La nave de la muerte

Mason lo vio primero.

Estaba sentado frente al visor lateral mientras la nave sobrevolaba plácidamente el nuevo planeta. Tomaba notas rápidas con un bolígrafo en la carta cuadriculada de navegación. No tardarían mucho en aterrizar y recoger muestras minerales, vegetales y animales, si las había. Las guardarían en la bodega y las llevarían de vuelta a la Tierra. Allí, los técnicos las examinarían, las analizarían y las evaluarían. Y si todo era aceptable, estamparían el enorme sello negro de «HABITABLE» en el informe y aprobarían la colonización de otro planeta para aliviar la superpoblación de la Tierra.

Mason apuntaba datos acerca de la topografía general cuando un reflejo le llamó la atención.

—He visto algo —dijo.

Tocó el visor para invertir la posición de la lente.

—¿El qué? —le preguntó Ross desde el cuadro de mandos.

—¿No ha visto un reflejo?

—Ya sabe que hemos pasado por encima de un lago, ¿no? —dijo Ross tras consultar su pantalla.

—No, no era eso —respondió Mason—. Ha sido justo al lado, en aquel claro.

—Echaré un vistazo —dijo Ross—, pero es muy probable que haya sido el lago.

Tecleó un comando en el cuadro. La gran nave dio media vuelta dibujando un elegante arco.

—Mantenga los ojos bien abiertos —ordenó Ross—. Asegúrese. No podemos perder tiempo.

—Sí, señor.

Mason clavó la vista en el visor, sin pestañear, y observó la tierra en movimiento, como si fuera un tapiz de bosques, campos y ríos que se desenrollara lentamente. No podía evitar pensar que quizá por fin hubiera llegado el momento. El gran momento en que los hombres de la Tierra encontraran vida en otro lugar, una raza evolucionada a partir de otras células y otros lodos. Era una idea emocionante. Quizá 1997 fuese el año, y Ross, Carter y él estuvieran a bordo de una nueva Santa María del descubrimiento, un galeón espacial plateado y con forma de bala.

—¡Ahí! —exclamó—. ¡Ahí está!

Miró a Ross. El capitán estaba examinando la superficie de su visor. Mason conocía bien aquella expresión petulante, analítica, decidida, imperiosa.

—¿Qué cree que es? —le preguntó, porque sabía que el punto débil de su capitán era la vanidad.

—Puede que sea una nave o puede que no —sentenció Ross.

«Bueno, por Dios, vamos a bajar a averiguarlo», quería decirle Mason, pero sabía que no podía, que debía ser decisión de Ross. De lo contrario a lo mejor ni siquiera se detendrían.

—Supongo que no es nada —añadió, para darle un empujoncito.

Impaciente, observó a Ross y como sus dedos regordetes pulsaban los botones del visor.

—Podríamos parar —dijo Ross—. De todos modos, hay que recoger muestras. Lo único que temo es que…

«¡Aterriza, hombre! —pensó Mason, meneando la cabeza. Apenas podía contener las palabras—. ¡Por Dios! ¡Aterriza ya!».

Ross, con los labios gruesos fruncidos, cavilaba, sumido en su análisis. Mason contuvo la respiración.

Por fin Ross asintió con la cabeza una sola vez, con aquel movimiento seco que daba a entender que la suya era una decisión irrevocable. Mason respiró de nuevo. Vio como el capitán empezaba a pulsar y girar interruptores y diales. Sintió como la nave se ponía en posición vertical. Notó que la cabina se estremecía ligeramente mientras el giroscopio la mantenía en equilibrio. El cielo dio un giro de noventa grados y las nubes aparecieron en las gruesas ventanillas. La nave apuntaba hacia el sol del planeta. Ross apagó los motores de crucero. La nave quedo suspendida en el aire una fracción de segundo e inició el descenso hacia la superficie.

—Eh, ¿estamos bajando?

Mickey Carter los miró con curiosidad desde la puerta que conducía a la bodega mientras se restregaba las manos grasientas en las perneras verdes del mono.

—Hemos visto algo ahí abajo —explicó Mason.

—¿En serio? —Mickey se acercó al visor de Mason—. ¿A ver?

Mason encendió la lente trasera y ambos contemplaron el planeta que ascendía hacia ellos.

—No sé si vas a poder… Ah, si, ahí está —dijo Mason. Miró a Ross—. Dos grados al este.

El capitán giró una rueda y la nave modificó un poco su trayectoria descendente.

—¿Qué creéis que es? —preguntó Mickey. ¡Eh! Se concentró aún más, si cabía, en el visor. Observaba la mota plateada que crecía en la pantalla con los ojos muy abiertos—. Podría ser una nave. Podría serlo —dijo, y luego se quedó callado detrás de Mason, viendo la tierra elevarse a toda velocidad.

—Reactores —dijo Mason.

El eficiente Ross pulsó el botón. Los motores de la nave escupieron gases llameantes, la velocidad disminuyó y el cohete siguió bajando sobre rugientes chorros de fuego. Ross pilotaba.

—¿Qué crees que es? —le preguntó Mickey a Mason.

—No lo sé, pero si es una nave —dijo, casi haciéndose ilusiones—, es imposible que sea de la Tierra. Tenemos esta ruta para nosotros solos.

—A lo mejor se desvió de su curso —comentó Mickey, aguándole la fiesta sin querer.

—Lo dudo —repuso Mason, encogiéndose de hombros.

—¿Y si es una nave y no es nuestra? —preguntó Mickey.

Mason miró a Carter, que se humedeció los labios.

—Tío, eso sería increíble —dijo.

—Resorte neumático —ordenó Ross.

Mason accionó el interruptor que ponía en marcha el resorte neumático, la unidad que permitía aterrizar sin que tuviesen que tumbarse en camillas acolchadas. Podían quedarse de pie y apenas notarían el impacto. Era una innovación de las nuevas naves gubernamentales.

La nave aterrizó sobre los refuerzos traseros.

