Se sienta al escritorio. Coge un largo lápiz amarillo y empieza a escribir en un cuaderno. La punta se rompe.
Curva las comisuras de los labios hacia abajo y las pupilas se le encogen. Su rostro parece una máscara durísima. En silencio, con los labios tan apretados que parecen un feo tajo en la cara, coge el sacapuntas.
Le arranca virutas al lápiz y tira el sacapuntas al cajón. Se pone a escribir de nuevo. La punta vuelve a romperse y la mina rueda por encima del papel.
Se queda pálido de golpe. Una rabia salvaje le atenaza todos los músculos del cuerpo. Le grita al lápiz, lo maldice con toda su cólera. Le lanza una mirada de auténtico odio. Lo parte por la mitad con un chasquido y lo arroja a la papelera.
—¡Ahí te quedas! ¡A ver si te gusta estar ahí! —exclama, triunfal.
Se queda sentado en la silla, tenso, con los ojos como platos y los labios temblorosos. Tiembla de ira delirante, una ira que le corroe las entrañas.
El lápiz se queda en la papelera, roto e inerte. Es de madera, grafito, metal y goma; materiales inanimados, ajenos a la furia ardiente que han provocado.
Sin embargo…
Está de pie junto a la ventana, en silencio, contemplando la calle. Intenta aliviar la tensión. No oye el susurro que procede de la papelera y que cesa de inmediato.
Su cuerpo no tarda en recuperar la normalidad. Se sienta. Esta vez utiliza una pluma estilográfica.
Se sienta frente a la máquina de escribir.
Introduce una hoja de papel en el carro y empieza a teclear.
Tiene los dedos grandes y pulsa dos teclas a la vez. Los dos tipos se juntan y se atascan. Se quedan a medio camino, suspendidos con impotencia sobre la cinta negra.
Fastidiado, los devuelve a su sitio de un manotazo. Los tipos se separan y regresan a sus respectivos huecos. Reanuda la escritura.
Se equivoca de tecla. Una palabrota se le queda a medias en los labios. Coge una goma redonda y borra la letra indeseada del papel.
Deja la goma y sigue escribiendo. La hoja se ha movido en el rodillo. Las siguientes frases están un poco más arriba que las líneas anteriores. Aprieta el puño, pero hace caso omiso del error.
La máquina se atasca. Le tiemblan los hombros y descarga un puñetazo en la barra espaciadora al tiempo que grita una maldición. El carro salta, el timbre suena. Le da un empujón al carro, que se estrella contra el tope.
Teclea más deprisa. Se atascan tres teclas juntas. Aprieta los dientes y gime de desesperación. Forcejea con los tipos, pero no se separan. Los despega a la fuerza con dedos temblorosos. Regresan a su sitio. Ve que se ha manchado los dedos de tinta. Suelta una blasfemia, como si intentara enfurecer al aire para que se vengue de la estúpida máquina.
Aporrea las teclas con brutalidad. Los dedos caen como los rígidos garfios de una cabria. Otro error, que borra con furia. Escribe aún más deprisa. Se atascan cuatro teclas.
Chilla.
Estrella el puño contra la máquina de escribir, arranca el papel del carro y lo hace jirones. Lo arruga en una bola y la lanza al otro lado de la habitación. Centra el carro de golpe y baja la tapa de la máquina con un manotazo.
Se levanta de un salto y la mira con rabia.
—¡Imbécil! —le grita con resentimiento y asco—. ¡Estúpida, idiota, necia, imbécil! —Sus palabras rebosan desdén. Sigue hablando como un loco—. No sirves para nada. No sirves para nada en absoluto. Voy a hacerte papilla. ¡Voy a reducirte a chatarra, voy a fundirte, a matarte! ¡Maldita máquina estúpida, boba y asquerosa!
Tiembla mientras chilla. En los rincones más profundos de su mente, esos que ha aislado del mundo por voluntad propia, se pregunta si estará matándose de rabia, si su furia estará destruyéndole el cuerpo.
Da media vuelta y se aleja a grandes zancadas. Está demasiado furibundo para percatarse de que la tapa de la máquina se levanta, para oír el ruidito del metal, como si las teclas temblaran.
Está afeitándose, pero la navaja no corta. Si no, está demasiado afilada y corta en exceso.
Tanto en un caso como en el otro, un improperio se le escapa bajito entre los labios. Arroja la navaja de afeitar al suelo, le pega una patada y la manda a la pared.
Se lava los dientes. Se mete el hilo dental entre ellos. La seda se deshilacha. Un trocito despeluchado se le queda en el hueco. Intenta sacárselo con otro trozo, pero ni siquiera consigue introducirse el trozo nuevo, que se le parte entre los dedos.
Grita. Le chilla a la imagen del espejo, echa la mano hacia atrás y tira el trozo de hilo dental contra la pared, donde se queda pegado, ondeando con la airada brisa que desprende el hombre.
Arranca otro trozo de hilo del envase. Piensa darle otra oportunidad. Contiene la furia. Si la seda sabe lo que le conviene, se meterá entre tos dientes y extraerá el trozo roto de inmediato.
En efecto, lo saca, y eso lo aplaca. Los humores corporales dejan de hervir, las llamas se apagan, las brasas se esparcen.
Sin embargo, la rabia sigue latente. La energía no se destruye: es una ley fundamental.
Está comiendo.
Su mujer le sirve un filete. Él coge el cuchillo y el tenedor, y corta. La carne está dura; la hoja no está afilada.
El rubor le tiñe las mejillas. Entorna los ojos y trata de clavar el cuchillo en la carne. La hoja se niega a cortar el filete demasiado hecho.
Abre los ojos como platos. La tormenta que reprime lo atenaza y lo estremece. Sierra la carne como si le ofreciera la última oportunidad de rendirse.
La carne no se rinde.
—¡Maldita sea! —ruge. Aprieta los dientes blancos con fuerza y lanza el cuchillo al otro extremo de la habitación.
La mujer aparece con cicatrices pasajeras de inquietud marcadas en la frente. Su marido está fuera de sí. Su marido tiene veneno en las arterias. Su marido libera de nuevo una nube de mal genio animal, una bruma pegajosa que pringa los muebles, que gotea por las paredes.
Está viva.
Y así pasan los días y las noches. Su ira cae como frenéticos hachazos sobre la casa, sobre todo lo que posee. Es una lluvia de histeria rabiosa que empaña las ventanas y moja el suelo. Son océanos de odio desbocado que inundan las habitaciones de la casa y llenan cada centímetro de vida palpitante y en movimiento.
Se tumbó boca arriba y contempló las motas de luz del techo.
«El último día», se dijo. La frase le atravesaba el cerebro una y otra vez desde que se había despertado.
Oyó el agua correr en el cuarto de baño. Oyó que se abría el armarito de los medicamentos y volvía a cerrarse. Oyó a su mujer arrastrando las zapatillas por el suelo de baldosas.
«Sally, no me dejes», pensó.
—Me tranquilizaré si te quedas —prometió en un susurro.
Sin embargo, sabía que no era capaz, que le costaba demasiado. Era más sencillo perder los estribos, gritar, despotricar y atacar.
Se puso de lado para mirar al pasillo, donde estaba el baño. Vio la rendija de luz bajo la puerta.
«Sally está ahí dentro —pensó—. Sally, mi mujer, con la que me casé hace muchos años, cuando era joven y estaba lleno de esperanza».
Cerró los ojos de repente y apretó los puños. De nuevo se apoderó de él la enfermedad que lo atacaba con mayor virulencia cada vez que le rebrotaba. La enfermedad de la desesperación, de la ambición perdida. Lo estropeaba todo, arrojaba un vaho de amargura sobre todo cuanto hacía. Le quitaba el apetito, le robaba el sueño, le destruía el afecto.
—Si hubiéramos tenido hijos… —murmuró, pero incluso antes de decirlo sabía que no era la respuesta correcta.
Hijos. ¡Qué felices habrían sido viendo a su desgraciado padre hundirse cada día más en su pozo de fiebre introspectiva!
«De acuerdo —se torturó—, analicemos los hechos». Rechinó los dientes e intentó dejar la mente en blanco, pero, como un idiota de mirada vacía, se repetía las palabras que a menudo musitaba en sueños durante las noches inquietas.
«Tengo cuarenta años. Soy profesor de Lengua en la Universidad de Fort. Antes quería ser escritor. Creía que este sería un buen lugar para escribir. Mi intención era dar unas horas de clase al día y escribir el resto del tiempo. Conocí a Sally en la universidad y me casé con ella. Creía que todo iría bien. Pensaba que el éxito estaba cantado. De eso hace dieciocho años».
Dieciocho años.
