La nave plateada surcó marcha atrás los velos de nubes rasgadas y atravesó la atmósfera de Estación Cuatro como si descendiera a lo largo de un tobogán. Los reactores expulsaban los chorros de fuego de la deceleración y se oponían con un rugido huracanado a las garras de la gravedad.
El aire se espesó. La mota reluciente que era el cohete fue deslizándose con más suavidad; caía como un proyectil en paracaídas. La luz del sol centelleó en los laterales metálicos y las aguas azules del mar se alzaron en altas olas como si desearan tragárselo. La nave descendió describiendo un amplio arco y luego reculó para posarse en la tierra cubierta de verde rojizo.
Dentro de la diminuta cabina, tres hombres tendidos y amarrados esperaban a que llegara el impacto. Tenían los ojos cerrados y las manos sin color de tan tensas. Su musculatura luchaba contra la deceleración.
La tierra emergió y se interpuso en el camino de la nave, que aterrizó con brusquedad y entre vibraciones sobre los amortiguadores traseros. Al cabo de un instante, quedó inmóvil y en silencio, después de haber surcado felizmente un billón y medio de kilómetros de oscuro vacío.
A quinientos metros se encontraban el almacén, el pueblo y la casa.
Peligrosa. Eso decía el informe oficial. Se suponía que era secreto, pero David Lindell estaba al corriente; todos los hombres de Wentner lo estaban. Estación Cuatro, Los Pájaros y el Manicomio de las Tres Lunas. Sin embargo, Lindell también sabía que eran rumores y había que cogerlos con pinzas.
Pero algún fundamento debían tener todas aquellas risas, bromas y el silencio de los superiores. A cualquier otra estación enviaban a alguien dos años, pero a la Cuatro solo seis meses. Por algo sería. Tenía lógica, como solían decir en la sala de reuniones de la Tierra. La Compañía de Comercio Interestelar Wentner no correría riesgos innecesarios; a Lindell no le cabía duda de eso.
—Pero, como digo siempre, no sirve de nada preocuparse.
Se lo dijo a Martin, el copiloto de la nave, mientras caminaban fatigados por el extenso prado hacia el complejo que se veía a lo lejos, cargados con el equipaje de Lindell.
—Tienes mucha razón —convino Martin—. No te preocupes.
—Es lo que digo siempre —dijo Lindell.
Al cabo de un rato pasaron junto al almacén, enorme y silencioso.
Las puertas correderas estaban entreabiertas y, en el interior, Lindell no vio más que el suelo de hormigón y la luz del sol que se filtraba por la claraboya. Martin le dijo que la nave de carga lo había desocupado hacía unas cuantas semanas. Lindell gruñó y se pasó el equipaje a la otra mano.
—¿Dónde están los trabajadores? —preguntó.
Martin, con el casco aún puesto, hizo un gesto con la cabeza para señalar el pueblo de los trabajadores, a unos trescientos metros de allí. Ningún sonido surgía de aquellas viviendas bajas de color blanco, perfectamente alineadas, que formaban tres lados de un rectángulo. El sol se reflejaba en las ventanas con centelleos cegadores.
—Supongo que están en el catre —dijo Martin—. Duermen mucho cuando terminan de trabajar. Ya los verás mañana, cuando empiecen a llegar los envíos.
—¿Viven con la familia? —le preguntó Lindell.
—No.
—Creía que era la política de la empresa.
—Aquí no. Los gníes no tienen mucha vida familiar. Hay muy pocos hombres, y todos son bastante tontos.
—Estupendo —dijo Lindell—. Fantástico. —Se encogió de hombros—. Bueno, no sirve de nada preocuparse.
En las escaleras que daban al vestíbulo de la casa le preguntó a Martin dónde estaba Corrigan.
—Se marchó a casa en la nave de carga —respondió Martin—. A veces pasa. Al fin y al cabo, aquí no hay nada que hacer una vez recogida la mercancía.
—Ah. ¿Qué hay ahí? —Abrió una puerta con el pie y observó la combinación de salón y biblioteca.
—Menudo lujo.
—Y hay más. —Martin señaló por encima del hombro de Lindell—. Ahí tienes un proyector y una grabadora.
—Fenomenal. Tengo permiso para hablar conmigo mismo. —Lindell hizo una mueca—. Vamos a dejar las bolsas, que se me están cayendo los brazos.
Caminaron cansados por el pasillo. Lindell echó un vistazo a la cocinita alicatada y arreglada.
—¿Sabe cocinar la mujer gni? —preguntó.
—Por lo que tengo entendido —dijo Martin—, comerás como un rey.
—Cuanto me alegro. Dime. ¿no sabrás por casualidad por qué llaman a este sitio el Manicomio de las Tres Lunas?
—¿Quién lo llama así?
—Los chicos de la Tierra.
—Pues se equivocan. Ya veras como te gusta.
—Pero ¿porqué solo son seis meses?
—Este es tu dormitorio —le dijo Martin.
Cuando entraron, estaba de espaldas, haciendo la cama. Soltaron las bolsas y ella se volvió.
A Lindell se le crisparon las manos.
«Bueno —pensó, tras recomponerse de la impresión—, las he visto peores».
Llevaba una pesada túnica hasta los pies, ajustada al cuello, como un cono truncado de tela. Solo se le veía la cabeza.
Era una cabeza achaparrada de piel basta, rosa y calva. Le recordó la barriga de una perra preñada. En vez de orejas tenía unos huecos a los lados de la cara chata y sin barbilla. La nariz era diminuta, con una sola fosa. La boca era un pequeño círculo rodeado de unos labios gruesos, parecidos a los de un mono. Lindell decidió no saludarla con un «Hola, preciosa».
La mujer cruzó la habitación en silencio, y Lindell se asustó al verle los ojos. Entonces ella le dio la mano, húmeda y esponjosa.
—Hola —la saludó.
—No te oye —dijo Martin—. Es telépata.
—Es verdad, no me acordaba.
—Hola —pensó.
Captó la respuesta de ella.
—Hola. Me alegro de tenerlo por aquí.
—Gracias —respondió él.
«Parece buena chica —se dijo—. Extraña, pero hospitalaria». Una pregunta le tocó el cerebro como una mano tímida.
—Sí, claro —respondió él—. Si —añadió mentalmente.
—¿Qué quiere? —le preguntó Martin.
—Creo que se ha ofrecido a deshacerme la maleta. —Lindell se derrumbó en la cama—. ¡Ah! —exclamó—. No está mal. —Palpó el colchón con dedos curiosos.
—Dime, ¿cómo sabes que es mujer? —le preguntó a Martin cuando salieron al pasillo, mientras la gni deshacía el equipaje.
—Por la túnica. Los hombres no llevan.
—¿Eso es todo?
