fin y al cabo —razonó—, ¿se oyen aullidos? ¿He visto la cara de algún fantasma? ¿Han intentado atraparme unos dedos invisibles? ¡No!».

Y eso es lo que suelen pensar, claro. Si no ven nada que encaje en el patrón de lo que consideran terrorífico y malvado, no se preocupan. Es una fuerza, aunque también una debilidad.

Así que Alice volvió a calmarse. ¿Había osos en treinta kilómetros a la redonda? Sí, en el zoo, detrás de los barrotes. ¿Por qué se preocupaba?

Aquella casita era de alguien, eso era todo. Era de un papá, una mamá y un bebé, o de tres viejas damas de estatura escalonada, o de tres jubilados. Vivían allí y en aquel momento habían salido a cortar leña, a traer agua o a recoger las nueces de mayo.

Todo iba bien, muy bien. Se iría enseguida, correría colina arriba, volvería con George, le contaría lo que se había perdido, y el jueves siguiente, cuando jugaran al bridge con los Nelson de carne y hueso, tendría una anécdota de las buenas.

Alice volvió a entrar en la habitación contigua. Murmuró para su yo infantil: «Soy una fea, fofa, fofa y fachosa. Debo de haberme comido al menos media cesta del almuerzo y ahora tengo hambre. Supongo que será por el paseo».

¡Se sentó a la mesa en la silla pequeña, y se le ocurrió que, si ella cabía en esa, la persona que se sentaba en la grande debía de medir más de dos metros!

«Bueno, ¿me atrevo? ¿Seré capaz de comerme estas gachitas?».

Entornó los ojos, suspicaz. ¿Estarían las gachas envenenadas o drogadas? ¿Serían una trampa de avena?

Las olisqueó.

«¿Por qué van a estar envenenadas? —inquirió su mente—. ¿Quién demonios va a dejar unas gachas envenenadas en un parque estatal? Eso sería un delito, una falta y, además, muy desagradable. —Sonrió de oreja a oreja, enseñando los dientes—. Al fin y al cabo, una chica no puede jugar todos los días a ser Ricitos de Oro. Aprovéchalo».

Aspiró el aroma de las gachas del cuenco grande.

—Mmm —dijo—, esto está para chuparse los dedos.

Fue a coger la cuchara grande.

No, aquello no estaba bien.

Se metió la mano en el bolsillo del vestido y sacó la cuchara de madera que había usado para pescar los pepinillos. La olió. No olía mucho a vinagre. No, en absoluto.

Cogió una cucharadita del borde del cuenco grande y se sintió como una astuta criminal cuando las gachas volvieron a formar una superficie suave y lisa.

Aspiró el cálido olor a avena arrugando la nariz de placer.

—¡Oh! ¡Qué bueno y qué calentito! Probaré solo un poquito y… ¡Ay!

Quemaba. Dio un respingo y salpicó de gachas el suelo. Miró a su alrededor con la boca abierta, asustada y culpable. Por fin se le alivió la quemazón y el trozo de carne entumecida en que se le había convertido la lengua achicharrada se le enfriaba poco a poco.

—Mierda —murmuró—, tendría que haber pasado de la trama y probado directamente del cuenco pequeño. Lo único que he conseguido ha sido ensuciar el suelo.

Alice seguía animada. Es la única cualidad admirable de esta gente: un sentido del humor que perdura hasta el mismo momento de su destrucción.

Así que Alice Grady, alias Ricitos de Oro, probó las gachas del cuenco más pequeño.

—¡Ah! —exclamó—, estas son perfectas. No había probado nada tan bueno desde que era pequeña.

Y se lo comió todo sin pensárselo dos veces.

No solo sin pensárselo, sino con una especie de placer perverso, pues se preguntaba quién lloraría al encontrarse el cuenco vacío.

Sin embargo, después de haber terminado, levantó la mirada del cuenco y sintió que la culpabilidad le perlaba la frente.

«Pues me las he comido —pensó—. Muy bien. ¿Cómo puedo tener tanta cara? Estoy en una casa ajena. No soy mejor que un ladrón. Podrían mandarme a la cárcel por esto. Al comerme esas gachas he cometido un robo con allanamiento, así que será mejor que salga de aquí, y pronto, antes de que vuelvan los dueños».

Se levantó, arrepentida, limpió las gachas del suelo y las tiró junto con la cuchara a la chimenea fría.

Recorrió la habitación con la mirada y sacudió la cabeza. Era inútil negarlo. Allí había algo raro, sin duda.

—Bueno, ya me voy —dijo en voz alta, como si alguien se lo estuviese discutiendo—. Volveré con George y se lo contaré todo.

«Primero debes comprobar si realmente hay tres camas arriba», le dijo una voz mental que no le resultaba familiar.

Frunció el ceño.

—¡Oh, no! Me voy ahora mismo.

