Un castigo proporcionado

—¡Me han asesinado! —gritó el anciano Iverson Lord—. ¡Me han asesinado de forma vil y brutal!

—Ea, ea —le dijo su mujer.

—Bueno, bueno —le dijo su médico.

—Bobadas —murmuró su hijo.

—¡Es como intentar despertar compasión en los champiñones! —gruñó el poeta decrépito—. ¡En las coles!

—En los reyes —dijo su hijo.

La cara apergaminada se le endureció un instante y luego se le arrugó en pliegues meditabundos.

—Sí, me echarán de menos. —Suspiró—. Los reyes del idioma, los emperadores de la lengua. —Cerró los ojos—. Los señores del símbolo esplendoroso lo sabrán cuando fallezca.

El erudito mohoso yacía recostado en un montón de almohadas. Llevaba un camisón de seda del que le sobresalían el cuello de pavo y la cabeza, grande como un balón de rugby desgastado, con agujeros para los cordones en el lugar de los ojos y una resquebrajadura a modo de boca.

Los miró a todos: a su esposa, su hija, su hijo y su médico. Los ojillos suspicaces saltaron por la habitación y se detuvieron en las paredes.

—Asesinos —refunfuñó.

El médico intentó cogerle la muñeca.

—¡Atrás! —le gritó el encorvado experto en semántica. Sacó las uñas y lo fulminó con la mirada—. ¡Aparta tus torpes dedos! Brujos de bata blanca, que convertís el juramento hipocrático en un vulgar vodevil —lo acusó.

—Iverson, la muñeca —le pidió el médico.

—Que nos dan golpecitos en el pecho y nos auscultan el corazón, pero que saben tanto acerca de nuestras dolencias como los fontaneros de las estrellas o los cerdos del paraíso.

—La muñeca, Iverson —insistió el doctor.

Iverson Lord tenía casi noventa años. Sus extremidades eran frágiles como el cristal. La sangre le fluía con lentitud y los latidos del corazón eran como redondas de tambor. Pero seguía tan lúcido como siempre. Aquella cabeza clara era como el último soldado que defendía el fuerte en la batalla contra la senilidad.

—Me niego a morir —anunció como si se lo hubiesen propuesto. Se le ensombreció la cara—. ¡No permitiré que la desolada naturaleza oscurezca mi luz, ni que me arranque de los dedos la perla de la existencia!

—Ea, ea —dijo su esposa.

—¡Ea, ea! ¡Ea, ea! —repitió el poeta con voz ronca, chasqueando la dentadura postiza—. ¡Qué traición es esta! ¡Que yo, que doy forma a las palabras y les insuflo el poder de la vida, tenga que verme atado a esta boba que no hace más que recurrir a tópicos!

La señora Lord agachó su delicada cerviz ante el desplante de su marido. Forzó una sonrisa conciliadora que jugueteó por sus facciones rosa marchita y se dio unos tironcitos de los rizos gris ratón.

—Estás alterado, Ivie, querido —dijo.

—¡Alterado! —exclamó él—. ¿Quién no lo estaría si lo acecharan unos chacales arrogantes?

—Padre… —le imploró su hija.

—Chacales cuyos cerebros, estériles como piedras, se niegan a aportar el menor atisbo de inteligencia a sus palabras. —Entrecerró los ojos y volvió a soltar el sermón de siempre—. Quien no sabe servirse de las palabras no sabe pensar. A quien no piensa hay que tratarlo con… ¡desprecio! —Descargó un débil puñetazo sobre la colcha—, ¡Las palabras! ¡Nuestras herramientas y nuestra gloria! ¡Los eslabones de la cadena que nos une!

—Será mejor que ahorres fuerzas —le aconsejó su hijo.

Iverson Lord le clavó sus ojos de jade como puñales demoledores y un rictus le contrajo los finos labios.

—Insecto —le espetó.

—Recobra la compostura, padre —repuso su hijo, mirándolo con displicencia—. Acéptalo. Seguro que la muerte no es tan terrible como crees.

—¡No estoy muriendo! —aulló el viejo poeta—. Capaz serías de asesinarme, ¿verdad? ¡Patán! ¡No seguiré escuchando!

Dio un tirón de las mantas y sepultó debajo la cabeza nevada. Los dedos flacos y secos temblaban en el borde de la sábana.