—Y por unas cuantas cosas más que no tienen el menor interés para ti —dijo Martin con una sonrisa.
Entraron en el salón. Lindell se sentó en la butaca para probarla. Se reclinó y acarició los brazos con dedos satisfechos.
—Peligrosa o no —dijo—, esta estación supera a todas las demás en comodidades.
Se quedó allí sentado y reflexionó un instante sobre los ojos de la gni. Eran enormes, de aspecto líquido; le ocupaban un tercio de la cara. Parecían platillos de cristal con cercos oscuros para la taza a modo de pupilas. Y eran húmedos. Cuencos con líquido. Se encogió de hombros y no le dio más importancia.
«¿Y qué? —pensó—. Da igual».
—¿Eh? ¿Qué? —preguntó al oír la voz de Martin.
—Que tengas cuidado. —Martin estaba enseñándole una reluciente pistola de gas—. Está cargada —le advirtió.
—¿Para qué la quiero?
—Para nada, pero forma parte del equipo estándar. —Martin volvió a dejarla en el cajón del escritorio y lo cerró—. Y ya sabes dónde están los libros. La oficina del almacén está organizada como todas las demás oficinas de las estaciones.
Lindell asintió. Martin miró la hora.
—Bueno, tengo que irme. Veamos. —Lindell y él se dirigían a la puerta—. ¿Se me olvida algo? Por supuesto, ya conoces la regla: no hay que hacerles daño a los nativos.
—¿Y por qué iba a hacerles daño…? ¡Huy!
Estuvieron a punto de derribarla al salir de la habitación. Ella retrocedió de un salto, asustada, con los ojos muy abiertos.
—Tranquila, niña —la calmó Lindell—. ¿Qué pasa?
—¿Comida? —El pensamiento se encogió ante él como un mendigo a la puerta trasera de su mente.
Lindell frunció los labios y asintió.
—Me has quitado las palabras de la boca. —La miró y se concentró—. Volveré en cuanto acompañe al copiloto de vuelta a su nave. Prepara algo bueno.
Ella asintió enérgicamente y corrió a la cocina.
—¿Por qué ha salido volando como un murciélago? —preguntó Martin mientras se dirigían a las escaleras.
Lindell se lo explicó.
A esto lo llamo yo un servicio de lujo comentó Martin, riendo entre dientes mientras bajaban. No está mal esto de la telepatía. En las otras estaciones, si no quería morirme de hambre tenía que aprender algo de su idioma para conseguir un bocadillo de jamón, o bien intentar enseñarles inglés. Tanto si hacía una cosa como la otra, sudaba la gota gorda para conseguir la cena. —Parecía encantado—. Hace calor.
Las pesadas botas aplastaban la fresca hierba azul de camino a la nave, posada en vertical. Martin le tendió la mano.
—Que te vaya bien. Lindell. Hasta dentro de seis meses.
—Nos vemos. Dale al viejo Wentner una patada en el culo de mi parte.
—De acuerdo.
Lindell observó como menguaba el copiloto a medida que subía por la escalerilla metálica de la escotilla. Un Martin enano entró en la nave y cerró la puerta metálica. Lindell saludó a la figura diminuta que se veía por la escotilla y se alejó corriendo para evitar la onda expansiva.
Se paró en una colina, bajo el tupido follaje escarlata de un árbol. Oyó un borboteo en la panza de la nave y una corriente de gases de explosión. Observó la nave flotar un momento sobre las llamas y desaparecer como un rayo en el cielo azul verdoso, tras dejar una zona de vegetación achicharrada. Un segundo después ya no estaba.
Lindell fue paseando con indolencia hasta la casa, apreciando la profusión de plantas y flores cárdenas del prado que lo rodeaba y los insectos bulbosos que volaban entre ellas.
Se quitó la chaqueta y la llevó en la mano. Era agradable sentir el sol en la espalda.
—Chicos —le dijo al aire perfumado—, qué equivocados estabais.
El gran sol abrasador casi se había puesto y teñía el cielo con la sangre de su muerte cíclica. Estaban a punto de salir las tres lunas, que volvían loco a cualquiera que intentara buscar su propia sombra.
Lindell se sentó junto a la ventana del salón a contemplar el paisaje.
«Esto es incomparable —pensó—. No tiene nada que ver con el aire, el clima ni con ninguna de las cosas que crecen en el apagado tecnicolor de la Tierra». La naturaleza se había superado a sí misma en aquel rincón perdido de la galaxia. Suspiró y se desperezó. ¿Qué pasaría con la cena?
—¿Bebida?
Lindell se sobresaltó, se le cortó el bostezo a la mitad y cerró los puños con tanta fuerza que le crujieron los nudillos.
La gni estaba de pie a su lado, con una bandeja en la que había un vaso. Lindell lo cogió mientras sentía que el corazón se le aplacaba tras el susto.
—Podrías llamar a la puerta —le sugirió. En aquel momento los ojazos tenían forma elíptica y lo miraban sin comprender—. Bueno, déjalo —añadió tras tomar un trago de líquido ácido y templado. Se relamió y tomó otro trago más largo—. ¡Qué bueno! Gracias, Querida.
Parpadeó sorprendido.
«Es para quedarse helado —pensó—. ¿Querida? ¿Por qué? Pues no hay formas en las que podría haberme dirigido a ella…». La miró, sofocando la risa.
La gni no se había movido. Tenía la cara torcida en lo que él suponía que era una sonrisa. Pero aquella boca no estaba hecha para sonreír.
—Bueno, ¿cuándo comemos? —le preguntó, un poco incómodo ante la mirada fija de aquellos globos oculares acuosos.
Ella fue corriendo a la puerta y antes de salir se volvió.
—Ya está lista —fue el mensaje que recibió Lindell.
Sonrió, apuró la bebida, se levantó y la siguió por el pasillo en penumbra.
Apartó el plato con un suspiro y se arrellanó.
—Esto es lo que yo llamo una buena comida —dijo.
Como si hubiera accionado un resorte, sintió cómo brotaba en su mente el placer de la gni.
—Querida te da las gracias.
«Está claro que ha pillado el nombre muy deprisa», pensó. Ella lo miró con los ojos muy abiertos. ¿Estaría intentando sonreír otra vez? A él, todas las expresiones de la gni le parecían iguales: las de la mímica facial de un idiota. Pero suponía que estaba sonriendo por los pensamientos que le llegaban asociados a aquella mirada.
Advirtió que se le humedecían los ojos por empatía, así que volvió la cabeza y parpadeó. Algo nervioso, echó una cucharadita de azúcar en el café y lo removió. Sentía su mirada clavada en él. Una punzada de disgusto empañó sus pensamientos, y ella se volvió de golpe. «Eso está mejor», pensó él, y se sintió bien de nuevo.