Sintieron un golpe, un ligero rebote. Después, la nave quedó inmóvil, con el morro hacia arriba, reluciente a la intensa luz del sol.

—No vamos a separarnos —dijo Ross—. Nadie correrá ningún riesgo. Es una orden.

Se levantó de su asiento y señaló el interruptor de la pared que dejaba entrar la atmósfera en una pequeña cámara situada en un rincón de la cabina.

—Tres a uno a que necesitamos los cascos —le dijo Mickey a Mason.

—Venga.

Así se sentaba en cada planeta que encontraban la eterna apuesta sobre si habría aire o no. Mickey siempre apostaba por la necesidad de llevar aparatos, mientras que Mason, por el uso natural de los pulmones. Iban más o menos empatados.

Mason accionó el interruptor y oyeron un silbido amortiguado en la cámara. Mickey sacó el casco de su taquilla y se lo puso. Después entró por las puertas dobles. Mason oyó como se cerraban. Se moría de ganas de encender los visores laterales para intentar localizar lo que habían avistado, pero se contuvo y disfrutó del delicado cosquilleo del suspense.

La voz de Mickey les llegó a través del intercomunicador.

—Me quito el casco.

Silencio, Esperaron. Por fin, un ruidito de disgusto.

—He vuelto a perder.

—Dios, ¡si que se la pegaron!

La cara de Mickey era de sorpresa y consternación. Los tres contemplaban la escena, de pie en la hierba azul verdosa.

Efectivamente, era una nave, o lo que quedaba de ella. Al parecer se había estrellado contra el suelo a una velocidad tremenda, con el morro por delante. La estructura principal estaba hundida unos cuatro metros y medio en la tierra dura. El impacto había arrancado varios fragmentos dentados de la superestructura, que yacían desperdigados por el campo. Los pesados motores se habían soltado y habían aplastado la cabina casi por completo. El silencio era sepulcral. La destrucción era tan completa que apenas se distinguía de qué tipo de nave se trataba. Era como si un niño gigantesco se hubiera cansado de su juguete y lo hubiera tirado al suelo, lo hubiera pisoteado y lo hubiera machacado con una piedra.

Mason se estremeció. Hacia mucho tiempo que no veía un accidente espacial. Casi había olvidado la omnipresente amenaza de perder el control, de caer como una bala por el espacio, del impacto violento. De lo que más se hablaba era de perderse en una órbita. Aquello le recordaba el otro peligro de su vocación. Tragó saliva de forma inconsciente.

Ross estaba raspando con el pie un trozo de metal.

—No se distingue gran cosa —dijo—, pero diría que es de los nuestros.

Mason estuvo a punto de hablar, pero cambió de idea.

—Por lo que veo de ese motor de ahí, diría que era nuestro —dijo Mickey.

—La estructura de los cohetes podría ser estándar en todas partes —se oyó decir Mason.

—Ni por esas —repuso Ross—. Las cosas no funcionan así. Es nuestro, sin duda. Unos pobres diablos de la Tierra. Bueno, al menos tuvieron una muerte rápida.

—¿Sí? —preguntó Mason a nadie en particular.

Se imaginaba a la tripulación dentro de la cabina, paralizada de miedo conforme la nave se precipitaba a la superficie, puede que en línea recta, como una bala de cañón, o puede que dando vueltas como una peonza mientras el giroscopio intentaba en vano mantener la cabina en posición horizontal. Los gritos, las órdenes, las súplicas a un cielo que nunca habían visto, a un Dios que quizá estuviera en otro universo. Después, el planeta que ascendía hacia ellos, estrellaba su dura superficie contra la nave, los aplastaba, les robaba el aire de los pulmones. Se estremeció al pensarlo.

—Vamos a echar un vistazo —dijo Mickey.

—No sé si es buena idea —dijo Ross—. Decimos que es nuestra, pero puede que no lo sea.

—No creerá que queda algo vivo ahí dentro, ¿no? —le preguntó Mickey.

—No sabría decirle —respondió el capitán.

Sin embargo, veía la mole destrozada tan bien como ellos. Nada podía haber sobrevivido a aquello.

La mirada, los labios fruncidos mientras rodeaban la nave. El movimiento de cabeza que ellos no vieron.

—Vamos a probar por esa abertura de ahí —indicó Ross—. Y no se separen. Todavía nos queda mucho por hacer. Solo hacemos esto para que en la base sepan de qué nave se trata.

Ya había decidido que era una nave de la Tierra.

Se acercaron a un lugar del costado de la nave en el que el revestimiento se había abierto a lo largo de una juntura. Una chapa gruesa y alargada se había doblado sobre sí misma como si fuera de papel.

—Esto no me gusta —dijo Ross—, pero supongo que…

Hizo un gesto con la cabeza y Mickey se aupó hasta la abertura. Comprobó con cautela cada asidero y se puso los guantes de trabajo cuando descubrió que había filos cortantes. Se lo dijo a los otros dos, que se sacaron los suyos del bolsillo. Luego Mickey se metió de una zancada en las oscuras fauces de la nave.

—¡Espere! —le gritó Ross—. Espéreme, que entro.

Escaló, arañando el revestimiento del cohete con la puntera de sus pesadas botas. Mason lo siguió.

El interior de la nave estaba a oscuras. Mason cerró los ojos un momento para que se le acostumbraran. Cuando los abrió, vio dos haces de luz que exploraban el retorcido enredo de vigas y planchas. Sacó su linterna y la encendió.

—¡Dios! ¡Está destrozada! —La voz de Mickey resonó débil en la carcasa.

Estaba impresionado por la visión del metal y la maquinaria destruidos de forma tan violenta. Cuando el eco cesó, un profundo silencio cayó sobre ellos. Mason percibió los efluvios acres de los motores rotos.

—Atentos al olor —le dijo Ross a Mickey, que buscaba un sitio al que agarrarse para subir—, no vaya a ser que nos intoxiquemos.