—Ivie, querido —le suplicó su mujer—. Vas a ahogarte.

—¡Mejor ahogado que traicionado! —les llegó la réplica sofocada.

El médico apartó las mantas.

—¡Asesinado! —graznó Iverson Lord a los presentes—. ¡Asesinado de forma vil y brutal!

—Ivie, querido, nadie te ha asesinado —le dijo su mujer— Nos hemos esforzado cuanto hemos podido.

—¡Os habéis esforzado! —Se indignó—. ¿En qué? En ser mudos. En ser rastreros. En insignificantes. ¡Ah! Que yo haya engendrado la carne infecunda que rodea este lecho de dolor…

—Padre, por favor —le suplicó su hija.

Iverson Lord la miró con indulgencia histriónica.

—Así pues, Eunice, mi búho con anteojos, supongo que estás tan deseosa como los demás de ver a tu padre en el trance de la muerte.

—Padre, no hables así —protestó la miope Eunice.

—¿Cómo no debo hablar, Eunice, mi pavo dentudo, mi Venus anisodonte? ¿Como una persona culta? Sí, quizá eso suponga un trabajo excesivo para vuestras embalsamadas facultades mentales. —Eunice parpadeó. Lo aceptó—. ¿Qué harás, niña, cuando me alejen de tu lado? ¿Quién hablará contigo? Es más, ¿quién se dignará mirarte? —Los viejos ojos brillaron con el tiro de gracia—. No te llames a engaño, cariño mió —dijo con amabilidad—. Eres fea en grado sumo.

—Ivie, querido… —le suplicó la señora Lord.

—¡Déjala en paz! —dijo Alfred Lord—. ¿Es que tienes que arrasar con todo antes de irte?

Iverson Lord se sublevó.

—¡Tú! —declamó, atravesándolo con el cuchillo de su mirada—. Vándalo mental. Profanador de ideas. Malogras en nombre del negocio aquello a lo que tienes derecho por nacimiento. Derramas tu sangre honorable en la alcantarilla del mercantilismo. —La voz de aliento rancio se convirtió en una mofa áspera—. Te postras ante los talonarios. Te arrastras ante las cuentas bancarias. —El tono alcanzó un desagradable falsete—. No, señora. Por supuesto, señora. ¡Beso con labios reverentes su mente gorda y malsana, señora!

Alfred Lord sonrió; no le molestaba soportar las andanadas de su padre.

—Permite que te recuerde la importancia de los beneficios.

—¡Los beneficios! —explotó su padre—. ¡La jungla!

—La oferta y la demanda —dijo Alfred Lord.

—Alfred, no… —le advirtió Eunice, demasiado tarde para evitar que los globos oculares inyectados en sangre de su padre se le salieran de las órbitas.

—¡Judas del cerebro! —gritó el poeta—. ¡Escultista del intelecto!

—Lamento decirlo —siguió azuzando el fuego Alfred Lord—, pero hasta un hombre de negocios puede intentar abrazar el cristianismo.

—¡Cristianismo! —le espetó el casi cadáver, hastiado. Su furia perdía ímpetu—. ¡Ese anticuado cúmulo de sufrimientos! ¡Qué dicha para la humanidad si los leones se los hubieran comido a todos!

—Ya está bien, Iverson —le dijo el médico—. Cálmate.

—Estás alterado, Ivie —le dijo su esposa—. Alfred, no deberías alterar a tu padre.

Los ojos cada vez más apagados de Iverson Lord azotaron con sus últimas miradas de desprecio a quien había sido su cabeza de turco durante cincuenta años.

—La capacidad de mi esposa para hablar de forma inteligible viene a ser la del fango primigenio. —El poeta sonrió y le dio unas palmaditas en la cabeza—. Cariño, no eres nada. No eres nada en absoluto.

La señora Lord se llevó los dedos pálidos a la mejilla.

—Estás alterado, Ivie —dijo con voz frágil—. No lo dices en serio—. El anciano se hundió en los almohadones, decepcionado.

—Es mi penitencia —dijo—: vivir con una mujer tan desconocedora del léxico que no sabe distinguir un insulto de un halago.

El médico hizo una seña a los familiares del poeta, que se apartaron de la cama y se dirigieron a la chimenea.

—Muy bien, abandonadme —gimió el sabio putrefacto—. Dejadme a merced de las ratas.