—Oye, dime, Querida —empezó a decir. «Bueno, será mejor que vaya acostumbrándome», pensó—. ¿Tienes esposo? —Los pensamientos que recibió como contestación resultaban confusos.
—¿Tienes pareja? —insistió con otras palabras.
—Oh, sí.
—¿En el pueblo de los trabajadores?
—Esos no tienen —respondió ella con lo que a él le pareció cierta superioridad.
Se encogió de hombros y tomó un trago de café.
«Bueno —se dijo—, un trabajador satisfecho volvería locos a los demás, en cualquier caso. Se comerían las uñas si tuvieran. Y con esto y un bizcocho, hasta mañana a las ocho».
Ya en la cama, se puso a escribir en su manoseado diario. Las tapas gastadas apenas protegían sus escasas anotaciones recogidas en media docena de planetas. Aquel era el séptimo. «Mi número de la suerte» escribió con tinta azul.
Tampoco oyó nada esa vez.
—¿A dormir?
La pluma le patinó y emborronó la página con tres manchas de tinta. De nuevo llevaba la bandeja.
—Sí —dijo.
—Sí. Gracias, Querida. Pero, mira, ¿podrías avisarme cuando…? —No terminó la frase al ver que no servía de nada—. ¿Esto me ayudará a dormir?
—Oh, sí —fue la respuesta.
Tomó un sorbo mientras miraba la página manchada de tinta.
«De todos modos, acababa de empezar; no se ha perdido ninguna obra literaria de valor incalculable». Arrancó la hoja y la arrugó.
—Está rico —dijo, señalando el vaso con la cabeza. Tenía el papel en la mano.
—¿Lo tiro? ¿Eh? ¿Lo tiro? —le preguntó ella.
—De acuerdo —dijo él—. Y ahora, márchate. ¿Se puede saber qué haces en los aposentos de un caballero?
La gni se alejó corriendo y él sonrió cuando cerró la puerta en silencio a sus espaldas.
Tras terminarse la bebida, dejó el vaso en la mesita de noche y apago la lámpara. Se acomodó en la mullida almohada con un suspiro. «Menudo bicho», pensó con satisfacción soñolienta.
—Buenas noches.
Abrió los párpados, ya muy pesados, y miró a su alrededor. No había nadie en el dormitorio. Volvió a derrumbarse.
—Buenas noches.
Se incorporó sobre un codo y escudriñó la oscuridad.
—Buenas noches.
—Ah —dijo—. Buenas noches a ti también. —Los pensamientos desaparecieron. Volvió a dejarse caer con un gran bostezo que le convirtió la boca en una gran cueva cercada de dientes.
—¿Qué te parece? —murmuró con la voz espesa, poniéndose de lado—. Ni un espejo. ¿Ves? Nada por aquí, nada por allá. ¿Qué te…?
Tuvo un sueño del que despertó empapado de sudor.
Después de desayunar, con la mente empujada por los saludos de despedida de la gni, salió de casa camino del almacén. Vio que los gníes ya estaban en fila transportando paquetes sobre la cabeza. Entraban en el almacén y dejaban los paquetes en el suelo de hormigón. El capataz gni, en el centro de la nave, registraba las entregas en un sujetapapeles lleno de recibos finos como pañuelos de papel.
Cuando Lindell se acercó, todos se deshicieron en reverencias y siguieron realizando su trabajo con mayor servilismo. Se dio cuenta de que tenían la cabeza más plana que Querida, de un tono ligeramente más oscuro, y los ojos más pequeños. Eran de complexión ancha y musculosa.
«Sí que parecen estúpidos», pensó.
Cuando se acercó al que supervisaba la entrega de los paquetes y le envió un pensamiento, vio que no eran telépatas. O que no querían serlo.
—¿Cómo sta? —dijo el gni con voz chillona—. Yo compruebo. ¿Usted comprueba?
—No hace falta —dijo Lindell, rechazando el sujetapapeles—. Llévamelo a la oficina cuando hayáis terminado con el primer lote.
—¿Qué, eh? —preguntó el tipo.
«Menuda lumbrera», pensó Lindell.
—Esto —dijo, dando golpecitos con el dedo al taco de papeles—, a la oficina. Esto, a mí, a mí —recalcó, señalándose—. Cuando toda mercancía dentro.
La cara manchada del hombre se iluminó con una mirada de profunda estupidez y asintió vigorosamente. Lindell le dio una palmadita en el hombro.
«¡Muy bien, chaval! —se dijo—. Seguro que eres un hacha en momentos de crisis». Se marchó a la oficina con los dientes apretados.
Una vez dentro, cerró la puerta de plasticristal y examinó la habitación. Era igual que lo que recordaba de otras estaciones, salvo por la cama plegable de la esquina.
«No fastidies que tendré que dormir aquí algunas noches», refunfuñó para sí.
Se acercó. En la funda sucia de la almohada se distinguía la huella de una cabeza. Recogió un pelo castaño claro.
«¿Y qué demonios es esto?», se preguntó.
Debajo de la cama encontró un cinturón sin hebilla. En la pared de la cama había unos profundos arañazos, como si alguien, presa de la fiebre hubiera intentado escapar de la oficina. Los observó con atención.
—Este tugurio está embrujado —concluyó, meneando levemente la cabeza.
«¿Para qué voy a preocuparme? —pensó, encogiéndose de hombros—. Dentro de seis meses me largaré, y nada podrá conmigo».
Sin entretenerse más, se sentó al escritorio y sacó el voluminoso registro de la estación. Se encogió de hombros, abrió la tapa y empezó a leer desde el principio.
Las primeras entradas eran de hacía veinte años. Estaban firmadas por Jefferson Winters y, un poco después, por un apresurado Jeff. Al cabo de seis meses y cincuenta y dos páginas de letra apretada, Lindell vio que la cincuenta y tres contenía un único mensaje, escrito una y otra vez con letra florida: «Estación Cuatro, ¡adiós para siempre!». Jeff no parecía haber tenido ninguna dificultad para adaptarse a la vida de aquel lugar.
La silla crujió cuando Lindell se reacomodó y se puso el pesado libro en el regazo con un suspiro de aburrimiento.
Las entradas no empezaron a ser desiguales hasta el segundo mes del primer relevo. Había palabras emborronadas, garabatos apresurados, errores tachados y enmendados. Algunos parecían haber sido corregidos más tarde por otro relevo.
La cosa siguió igual durante cuatrocientas y pico soporíferas páginas: una lamentable cadena de fallos corregidos posteriormente. Lindell las hojeó con cansancio y sin el menor interés por su contenido.
Por fin llegó a las entradas firmadas por Bill Corrigan. Bostezó, se frotó los ojos, se incorporó en el asiento, puso otra vez el libro en la mesa y prestó más atención.