—Ya —convino Mickey, y se puso a trepar. Con una mano se impulsaba el robusto cuerpo hacia arriba, por la escalerilla retorcida, y en la otra llevaba la linterna—. La cabina está toda deformada —dijo, sacudiendo la cabeza.

Ross lo siguió. Mason subió el último. Enfocaba el haz de la linterna a todas partes: a las juntas partidas, al salvaje rompecabezas de destrucción que otrora había sido una potente nave. No dejaba de emitir siseos de incredulidad a medida que la luz iluminaba una violenta deformación del metal tras otra.

—La puerta está sellada —dijo Mickey, de pie en la pasarela retorcida como un lazo, apoyado en la pared interior del cohete. Agarró de nuevo el pomo e intentó abrirla.

—Deme su linterna —dijo Ross, e iluminó con ambos haces la puerta mientras Mickey tiraba de ella.

—No —concluyó este último, colorado por el esfuerzo y resoplando—. Está atascada.

Mason se les acercó.

—Quizá la cabina siga presurizada —dijo muy bajo, porque no le gustaba el eco de su voz.

—Lo dudo —respondió Ross, intentando pensar—. Lo más probable es que la jamba se haya deformado. —Hizo otro gesto con la cabeza—. Ayude a Carter.

Mason agarró un pomo y Mickey el otro. Apoyaron los pies en la pared y tiraron con todas sus fuerzas. La puerta se resistía. Cambiaron de postura y tiraron más fuerte todavía.

—¡Eh, se ha movido! —exclamó Mickey—. Ya es nuestra.

Siguieron haciendo palanca contra la enredada pasarela hasta que consiguieron abrir la puerta. El marco estaba torcido y la puerta estaba enganchada en una esquina, así que solo lograron abrirla lo justo para entrar de lado.

Mason entró el primero. La cabina estaba a oscuras. Enfocó el haz de la linterna al asiento del piloto. Estaba vacío. Mientras iluminaba el asiento del copiloto oyó que entraba Mickey.

Pero no había asiento del copiloto; el mamparo se había estrellado contra él. El visor, la mesa y el asiento, todo había quedado aplastado bajo las planchas dobladas. Con la boca seca, Mason tragó saliva al imaginarse sentado a una mesa como aquella, en un asiento como aquel, delante de un mamparo como el que estaba viendo.

Ross acababa de entrar. Los tres haces de luz exploraron la zona. Tuvieron que afianzar bien las piernas en el suelo, ya que la cubierta estaba inclinada.

Y la inclinación de la cubierta le recordó algo a Mason. Pesos desequilibrados, cosas que se deslizaban… en dirección al rincón que, de repente, iluminó con su tembloroso haz.

Le dio un vuelco el corazón y se le puso la piel de gallina. Se quedó mirando fijamente la escena, sin poder pestañear. Después sintió como sus propias botas lo arrastraban cuesta abajo, como si algo lo empujara.

—Aquí —dijo con la voz ronca por la conmoción.

Estaba delante de los cuerpos. Había tropezado con uno al buscar apoyo para frenarse y equilibrar el peso.

Oyó las pisadas de Mickey, su voz. Un susurro. Un susurro contenido de horror.

—¡Virgen santa!

Ross no dijo nada. Ninguno dijo nada. Todos se quedaron pasmados, con la mirada fija y la respiración entrecortada.

Porque los cuerpos destrozados del suelo eran los suyos, los de ellos tres. Y los tres estaban muertos.

Mason no sabía cuánto tiempo llevaban allí, en silencio, observando las figuras inmóviles y retorcidas.

¿Cómo reacciona un hombre cuando se encuentra con su propio cadáver? La pregunta lo acosaba. ¿Qué dice? ¿Cuáles son sus primeras palabras? Preguntas difíciles, preguntas cargadas de implicaciones, a su parecer.

Pero era innegable. Estaba de pie y estaba muerto a sus propios pies. Se le entumecieron las manos y se tambaleó sobre la cubierta inclinada.

—¡Dios!

Mickey otra vez. Enfocaba su propia cara. La boca se le torció en una mueca. Los tres habían iluminado sus respectivos rostros. Cada haz de luz establecía un lazo entre las dos partes de aquellos cuerpos duales.

Por fin, Ross cogió una bocanada temblorosa del rancio aire de la cabina.

—Carter —dijo con voz ronca y muy controlada—, busque el interruptor de la luz de emergencia, a ver si funciona.

—¿Señor?

—El interruptor de la luz. ¡El interruptor de la luz! —exclamó Ross.

Mason y el capitán se quedaron donde estaban, inmóviles, mientras Mickey subía por la cubierta. Oían como sus botas tropezaban con los trozos de metal esparcidos por el suelo. Mason cerró los ojos, incapaz de separar el pie que tenía pegado a su cadáver. Se sentía atado a él.

—No lo entiendo —dijo para sí.

—Tranquilo —dijo Ross.

Mason no supo si lo decía para animarlo a él o para animarse a si mismo.

Entonces oyeron que el generador de emergencia iniciaba su quejumbrosa rotación. Las luces parpadearon y se apagaron, el generador tosió, empezó a zumbar, y las vivas luces se encendieron.

Miraron al suelo. Mickey se deslizó por la cubierta inclinada y se detuvo junto a ellos. Se quedó mirando su propio cadáver. Tenía la cabeza aplastada. Retrocedió con la boca abierta en una expresión de terror e incredulidad.

—No lo entiendo. No lo entiendo. ¿Que es esto?

—Carter… —dijo Ross.

—¡Ese soy yo! —exclamó Mickey—. ¡Dios mío! ¡Soy yo!

—¡Tranquilo! —le ordenó Ross.

—Somos nosotros tres —dijo Mason en voz baja—, y estamos muertos.

No parecía haber nada más que decir. Era una pesadilla muda. La cabina inclinada, completamente reventada y retorcida. Los tres cadáveres, plegados sobre sí mismos en un rincón, con las piernas y los brazos entrelazados. No podían dejar de mirar.

—Vayan a buscar una lona. Los dos —mandó por fin Ross.