—No hay ratas —dijo el médico.

—Has sido mi médico durante veinte años —seguía lamentándose el anciano, mientras los tres Lord cruzaban la mullida alfombra—. Tienes el cerebro lleno de varices. Voy a fenecer sin piedad, sin esperanza, sin nada. Palabras… Construidme un sepulcro de palabras y me alzaré de entre los muertos. —Y luego prosiguió en tono dominante—: ¡Este es mi legado! Para todos los esclavos de la semántica: ¡irreverencia, intolerancia y una desenfrenada consternación!

Los tres supervivientes hablaban delante del fuego crepitante.

—Está decepcionado —dijo el hijo—. Esperaba vivir por toda la eternidad.

—Vivirá por toda la eternidad —afirmó Eunice, emocionada—. Es un gran hombre.

—Es un don nadie que intenta vengarse de la naturaleza porque va a reducir su magnificencia a simple polvo —repuso Alfred Lord.

—Alfred —le dijo su madre—. Tu padre es viejo. Y está asustado.

—Asustado, quizá. ¿Un gran hombre? No. Cada crueldad que ha proferido, cada engaño y cada acto de egoísmo que ha cometido han disminuido su grandeza. Ahora mismo no es más que un viejo chiflado moribundo.

Entonces oyeron a Iverson Lord.

—¡Barredla! —aullaba el poeta zozobrante—. ¡Azotadla con látigos de nueve colas de vida eterna!

El médico intentaba agarrar la muñeca a Iverson, pero este no dejaba de agitarla. Los otros tres corrieron a la cama.

—¡Arrestadla! —chillaba Iverson Lord—. ¡No dejéis que me abrace cual amante! ¡Atrás, sucia y negra meretriz! —Intentó espantarla con un calcetín—. ¡Atrás, te digo!

El viejo volvió a derrumbarse en la almohada. El aliento se le escapaba como un hilo de agua que se agota. Sus labios formaron cuartetos silenciosos que nunca verían la luz. La mirada se le perdió en el techo. Las manos se le crisparon en un último gesto de desafío paralizado y así se quedó hasta que el médico le cerró los párpados.

—Se acabó —dijo.

La señora Lord ahogó un grito.

—No. —No podía creérselo.

—Ahora está con los ángeles —dijo Eunice sin llorar.

—Que se haga justicia —sentenció el hijo del difunto Iverson Lord.

Era un lugar gris, sin llamas ni densas volutas de humo. El resplandor del juicio final no le nublaba la vista. Solo había gris, un gris mediocre, un gris inexorable.

Iverson Lord caminaba por aquel lugar gris.

—La ausencia de fuego vengador y almas en pena de ojos llorosos resulta, ante todo, alentadora —se dijo.

Siguió por un largo pasillo gris.

—La otra vida —meditó—. Así que no todo eran disparates simbólicos, como llegué a sospechar.

Cruce de pasillos. Por el otro se acercaba un hombre que caminaba decidido. Se unió al erudito y le dio una vigorosa palmada en el hombro.

—¿Qué tal, chaval? —le dijo.

Iverson Lord lo miró por encima de su egregio hombro.

—¿Cómo dice? —El asco le arrugaba las palabras.

—¿Qué pasa, tronco? —le dijo el hombre—. ¿Cómo te va la vida? ¿Qué te cuentas?

El experto en semántica retrocedió un paso, receloso. El hombre siguió andando sin dejar de mover los brazos y las piernas.

—¿Qué hay de nuevo? —dijo—. Ponme al corriente. Con pelos y señales.

Dos pasillos grises más a los lados. El hombre se precipitó por uno. Apareció otro hombre, que se puso a caminar junto a Iverson Lord. El poeta lo estudió con suspicacia. El hombre sonrió de oreja a oreja.

—Bonito día, ¿verdad?

—¿Qué lugar es este? —preguntó Iverson Lord.

—Esta haciendo un tiempo muy agradable.

—Le he preguntado que qué lugar es este.

—Parece que va a hacer bueno —insistió el hombre.

—¡Cobarde! —le espetó Iverson Lord y se paró de golpe—. ¡Respóndame!

—Todo el mundo se queja del tiempo, pero nadie…

—¡Silencio!

Iverson observó al hombre desviarse por un pasillo lateral y sacudió la cabeza.