Eran como todas las anteriores, con excepción de las del primer encargado: un comienzo eficaz que se precipitaba hacia una locura cada vez mayor. La escritura se volvía más extravagante mes a mes hasta que al final era prácticamente ilegible. Detectó errores de cálculo evidentes, que corrigió con letra cuidadosa.
Descubrió que, una tarde, Corrigan había dejado de escribir a media palabra. Y del último mes y medio de su estancia no había más que páginas en blanco. Las hojeó por encima, meneando la cabeza poco a poco.
«Tengo que reconocerlo —pensó—. No lo entiendo».
Sentado en el salón a la hora del crepúsculo y después durante la cena, empezó a tener la sensación de que los pensamientos de Querida estaban vivos en cierto modo. Eran como insectos microscópicos que entraban y salían por las fisuras de su cerebro. En ocasiones casi no se movían; en otras saltaban entusiasmados. Una vez se había irritado un poco porque la gni lo observaba y aquellos pensamientos se deshicieron en torpes súplicas que imploraban perdón como si le tiraran de la manga de la mente.
Peor aún: más tarde, mientras leía en la cama, se dio cuenta de que la sensación persistía incluso cuando ella no estaba presente. Si ya era desconcertante sentir un flujo incesante de pensamientos ajenos cuando la tenía cerca, esta especie de control remoto pasaba de castaño oscuro.
—Eh, ¿qué haces? —Intentó convencerla de que lo dejara en paz de forma cordial, pero la única respuesta que recibió fue una imagen de la gni mirándolo con los ojos como platos sin entender nada.
—¡Oh, mierda! —murmuró, y dejó el libro de golpe en la mesita de noche.
«A lo mejor fue esto: el asunto de la telepatía —pensó, tumbándose para dormir—. Quizá fue esto lo que pudo con los otros hombres. Bueno, pues conmigo no —juró—. Y no pienso preocuparme». Apagó la lámpara, le dio las buenas noches al aire y se dispuso a dormir.
—Dormir —murmuró sin darse cuenta, en un duermevela.
No estaba dormido, ni de lejos. Una niebla densa le abotargó la mente y se la llenó con una escena detallada que se le acercó y se le incrustó con violencia. Luego creció, se hinchó, emergió y se lo tragó, a él y todo lo demás.
Querida. Querida. El eco de un chillido en un pasillo largo y oscuro.
La túnica que aleteaba cerca. Vio sus rasgos pálidos.
—No, aparta —dijo. Lejos… Cerca… Más allá… Encima—. ¡No, no no! —gritó.
Se incorporó de golpe en la oscuridad, con un gemido ahogado y los ojos desorbitados. Miró alelado a su alrededor. La cabeza le daba vueltas.
Encendió la lámpara. Con movimientos atropellados, se llevó un cigarrillo a los labios, se derrumbó sobre el cabezal y se puso a expulsar bocanadas de humo rizado. Levantó una mano y vio que le temblaba. Farfulló palabras sin sentido.
Después frunció la nariz y los labios con asco.
«¿Qué diablos hay muerto aquí?», pensó. En el aire flotaba un olor intenso a sacarina que empeoraba por segundos. Apartó las sábanas.
A los pies de la cama encontró un buen montón de flores moradas.
Las miró un momento y se agachó a recogerlas para tirarlas. Retiró la mano con un gemido cuando una espina le pinchó el pulgar derecho.
Se lo apretó y se chupó las gruesas gotas de sangre que salieron, con el cerebro mortificado por aquel olor cada vez más penetrante.
—Te lo agradezco mucho —fue el mensaje que le envió—, pero no más flores.
Ella lo miró. Lindell supo que no lo había entendido.
—¿Lo entiendes? —le preguntó.
Oleadas de afecto borbotearon por las capas de su cerebro como si de almíbar se tratase. Se puso a remover el café sin parar y la transferencia cesó, como si ella se esforzara por no ofenderlo. La cocina quedó en silencio, salvo por el tintineo de los cubiertos en los platos del desayuno y el ligero susurro del roce de la túnica.
Lindell apuró el café y se levantó para marcharse.
—Comeré sobre las…
—Ya lo sé. —El pensamiento de la gni interrumpió el suyo de una forma un tanto autoritaria. Se alejó por el pasillo sonriendo un poco para si. El mensaje telepático había sido como una reprimenda maternal.
Después, mientras cruzaba el jardín, recordó el sueño y todo atisbo de alegría desapareció de sus facciones.
Estuvo toda la mañana preguntándose por qué los hombres gníes eran tan estúpidos. Lo exasperaban. Si se les caía un paquete, les costaba un mundo recogerlo. «Son como vacas sin cerebro», pensó mientras los observaba por las ventanas de la oficina. Caminaban arrastrando los pies, encorvados, con la mirada apagada y sin pestañear.
Ya no tenía ninguna duda de que no eran telépatas. Había intentado muchas veces darles órdenes con la mente, pero no recibía ningún mensaje de respuesta. Solo reaccionaban ante palabras bisílabas repetidas (o monosílabas, mucho mejor) en voz bien alta. Y las reacciones eran de imbécil.
A media mañana, levantó la vista del papeleo retrasado que Corrigan había dejado pendiente y se dio cuenta, con cierta sorpresa, de que los pensamientos de la gni le llegaban desde la casa.
Pero no eran pensamientos que pudiera convertir en palabras. Eran sensaciones amorfas. Notaba que estaba supervisándolo, como si de vez en cuando lo barriera un foco de sondeo para ver si todo iba bien.
Las primeras veces le hizo gracia. Se reía entre dientes y seguía con el trabajo. Después, aquellas intromisiones se convirtieron en una molestia, porque comenzó a recibirlas a intervalos regulares. Empezó a revolverse en la silla. Notaba que el cuerpo se le envaraba unos segundos antes de que llegaran.
Al final de la mañana empezó a repudiarlas de forma consciente. Tiraba el bolígrafo en la mesa y le ordenaba enfadado que lo dejara trabajar en paz. Los pensamientos de la gni se alejaban arrepentidos, pero al poco rato regresaban, como criaturas sigilosas al acecho, maliciables, inmunes a los insultos.
Empezó a perder los nervios. Salió de la oficina y vagó por el almacén abriendo paquetes y comprobando la mercancía con dedos impacientes. Los pensamientos lo perseguían como perros fieles.
—¿Cómo sta? —le decía el capataz gni cada vez que Lindell pasaba a su lado, lo que lo sacaba todavía más de sus casillas.
—¡Lárgate! —le gritó Lindell una vez mientras examinaba un paquete, irguiéndose de golpe.