Mason dio media vuelta de inmediato, contento de tener una orden sencilla con la que ocupar sus pensamientos, contento de espantar el horror con la actividad. Subió por la cubierta a zancadas. Mickey retrocedió, incapaz de apartar los ojos del corpulento cadáver del mono verde y la cabeza aplastada y ensangrentada.

Mason sacó una pesada lona doblada de la bodega y la arrastró de vuelta a la cabina. Movía los brazos y las piernas como un robot. Intentaba mantener la mente en blanco, no pensar en nada hasta que pasara la conmoción inicial.

Mickey y él desdoblaron la pesada sábana de lona con movimientos envarados y la sacudieron para desplegarla. La gruesa tela brillante descendió sobre los cadáveres y los cubrió, resaltando el contorno de las cabezas, los torsos y el brazo erguido, tieso como una lanza y doblado por la muñeca como un macabro banderín.

Mason les dio la espalda con un escalofrío, avanzó a trompicones hasta el asiento del piloto y se dejó caer en él. Se miró las piernas estiradas, las pesadas botas. Se tocó una pierna y se la pellizcó. El dolor fue casi un alivio.

—Apártese —oyó que Ross le decía a Mickey—. ¡He dicho que se aparte!

Mason se volvió y vio a Mickey agachado junto a los cadáveres y a Ross tirando de él. Lo cogió del brazo y lo llevó cubierta arriba.

—Estamos muertos —dijo Mickey con voz hueca—. Los de cubierta somos nosotros. Estamos muertos.

Ross lo empujó hacia la ventanilla rota y señaló afuera.

—Mire —le espetó—, esa de ahí es nuestra nave. Está igual que la hemos dejado. Esta nave no es la nuestra, y estos cadáveres… no pueden ser los nuestros.

Terminó la frase con escasa convicción. Para un hombre de opiniones tan vehementes, aquella era una afirmación poco sólida y más bien extravagante. Tragó saliva y sacó el labio inferior, como si desafiara el enigma. A Ross no le gustaban los enigmas; lo suyo era tomar decisiones y actuar. En aquellos momentos quería acción.

—Se ha visto ahí abajo —objetó Mason—. ¿Va a decirme que no es usted?

—Eso es exactamente lo que digo —respondió Ross, enfurecido—. Puede que parezca una locura, pero seguro que tiene una explicación. Para todo hay una explicación. —Se dio un puñetazo en un brazo y se le crispó la cara—. Este soy yo. Soy sólido. —Los miró con rabia, como si los retara a rebatírselo—. Estoy vivo.

Lo miraron, inexpresivos.

—No lo entiendo —dijo Mickey con un hilo de voz. Sacudió la cabeza y retrajo los labios.

Mason estaba sentado, sin fuerzas, en el asiento del piloto. Casi tenía la esperanza de que el dogmatismo de Ross los sacara de aquella situación. De que sus firmes prejuicios contra lo inexplicable la arreglaran. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Intentaba pensar por su cuenta, pero era mucho más fácil dejar que decidiera el capitán.

—Estamos todos muertos —dijo Mickey.

—¡No sea idiota! —exclamó Ross—. ¡Tóquese!

Mason se preguntó cuánto duraría aquello. De hecho, esperaba despertar de repente, incorporarse de golpe en el catre y encontrar a los otros dos ocupados con sus tareas, como siempre. Descubrir que por fin había terminado aquella pesadilla demencial.

Pero la pesadilla no terminaba. Se reclinó en el asiento; era un asiento sólido. Podía pasar los dedos por botones, diales e interruptores sólidos. Todo era real. No se trataba de un sueño. Ni siquiera necesitaba pellizcarse para saberlo.

—A lo mejor es una visión —aventuró, en un vano intento por pensar, como un animal atrapado en el lodo que da unos pasos vacilantes para llegar a tierra firme.

—Ya basta —dijo Ross. Entornó los ojos y los escrutó. Su rostro era la viva imagen de la determinación.

Mason estaba expectante. Intentaba averiguar a qué conclusión había llegado Ross. ¿Que era una visión? No, no podía ser. Ross no querría saber nada de visiones. Se dio cuenta de que Mickey miraba al capitán con la boca abierta. También él anhelaba el consuelo de una explicación sencilla.

—Una distorsión del espaciotiempo —dijo Ross. Los otros dos siguieron contemplándolo.

—¿Qué? —preguntó Mason.

—Escuchen —dijo Ross, y se dispuso a proferir su teoría. Más que la teoría, puesto que siempre se saltaba ese paso, soltó su propio dogma—. El espacio se pliega. El tiempo y el espacio forman un continuo, ¿verdad? —No hubo respuesta; tampoco la necesitaba—. Recuerden que en los entrenos nos hablaron una vez de la posibilidad de circunnavegar el tiempo. Nos explicaron que podíamos abandonar la Tierra en una fecha concreta y que después, cuando regresáramos, fuera un año antes de lo que hubiéramos calculado. O un año después.

»Aquello no eran más que teorías, según los profesores. Bueno, pues es lo que nos ha pasado a nosotros. Es lógico, podría suceder. Tal vez hayamos atravesado una distorsión del espaciotiempo. Estamos en otra galaxia, quizá en una línea espacial distinta, quizá en una línea temporal distinta. —Hizo una pausa teatral—. Creo que estamos en el futuro.

—Si realmente está en lo cierto, ¿en qué nos ayuda eso? —preguntó Mason.

—¡No estamos muertos! —exclamó Ross, sorprendido de que no lo entendieran.

—Si esto es el futuro —respondió Mason en voz baja—, significa que vamos a morir.

Ross lo miró, boquiabierto. No había pensado en eso. No había pensado que su idea empeoraba aún más las cosas. Porque solo había una cosa peor que morir, y era saber que vas a morir. Y dónde. Y cómo.

Mickey sacudió la cabeza y movió las manos, nervioso. Se llevó una a los labios y se mordisqueó una uña ennegrecida.

—No —dijo débilmente—. No lo entiendo.