«Vaya, ¿cómo ha sido tu vida en estas casi dos décadas?», pensó. El tiempo parecía un bulto amorfo de esfuerzos fallidos y noches angustiosas; el secreto, la respuesta, la revelación siempre lo eludían. Pendían sobre él como un pedazo de queso que describe un arco exasperante sobre la cabeza de una rata desquiciada.
Y el resentimiento acechaba. Pasaba los días observando a Sally comprar ropa y comida, y pagar el alquiler con su exiguo salario. Cuando compraba cortinas nuevas o fundas para las sillas, sentía una punzada de dolor, ya que eso lo apartaba cada vez más del objetivo de dedicarse exclusivamente a la escritura. Cada céntimo que ella gastaba era como un puñetazo a sus aspiraciones.
Se obligó a pensar de esa manera, a creer que lo único que necesitaba para escribir bien era tiempo.
Pero, una vez, un estudiante furioso le había gritado: «¡No es usted más que un talento de tercera que se esconde detrás de una mesa!».
Lo recordaba, vaya si lo recordaba. Recordaba las frías náuseas que lo habían sacudido cuando aquellas palabras le golpearon el cerebro. Recordaba el estremecimiento y la insensatez con que le había hablado.
Había suspendido al estudiante aquel semestre pese a sus buenas notas. Se había montado un escándalo. El padre del estudiante había ido a la facultad. Todos comparecieron ante el doctor Ramsay, el jefe del Departamento de Lengua Inglesa.
De eso también se acordaba; la escena desbancaba cualquier otro recuerdo. Él, sentado a un extremo de la mesa de reuniones, frente al padre enojado y su hijo. El doctor Ramsay, que no dejaba de acariciarse la barba, hasta tal punto que le entraron ganas de tirarle algo. El doctor Ramsay había dicho: «Bueno, a ver si podemos aclarar este asunto».
Habían consultado el libro de calificaciones y comprobaron que el estudiante estaba en lo cierto. El doctor Ramsay había mirado al profesor con cara de sorpresa. «Bueno, no entiendo por qué…», había empezado a decir, y dejó su empalagosa voz flotando en el aire mientras lo sondeaba con la mirada, a la espera de una explicación.
Y la explicación había sido un desastre, un embrollo sin sentido. Había dicho que el alumno era irresponsable, que se comportaba de modo inaceptable, que moralmente merecía el suspenso. Y el doctor Ramsay, con el grueso cuello cada vez más rojo, le había dejado claro que la moral no estaba sujeta a calificaciones en la Universidad de Fort.
Hubo más, pero lo había olvidado. Se había esforzado por olvidarlo. Sin embargo, lo que no podía olvidar era que tardaría años en obtener la cátedra. Ramsay se lo impediría. Y su salario seguiría siendo insuficiente, las facturas se amontonarían y jamás escribiría nada.
Regresó al presente y se dio cuenta de que estaba aferrando las sábanas. Que miraba con odio la puerta del baño.
«¡Venga! —exclamó su mente con aire vengativo—. Vete a casa de tu querida madre. Como si me importara. ¿Para qué queremos una separación de prueba? Que sea permanente, a ver si consigo algo de paz. Quizá así pueda escribir algo».
Quizá así pueda escribir algo.
Qué asco de frase. Ya no significaba nada. Como una palabra que de repetirla se convierte en un galimatías, había utilizado aquella frase hasta que la había vaciado de sentido. Sonaba a tópico de telenovela. El protagonista dice con dramatismo: «Santo cielo, quizá así pueda escribir algo». Qué absurdidad.
Sin embargo, por un momento se preguntó si sería cierto. Su mujer se iba. ¿Podría olvidarla y trabajar de verdad? ¿Dejar la universidad? ¿Ir a alguna parte, refugiarse en una habitación barata y escribir?
«Tienes 123,89 dólares en el banco», lo informó su mente. Fingía que eso era lo único que le impedía escribir, pero, en el fondo, se preguntaba si sería capaz, fuese donde fuese. A menudo, la pregunta lo asaltaba en el momento más inesperado. «Tienes cuatro horas todas las mañanas. —La afirmación surgía como un espectro amenazador—. Tienes tiempo de escribir muchos miles de palabras. ¿Por qué no te pones?».
Y la respuesta siempre se perdía en un enredo infinito de buenos y peros a los que se aferraba como un hombre que está ahogándose se agarra a un clavo ardiendo.
La puerta del cuarto de baño se abrió y su mujer salió vestida con el traje rojo bueno.
Sin razón aparente, de golpe se dio cuenta de que hacía más de tres años que su mujer llevaba ese traje y que nunca se ponía uno nuevo. Eso lo indignó todavía más. Cerró los ojos. Esperaba que no estuviese mirándolo.
«La odio —pensó—. La odio porque me ha destrozado la vida».
Oyó el susurro de la falda cuando se sentó al tocador y abrió un cajón. Mantuvo los ojos cerrados y escuchó los golpecitos que hacían las persianas venecianas al chocar contra el marco de la ventana, balanceadas por la brisa matutina. El perfume de su mujer flotaba en el aire.
Intentó pensar en cómo sería esa casa vacía. Intentó imaginarse llegando a casa del trabajo sin que Sally estuviera allí esperándolo. No se explicaba por qué, pero la idea se le antojaba imposible. Y eso lo enfurecía. «Sí —pensó—, ha podido conmigo, ha conseguido que dependa tanto de ella para cosas que en realidad no son esenciales que he llegado a convencerme de que no podré pasar sin ella».
Se dio bruscamente la vuelta en la cama y la miró.
—Así que te vas de verdad —le dijo en un tono glacial.
Ella se volvió un momento. No parecía enfadada, solo cansada.
—Sí. Me voy.
«¡Por fin!», estuvo a punto de escapársele, pero se contuvo.
—Tú sabrás por qué —añadió. Los hombros de ella temblaron un momento, como si los sacudiera una risa sin alegría—. No tengo intención de discutir contigo —prosiguió él—. Eres dueña de tu vida.
—Gracias —murmuró ella.
«Espera que me disculpe», pensó. Esperaba que le dijera que no la odiaba, como había afirmado. Que no la había pegado a ella, sino a todas sus esperanzas destrozadas, al ridículo espectáculo de su fe perdida.
—¿Y cuánto va a durar exactamente esta separación de prueba? —preguntó, cáustico.
—No lo sé, Chris —respondió ella con un hilo de voz, meneándola cabeza—. Depende de ti.
—Depende de mí. Siempre depende de mí, ¿no?
—Oh, por favor, cariñ…, Chris. No quiero discutir más. Estoy demasiado cansada como para discutir.
—Es más fácil hacer las maletas y escapar.
Sally se volvió y lo miró con unos ojos muy oscuros y tristes.
—¿Escapar? ¿Después de dieciocho años me acusas de eso? Dieciocho años viendo cómo te destruyes, y a mi contigo. No, no pongas esa cara de sorpresa, seguro que sabes que a mí también me has vuelto medio loca.
Le dio la espalda, y él vio que se estremecía y se enjugaba unas lágrimas.
—No es so… solo porque me pegaras —continuó—. No dejabas de decírmelo anoche, cuando te dije que me iba. ¿Crees que me importarla si…? —Inspiró profundamente—. ¿Si fuera porque estás enfadado conmigo? Si fuera por eso, dejaría que me pegaras todos los días. Pero no me pegabas a mí. Yo no significo nada para ti. No me quieres.
—Oh, no te pongas tan…
—No —lo interrumpió ella—. Por eso me voy, porque no soporto ver que cada día que pasa me odias más por algo que… no es culpa mía.
—Supongo que…
—No, no digas nada más —lo cortó, levantándose, y salió a prisa de la habitación.
La oyó entrar en la sala de estar. Se quedó mirando el tocador.
«¿Que no diga nada más?, se preguntó para sí, como si ella no se hubiera ido. Bueno, pues queda mucho por decir, muchísimo. No pareces darte cuenta de lo que he perdido. No pareces entenderlo, ¡tenía esperanzas, Dios, tantas esperanzas…! Iba a escribir una prosa tal que la gente se levantaría de la silla del asombro. Iba a contarles cosas que necesitaban saber imperiosamente, e iba a contarlas de una forma tan entretenida que jamás se percatarían de que la verdad estaba haciendo mella en ellos. Iba a crear obras inmortales. Ahora, cuando muera, estaré muerto y ya está. Estoy atrapado en este pueblo deprimente, sepultado en una universidad de ciencias en la que los hombres observan boquiabiertos el polvo sin saber siquiera que hay estrellas sobre su cabeza. ¿Y qué puedo hacer? ¿Qué puedo…?».
Perdió el hilo y se quedó mirando con tristeza los frascos de perfume y la polvera en la que sonaba Always al levantar la tapa.