El capataz dio un respingo, y el bolígrafo y la carpeta volaron por los aires. Se escondió detrás de una columna y lo miró asustado. Lindell fingió no darse cuenta.
Más tarde, cuando volvió la oficina, se sentó a meditar delante del libro de registro.
«No me extraña que los hombres gníes no se comuniquen por telepatía —pensó—. Saben lo que les conviene».
Contempló por la ventana la fila de obreros que avanzaba con lentitud.
¿Y si no estaban evitando usar la telepatía? ¿Y si eran incapaces de utilizarla? Puede que en el pasado la tuvieran y precisamente por ello hubieran acabado en aquel estado de desidia irremediable.
Pensó en lo que le había dicho Martin acerca de que las mujeres eran más numerosas que los hombres. Una expresión le acudió a la cabeza: matriarcado mental. A pesar de la repulsión que le provocaba, temió que fuese cierta. Aquello habría explicado las crisis nerviosas de sus predecesores. Si las mujeres tenían el control, bien podía ser que, en su ansia de poder, no distinguieran entre sus propios hombres y los de la Tierra. Un hombre era un hombre y punto. Le repugnó la idea de que alguien pudiera considerarlo equiparable a los estúpidos que vivían en el pueblo.
Se levantó de golpe.
«No tengo hambre. En absoluto. Pero voy a volver a casa y voy a ordenarle que me prepare la comida, y voy a dejarle claro que no tengo hambre. La acostumbraré a ser la dominada, y así no tendrá ninguna oportunidad de subírseme a la chepa. No va a doblegarme una gni de ojos de insecto».
Parpadeó y se volvió de súbito, pues se dio cuenta de que tenía la vista clavada en los arañazos de la pared del fondo y en el cinturón sin hebilla, que seguía enrollado debajo de la cama.
De nuevo, el sueño. Le desgarraba el cerebro con garras como cuchillas. Empapado de sudor, se removió en la cama con un gruñido y, de repente, se encontró despierto y mirando la oscuridad.
Le pareció ver algo a los pies de la cama. Cerró los ojos, sacudió la cabeza y volvió a mirar. La habitación estaba vacía. Sintió retroceder unos pensamientos líquidos como una marea extraña. Apretó los puños, enfadado.
«Ha estado aquí mientras dormía —pensó—. Maldita sea, ha estado aquí».
Apartó las sábanas y se arrastró nervioso hasta los pies de la cama.
No las veía, pero los empalagosos efluvios subían del suelo como serpientes erguidas que se le metían por la nariz. Entre arcadas, se derrumbó sobre el colchón, con el estómago revuelto.
«¿Por qué? —repetía mentalmente sin parar—. Dios mío, ¿porqué?».
Enfadado, tiró las flores delante de ella, y las súplicas le cayeron encima como gotas de lluvia.
—¿No te había dicho que no? —le gritó.
Se sentó a la mesa y se controló lo mejor que pudo.
«Todavía tienes que estar mucho tiempo aquí —le dijo a su voluntad— Cálmate. Cálmate».
Ya tenía claro por qué se trataba de un destino de seis meses. Eran más que suficientes.
«Pero no podrá conmigo —se ordenó—. Tengo muy claro que no va a poder conmigo, así que tengo que reservar fuerzas. Es demasiado estúpida para poder conmigo», pensó, de forma deliberada, con la esperanza de que lo captase.
Al parecer fue así, porque de repente hundió los hombros y se pasó todo el desayuno dando vueltas en torno a él como un espectro pusilánime, con la cara apartada y los pensamientos distantes. Casi le dio pena.
«Es probable que no sea culpa suya —pensó—. Dominar a los hombres debe de ser un rasgo innato de las mujeres gníes».
Entonces sus pensamientos volvieron a echársele encima, cariñosos, agradecidos y llorones. Intentó blindarse a ellos, hacerles caso omiso, pero trataban de atravesar su indiferencia como aguijones cubiertos de melaza.
Trabajó duro todo el día, y le dio especias y grano al capataz gni para que pagase a los obreros. ¿Al final irían a parar los pagos a las mujeres, dondequiera que estuviesen?
—Estoy grabando mi voz —dictó esa misma noche—. Quiero oírme hablar para olvidarme de ella. No tengo a nadie más con quien hablar, así que tendré que hablar solo. Qué triste. Bueno, allá va.
»Aquí estoy, en la Estación Cuatro, amigos. Me lo estoy pasando en grande; ojalá estuvierais aquí en mi lugar. Bueno, no está tan mal, no me malinterpretéis. Creo que ya sé por qué se desmoronaron Corrigan y los pobres desgraciados que lo precedieron. Querida y su mente caníbal se los comieron. Pero os diré una cosa: a mí no va a comerme. Os apuesto lo que queráis. Querida no va a…
»¡No, no te he llamado! Vamos, sal de mi vida de una vez, ¿vale? Vete a ver una película o algo. Sí, sí, ya lo sé. Bueno, pues vete a la cama. Pero déjame en paz. —Déjame en paz.
»Bueno, esto va dedicado a ella: va a costarle trabajo que me ponga a arañar las paredes.
Sin embargo, cerró bien la puerta de su cuarto antes de irse a la cama. Asaltado por la misma pesadilla, gruñó en sueños, dio patadas y manotazos, y la paz y el descanso escaparon por debajo de la puerta.
Se despertó a media mañana, agitado. Fue tambaleándose hasta la puerta para comprobar si seguía cerrada. Comprobó el pestillo con dedos torpes. Por fin, su cerebro embotado concluyó que la puerta seguía cerrada Regresó a la cama haciendo eses, se desplomó y se sumió en un sueño espeso.
Cuando se despertó había flores a los pies de la cama, apestosas y de un morado radiante. La puerta seguía cerrada.
Lindell no pudo preguntar a la gni por las flores porque salió huyendo de la cocina, asqueado, cuando ella lo llamó cariño.
—¡No más flores! ¡Te lo prometo! —gritaban los pensamientos que lo perseguían.
Se encerró en el salón y se sentó al escritorio, mareado.
«¡Contrólate!», le ordenó a su cuerpo, apretando los puños y la mandíbula con fuerza.
—¿Comer?
Estaba al otro lado de la puerta. Lo sabía. Cerró los ojos.
—Vete, déjame en paz —le respondió.
—Lo siento, cariño —dijo ella.
—¡No me llames cariño! —le gritó, descargando un puñetazo en el tablero de la mesa.
Se giró en la silla y la hebilla del cinturón se le enganchó en el pomo del cajón, que se abrió. Tenía delante la reluciente pistola de gas. De forma casi inconsciente, acarició el cañón lustroso, pero de inmediato cerró el cajón con un movimiento brusco.
«¡De eso, nada!», se juró.