Ross se quedó mirando a Mason con cara de cansancio. Se mordió los labios, inquieto por la forma en que lo desconocido se cernía sobre él y espantaba la comodidad del sólido pensamiento racional. Apartó la amenaza con todas sus fuerzas y perseveró.

—Escuchen. Estamos de acuerdo en que no son nuestros cadáveres. —No hubo respuesta—. ¡Utilicen la cabeza! ¡Tóquense!

Mason se pasó los dedos entumecidos por la cazadora, por el casco, por el bolígrafo del bolsillo. Se apretó las manos, y eran sólidas de carne y hueso. Se miró las venas de los brazos, se palpó el pulso con nerviosismo. «Es cierto», pensó, y ese pensamiento le devolvió parte de las fuerzas. A pesar de todo, a pesar de la desesperada defensa de Ross, estaba vivo. La carne y la sangre eran sus pruebas.

Abrió por completo la mente y se irguió con el ceño fruncido, concentrado. Vio en el rostro del debilitado Ross una expresión cercana al alivio.

—De acuerdo, estamos en el futuro —convino.

—¿En qué situación nos deja eso? —preguntó Mickey, que estaba junto a la puerta, muy tenso.

Mason se quedó desconcertado. Era cierto, ¿en qué situación los dejaba?

—¿Cómo sabemos en qué momento del futuro? —inquirió, añadiendo hierro a lo dicho por Mickey—. ¿Cómo sabemos que no sucederá dentro de veinte minutos?

Ross se enderezó y se pegó un puñetazo sonoro contra la palma de la otra mano.

—¿Que cómo lo sabemos? —preguntó con energía—. Si no despegamos, no nos estrellamos. Así lo sabemos.

—A lo mejor podemos despegar, evitar nuestra muerte y dejarla en este sistema espaciotemporal —aventuró Mason—. Podríamos volver al sistema espaciotemporal de nuestra galaxia y… —Dejó la frase en el aire, perdido en ideas tortuosas.

Ross frunció el ceño, se revolvió incómodo y se humedeció los labios Lo simple se había vuelto a convertir en otra cosa. No le agradaba que la complejidad se hubiera inmiscuido sin invitación.

—Ahora estamos vivos —dijo, para grabárselo en el cerebro, para consolidar el aplomo con palabras lógicas—, y solo hay una manera de seguir así. —Clavó los ojos en ellos. Ya había tomado una decisión—. Tenemos que quedarnos aquí.

Se limitaron a mirarlo. Ross deseaba que al menos uno de ellos estuviese de acuerdo con él, que se definieran de algún modo.

—Pero… ¿qué hay de nuestras órdenes? —le preguntó Mason, dubitativo.

—¡Nuestras órdenes no son que nos suicidemos! —exclamó Ross—. No, es la única solución. Si no volvemos a despegar, no nos estrellaremos. Lo… Lo evitaremos. ¡Lo impediremos! —Hizo un brusco gesto de asentimiento. Para él, el asunto estaba zanjado. Pero Mason meneó la cabeza.

—No lo sé. No creo…

—Yo sí —afirmó Ross—. Y ahora vamos a salir de aquí. La nave está poniéndoles los nervios de punta.

Mason se levantó cuando el capitán señaló la puerta. Mickey echó a andar, pero vaciló y volvió a mirar los cadáveres.

—¿No deberíamos…?

—¿Qué? —inquirió Ross con impaciencia, deseoso de salir de allí.

Mickey contempló los cuerpos y se quedó atrapado en una locura aberrante.

—¿No deberíamos… enterrarnos? —terminó de preguntar.

Ross tragó saliva. No lo soportaba más. Los sacó de la cabina. Después, mientras descendían por las ruinas de la nave, miró a la puerta, a la lona que ocultaba el montón desordenado de cadáveres. Apretó tanto los labios que se le pusieron blancos.

—Estoy vivo —murmuró enfadado. Apagó la luz de la cabina con dedos tiesos y vengativos, y salió.

Estaban sentados en la cabina de su nave. Ross había ordenado traer comida de la bodega, pero era el único que comía, y lo hacía con mandíbula beligerante, como si pretendiera machacar cualquier misterio con los dientes.

—¿Cuánto tiempo tenemos que quedarnos? —preguntó Mickey, con la mirada perdida en la comida, como si todavía no se hubiera dado cuenta del todo de que debían permanecer allí para siempre.

Mason recogió la pregunta, se inclinó hacia delante y miró a Ross.

—¿Cuánto nos durará la comida? —preguntó.

—Fuera hay cosas comestibles, no me cabe duda —respondió Ross sin dejar de masticar.

—¿Cómo vamos a saber qué es comestible y qué venenoso?

—Observaremos a los animales —insistió Ross.

—Son formas de vida distintas —objetó Mason—. Lo que coman ellos quizá sea venenoso para nosotros. Además, ni siquiera sabemos si hay animales. —Sonrió con amargura—. Y pensar que había albergado esperanzas de entrar en contacto con otros seres… Casi tenía gracia.

—Bueno, cada cosa a su tiempo —soltó Ross, irritado, como si esperase frenar todas las quejas con aquel antiguo dicho.

—No sé —dijo Mason.

—Escuchen. —Ross se levantó—. Es muy fácil cuestionar las cosas. Hemos tomado la decisión unánime de quedarnos aquí, y ahora toca concretarlo. No me digan lo que no podemos hacer; eso lo sé tan bien como ustedes. Díganme lo que podemos hacer.

Dicho esto se acercó al cuadro de mandos y observó con rabia los indicadores y los diales. Se sentó y empezó a garabatear a toda prisa en su cuaderno de bitácora, como si acabara de ocurrírsele algo de vital importancia.

Más tarde, Mason echó un vistazo a las notas de Ross y vio que se trataba de una perorata en la que explicaba por qué estaban todos vivos, siguiendo una lógica absurda pero inflexible.