I’ll remember you. Always.
With a heart that’s true. Always.[1]
«Qué palabras tan infantiles y ridículas», pensó, pero se le hizo un nudo en la garganta y sintió un escalofrío.
—Sally —dijo, tan bajo que casi ni él lo oyó.
Al cabo de un rato se levantó y se vistió.
Mientras se ponía los pantalones, la alfombrilla se movió y tuvo que agarrarse a la cómoda para no caerse. Miró abajo con rabia, con el corazón anegado por esa furia que había aprendido a invocar en cuestión de segundos.
—¡Maldita seas! —murmuró.
Se olvidó de Sally. Se olvidó de todo. Solo quería saldar cuentas con la alfombra. La envió bajo la cama de una patada. La rabia desapareció. Sacudió la cabeza y pensó que estaba enfermo. Tuvo la idea momentánea de ir a decirle a su esposa que estaba enfermo.
Entró en el baño con los labios apretados. «No estoy enfermo. Al menos, no físicamente. Es mi mente la que está enferma y es la que hace empeorar las cosas».
El baño seguía templado y húmedo después del paso de su mujer. Abrió la ventana una rendija y se clavó una astilla en el dedo. Maldijo la ventana por lo bajo y levantó la vista. «¿Por qué maldigo tan flojo? —se preguntó—. ¿Para que ella no lo oiga?».
—¡Maldita seas! —le gritó a la ventana, y se pellizcó el dedo hasta que logró sacarse la astilla.
Tiró de la puerta del armarito, pero estaba atascada. Se puso rojo como un tomate. Tiró con más fuerza. La puerta se abrió de golpe y le dio en la muñeca. Se volvió, agarrándosela, y echó la cabeza atrás con un gemido.
Se quedó con la vista nublada por el dolor, mirando al techo. Contempló la grieta que lo atravesaba con una línea sinuosa. Cerró los ojos.
Y empezó a notar algo, algo intangible, una especie de amenaza. ¿Qué seria? «Pues yo mismo, por supuesto —se respondió—. Es la decrepitud moral de mi propio subconsciente. Me echa la bronca y me dice que merezco un castigo por echar a mi pobre mujer a los brazos de su madre. Que no soy un hombre. Que soy un…».
—Cállate ya —dijo.
Se lavó las manos y la cara. Después se pasó un dedo por la barbilla. Necesitaba un afeitado. Abrió con delicadeza la puerta del armarito y sacó la navaja de afeitar. La sostuvo en alto y la observó.
El mango se había dilatado. Es lo que se dijo en cuanto la hoja se abrió como si tuviera voluntad propia. Se estremeció al verla desplegarse de aquella manera y relucir a la luz de la lámpara del armarito.
Se quedó mirando el acero brillante con asco y fascinación. Tocó el borde de la hoja. «Qué afilado», pensó. El más ligero contacto podía cortar la carne. Era un instrumento horrible.
—Es mi mano.
Lo dijo sin darse cuenta y cerró la navaja de golpe. Sí que era su mano, tenía que serlo. No era posible que la navaja se hubiera abierto sola. No era más que su imaginación enfermiza.
Pero no se afeitó. Devolvió la navaja al armarito con la vaga sensación de estar retrasando lo inevitable.
—Me da igual si hay que ir afeitado todos los días —murmuró—. No voy a arriesgarme a que se me vaya la mano. De todos modos, será mejor que me compre una maquinilla de afeitar. Las navajas no son lo mío. Soy demasiado nervioso.
De repente, conjurada por las palabras, se le presentó una imagen de sí mismo de dieciocho años atrás.
Recordaba una cita con Sally, recordaba haberle contado que era un hombre tan tranquilo que parecía un muerto. «Nada me perturba», le había dicho, y era cierto por aquel entonces. También recordaba haberle dicho que no le gustaba el café, que con una taza se quedaba despierto toda la noche. Que no fumaba porque no le gustaba el sabor del tabaco, ni su olor. «Me gusta estar sano», le había dicho. Recordaba las palabras exactas.
—Y ahora… —murmuró ante su demacrado reflejo.
Ahora, es decir, dieciocho años después, bebía varios litros de café al día hasta que tenía el estómago como una piscina rebosante de líquido negro, y dormir le resultaba tan utópico como volar. Fumaba montones de cigarrillos que le ponían los dedos amarillentos, fumaba hasta que se le quedaba la garganta en carne viva, hasta que le temblaba tanto la mano que no podía seguir escribiendo.
Sin embargo, todos aquellos estímulos no lo ayudaban a escribir. El papel seguía en blanco en el carro de la máquina. Las palabras no llegaban, las tramas se le desmoronaban, los personajes lo eludían y se burlaban de él entre risas detrás del velo de su no creación.
Y el tiempo pasaba. Cada vez corría más deprisa y parecía darle un trato distinto como si quisiera castigarlo más. A él, un hombre que había empezado a apreciar el tiempo de una forma tan neurótica que le desequilibraba la vida y se ponía enfermo cuando pensaba en su transcurso.
Mientras se cepillaba los dientes intentó recordar cuándo había empezado a dominarlo aquel mal genio irracional. Pero no había forma de rememorar su curso. El origen se perdía en una neblina impenetrable.
Con una palabra de irritación y una airada contracción de los músculos. Con una mirada de rencor que ya no podía recordar.
Y, a partir de ahí, hinchándose como una ameba, había seguido su perversa evolución hasta el actual punto culminante. Era un hombre tenso y amargado que solo encontraba consuelo en el odio.
Escupió la pasta blanca y se enjuagó la boca. Al dejar el vaso se le rompió, y una esquirla de vidrio se le clavó en la mano.
—¡Mierda! —chilló.
Se dio la vuelta y apretó el puño, pero lo abrió inmediatamente porque la esquirla se le hundió en la palma. Se quedó allí de pie, con lágrimas en las mejillas y la respiración entrecortada. Pensó en Sally, que lo oía, una vez más testigo de la prueba audible de sus nervios destrozados.
«¡Basta ya! —se ordenó—. No podrás hacer nada hasta que te libres de este genio destructor».
Cerró los ojos y se preguntó por qué últimamente parecía que le pasaban toda clase de calamidades, como si algún poder vengador hubiera echado raíces en su casa y dotara de vida a los objetos inanimados. Y estos lo amenazaban. Pero la idea no fue más que una imagen anónima y pasajera de entre la aplastante horda de pensamientos que le atestaban la mente; la veía, pero no la discernía.
Se sacó la esquirla de vidrio de la palma de la mano y se puso la corbata oscura.
Entró en el comedor y miró la hora. Ya eran las diez y media. Había perdido más de media mañana. Más de la mitad del tiempo del que disponía para intentar escribir la prosa que dejaría pasmada a la gente.
Le ocurría con más frecuencia de lo que se atrevía a reconocer. Dormía hasta tarde, se inventaba recados y hacía lo que fuera por retrasar el terrible momento de sentarse ante la máquina de escribir para tratar de cosechar algún fruto de su mente cada día más yerma.
Cada vez le costaba más, cada vez se enfadaba más y odiaba más. Y no se había dado cuenta hasta entonces, cuando ya era demasiado tarde de que Sally se había desesperado y ya no soportaba ni su mal genio ni su odio.
Estaba sentada a la mesa de la cocina tomando un café. Ella también bebía más café que antes. Como él, lo tomaba solo y sin azúcar. Y también le destrozaba los nervios. Y fumaba, pero solo desde hacía un año. Fumar no le producía placer. Inhalaba el humo hasta lo más profundo de los pulmones y lo expulsaba rápidamente. Y las manos le temblaban casi tanto como a él.
Se sirvió una taza de café y se sentó frente a ella, pero Sally hizo ademán de levantarse.
—¿Qué pasa? ¿Es que no puedes ni verme?
Sally volvió a sentarse y le dio una honda calada al cigarrillo. Después aplastó la colilla en el plato.
Lo invadió el malestar. De repente deseó salir de la casa. Le parecía extraña y ajena. Tenía la sensación de que su mujer había renunciado a todo derecho sobre ella, que se batía en retirada. Se lo llevaba todo consigo, el tacto de sus dedos y las amorosas atenciones concedidas a cada una de las habitaciones. Todo había perdido consistencia porque ella se iba, abandonaba, y la casa dejaba de ser el hogar que compartían. Era una sensación palpable.
Se reclinó en la silla, apartó la taza y miró el hule amarillo de la mesa. Era como si Sally y él se hubiesen quedado congelados en el tiempo, como si cada segundo se estirara como un fantástico caramelo masticable y durara una eternidad. El tictac del reloj era más lento y la casa era distinta.
—¿Qué tren vas a coger? —le preguntó, aunque sabía que solo había un tren por la mañana.