Miró a su alrededor y, de repente, se sintió solo y libre. Se levantó, corrió a la ventana y vio que la gni cruzaba el jardín con una cesta colgada del brazo.
«Va a buscar verduras», pensó. Pero ¿qué la había hecho salir de forma tan repentina?
Por supuesto. La pistola. Tenía que haber percibido la intención violenta de sus pensamientos.
Suspiró y se calmó un poco. Se sentía como si el cerebro se le vaciara de fluidos espesos y nauseabundos.
«Todavía me queda un as en la manga», se dijo para tranquilizarse.
Aprovechando que estaba fuera, decidió registrar su habitación para buscar el panel móvil por donde podía entrar en su dormitorio y dejar las flores. Recorrió el pasillo a toda prisa y empujó la puerta que daba al dormitorio de la gni, pequeño y con muy pocos muebles.
El olor de un apestoso ramo de flores moradas lo asaltó de inmediato desde un rincón. Se tapó con una mano la boca y la nariz, mirando con asco las flores vivas y muertas.
«¿Qué simbolizarán? —se preguntó—. ¿Una muestra de consideración?». Se le contrajo la garganta. ¿O era algo más? Frunció el ceño y recordó la primera tarde, cuando la había llamado Querida. ¿Qué lo había hecho elegir aquel nombre de entre infinitas posibilidades? Esperaba no saberlo.
En el sofá encontró un montoncito de cachivaches. Había un botón, un par de cordones de zapatos rotos, el trozo de papel arrugado que le había pedido que tirara y una hebilla de cinturón con las iniciales W. C.
No había paneles secretos.
Se sentó en la cocina con los ojos fijos en una taza intacta de café. No había forma de que ella pudiera entrar en su habitación. W.C. William Corrigan. Tenía que luchar contra ella, seguir luchando.
Pasó un rato. De repente se dio cuenta de que ella había vuelto a casa. No oyó nada; fue como si hubiera regresado un fantasma. Pero lo sabía. Una nube de sentimientos la precedía, saltaba de habitación en habitación como un cachorrito contento, explorando. Los pensamientos se arremolinaban, se le pegaban con prisa e impaciencia. ¿Estás bien? ¿No estás enfadado? Querida ha vuelto…
La gni entró tan deprisa en la cocina que Lindell se sobresaltó y volcó la taza. El líquido caliente le salpicó la camisa y los pantalones al tiempo que se levantó de un salto y derribó la silla.
La gni dejó la cesta y le secó las manchas con un trapo. Nunca la había tenido tan cerca. En realidad, nunca había vuelto a tocarla desde el apretón de manos inicial.
La gni desprendía un olor tan peculiar que Lindell se puso a jadear dolorosamente. Sus pensamientos le acariciaban la mente y las manos parecían acariciarle el cuerpo.
—Tranquilo, tranquilo… Estoy contigo. David, cariño…
Casi con horror, Lindell miró la esponjosa piel rosada, los ojos enormes, la diminuta raja de la boca.
Y aquella mañana, en la oficina, cometió tres errores garrafales en el libro de registro, arrancó una hoja y la lanzó al otro lado de la habitación con un grito de rabia.
Debía evitarla. Las protestas no servían de nada. Intentó arrasar terreno mental para que los pensamientos de la gni no tuvieran donde cobijarse. Si se abandonaba lo suficiente, los pensamientos lo atravesaban como una corriente y se alejaban. Quizá arrastraran consigo parte de su voluntad, pero tenía que arriesgarse. Y si trabajaba duro y se llenaba la cabeza de pesadas columnas de números, ella se mantenía a distancia y las manos no le temblaban tanto.
«Quizá debería dormir en la oficina», pensó.
Entonces encontró la nota de Corrigan. Un papelito blanco escondido en el libro de registro, disimulado entre el resto de páginas blancas. Si lo vio fue porque estaba repasándolas una a una, leyendo las fechas en voz alta para mantener la mente ocupada.
«Que Dios se apiade de mí. ¡Querida puede atravesar las paredes! —Lindell miró estupefacto la nota escrita con letras negras e irregulares—. Lo he visto con mis propios ojos. Me estoy volviendo loco. Esa maldita mente animal está siempre incordiándome y machacándome. Y ahora ni siquiera puedo mantener su cuerpo lejos de mí. Me quedo a dormir aquí, pero viene de todas formas. Y…».
Lindell releyó la nota y un viento atizó el fuego de su terror.
«Puede atravesar las paredes». Las palabras lo angustiaban. ¿Sería posible?
Y había sido Corrigan quien la había bautizado como Querida. Ella había establecido los términos de la relación con Lindell desde el principio. Él no había pintado nada.
—Querida —murmuró, y los pensamientos de la gni lo rodearon de repente, como las alas de un ave carroñera que bajara en picado desde el cielo. Levantó los brazos y gritó—. ¡Déjame en paz!
Y, conforme se alejaba la mente fantasma, Lindell tuvo la impresión de que actuaba con menos timidez, con la paciencia de quien puede permitírselo porque es consciente de su propia fuerza.
Volvió a hundirse en la silla, exhausto, súbitamente agotado de luchar. Arrugó la nota, pensando en los arañazos de la pared que tenía detrás.
Y entonces visualizó a Corrigan agitándose en la cama, ardiendo de fiebre, y retrocediendo con un grito de terror al verla de pie delante de él. Pero entonces… Entonces ¿qué? La escena se fundía en negro.
Se frotó la cara con una mano temblorosa. «No te hundas», se dijo, pero fue más una súplica temerosa que una orden. Las nieblas debilitadoras de la premonición lo invadían como olas heladas. «Puede atravesar las paredes».
Aquella noche volvió a tirar por el lavabo la bebida que ella le preparaba. Cerró la puerta por dentro y, en la habitación a oscuras, se puso en cuclillas en un rincón, dispuesto a esperar y observar. Los pulmones le rugían como si estuvieran a punto de estallar.
El termostato enfrió el ambiente. Los tablones del suelo se quedaron helados y le empezaron a castañetear los dientes.
«No voy a irme a la cama», se juró, enfadado. No sabía por qué, pero de repente le daba miedo irse a la cama. «No sé por qué», obligó a decir a su cerebro, pero en realidad tenía la vaga sensación de que sí que lo sabía y no quería admitirlo ni siquiera un instante.
Pero después de varias horas de espera infructuosa ya no pudo más. Se incorporó. Le crujieron las articulaciones y se tambaleó hasta la cama. Se metió bajo las mantas y se quedó tumbado, tembloroso, con intención de permanecer despierto.
«Vendrá cuando esté dormido —pensó—. No debo dormirme».
Cuando se despertó por la mañana, le había dejado las flores en el suelo. Y aquel no fue más que el primer día de una sucesión de días que se hundieron aplastados por el peso de los meses.