Mickey se levantó y fue a sentarse en su litera. Se llevó las grandes manos a las sienes. Parecía un niño que ha desobedecido a su madre y ha comido demasiadas manzanas verdes, y teme el castigo por partida doble. Mason sabía en qué pensaba Mickey: en aquel cadáver con el cráneo aplastado, en la imagen de sí mismo muerto de forma brutal en una colisión. Él, Mason, pensaba en lo mismo y, aunque su comportamiento indicara lo contrario, seguramente Ross también.

Mason se quedó de pie junto a la ventanilla, contemplando la silenciosa mole que yacía en el prado. Caía la noche. Los últimos rayos del sol del planeta se reflejaban en el revestimiento de la nave estrellada. Mason le dio la espalda y echó un vistazo al indicador de la temperatura exterior. Aunque todavía había luz, ya marcaba trece grados bajo cero. Movió la aguja del termostato con el índice derecho.

«Más calor que gastamos —pensó—. Consumimos la energía de nuestra nave varada cada vez más deprisa. La nave se bebe su propia sangre sin posibilidad de transfusión».

El sistema de energía solo se recargaba cuando la nave estaba en funcionamiento. Pero no se movían; estaban atrapados y quietos.

—¿Cuánto tiempo duraremos? —pregunto de nuevo a Ross, negándose a guardar silencio ante el problema—. No podemos vivir indefinidamente en esta nave. La comida se habrá terminado dentro de un par de meses y el sistema de recarga dejara de funcionar mucho antes. Nos quedaremos sin calefacción. Moriremos congelados.

—¿Cómo sabemos que la temperatura exterior es glacial? —preguntó Ross con paciencia fingida.

—Esta poniéndose el sol y ya estamos a… veinticinco grados bajo cero —respondió Mason.

Ross lo observó con expresión huraña, se levantó de su asiento y comenzó a pasearse.

—Si despegamos, nos arriesgamos a… repetir lo que le ha sucedido a esa nave de ahí —dijo.

—Pero ¿se repetiría? —preguntó Mason—. Solo podemos morir una vez. Y al parecer, ya hemos muerto. En esta galaxia. Puede que una persona solo pueda morir una vez en cada galaxia. A lo mejor en eso consiste la otra vida. A lo mejor…

—¿Ha terminado? —le preguntó Ross con frialdad.

—Vámonos —dijo Mickey, levantando la mirada—. No quiere quedarme aquí. —Se dirigió a Ross.

—No nos juguemos el tipo sin saber lo que hacemos. Vamos a pensarlo bien —insistió Ross.

—¡Estoy casado! —exclamó Mickey—. Solo porque usted no lo esté…

—¡Cállese! —rugió Ross.

Mickey se tiró en su catre y se volvió de cara al frío mamparo. Su pesada figura se estremecía cada vez que exhalaba. No dijo nada. Abría y cerraba los dedos retorciendo la manta, sacándosela de debajo del cuerpo.

Ross se puso a dar vueltas por cubierta. Se golpeaba mecánicamente la mano con el puño, le castañeteaban los dientes y sacudía la cabeza cada vez que un argumento se desmoronaba ante su obstinada determinación. Se detuvo, miró a Mason y siguió caminando.

Hubo un momento en que encendió el foco exterior para asegurarse de que no se lo habían imaginado todo. La luz iluminó la nave destrozada. Brillaba de un modo extraño, como una enorme lápida rota. Ross apagó el foco con un gruñido y se volvió a mirarlos. Tenía la respiración agitada.

—De acuerdo —dijo—. También se trata de su vida. No puedo decidir por todos. Tendremos que votar. Puede que esa cosa de ahí fuera sea algo completamente distinto a lo que pensamos. Si los dos creen que merece la pena arriesgar la vida y despegar, nos vamos —concluyó, encogiéndose de hombros— Vamos a votar. Yo digo que nos quedemos.

—Yo digo que nos vayamos —dijo Mason, y los dos miraron a Mickey.

—Carter —dijo Ross—, ¿que vota?

Mickey volvió la cabeza con tristeza.

—Vote —insistió Ross.

—Nos vamos —sentenció Mickey—. Sáquenos de aquí. Prefiero morir a quedarme.

Ross tragó saliva. Después inspiró profundamente y a continuación cuadró los hombros.

—De acuerdo —dijo en voz baja—. Nos vamos.

—Que Dios nos ayude —murmuró Mickey mientras Ross, decidido, se acercaba al cuadro de mandos.

El capitán vaciló un instante antes de accionar los interruptores. La gran nave empezó a temblar con la ignición y los gases salieron a chorro por las toberas como rayos canalizados. A Mason el sonido le resultó casi tranquilizador. Ya no le importaba nada. Prefería, como Mickey, correr el riesgo. Solo habían transcurrido unas cuantas horas, pero le habían parecido un año. Los minutos se le habían hecho eternos, lastrados por el peso de recuerdos opresivos: de los cadáveres que habían visto, del cohete destrozado y sobre todo de la Tierra que nunca volverían a ver, de padres, esposas, novias e hijos. Perdidos para siempre. No. Era mucho mejor intentar volver. Sentarse a esperar era lo más difícil. Ya no estaba dispuesto.

Mason se acomodó frente a su cuadro de mandos y aguardó, tenso. Oyó como Mickey se ponía en pie de un salto y se acercaba al cuadro del motor.

—Voy a despegar sin problemas —les dijo Ross—. No hay razón para que tengamos ninguna… dificultad. —Dejó de hablar, y los otros dos levantaron la cabeza de golpe y lo miraron, rígidos de impaciencia—. ¿Están listos?

—Sáquenos de aquí de una vez —respondió Mickey.

Ross apretó los labios y accionó el interruptor que decía: «Despegue vertical».

Notaron los temblores y vacilaciones de la nave, que se elevó del suelo y ascendió a velocidad creciente. Mason activó el visor trasero y observó como retrocedía la tierra oscura, intentando no mirar la mancha clara de la esquina de la pantalla, su brillo metálico a la luz de la luna.