—El de las 11:47.
Cuando lo dijo, fue como si le hubieran dado tal puñetazo en el estómago que le dolió hasta la columna vertebral. La sensación fue tan física que ahogó un grito. Sally lo miró.
—Me he quemado —le explicó a toda prisa.
Sally se levantó para dejar la taza y el plato en el fregadero.
«¿Por qué he dicho eso? —se preguntó—. ¿Por qué no he podido decirle que casi grito porque me aterra la idea de que me abandone? ¿Por qué siempre digo lo que no quiero decir? No soy malo. Pero cada vez que abro la boca hago más grueso el muro de odio y rencor que me rodea y no soy capaz de escapar de él. Con palabras he tejido mi mortaja y en ella me enterraré. —Miró a Sally, que estaba de espaldas, y una sonrisa triste le asomó a los labios—. Las palabras se me ocurren cuando mi mujer me abandona. Qué triste».
Sally había salido de la cocina, y él volvió a su actitud huraña.
«¿A qué jugamos? ¿Al pilla pilla? Tú entras en una habitación con la cabeza alta, la digna esposa, la parte perjudicada. Se supone que yo tengo que seguirte, contrito y con los hombros hundidos, deshecho en disculpas melodramáticas».
De nuevo consciente de sí mismo, se sentó a la mesa, rígido, tembloroso de rabia. Hizo un esfuerzo por calmarse y se apretó los ojos con la mano izquierda. Intentó desprenderse de su sufrimiento con el silencio y la oscuridad.
No funcionó.
Entones el cigarrillo le quemó el dedo, se le cayó al suelo, y la ceniza se esparció. Se agachó a recogerlo y lo lanzó al cubo de la basura, pero falló. «Al cuerno», pensó. Se levantó y tiró la taza y el plato en el fregadero. El platillo se rompió por la mitad y le hizo un corte en el pulgar derecho. Lo dejó sangrar. Le daba igual.
Sally estaba en la habitación de invitados terminando de hacer las maletas.
La habitación de invitados. Esas palabras lo torturaban. ¿Cuándo habían dejado de llamarla el cuarto de los niños? ¿Cuándo había empezado Sally a reconcomerse por dentro porque estaba llena de amor y deseaba tener hijos más que nada en el mundo? ¿Cuándo había empezado él a sustituir esa carencia con un genio volcánico, con días y noches de nervios a flor de piel?
Se quedó en el umbral, observándola. Quería sacar la máquina de escribir, sentarse y escribir toneladas de palabras. Quería disfrutar de su inminente libertad. Pensar en todo el dinero que ahorraría, en lo poco que tardaría en marcharse y en escribir todas las cosas que siempre había deseado.
Se quedó en el umbral, sintiéndose enfermo.
«¿Es posible? —le preguntó su mente, incrédula—. ¿Es posible que se vaya?».
Eran marido y mujer. Llevaban más de dieciocho años viviendo y amándose en aquella casa. Y ella se iba. Metía la ropa en su vieja maleta negra y se iba. Él no lograba hacerse a la idea, no lo entendía ni conseguía articularlo en su día a día. ¿Cómo encajaba en la normalidad? La normalidad consistía en que Sally estuviese allí, limpiando, cocinando e intentando que aquel fuera un hogar feliz y cálido.
Se estremeció, se giró con brusquedad y regresó al dormitorio.
Se dejó caer en la cama y se quedó mirando el reloj eléctrico, que zumbaba con delicadeza en la mesita de noche. Eran más de las once.
«Dentro de menos de una hora tengo que dar clase a un grupo de idiotas de primero. Y en la mesa del salón me espera una montaña de exámenes parciales para corregir. Toda esa falta de inteligencia y esas frases adolescentes me revuelven el estómago».
Llevaba todas aquellas nimiedades, todos aquellos kilómetros de prosa detestable, enrollados en una madeja eterna dentro de la cabeza, y se desdevanaban con una escritura propia, hasta que se preguntaba si podría soportar la idea de seguir viviendo.
«He digerido basura —pensó—. ¿Acaso es de extrañar que la exude poco a poco?».
La rabia se encendió en él de nuevo, como un fuego lento que crecía en su interior, avivado por sus pensamientos.
«Esta mañana no he escrito nada. Como todas las mañanas. Y así pasa el tiempo. Cada vez hago menos. No escribo nada, o lo que escribo no vale nada. Cuando tenía veinte años escribía mejor que ahora. ¡Nunca escribiré nada bueno!».
Se levantó de un salto y buscó con los ojos algo que golpear, algo que romper, algo que odiar con tanta inquina que quedase fulminado con el impacto.
La habitación pareció nublarse. Sintió palpitaciones. Dio una patada a una esquina de la cama.
Ahogó un grito de furia. Lloró lágrimas de odio, arrepentimiento y compasión por sí mismo.
«Estoy perdido —pensó—. Perdido. No hay nada».
Se quedó muy tranquilo, lleno de una calma helada. No sentía lástima ni emoción alguna. Se puso la chaqueta y el sombrero, y cogió el maletín de la cómoda.
Se detuvo en la puerta de la habitación donde Sally todavía trasteaba con la maleta.
«Lo hace para tener algo en lo que ocuparse —pensó—, para no tener que mirarme».
El corazón le retumbaba en el pecho como un tambor.
—Que te diviertas en casa de tu madre —le dijo con frialdad.
Sally levantó la cabeza. Al ver su expresión, le dio la espalda y se tapó los ojos. Él sintió el repentino impulso de correr a su encuentro y suplicarle que lo perdonara. De arreglarlo todo.
Pero pensó de nuevo en los trabajos académicos sin hacer y en los años baldíos de escritura, y se alejó. Cruzó el salón. La alfombrilla se movió un poco y eso lo ayudó a concentrar la rabia que necesitaba. Le dio una patada y la alfombra se quedó arrugada contra la pared.
Dio un portazo al salir.
«Ahora, como en una telenovela, se ha tirado encima de la colcha y llora con lágrimas de mártir —farfullaba su cabeza—. Clava las uñas en la almohada, gime mi nombre y desea estar muerta».
Echó a andar a paso vivo y sonoro.
«Que Dios me ayude —pensó—. Que Dios nos ayude a todos los pobres desgraciados que tenemos la capacidad de crear pero que debemos dejarlo correr porque no podemos permitimos dedicarnos a ello».
Hacía un día precioso. Lo veía con los ojos, pero su mente no quería aceptarlo. Los árboles estaban verdes, y el aire era cálido y limpio. La brisa de la primavera inundaba las calles. Sentía cómo lo acariciaba mientras recorría la manzana y cruzaba la calle Mayor hasta la parada del autobús.
Se paró en la esquina y se giró para mirar la casa.
«Ella está ahí dentro. —Su mente no cejaba en la disección—. Ahí dentro, en la casa en la que hemos vivido durante más de dieciocho años. Está haciendo las maletas o llorando, no sé, algo. Y enseguida llamará a la compañía de taxis del campus. Un taxi llegará a la puerta. El taxista tocará el claxon, Sally se pondrá el abrigo fino de primavera y saldrá con la maleta al porche. Al salir cerrará la puerta por última vez».
—No…
No pudo evitar que la palabra se le atragantara. No dejaba de mirar la casa. Le dolía la cabeza. Todo le daba vueltas. «Estoy enfermo», pensó.
—¡Estoy enfermo!
Había sido un grito, pero no había nadie cerca para oírlo. Siguió con la vista fija en la casa. «Se va para siempre», le dijo su mente.
«¡Pues muy bien! Escribiré sin parar», pensó, y dejó que aquellas palabras calaran en él y desplazaran todo lo demás.
Al fin y al cabo, cada uno era libre de elegir. Podía dedicar su vida al trabajo o podía dedicarla a su mujer, sus hijos y su hogar. Ambas cosas no eran compatibles, no en los tiempos que corrían, en ese mundo demencial en que Dios pesaba menos que el sueldo y la bondad menos que la riqueza.
Vio de soslayo como el autobús de rayas verdes coronaba la colina y se acercaba. Se puso el maletín bajo el brazo y se metió la mano en el bolsillo del abrigo en busca de una ficha. Había un agujero en el bolsillo. Sally tenía intención de cosérselo. Bueno, pues ya no se lo cosería, De todos modos, ¿qué más daba?
«Preferiría tener intacta el alma en vez de la ropa que visto. Palabras palabras. —El autobús paró delante de él—. Me inundan ahora que ella se va. ¿Prueba eso que es su presencia lo que me atasca los canales del pensamiento?».
Metió la ficha en la caja de las monedas y caminó haciendo eses hacia el fondo del autobús. Pasó junto a un profesor al que conocía y lo saludó con la cabeza, distraído. Se derrumbó en el último asiento y se quedó contemplando el sucio suelo de caucho.