«Es posible acostumbrarse al horror», pensó. Cuando deja de ser inminente y punzante, cuando se convierte en el pan de cada día, cuando se ha degradado hasta convertirse en una serie de acontecimientos que aturden la mente, cuando los sobresaltos son como bisturís que hurgan y se clavan en ganglios delicados hasta que pierden toda sensibilidad.
Sin embargo, no era solo el terror, sino otra cosa peor. Porque tenía los nervios a flor de piel y se reconcomía de rabia. Luchaba en sus batallas hasta el último segundo con voluntad adusta; le gritaba para apartarla y le disparaba dardos de odio con la mente cansada; lo torturaban sus rendiciones, que en realidad eran victorias. Ella volvía siempre. Como un gato rabioso, le restregaba sin descanso sus obsequiosos costados, inundándolo de pensamientos…
«¡Sí, reconócelo!», se gritaba a sí mismo durante sus luchas nocturnas.
De pensamientos amorosos.
Y había otra corriente subterránea: el riesgo de una nueva sacudida que derribaría su edificio ya de por sí inestable. Solo necesitaba eso, un empujoncito, otra puñalada, un último martillazo devastador.
Aquella amenaza informe flotaba sobre él. La esperaba, se preparaba para ella cien veces por hora, sobre todo de noche. Esperaba. Esperaba. Y a veces, cuando creía saber qué estaba esperando, el impacto de reconocerlo hacía que temblara y quisiera arañar las paredes, romper cosas y correr hasta que se lo tragase la oscuridad.
«Si pudiera olvidarla… Sí, si pudiera olvidarla un rato, solo un momento, recuperaría la cordura», murmuraba para si mientras montaba el proyector de cine en el salón.
—¿Puedo ver? —le suplicaba ella desde la cocina.
—¡No!
En aquella época, todas las respuestas de Lindell, ya fueran palabras o pensamientos, eran como las réplicas abruptas de un viejo chiflado ¡Si acabaran por fin los seis meses! Aquel era el problema: los días no avanzaban lo bastante deprisa, y el tiempo era como la gni: no se podía razonar con él ni intimidarlo.
Había varios rollos de película en la estantería de la pared, pero cogió uno sin vacilar. No se dio cuenta; su mente ya no percibía la sugestión
Colocó el rollo en el eje, apagó las luces y se sentó con un gruñido de cansancio mientras el cono de luz lechosa salía de la lente con un parpadeo y arrojaba imágenes a la pantalla.
Un hombre delgado de barba oscura posaba con los brazos cruzados y una sonrisa forzada que dejaba al descubierto la dentadura blanca. Se acercó a la cámara. El sol brilló y cegó la película un segundo. Pantalla en negro. Título: «Autorretrato».
El hombre, de pómulos marcados y ojos brillantes, reía en silencio. Señaló hacia un lado y la cámara giró. Lindell se incorporó de golpe.
Era la estación.
Al parecer, era otoño. Mientras la cámara enfocaba primero la casa y luego el pueblo. La imagen bailó al cambiar de manos y vio que los árboles estaban rodeados de montones de hojas secas. Se quedó sentado, tembloroso, esperando algo, no sabía qué.
La pantalla se oscureció. Otro título en toscas letras blancas: «Jeff en la oficina».
El hombre miraba a la cámara con una sonrisa tonta. El perfecto contorno negro de la barba le acentuaba la blancura de la piel.
Fundido en negro. Una nueva imagen. El hombre bailaba en el almacén vacío, con las manos levantadas en una pose delicada y el pelo moreno alborotado.
Un nuevo título apareció en la pantalla. Lindell se puso rígido y se le cortó la respiración.
Título: «Querida».
Allí estaba el tremendamente repulsivo rostro de la gni, en blanco y negro. De pie, junto a la ventana del dormitorio de Lindell, su cara era la viva imagen del placer. Lindell ya sabía que era de placer. Antes hubiese dicho que tenía aspecto de demente, con la boca torcida como una cicatriz animada y la mirada fija de aquellos ojos grotescos.
La gni giró; la túnica se arremolinó y le dejó a la vista los gordos tobillos. A Lindell, el estómago se le endureció como una roca.
La gni se acercó a la cámara y bajó los párpados, que eran como de gasa. A Lindell le temblaron las manos sin control. Era igual que su sueño. Le dieron ganas de vomitar. Era como su sueño, hasta el más mínimo detalle. Así que no se trataba de un sueño…, al menos, no de su propia mente.
Un sollozo le desgarró la garganta. La gni estaba quitándose la túnica.
«¡Aquí está!», chilló su mente aterrada. Gimió e intentó apagar el proyector con una mano vacilante.
—No. —Fue una fría orden en la oscuridad—. Mírame.
Sentado, paralizado de terror, miró fascinado cómo la túnica se le soltaba del cuello y se le deslizaba por los hombros redondos. Con un movimiento sensual se deshizo de la túnica, que cayó al suelo formando un pesado remolino de tela.
Lindell gritó. Derribó de un manotazo el proyector encendido, que se estrelló contra el suelo. La habitación quedó a oscuras. Se levantó con mucho esfuerzo y cruzó la habitación tambaleándose.
—¿Bonito? ¿Bonito? —La palabra lo aguijoneaba inmisericorde mientras buscaba la puerta a tientas.
La encontró y salió corriendo al pasillo. Se abrió la puerta de la habitación de la gni, y allí estaba ella, a media luz, con la túnica suelta, enseñando un hombro delicado. Se quedó petrificado.
—¡Largo de mi vista! —le gritó.
—No.
Fuera de sí, hizo un amago de dirigirse a ella con las manos engarfiadas. Pero la visión de su carne rosa y húmeda lo empujó hacia atrás.
—¿Sí? —emitió la mente de la gni. A él le pareció detectar un tono retador y malévolo.
—¡Escucha! —le gritó mientras se acercaba a la puerta de su dormitorio—. Escucha, tienes que irte, ¿lo entiendes? ¡Vete con tu pareja!
Se giró completamente aterrado.
—Ya estoy con él —le había dicho la gni.
Aquel pensamiento lo paralizó. Se quedó allí de pie, con la boca abierta y el corazón martilleándole el pecho con latidos lentos y ponderosos mientras la túnica le caía de los hombros y le descendía por los brazos.
Lindell se volvió con un grito, entró en su habitación y cerró con un portazo. Los dedos le temblaron al cerrar el pestillo. Los pensamientos de la gni gemían dentro de su cabeza. Lloriqueó de miedo y asco, consciente de que no servía de nada, porque no había forma de dejarla fuera.
Tenía monos parloteándole dentro de la cabeza. Estaban tumbados boca arriba formando un circulo, le daban patadas en el cerebro y agarraban jugosos puñados de materia gris con las sucias manos para estrujados.