—Quinientos —leyó Mason—. Setecientos cincuenta… Mil… Mil quinientos…

Siguió esperando. Esperaba una explosión, un motor averiado, que se detuviera el ascenso.

Sin embargo, siguieron subiendo.

—Tres mil —dijo Mason, cuya voz empezaba a delatar la creciente euforia que lo embargaba.

El planeta seguía alejándose. La otra nave no era más que un recuerdo. Miró a Mickey, que observaba con atención, con la boca abierta, como si estuviera a punto de gritar «¡Deprisa!» pero le diera miedo tentar al destino.

—Seis mil… ¡Siete mil! —exclamó Mason, exultante—. ¡Hemos salido!

Mickey sonrió de alivio, se pasó una mano por la frente y dejó caer unas gordas gotas de sudor en el suelo.

—¡Dios! —exclamó entre jadeos—. ¡Dios mío!

Mason se acercó al asiento de Ross y le dio una palmada en el hombro.

—Lo hemos logrado —lo felicitó—. Bien hecho.

—No tendríamos que habernos ido —repuso Ross, que parecía irritado—. No era nada. Ahora tendremos que buscar otro planeta. Irse no ha sido buena idea. —Negó con la cabeza.

Mason lo miró de hito en hito y le dio la espalda. «Hagas lo que hagas, nunca ganas».

—Si vuelvo a ver un reflejo —pensó en voz alta—, mantendré la bocaza cerrada. A la mierda las razas alienígenas.

Silencio. Regresó a su asiento, cogió su carta de navegación y dejó escapar un suspiro largo y tembloroso. «Si se quiere quejar, que se queje —pensó—. Ahora mismo no me afecta nada. Todo ha vuelto a la normalidad». Empezó a cavilar, sin darle mucha importancia, acerca de lo que podía haber ocurrido allá abajo, en aquel planeta.

Entonces se le ocurrió mirar a Ross.

El capitán estaba maquinando. Murmuraba para sí con los labios apretados. Mason y él se cruzaron la mirada.

—Mason —dijo.

—¿Qué?

—Ha dicho «raza alienígena».

Mason sintió un escalofrío. Vio que la gran cabeza asentía una sola vez, resuelta. Había tomado una decisión desconocida. Empezaron a temblarle las manos y lo asaltó una idea demencial.

«No, Ross no haría eso solo para satisfacer su vanidad, ¿verdad?».

—No he… —Con el rabillo del ojo, vio que Mickey también miraba al capitán.

—Escuchen —lo interrumpió Ross—. Les diré qué ha pasado ahí abajo. ¡Les enseñaré qué ha pasado!

Paralizados de terror, observaron como daba la vuelta y regresaba.

—¡Qué está haciendo! —exclamó Mickey.

—Escúchenme —dijo Ross—. ¿Es que no me han entendido? ¿Es que no se dan cuenta de que nos han engañado?

Lo miraron sin comprender. Mickey dio un paso hacia él.

—Una raza alienígena —explicó Ross—. Eso es. Esa idea del espaciotiempo es una tontería, pero voy a decirles algo que no lo es. Muy bien, nos largamos del planeta. ¿Qué comunicaríamos a bote pronto cuando informáramos? ¿Decir que era inhabitable? Qué va. No diríamos ni que existe.

—¡Ross, no va a llevarnos de vuelta! —dijo Mason, por fin consciente de lo que sucedía. El terror de volver al planeta hizo que se pusiera en pie de golpe.

—¡Ya lo creo que sí! —exclamó Ross con una alegría feroz.

—¡Está loco! —le gritó Mickey. Temblaba de pies a cabeza y tenía los brazos rígidos y los puños cerrados en actitud amenazadora.

—¡Escúchenme! —rugió Ross—. ¿Quién se beneficia de que no informemos de la existencia del planeta? —No respondieron. Mickey se le acercó más—. ¡Idiotas! ¿No es evidente? Hay vida ahí abajo, pero es una vida demasiado débil para matarnos o para alejarnos por la fuerza. Así pues, ¿qué pueden hacer? No nos quieren ahí, así que ¿qué pueden hacer?

Lo preguntó como un profesor incapaz de obtener las respuestas correctas de los memos de sus alumnos.

Mickey lo miraba con suspicacia, pero le picaba la curiosidad y se sentía un poco amedrentado, como siempre con su capitán, salvo en los momentos de gran riesgo físico. Ross siempre los había dirigido y resultaba difícil rebelarse contra aquello, incluso aunque pareciera querer matarlos a todos. Echó un vistazo al visor, y allí estaba el planeta, que se aproximaba como una ominosa bola oscura.

—Estamos vivos —repitió Ross—, y afirmo que nunca ha habido una nave ahí abajo. La hemos visto, si, la hemos tocado. Pero ¡se puede ver cualquier cosa si se cree en su existencia! Los sentidos pueden decir que hay algo cuando en realidad no hay nada. ¡Solo hay que creérselo!

—¿Adonde quiere ir a parar? —le preguntó Mason a toda prisa, demasiado asustado para darse cuenta.

Echó una mirada fugaz al altímetro, Diecisiete mil… Dieciséis mil… Quince mil quinientos…

—Telepatía —declaró Ross, triunfal—. Afirmo que esos hombres o lo que sean nos vieron llegar. Y no nos querían allí. Así que nos leyeron la mente y vieron el miedo a morir, por lo que decidieron que la mejor forma de asustarnos era enseñarnos nuestra nave estrellada y a nosotros muertos dentro. Y ha funcionado… hasta ahora.

—¡Vaya si ha funcionado! —estalló Mason—. ¿Va a arriesgarse a matarnos con tal de probar su puñetera teoría?

—¡Es más que una teoría! —tronó Ross mientras la nave descendía—. Tengo órdenes de recoger muestras de todos los planetas —añadió, herido en su vanidad—. Hasta ahora siempre he obedecido las órdenes, ¡y por Dios que seguiré obedeciéndolas!

—¡Ya ha visto el frío que hacía! —dijo Mason—. ¡Ahí no puede vivir nadie! ¡Piense con la cabeza, Ross!