«Qué gran vida —despotricaba su mente—. Me encanta esto, mi vida, y estos, mis grandes y nobles logros».
Abrió el maletín un momento y miró el grueso programa que había perfilado con la ayuda del doctor Ramsay.
«Primera semana: 1. Everyman. Debate sobre la obra. Lectura de textos seleccionados de Lecturas clásicas para el primer curso. 2. Beowulf. Lectura de la obra. Debate en clase. Veinte minutos de examen sobre citas literarias».
Volvió a meter el fajo de papeles en el maletín.
«Me pone enfermo —pensó—. Odio estas cosas. Los clásicos se han convertido en un anatema para mí. Su simple mención empieza a darme asco». Chaucer, los poetas isabelinos, Dryden, Pope, Shakespeare. ¿Qué mayor afrenta hay para un hombre que llegar a odiar estos nombres por culpa de tener que compartirlos con unos zoquetes ingratos? Tenía que simplificarlos al máximo y hacerlos digeribles para unos burros que habrían estado mejor cavando zanjas.
Bajó del autobús en el centro y echó a andar cuesta abajo por la Calle Nueve.
Se sentía como un barco con la maroma partida a merced de una red de corrientes. Se sentía ajeno a la ciudad, al país, al mundo.
«Si me dijeran que soy un fantasma, casi me lo creería. ¿Qué estará haciendo ahora? —Los edificios pasaban flotando junto a él—. ¿En qué está pensando mientras la ciudad de Fort pasa como un vaporoso escenario a la deriva? ¿Qué sostiene en las manos? ¿Qué refleja su hermoso rostro? Está sola en la casa, en nuestra casa. En el que podría haber sido nuestro hogar. Ahora es un cascarón, una caja vacía amueblada con palos de madera y metal. Solo materia inanimada, naturaleza muerta».
No importaba lo que dijera John Morton.
Él, con sus láminas de oro, sus tubos de ensayo y su Dios del microscopio. A pesar de su erudición, sus artículos y sus reglas de cálculo, a pesar de todo lo que proclamaba, sus enseñanzas eran simple brujería. Una idiotez. La idiotez que había impulsado al memo de Charles Fort a endosar sus fantasías nebulosas al mundo. La idiotez que había llevado a aquel millonario estúpido a financiar aquel lugar y construir en un terreno árido aquellos enormes edificios de piedra destinados a alojar un zoo de científicos de mirada demente, siempre en busca de quién sabía qué elixir, mientras un montón de payasos destrozaban el mundo.
«No, no hay nada en el mundo que vaya bien», pensó mientras cruzaba a paso lento el arco de entrada al campus verde y extenso.
Miró hacia el enorme Centro de Ciencias Físicas, con su fachada de granito reluciente al sol de última hora de la mañana.
«Ahora está llamando al taxi. No —se corrigió al ver la hora—. Ya está en el taxi. Atraviesa las calles tranquilas. Deja atrás las casas y entra en el barrio comercial. Pasa por los edificios de ladrillo rojo que vomitan pueblerinos y estudiantes. Recorre la ciudad, un popurrí de sofisticación y rustiquez. Ahora el taxi tuerce a la izquierda en la Calle Diez. Sube por la colina, llega hasta arriba, desciende hacia la estación de tren. Ahora…».
—¡Chris!
Volvió de golpe la cabeza y dio un respingo, sorprendido. Miró a las grandes puertas de la entrada del edificio de Ciencias Mentales y vio salir al doctor Morton.
«Fuimos juntos a la universidad hace dieciocho años —pensó—, pero a mí me interesaba poco la ciencia. Prefería perder el tiempo con la cultura secular. Por eso no soy más que profesor adjunto, mientras que él es doctor y jefe de departamento».
Todo aquello le pasó por la cabeza como un viento huracanado mientras el doctor Morton se le acercaba sonriente. Le dio una palmada a Chris en el hombro.
—Hola —le dijo—. ¿Cómo va todo?
—¿Cómo suele ir?
Morton dejó de sonreír.
—¿Qué pasa, Chris? —le preguntó.
«No te pienso contar lo de Sally se dijo Chris. Ni muerto. Nunca lo sabrás por mí».
—Lo de siempre —respondió.
—¿Sigues de uñas con Ramsay?
Chris se encogió de hombros. Morton miró el gran reloj de la fachada del edificio de Ciencias Mentales.
—Oye, mira —dijo—. ¿Por qué estamos aquí de pie? No tienes clase hasta dentro de media hora, ¿no?
Chris no contestó.
«Va a proponerme que tomemos un café —pensó—. Va a deleitarme con otra de sus vacuas teorías. Va a usarme como víctima propiciatoria de su tiovivo mental».
—Vamos a tomar un café —dijo Morton, cogiendo a Chris del brazo. Caminaron en silencio unos cuantos pasos—. ¿Cómo está Sally?
—Bien —respondió con voz neutra.
—Estupendo. Ah, por cierto, igual me paso mañana o pasado a recoger el libro que me dejé allí el jueves por la noche.
—Vale.
—¿Qué me decías de Ramsay?
—Nada.
Morton no le hizo caso.
—¿Has pensado en lo que hablamos? —le preguntó.
—Si te refieres a tu cuento sobre mi casa, no. No he pensado en ello más de lo que merecía. Es decir, nada.
Doblaron la esquina del edificio y caminaron en dirección a la Calle Nueve.
—Chris, tu actitud es indefendible —dijo Morton—. No tienes derecho a dudar de algo que desconoces.
A Chris le dieron ganas de soltarse de Morton de un tirón, dar media vuelta y dejarlo allí plantado. Estaba harto de palabras, palabras y más palabras. Quería estar solo. Casi se sentía capaz de llevarse una pistola a la cabeza y acabar con todo.
«Sí que podría —pensó—. Si ahora mismo me pusieran una pistola en la mano, estaría hecho en un segundo».
Subieron los escalones de piedra hasta la acera y cruzaron el camino de asfalto hacia la cafetería del campus. Morton abrió la puerta y lo invitó a pasar. Chris fue hasta el fondo del local y se sentó en un banco de madera.
Morton trajo dos cafés y se acomodó frente a él.
—Escúchame —le dijo mientras removía el azúcar. Soy tu mejor amigo. Al menos, me considero tal. Y no pienso callarme y dejar que te mates.
A Chris le dio un vuelco el corazón. Tragó saliva. Se deshizo de sus pensamientos como si fuesen visibles para Morton.
—Olvídalo —dijo—. Me dan igual las pruebas que tengas. No me lo creo.
—¿Qué hace falta para convencerte, maldita sea? —preguntó Morton—. ¿Tienes que perder la vida primero?
—Mira, no me lo creo, eso es todo —repuso Chris, irritado—. Olvídalo ya, déjalo.
—Escucha, Chris, puedo demostrarte…
—¡No puedes demostrarme nada! —lo cortó Chris.
—Es un fenómeno identificado —insistió Morton, paciente. Chris lo miró con cara de asco y negó con la cabeza.
—Menudos sueños tenéis en el claustro santificado de vuestros laboratorios, mocosos de bata blanca. Al cabo de cierto tiempo os convencéis de cualquier cosa, siempre y cuando podáis inventaros una forma de medirla.
—¿Quieres escucharme, Chris? ¿Cuántas veces te has quejado de astillas, de puertas de armario que se abren solas, de alfombras que se mueven? ¿Cuántas?
—¡Por amor de Dios! No empieces otra vez con eso o me levanto y me largo. No estoy de humor para tus sermones. Guárdatelos para los pobres idiotas que pagan una matrícula por escucharlos.
Morton meneó la cabeza sin dejar de mirarlo.
—Ojalá pudiera hacértelo entender.
—Olvídalo.
—¿Olvidarlo? —repitió Morton, revolviéndose en el asiento—. ¿Es que no ves que tu rabia está poniéndote en peligro?
—John, te he dicho…
—¿Adonde crees que va esa ira tuya? ¿Crees que desaparece? No. Ni por asomo. Se mete en tus habitaciones, en tus muebles y en el aire. Se mete dentro de Sally. Lo pone todo enfermo, incluido a ti. Te saca de tus casillas. Establece un vínculo entre lo animado y lo inanimado. Psychobolie. No, no me mires con esa cara, como un niño que no soporta oír la palabra espinacas. Siéntate, por amor de Dios. Eres un adulto; escucha como tal.
Chris se encendió un cigarrillo y dejó que la voz de Morton se convirtiera en un zumbido sin sentido. Miró el reloj de la pared: las doce menos cuarto. Dentro de dos minutos, si los trenes iban a la hora, su mujer partiría. El tren se pondría en marcha y la ciudad de Fort se alejaría de ella.