Se puso de lado con un gruñido.
«Voy a volverme loco —pensó—. Como Corrigan, como todos ellos, salvo el primero ese baboso que lo empezó todo, el que añadió un nuevo y asqueroso surco a los lóbulos de la mente dominante gni, el que la llamó Querida porque eso es lo que era».
De repente, se sentó ahogando un grito de miedo y miró a los pies de la cama.
«¡Puede atravesar las paredes!», aulló su cerebro, pero no vio nada. Agarró con fuerza las sábanas. Notaba cómo las gotas de sudor le caían por la frente y le bajaban rodando por la nariz.
Se tumbó. ¡Arriba otra vez! Gimió como un niño asustado. Una nube oscura caía sobre él. Era ella. Ella. Gimoteó. En la oscuridad.
—No.
No sirvió de nada.
Gimió. Dormir. Dormir. La palabra latía, se hinchaba y se le hundía en el cerebro. Había llegado el momento. Lo sabía, lo sabía, lo…
La cuchilla cayó, decapitó su cordura y la dejó retorciéndose ensangrentada en la basura.
—¡No! —Intentó levantarse, pero no pudo. Dormir. Una marea negra de noche se cernía sobre él, lo perseguía.
—Dormir.
Cayó sobre la almohada y se incorporó sin fuerzas en un codo.
—No. —Tenía los pulmones como piedras—. No.
Luchó. Era más de lo que podía soportar. Soltó un grito pastoso, como un borboteo. De un manotazo, ella apartó la voluntad de Lindell, rota e inútil. Estaba usando toda su fuerza, y él estaba débil, vencido. Cayó en el colchón con un golpe sordo y se quedó inmóvil, con los ojos abiertos y vidriosos. Gimió en voz baja y cerró… Los abrió… Los cerró… Los abrió… Los cerró…
De nuevo, el sueño. Demencial. No era un sueño.
Cuando se despertó no había flores. Había acabado el cortejo. Boquiabierto, incrédulo, vio la huella de un cuerpo junto a él, en la cama.
Todavía estaba caliente y húmeda.
Se reía en voz alta. Escribía palabrotas en el diario. Las escribía con letras grandes y negras, cogiendo el lápiz como un cuchillo. También escribía en el libro de registro. Rompía en pedazos los recibos si no eran del color adecuado. Sus entradas eran renglones torcidos de números con aspecto de tentáculos. Algunas veces no le importaba: la mayoría, ni se daba cuenta.
Rondaba a hurtadillas por el almacén lleno, con los ojos enrojecidos, murmurando. Se subía a los paquetes y miraba el cielo por la claraboya. Había adelgazado siete kilos y no se lavaba. Tenía la cara cubierta de vello negro e hirsuto. Se dejaría la barba corrida. Era lo que ella quería. No quería que se lavara, ni que se afeitara, ni que se preocupara por su salud. Lo llamaba Jeff.
«No puedes luchar contra esto —se decía él—. No puedes ganar, porque si ganas, pierdes. Si avanzas, en realidad retrocedes, porque, cuando estás demasiado cansado para luchar, ella vuelve y se queda con tu ciudad y con tu alma».
Por eso le susurró al almacén, para que nadie lo oyera.
—Todavía puedo hacer una cosa.
Por eso, entrada la noche, se escabulló hasta el salón y se metió la pistola de gas en el bolsillo.
No había que hacer daño a los gníes. Bueno, pues era un error. Se trataba de matar o morir. «Por eso me llevo la pistola a la cama. Por eso la acaricio mientras miro el techo. Sí, eso es. Es la roca a la que me aferraré estas noches de vigilia».
Y daba vueltas a sus planes como un animal husmea entre las piedras buscando bichos para la cena.
Días. Días. Días.
—Matarla —susurraba.
Asentía y sonreía para sí, palmeando el frío metal.
«Eres mi amiga —le decía—, eres mi única amiga. Ella tiene que morir, lo sabemos todos».
Hizo cientos de planes y todos eran el mismo. La mató un millón de veces en su imaginación, refugiado en cámaras secretas de su mente que había descubierto y abierto y en las que podía acurrucarse tranquilo a meditar sus planes.
«Animales. —Observaba el pueblo de los obreros cuando pasaba por allí—. Animales. No voy a acabar como vosotros. Ni hablar ni hablar ni hablar ni…».
Se apartó de golpe del escritorio y se levantó, con los ojos muy abiertos y babeando. Llevaba la pistola bien sujeta en la mano rígida.
Abrió la puerta de la oficina y caminó a trompicones por el hormigón. Recorrió los pasillos formados por las pilas de paquetes que llegaban hasta el techo. Tenía los labios apretados y sostenía la pistola en alto.
Corrió el pestillo y abrió una puerta muy pesada. Se sumergió en la luz del sol y echó a correr. De la casa salían susurros de terror. Los disfrutó, Corrió más deprisa. Se cayó, porque tenía las piernas débiles. La pistola se le escapó. Se arrastró para cogerla y le limpió la tierra.
«Ahora veremos —les prometió a los monos de su cabeza—. Ahora mismo».
Se levantó, mareado, y cojeó hacia la casa.
Oyó un susurro en el aire y un destello de luz le pasó ante los ojos. Los alzó, los cerró, volvió a abrirlos y vio la nave de carga.
Seis meses.
Soltó la pistola, se dejó caer al suelo y se puso a arrancar la hierba azul como un idiota, mirando como descendía la nave, se posaba y abría las escotillas para que salieran los tripulantes.
—Vaya —dijo—, por los pelos, ¿eh?
Y su propia voz le sonó bastante normal, aunque estalló en una risita tonta y en lloriqueos y después la emprendió a puñetazos con el aire.
—Te pondrás bien —le dijeron en el viaje de vuelta a la Tierra, y siguieron inyectándole sedantes para calmarle los nervios destrozados y hacerle olvidar.
Pero no pudo.
La idea me la dio Horace Gold, el editor de la revista Galaxy. Me habló de un cuento clásico reeditado en la antología Great Tales of Terror and the Supernatural, publicada en Modern Library, titulado “How Love Came to Profesor Guilde”. En él, un espíritu fantasma poseía a un loro, y el loro volvía loco al pobre protagonista. Y dijo Gold: «Vamos a intentar convertir esa historia en una de ciencia ficción, pero con un extraterrestre. Y que el hombre enloquezca por las zalamerías de la criatura». Así pues, la idea no fue mía, pero tal vez fuera mi primer relato auténtico de ciencia ficción. Debería haber inventado un final un poco menos simple, pero como la idea no era mía, supongo que no fui capaz de pensar en nada. Sin embargo, creo que el nudo está bien construido. —RM