—¡Maldita sea! ¡Soy el capitán de esta nave! ¡Yo doy las órdenes!

—¡No cuando nuestras vidas están en sus manos! —exclamó Mickey, acercándosele.

—¡Apártese! —ordenó Ross.

Entonces, un motor se apagó y la nave viró con violencia.

—¡Idiota! —estalló Mickey, que había perdido el equilibrio—. ¡Lo ha conseguido! ¡Acaba de conseguirlo!

Fuera, la noche negra pasaba junto a ellos a la velocidad del rayo.

La nave se estremecía. Mason solo podía pensar: «Predicción acertada». La visión que había tenido hacía unas horas de los gritos, del horror paralizante, de las súplicas a un cielo sordo… Todo se hacía realidad. Su nave se convertiría en aquella mole estrellada en cuestión de minutos. Aquellos tres cadáveres serían…

—¡Oh, mierda! —gritó a todo pulmón. Estaba furioso por la tozudez de Ross, que se empeñaba en llevarlos de vuelta y convertir el futuro en lo que habían visto, todo por su orgullo demencial.

—¡No! ¡No van a engañarnos! —aulló el capitán, aferrado a su última idea como un bulldog moribundo que apresa a su enemigo entre las fauces.

Se puso a accionar interruptores e intentó dar media vuelta, pero la nave no viraba. Seguía cayendo en espiral, como una hoja. El giroscopio no podía hacer frente a las abruptas variaciones de posición de la cabina, de modo que los tres perdieron el equilibrio en una cubierta cada vez más inclinada.

—¡Motores auxiliares! —chilló Ross.

—¡Es inútil! —gritó Mickey.

—¡Maldita sea!

Ross subió a rastras por la cubierta inclinada, pero chocó contra el cuadro de mandos del motor al ladearse la cabina hacia el otro lado. Pulsó algunos interruptores, temblando.

De repente, Mason volvió a ver un chorro constante de fuego por el visor trasero. La nave dejó de sacudirse y empezó a descender en línea recta. La cabina se enderezó.

Ross se abalanzó a su asiento y movió las manos frenéticamente para darle la vuelta a la nave. En el suelo, Mickey lo miraba, pálido e inexpresivo. Mason también lo observaba sin atreverse a hablar.

—¡Ahora cállense! —ordenó Ross indignado, sin tan siquiera mirarlos, como un padre disgustado con sus hijos—. Cuando bajemos ahí, verán que tengo razón y que la nave no está. ¡Y vamos a ir en busca de los cabrones que nos plantaron esa idea en la cabeza!

Los dos miraron a su capitán, aturdidos, mientras la nave bajaba marcha atrás. Contemplaron como las manos de Ross se movían con resolución sobre los controles. Mason sintió confianza en su capitán y se quedó callado. Esperaba el aterrizaje sin miedo. Mickey se levantó y se quedó a su lado, también a la espera.

La nave llegó al suelo. Se detuvo. Habían vuelto a aterrizar. Seguían siendo los mismos. Y…

—Enciendan el foco —les dijo Ross.

Mason accionó el interruptor y los tres se apretujaron en la ventanilla. Mason se preguntó por un segundo cómo podía haber aterrizado Ross justo en el mismo punto. Ni siquiera parecía haber seguido los cálculos que habían realizado en el otro aterrizaje.

Miraron al exterior.

Mickey contuvo el aliento y Ross se quedó con la boca abierta.

La nave estrellada seguía allí.

Habían aterrizado en el mismo sitio y la nave seguía allí. Mason se apartó de la ventanilla y se tambaleó. Se sentía perdido, víctima de una terrible broma universal, un hombre maldito.

—Pero usted afirmaba… —le dijo Mickey al capitán. Ross miraba por la ventanilla sin poder creérselo—. Ahora volveremos a despegar —prosiguió Mickey con los dientes apretados—. Y esta vez nos estrellaremos de verdad y nos mataremos. Igual que esos… Esos…

Ross no respondió. Miraba por la ventanilla, contemplando la refutación de la última esperanza a la que se había aferrado. Se sentía vacío, sin ninguna fe en las cosas razonables.

—No vamos a estrellarnos nunca —dijo Mason en tono lúgubre.

—¿Qué?

Mickey estaba mirándolo y Ross se volvió.

—¿Por qué no dejamos de engañarnos de una vez? —preguntó Mason—. Todos sabemos lo que pasa, ¿no?

Se refería a lo que había dicho Ross hacía un momento: que los sentidos daban fe de aquello en lo que se creía, aunque no hubiese nada en absoluto…

Entonces, en una fracción de segundo, consciente de lo sucedido, vio a Ross y vio a Carter tal como eran. Inspiró un último aliento tembloroso antes de que la ilusión le devolviera otra vez la respiración y la carne.

—¡El progreso! —dijo con amargura, y su voz sonó como un susurro doloroso en la nave fantasma—. El holandés errante zarpa hacia el universo.

Este fue mi intento de escribir un relato «estándar» de ciencia ficción, puesto que en aquella época intentaba vender cuantos más relatos pudiese. Me vino esta idea a la cabeza: qué sucedería si unos chicos bajasen a investigar una nave accidentada y se encontraran a ellos mismos, muertos. Tuve que alargar la idea haciendo que el capitán expusiera todas las hipótesis posibles que explicaran lo que ocurría. Pensé que la última frase era muy buena: «El holandés errante zarpa hacia el universo».

No sé cuándo me vino a la cabeza la última frase, pero, básicamente, ése era el concepto. Y del relato salió un capítulo muy majo de La dimensión desconocida.

Y como siempre, cuando escribí este cuento, a principios de los años cincuenta, el año 1997 se me antojaba muy, muy lejano. —RM

Este relato fue adaptado por el autor para la serie La dimensión desconocida en forma de capítulo de una hora. Se estrenó en la cuarta temporada (1963), con los actores Jack Klugman y Ross Martin. El director fue Don Medford.