—Te lo he explicado varias veces —le decía Morton—. Nadie sabe de qué está hecha la materia. Átomos, electrones, energía pura…, No son más que palabras. ¿Quién sabe dónde acabará? Hacemos hipótesis, teorías, nos inventamos formas de medir. Pero no lo sabemos.
»Y eso en cuanto a la materia. Piensa en el cerebro humano y en todas las funciones que todavía desconocemos. Es un continente inexplorado, Chris, y puede que siga siéndolo durante mucho tiempo. Y en todo ese tiempo, esos poderes nos afectarán igualmente y tal vez influirán en la materia, aunque no tengamos modo de medirlos.
»Y te digo que estás envenenando tu casa. Que tu ira se ha enquistado en las paredes, en todo lo que tocas. Todo ha recibido tu influencia, la de tu furia incontrolable. Y también creo que si no fuera por la presencia de Sally, que actúa como factor de contención, bueno, puede que los objetos llegaran a atacarte…
Chris escuchó las últimas frases.
—¡Deja ya de decir tonterías! —le espetó, enfadado. Hablas como un adolescente después de leer su primera novela de Tom Swift.
Morton suspiró. Pasó los dedos por el borde de la taza y meneó la cabeza con tristeza.
—Bueno —dijo—, solo me queda la esperanza de que nada se descontrole. Está claro que no vas a escucharme.
—Menos mal que por fin has dicho algo con lo que puedo estar de acuerdo —dijo Chris, mirando la hora—. Y ahora, si me disculpas, tengo que irme a ver como unos cretinos con zapatos bicolores pasan los ojos por pasajes que son incapaces de asimilar.
Se levantaron.
—Pago yo —se ofreció Morton, pero Chris dejó una moneda en la barra y salió.
Morton lo siguió despacio, guardándose el cambio. Una vez fuera, le dio una palmadita a Chris en el hombro.
—Intenta tomártelo con calma —le dijo—. Mira, ¿porque no venís Sally y tú a casa esta noche? Podríamos jugar unas manos de bridge.
—Imposible —respondió Chris.
Los estudiantes, inclinados sobre los libros, estaban leyendo una selección de fragmentos de El rey Lear. Chris los miraba sin verlos.
«Tengo que resignarme —se dijo—. Tengo que olvidarla, eso es todo, Se ha ido. No voy a seguir lamentándome. No puedo esperar, contra todo pronóstico, que regrese. No quiero que regrese. Estoy mejor sin ella. Ahora soy libre y no tengo cadenas».
Se quedó sin ideas. Se sentía vacío e indefenso, como si no fuera a ser capaz de escribir ni una palabra más en toda su vida. «Quizá únicamente el trastorno de su partida me ha permitido encontrar las palabras —pensó con amargura—. Porque, a fin de cuentas, las palabras que se me han ocurrido, las ideas que han florecido, aunque fuera brevemente, todas tenían que ver con ella. Con su partida y con lo desgraciado que me hace».
Se detuvo en seco.
«¡No! —gritó en su batalla silenciosa—. No dejaré que sea así. Soy fuerte. Esta sensación es pasajera. Pronto habré aprendido a vivir sin ella. Y entonces trabajará. Crearé las obras que he soñado crear. Al fin y al cabo, ¿no he vivido dieciocho años más? ¿Acaso en estos años no me he llenado hasta la saciedad de imágenes y sonidos, de ideales, impresiones e interpretaciones?».
Temblaba de emoción.
Alguien agitaba una mano delante de su cara. Enfocó la vista y miró a la chica con frialdad.
—¿Si? —le dijo.
—¿Podría decirnos cuándo va a devolvernos los exámenes parciales, profesor Neal? —le preguntó la chica.
La miró. Notó un temblor en la mejilla derecha. Le entraron ganas de gritarle a la cara todos los insultos que conocía. Apretó los puños.
—Se los devolveré cuando estén corregidos —respondió con voz tensa.
—Sí, pero…
—Ya me ha oído —dijo, elevando la voz al final de la frase.
La chica se sentó, Cuando Chris bajó la cabeza, se dio cuenta de que ella miraba al chico de al lado y se encogía de hombros con cara de asco.
—Señorita…
Pasó las hojas del cuaderno de evaluación y encontró el nombre.
—¡Señorita Forbes!
Levantó la mirada, pálida, de modo que los labios rojos contrastaban con la blancura de la piel. «Idiota maquillada de alabastro». Las palabras lo desgarraban.
—Salga del aula —le ordenó bruscamente.
La chica estaba desconcertada.
—¿Por qué? —preguntó con voz débil y lastimera.
—¿Es que no me ha oído? —Sintió cómo la furia crecía en su interior—. ¡Le he dicho que salga del aula!
—Pero…
—¿Es que no me oye? —chilló.
La chica recogió los libros a toda prisa, con las manos temblorosas y la cara roja de vergüenza. Con los ojos clavados en el suelo y sin dejar de tragar saliva, rodeó la fila de asientos y salió.
La puerta se cerró. Chris se hundió en la silla. Se sintió muy enfermo. «Ahora todos se pondrán contra mí para defender a una niña tonta. El doctor Ramsay tendrá más madera para su hoguera particular».
Y tendrían razón.
No podía quitárselo de la cabeza. Tendrían razón. Lo sabía. El diminuto recoveco de su cabeza que no se dejaba intimidar por la pasión irreflexiva sabía que era un imbécil y un estúpido.
«No tengo derecho a enseñar a nadie. Ni siquiera puedo aprender a comportarme como un ser humano». Quería gritarlo, llorar su confesión y arrojarse por una de las ventanas abiertas.
—¡No quiero ni un susurro más! —exigió con violencia.
El aula quedó sumida en el silencio. Tenso, esperó cualquier indicio de beligerancia.
«Soy vuestro profesor —se decía—. Tenéis que obedecerme. Tenéis que…».
La idea se quedó en el aire y de nuevo se perdió en divagaciones. ¿Qué más daban los estudiantes o una chica que preguntaba por los parciales? ¿Qué más daba todo?
Miró la hora. Dentro de unos minutos el tren llegaría a Centralia. Sally tomaría el expreso de la línea principal para ir a Indianápolis. Después a Detroit y a casa de su madre. Se había ido.
Se había ido. Intentó visualizar la idea, llevarla al plano de la realidad. Sin embargo, apenas era capaz de pensar en la casa sin ella. Porque, sin ella, ya no sería la casa, sino otra cosa.
Empezó a pensar en lo que le había dicho John.
¿Sería posible? Había llegado a tal punto que aceptaba lo increíble. Era increíble que su mujer lo hubiese dejado. ¿Por qué no ampliar el abanico de imposibilidades a las cosas que estaban ocurriéndole?
«De acuerdo —pensó, enfadado—. La casa está viva. Le he dado vida con mortíferas efusiones de rabia. Espero de corazón que, cuando llegue y entre por la puerta, el techo se me caiga encima. Espero que las paredes se comben y que el peso de la cal, la madera y los ladrillos me haga papilla. Eso es lo que quiero. Que algo me quite de en medio, ya que yo no soy capaz de hacerlo. Ojalá una pistola cometiera suicidio por mí, que pudiera pedirle al gas que me echara encima su aliento mortífero o que una navaja accediera a rebanarme la carne».
Se abrió la puerta. Levantó la mirada y allí estaba el doctor Ramsay, la viva imagen de la indignación. Detrás de él, en el pasillo, Chris vio a la chica, con la cara arrasada en lágrimas.
—Venga un momento, Neal —le dijo Ramsay bruscamente, y salió de nuevo al pasillo.
Chris se quedó sentado a la mesa con la vista clavada en la puerta. De repente se sentía muy cansado, exhausto. Le parecía que no tendría fuerzas ni para levantarse y salir al pasillo. Miró a los alumnos. Unos cuantos intentaban reprimir la risa.
—Para mañana terminarán la lectura de El rey Lear —dijo, y se oyeron algunas quejas.
Ramsay se asomó de nuevo al aula, con las mejillas encendidas.
—¿Viene, Neal? —le preguntó en voz bastante alta.
Chris cruzó el aula, rígido de cólera, y salió al pasillo. La chica agachó la cabeza y se mantuvo junto al corpulento Ramsay.
—¿Qué me dicen por aquí, Neal? —le preguntó este.
«Muy bien —pensó Chris—. No me llames profesor. Nunca lo seré, ¿verdad? Tú te encargarás de ello, cabrón».
—No le entiendo —le respondió con tanta serenidad como le fue posible.
—La señorita Forbes afirma que la ha echado de clase sin motivo.
—Entonces, la señorita Forbes está mintiendo como una bellaca —repuso él.