«¡Oh, no! —repitió la voz con insolencia—. Tienes que comprobar si hay tres camas en el piso de arriba. Eres Ricitos de Oro, ¿no?».

Alice estaba preocupada. Se mordió el labio, pero empezó a subir las escaleras. Comenzó a tener la sensación de que se le amontonaban piedras en el estómago, piedras frías, cada vez más pesadas.

Se detuvo de repente y bostezó.

—Me está entrando sueño —dijo.

Aquello la dejó de piedra y la atravesó como una aguja de miedo helado. Unas manos gélidas llamaban a la puerta de su corazón.

«Estoy asustada —reconoció por fin—. Quiero marcharme, quiero irme. Esto es espeluznante. No está bien. Tengo miedo y quiero irme».

«¿Y por qué no subes y ves si de verdad hay tres camas?».

No servía de nada negarlo: no era su propia mente la que hablaba.

«¡Las gachas!».

Chica lista. Demasiado tarde. Demasiado tarde.

Trató de dar media vuelta y bajar las escaleras, pero no podía. Tenía que entrar en el dormitorio, sin más. No era una obligación imprecisa, era una orden. Alice Grady se perdía, se alejaba. Con sus últimas fuerzas intentó gritar, pero se le cerró la garganta.

Había oscurecido más y el pasillo estaba en penumbra. La cabeza le daba vueltas y se sentía los brazos y las piernas como si fueran de plomo fundido.

—¡Que Dios me ayude! —intentó susurrar, pero le temblaban demasiado los labios—. ¡George! —barbotó—. ¡George, sálvame!

Entró dando traspiés en el pequeño dormitorio. Se le cerraban los ojos y el miedo con el que cargaba era un revoltijo de palabras que no eran palabras. Las lágrimas le caían por las mejillas adormecidas y sentía un dolor agudo en el estómago. Soltó un grito.

Después, como empujada, fue hasta la cama grande y se desplomó.

«¡No, no! —graznó la voz en su cabeza—. Esta es demasiado dura».

Y se levantó con dificultad como un robot sin lubricar hasta caer en la segunda cama. «¡No! Esta es demasiado blanda y no te gusta ni pizca», le dijo su cabeza.

Con los ojos cerrados y el cuerpo ardiendo de fiebre, Alice se puso de pie a duras penas y se tiró en la cama pequeña con un grito ahogado.

Notó la suave colcha contra la mejilla, y la voz se alejó con un zumbido hacia un remolino de oscuridad, diciendo: «Esta es la cama correcta. Esta es la cama correcta por fin».

Y cuando despertó supo qué significaba todo aquello.

La casa había desaparecido y ella estaba tumbada en la hojarasca. Estaba oscuro.

Se levantó con una sonrisa y subió despacio la colina. Incluso se rió en voz alta de la idiota de Alice Grady, que había dejado que la venciera su imaginación estúpida.

Yo la esperaba junto al coche, y ella esbozó una sonrisa al sentarse a mi lado.

—Entonces —me preguntó—, ¿cuánto tiempo hace que tú también eres uno?

—Años —respondí—. ¿Recuerdas aquella vez que Alice y George fueron a la costa, hace unos cinco años?

—Sí.

—Bueno, George y yo buceamos hasta el cofre de Davey Jones con una sirena —le dije—. Él perdió la cabeza y yo volví en su cuerpo.

Sonrió y yo arranqué el coche.

—¿Y los Nelson? —me preguntó.

—Llevan con nosotros mucho tiempo.

—¿Cuánta gente de verdad queda en la Tierra?

—Unas cincuenta personas, más o menos —le dije.

—Es un sistema muy inteligente —dijo ella—. Alice Grady no sospechó nada ni un instante.

—Claro que no —repuse—. Ahí está la gracia.

En efecto, tiene gracia el modo en que estamos heredando la Tierra: sin un disparo, sin que lo sepa nadie.

Hemos tomado vuestros cuerpos uno a uno y los hemos hecho nuestros. Hemos dejado que vuestras mentes se destruyan a sí mismas, que la infantilidad prepondere sobre vuestra inteligencia inexorablemente hasta que alcanza el punto en que nos permite hacemos con el control absoluto.

Y pronto solo quedaremos nosotros. No habrá gente de la Tierra. Bueno, el aspecto externo será el mismo, pero… tenemos otros planes.

Mientras terminamos el trabajo, las personas genuinas que quedan en la Tierra nunca lo sabrán.

Quedan poco más de cincuenta.

Cuidado.

Eres una de ellas… y lo sabes.

No sé decir de dónde surgió la idea. No fue más que la de una chica que se pierde y da con la casita de los tres osos. Se introduce en un cuento. Esa es la esencia del relato. Con la añadidura, para venderlo, de un final de ciencia ficción. Cómo no. —RM