—Qué pantomima tan grotesca —comentó.

Apareció otro hombre.

—¡Eh, oiga! —le gritó Iverson Lord. Se acercó corriendo y lo agarró de la manga gris—. ¿Qué lugar es este?

—¿Qué me dices? —le preguntó el hombre.

—¡Que me responda, pelagatos!

—¿Lo sabes con certeza? —le preguntó el otro.

La cólera del poeta se derramó sobre el hombre. Los ojos se le desorbitaron. Lo agarró por las solapas grises.

—¡O me da usted cuenta de todo esto inmediatamente o lo estrangulo!

—¿De verdad?

Iverson Lord se quedó boquiabierto.

—¿De qué naturaleza es este ser que tengo entre las manos? —preguntó, incrédulo—. ¿Un humano? ¿Un vegetal?

—Bueno, me dejas de piedra —dijo el hombre.

Una desolación escalofriante atenazó al poeta. Retrocedió, murmurando aterrorizado.

Entró en una habitación enorme. Gris. Se oían voces que charlaban. Todas iguales.

—Aquí se está de miedo —dijo una—. No está oscuro como boca de lobo.

—No está frió como el hielo —dijo otra.

Los ojos del poeta saltaban de un lado a otro, perplejos e iracundos. Veía figuras borrosas sentadas, de pie, tumbadas. Retrocedió hasta que chocó con la espalda en una pared gris.

—No sabe a rayos —dijo una voz.

—No llueve a cántaros —dijo otra.

—Atrás —articularon instintivamente los ancianos labios— He dicho…

—¡Hala! ¡Es cantidad de fenomenal, cantidad de elegante! —exclamo una voz alegre.

El poeta sollozó. Echó a correr.

—Cesad —gimió—. Cesad.

—Estoy en el ramo de la fontanería —dijo un hombre que se puso a correr a su lado.

Iverson Lord sofocó un grito. Siguió corriendo, buscando una salida.

—Es un trabajo muy duro el de la fontanería —dijo el hombre.

Un pasillo lateral. Iverson Lord se metió en él, desesperado.

Pasó por delante de otra habitación. Había gente haciendo cabriolas alrededor de un poste gris.

—¡Dios mió! —gritaban en éxtasis—. ¡Por todos los santos! ¡La leche! ¡Por las barbas del Profeta!

El erudito se cubrió las orejas con las manos descamadas. Se sintió enloquecer y siguió corriendo.

Después empezó a oír un murmullo. Un coro cantaba.

—Más vale prevenir que curar. El tiempo no perdona —cantaban—. A quien madruga. Dios le ayuda. Demasiados cocineros arruinan el puchero.

—¡Dioses de los tópicos enmohecidos! —gritó Iverson con toda su alma—. ¡Piedad!

—¡Vaya por Dios! —El coro seguía cantando sus aleluyas—. ¡No me digas! ¡Bueno, va! ¡Es lo último! —Después, las voces se unieron en un grito enardecido—. ¡Que el cielo nos asista!

—¡Aaaaaah! —aulló el poeta.

Se abalanzó contra una pared gris y se aferró a ella mientras las voces lo rodeaban como una niebla melódica.

—Oh. Dios mío —dijo con voz ronca—. ¡Esto es el infierno sumo y rotundo!

—¡TÚ LO HAS DICHO! —entonó el coro de miles de voces—. ¡UNA VERDAD COMO UN TEMPLO! ¡EN FIN, TODO LO BUENO SE ACABA! ¡ASÍ SON LAS COSAS! ¡UN DÍA AQUÍ, OTRO ALLÍ! ¡ASÍ ES LA VIDA!

En una armonía de cuatro tiempos.

En aquella época estaba en California, trabajando en la Douglas Aircraft. Se me ocurrió la idea de un poeta, un tipo profundamente desagradable, para quien el lenguaje era tan importante que su infierno sería ir a un lugar donde la gente no dijera más que banalidades. Trabajaba con una cosa que se llamaba mesa rotor cortando plantillas para aviones. Había que llevar máscara, como los soldadores. Escribí el relato entero, palabra a palabra, para mí mismo, en mi cabeza debajo de esa máscara, mientras hacía el turno de noche. Luego, cuando llegué a casa, lo puse sobre el papel. El proceso fue el mismo para “El último día”, —RM