«Por favor, controla la furia —pensó—. No permitas que se desate». Tanto esfuerzo hacía por contenerla que temblaba.
La chica ahogó un gemido y sacó otra vez el pañuelo. Ramsay se volvió y le dio una palmadita en el hombro.
—Vaya a mi despacho, hija. Espéreme allí.
Despacio, la muchacha les dio la espalda y se alejó.
«¡Político! —gritó la mente de Neal—. Qué fácil te resulta ser simpático con ellos. No tienes que lidiar con sus mentes ineptas».
La señorita Forbes dobló la esquina y Ramsay miró de nuevo a Chris.
—Espero que tenga una buena explicación —le dijo—. Empiezo estar harto de su comportamiento.
Chris no dijo nada.
«¿Por qué estoy aquí de pie? —se preguntó de repente—. ¡Santo cielo! ¿Por qué estoy aquí de pie, en este pasillo oscuro, dispuesto a escuchar la reprimenda de este grosero pomposo?».
—Estoy esperando, Neal.
Chris se envaró.
—Le he dicho que está mintiendo —respondió sin alzar la voz.
—Prefiero creer lo contrario —repuso el doctor Ramsay. Le temblaba la voz.
Chris sintió un escalofrío. Estiró el cuello hacia delante y habló despacio, con los dientes muy apretados.
—Puede creer lo que le salga de las narices.
A Ramsay le temblaron los labios.
—Creo que ha llegado el momento de que se presente ante el consejo —murmuró.
—¡Bien! —dijo Chris en voz alta.
Ramsay hizo ademán de cerrar la puerta del aula, pero Chris le dio una patada, que se estrelló contra la pared. Una chica ahogó un grito.
—¿Qué pasa? —le gritó a Ramsey—. ¿No quiere que sus estudiantes oigan cómo le grito? ¿No quiere que sepan que es usted un estúpido, un charlatán y un burro?
Ramsay levantó los puños temblorosos hasta la altura del pecho. Le temblaban mucho los labios.
—¡Ya basta, Neal!
—¡Fuera de mi camino! —gruñó Chris, y apartó de un empujón al corpulento hombre.
Se alejó. El pasillo volaba. Oyó el timbre, aunque era como si sonara en otra existencia. El edificio rebosaba vida; los estudiantes salían en tropel de las clases.
—¡Neal! —lo llamó Ramsay, pero Chris siguió andando.
«Oh, Dios, sácame de aquí, me ahogo —pensó—. El sombrero, el maletín… Déjalos. Sal de aquí».
Mareado, bajó las escaleras rodeado de un remolino de estudiantes que giraba a su alrededor como una marea borrosa. Su cerebro estaba muy lejos de ellos.
Recorrió el pasillo de la planta baja con la vista fija al frente. Dobló la esquina, salió por la puerta y bajó los escalones de la entrada hasta el camino que recorría el campus. No prestó atención a los estudiantes que se quedaban mirándole el pelo rubio despeinado y la ropa arrugada. Siguió caminando.
«Lo he hecho —pensó, beligerante—. Me he escapado. ¡Soy libre!».
«Estoy enfermo».
A lo largo del camino hasta la calle Mayor y en el autobús siguió recargando sus reservas de ira. Repasó una y otra vez aquellos minutos en el pasillo. Recordó la cara impasible de Ramsay, repitió sus palabras. Se mantuvo tenso y furioso.
«Me alegro —se dijo con contundencia—. Todo está resuelto. Sally me ha dejado. Bien. He dejado el trabajo. Bien. Ahora soy libre para hacer lo que quiera».
Un júbilo iracundo le latía en las venas. Se sentía solo, ajeno al mundo, y se alegraba.
Bajó del autobús en su parada y caminó decidido hacia su casa, fingiendo no percibir el dolor que aumentaba al acercarse a ella.
«No es más que una casa vacía —pensó—. Nada más. A pesar de esas teorías pueriles, no es más que una casa».
Cuando entró, la encontró sentada en el sofá.
Se tambaleó como si le hubiesen dado un puñetazo. Se quedó plantado, aturdido, con la vista clavada en ella. Tenía las manos fuertemente entrelazadas y también lo miraba.
Chris tragó saliva.
—Bueno —consiguió decir.
—Me… —empezó Sally, pero se le cerró la garganta—. Bueno…
—Bueno, ¿qué? —gritó él al instante para ocultar que le temblaba la voz.
—Chris, por favor —dijo ella, levantándose—. ¿No vas a…? ¿No vas a pedirme que me quede? —Lo miraba como una niña pequeña, suplicante.
Aquella mirada lo enfureció. Todas sus ensoñaciones, hechas pedazos; el creciente montón de ideas nuevas, pisoteado.
—¿Que te pida que te quedes? —le gritó—. ¡Por Dios! ¡No voy a pedirte nada!
—¡Chris! ¡No!
«¡Se derrumba! —le gritó su mente—. Está hundiéndose. Aprovecha. Échala. ¡Échala de esta casa!».
—Chris —sollozó Sally—, sé bueno. ¡Por favor! Sé bueno conmigo.
—¡Bueno! —Estuvo a punto de atragantarse. Sintió una oleada ardiente de calor—. ¿Es que has sido buena tú conmigo? Me has vuelto loco, me has hundido en un pozo de desesperación del que no puedo salir ¿Lo entiendes? Nunca podré. ¡Nunca! ¿Lo entiendes? Nunca escribiré ¡No puedo escribir! ¡Me has dejado seco! ¡Has destruido mi capacidad de escribir! ¿Lo entiendes? ¡La has destruido!
Sally retrocedió hacia el comedor y él la siguió con las manos temblorosas. Sentía que lo había empujado a confesar y la odiaba aún más por ello.
—Chris… —murmuró ella, asustada.
La rabia se multiplicaba en él como un cultivo celular. La furia lo invadió hasta que dejó de ser una persona y se convirtió en odio acusador hecho carne.
—¡No te quiero! —chilló—. ¡Tienes razón! ¡No te quiero! ¡Fuera de aquí!
Sally abrió mucho los ojos. La boca parecía una herida abierta. Echó a correr con los ojos brillantes de lágrimas. Pasó a su lado y huyó por la puerta principal.
Se asomó a la ventana y la observó correr con la melena morena flotándole a la espalda.
Se mareó de repente, se derrumbó en el sofá y cerró los ojos. Se clavó las uñas en las palmas de las manos. «Oh, Dios, sí que estoy enfermo», masculló su mente. Se estremeció y miró a su alrededor como un idiota. ¿Qué era aquella sensación? Le parecía que se hundía en el sofá, en el suelo, que se disolvía en el aire, que se unía a las moléculas de la casa, Gimió débilmente sin dejar de mirar a su alrededor. Le dolía la cabeza. Se apretó la frente con la palma.
—¿Qué es? —murmuró—. ¿Qué?
Se levantó. Intentó oler un posible gas. Intentó oír un supuesto ruido Se volvió para ver alguna cosa, como si hubiera algo alto, ancho y profundo, algo amenazador.
Flaqueó y se dejó caer de nuevo en el sofá. Volvió a mirar. No había nada; todo era intangible. Tal vez solo estuviera en su mente. Los muebles estaban en el sitio de siempre. La luz del sol se filtraba por las ventanas, atravesaba las cortinas de gasa, dibujaba patrones dorados en el suelo de parqué. Las paredes seguían siendo de color crema, el techo era igual que antes. Pero todo parecía cada vez más y más oscuro.
«¿Qué?».
Se levantó y caminó mareado por la habitación. Se olvidó de Sally. Estaba en el comedor. Tocó la mesa de roble oscuro y la observó fijamente. Entró en la cocina. Se paró delante del fregadero y miró por la ventana.
Calle arriba, vio a Sally andando a trompicones. Debía de haber estado esperando el autobús, pero ya no podía esperar más, así que se alejaba de la casa, de él.
—Iré tras ella —murmuró.
«No —pensó—. No, no iré tras ella como un…».
Olvidó lo que quería decir. Miró el fregadero. Veía borroso, como si estuviera ebrio. «Ha lavado las tazas. Ha tirado el platillo roto». Se miró el corte del dedo gordo. Ya no sangraba. Se había olvidado de él.
Volvió de repente la cabeza como si alguien se le estuviera acercando por detrás a hurtadillas. Se quedó con la vista fija en la pared. Algo se movía, lo notaba. «No soy yo». Pero tenía que serlo; tenía que ser su imaginación.
«¡La imaginación!».
Descargó un puñetazo en el fregadero.
«Escribiré. Escribiré, escribiré. Me sentaré y lo expulsaré todo en forma de palabras, esta sensación de angustia, terror y soledad. Escribiré para arrancármela del cuerpo».
—¡Sí! —gritó.
Salió corriendo de la cocina. Se negó a aceptar el miedo instintivo que se apoderaba de él. No hizo caso de la amenaza que espesaba el aire.
Una alfombra se movió. La apartó de una patada. Se sentó. Flotaba un zumbido en el aire. Quitó la tapa a la máquina de escribir. Se sentó, nervioso, y clavó los ojos en el teclado. El momento previo al ataque. Se palpaba en el aire.
«¡Pero es mi ataque! —pensó, triunfalmente—. Mi ataque contra la estupidez y el miedo».
Metió una hoja en el carro e intentó ordenar sus palpitantes pensamientos.
«Escribe —se decía—. Escribe. Ya».
—¡Ya! —gritó.
Notó que la mesa le daba un golpe en la espinilla.
El ramalazo de dolor le abrió de un tajo los sentidos. Le dio una patada en un acto reflejo demente. Más dolor. Otra patada. El escritorio le devolvió el golpe. Gritó.
Lo había visto moverse.
Intentó retroceder. De repente se sentía vacío de ira. Las teclas de la máquina se movían bajo sus manos. Las miró. No sabía si era él quien las pulsaba o si se movían solas. Forcejeó, histérico, para despegar de ellas los dedos, sin lograrlo. Las teclas se movían más deprisa de lo que era capaz de percibir, eran como una mancha borrosa en movimiento. Le despellejaban los dedos, los tenía en carne viva. Empezaron a sangrarle.
Gritó y tiró. Consiguió arrancar los dedos de las teclas y apartarse con la silla de un salto.
Se enganchó la hebilla del cinturón en el cajón, que salió volando y le dio en el estómago. Volvió a gritar. El dolor era una nube negra que le llovía en la cabeza.
Bajó una mano para abrir el cajón y vio los lápices amarillos que había dentro. Le lanzaron una mirada asesina. Sin darse cuenta, descargó un puñetazo en el cajón.
Un lápiz lo picó.
Siempre los tenía afilados. Fue como la mordedura de una serpiente. Retiró la mano y sofocó un grito de dolor. La punta se le había clavado bajo la uña, en la carne blanda. Chilló de furia y dolor. Tiró del lápiz con la otra mano y lo arrancó, pero se le clavó en la palma. No podía deshacerse de él. Le recorría la mano con la punta y, al tratar de separarlo, le dibujaba líneas negras e irregulares en la piel, abriéndosela.
Lanzó el lápiz al otro lado de la habitación. Rebotó en la pared y pareció saltar al caer sobre la goma de borrar. Rodó por el suelo y se quedó quieto.
Chris perdió el equilibrio. La silla cayó hacía atrás, de modo que se dio un fuerte cabezazo contra el suelo. Cuando se agarró al alféizar de la ventana, unas astillas diminutas se le clavaron en la piel, como agujas invisibles. Aulló, muerto de miedo. Pataleó. Los exámenes parciales le llovieron encima, como las alas de una bandada de pájaros locos.
La silla saltó sobre sus muelles y se puso de nuevo en pie. Las pesadas ruedas le pasaron por encima de las manos ensangrentadas y en carne viva. Las apartó con un chillido. Encogió una pierna y derribó la silla de una patada, que se estrelló de lado contra la repisa de la chimenea. Las ruedas giraban, zumbando como un enjambre de insectos furiosos.
Se levantó de un salto. Perdió el equilibrio, volvió a caerse y se golpeó contra el alféizar de la ventana. Las cortinas lo envolvieron como una pitón. La barra se partió, se vino abajo y le pegó en la cabeza. Notó que un hilo de sangre cálida le bajaba por la frente. Se revolvió en el suelo. Las cortinas parecían apresarlo como serpientes. Volvió a gritar. Intentó arrancárselas con rabia. Sus ojos reflejaban todo el terror que sentía.
Consiguió quitárselas de encima y se levantó rápidamente, intentando mantener el equilibrio. Las manos le dolían a rabiar. Se las miró. Parecían carne picada con jirones de piel colgando. Tenía que vendárselas. Se dirigió al baño.
Al primer paso, la alfombra se movió bajo sus pies, la misma alfombra que había apartado de una patada. Se sintió volar por los aires. Adelantó las manos de forma instintiva para frenar el golpe. Un dolor atroz lo sacudió. Se rompió un dedo. Las astillas se le clavaron en los dedos despellejados y sintió un dolor ardiente en un tobillo.
Intentó levantarse, pero el suelo resbalaba como el hielo. Estaba más callado que un muerto. El corazón le martilleaba en el pecho. Trató de levantarse de nuevo, pero cayó con un gemido.
La estantería se cernía sobre él, amenazadora. Gritó y se protegió con un brazo. Los estantes le cayeron encima; el superior, justo en la cabeza. Lo barrieron oleadas negras; una afilada cuchilla de dolor le atravesó el cráneo. Una lluvia de libros lo azotó. Se apartó rodando por el suelo, gruñendo, y se arrastró para salir de debajo de la estantería. Apartó los libros, sin fuerza, y se abrieron. El filo de las hojas le cortó los dedos como una hoja de afeitar.
El dolor le aclaró las ideas. Se sentó y apartó los libros a manotazos. Le dio una patada a la estantería, que chocó contra la pared. La plancha trasera se cayó y se estrelló sobre las otras.
Se levantó. La habitación le daba vueltas. Caminó tambaleándose hasta la pared e intentó apoyarse en ella, pero pareció deslizarse bajo su mano. No podía apoyarse. Cayó de rodillas y volvió a levantarse.
—Tengo que vendarme murmuró con la voz ronca.
Las palabras le llenaron la cabeza. Atravesó dando tumbos el tumultuoso comedor y entró en el baño.
Se quedó inmóvil.
«¡No! ¡Sal de la casa!».
Sabía que no había llegado hasta allí por voluntad propia.
Quiso salir, pero resbaló en el suelo de baldosas y se rompió el codo contra el borde de la bañera. Un dolor penetrante le recorrió el brazo y se lo entumeció. Se tiró al suelo retorciéndose de dolor. Las paredes se oscurecieron y parecieron desplomarse sobre él como una mortaja negra.
Se sentó. La respiración le desgarraba la garganta. Con un gemido se apoyó en el suelo para levantarse. El brazo se le movió solo y abrió la puerta del armarito. Le dio en la mejilla y le produjo una herida dentada Echó atrás la cabeza. La grieta del techo parecía una sonrisa idiota en una cara blanca e inexpresiva. Bajó la cabeza, lloriqueando de miedo. Intentó retroceder.
La mano se introdujo en el armarito. «¡Para coger yodo, para coger gasas!», gritaba su mente.
La mano sacó la navaja.
La navaja dio sacudidas como un pez en el anzuelo. La otra mano se metió en el armario. «¡Para coger yodo, para coger gasas!», chillaba mentalmente.
La mano sacó el hilo dental, que emergió del envase como un interminable gusano blanco y se le enrolló en el cuello y en los hombros, ahogándolo.
La hoja larga y reluciente salió de la funda.
No podía detener la mano. La navaja le recorrió el pecho, le cortó la camisa y le abrió un valle en la piel. Brotó la sangre.
Intentó desprenderse de ella, pero la tenía pegada a la mano. Le daba cuchilladas en los brazos, en las manos, en las piernas y en el cuerpo.
En el cuello.
Se le escapó un grito de terror. Salió corriendo del baño y entró dando violentos bandazos en el salón.
—¡Sally! —gritaba—. ¡Sally, Sally, Sally…!
La navaja le tocó el cuello. La habitación se oscureció. Dolor. La vida refluyó hacia la noche. El mundo entero quedó en silencio.
Al día siguiente, el doctor Morton fue a su casa. Llamó a la policía. Posteriormente, el forense escribió en su informe: «Muerto a causa de lesiones autoinfligidas».
Aquí no se llama Universidad de Misuri, pero cuando escribía tenía en mente que la acción sucedía en esa universidad, en la que estudié. Y por culpa de leer tantos libros sobre fenómenos paranormales, volvió a surgirme la idea de personas que tenían el poder de insuflar movimiento en cosas inanimadas con la mente; la idea de que la cólera de ese hombre era tan intensa que era capaz de mover los objetos de su casa, lo que acabaría por matarlo. La última frase del cuento me parece genial. Me visualizaba habiéndome quedado en la universidad, casado con la chica con la que salía entonces y convertido en un amargado…, trabajando de profesor y fracasando como escritor.
Como he dicho en la introducción, en aquella época el matrimonio me parecía una pesadilla, lo mirara como lo mirara. No ocurre tanto en los relatos breves, pero en las novelas, los personajes principales son siempre yo. En este en concreto, así fue: era yo y mi visión de la vida por aquel entonces. —RM