Los coches de tierra frenaron de golpe entre fuertes chirridos. Maldiciones ahogadas embistieron los parabrisas. Los peatones, incrédulos, se apartaron de un salto, con los ojos como platos y la boca abierta.
Una gran esfera metálica había aparecido justo en medio del cruce.
—¿Qué? ¿Qué…? —farfulló un agente de tráfico, abandonando la seguridad de su isleta de hormigón.
—¡Santo cielo! —exclamó una secretaria que observaba anonadada desde su ventana del tercer piso—. ¿Qué puede ser eso?
—¡Ha salido de la nada! —dijo un anciano—. De la nada, lo juro.
Gritos ahogados. Todos estiraron el cuello con el corazón acelerado.
La puerta circular de la esfera se abría.
Un hombre salió y miró a su alrededor con curiosidad. Observó a la gente y la gente lo observó. Sonrió.
—¿Qué le pasa? —vociferó el agente de tráfico, sacando el bloc de multas—. ¿Es que busca problemas?
—Soy el profesor Robert Wade —lo oyó decir la gente que estaba cerca—. Vengo del año 1954.
—Claro, claro —refunfuñó el policía—. En primer lugar, saque este artilugio de aquí.
—Es imposible —repuso el hombre—. Al menos, por ahora.
El policía sacó el labio inferior.
—Así que imposible, ¿eh? —lo retó y dio un paso hacia el globo metálico. Lo empujó. No se movió. Le dio una patada.
—¡Ay!
—Por favor —le dijo el desconocido—. No sirve de nada.
Enfadado, el policía acabó de abrir la puerta de un empujón y echó un vistazo dentro. Retrocedió con los labios pálidos y apretados, conteniendo un grito de terror.
—¡Qué! ¿Qué…? —No cabía en sí de incredulidad.
—¿Qué ocurre? —preguntó el profesor.
El policía lo miraba sombrío y atónito. Le castañeteaban los dientes. Estaba fuera de sí.
—Si me… —comenzó a decir el hombre.
—¡Silencio, perro asqueroso! —rugió el policía. El profesor dio un paso atrás, asustado y con el rostro crispado por la sorpresa.
El policía metió una mano en la esfera y sacó unos objetos.
Se hizo el caos.
Las mujeres apartaron la vista con repugnancia. Los hombres recios tuvieron que contener los gritos al observar petrificados la escena. Los niños echaban vistazos furtivos. Las señoritas se desmayaban.
El policía se escondió los objetos bajo el abrigo a toda prisa con mano temblorosa y agarró con violencia el hombro del profesor.
—¡Sabandija! —vociferó—. ¡Cerdo!
—¡Que lo cuelguen, que lo cuelguen! —coreó un grupo de damas indignadas golpeando la acera con sus bastones.
—Qué vergüenza —murmuró un clérigo, ruborizado.
Arrastraron por la calle al profesor, que se resistía y protestaba. Los gritos de la multitud ahogaban su voz. Lo golpearon con paraguas, bastones, muletas y revistas enrolladas.
—¡Maleante! —Lo acusaban, apuntándolo con dedos agresivos—. ¡Libertino desvergonzado!
—¡Indecente!
Pero en los callejones, en los bares, en los billares y por doquier, tras las miradas furtivas se habían despertado los viejos apetitos. Corrió la voz y risas viscerales y obscenas agitaron las calles.
Llevaron al profesor a la cárcel.
Dos agentes de la policía de control se apostaron junto al globo metálico. Se dedicaban a mantener alejados a los viandantes curiosos y a mirar el interior con ojos brillantes.
—¡Aquí dentro! —repetía uno de los policías, humedeciéndose los labios, entusiasmado—. ¡Vaya!
El inspector jefe Castlemould estaba mirando postales promiscuas cuando zumbó el telecomunicador.
Un estremecimiento le sacudió los flacos hombros y entrechocó los dientes postizos del susto. De inmediato barrió la pila de postales de la mesa y las tiró al cajón del escritorio. Echó un último vistazo devorador a las ilustraciones, cerró de un golpe el cajón, adoptó una expresión de dignidad oficial en la cara huesuda y giró la clavija.
En la pantalla del telecomunicador apareció el capitán Ranker, de la policía de control. La papada le rebosaba por encima del apretado cuello del uniforme. Sus facciones rezumaban servilismo.
—Señor inspector jefe —canturreó el capitán—, siento molestarlo durante su hora de meditación.
—Bueno, bueno, ¿qué pasa? —preguntó Castlemould con brusquedad, dando palmaditas impacientes sobre la mesa lustrosa.
—Tenemos un prisionero —dijo el capitán—. Afirma ser un viajero del tiempo llegado del año 1954. —Miró a su alrededor con aire culpable.
—¿Qué pasa? —exclamó el inspector.
El capitán Ranker levantó una mano conciliadora. Después la metió bajo la mesa, sacó los tres objetos y los puso en el secante para que Castlemould pudiera verlos.
Al inspector los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas. La nuez le cayó en picado.
—¡Aaah! —graznó—. ¿De dónde ha sacado eso?
—Lo llevaba el prisionero —respondió Ranker, incómodo.
El viejo inspector se comió los objetos con los ojos. Ninguno de los dos hombres abrió la boca. Castlemould sintió que lo dominaba un vértigo sensual. Se pinzó la nariz y expulsó aire.
—¡Espere! —jadeó, con un gallo—. Voy enseguida.
Desconectó el comunicador, pensó un instante y volvió a conectarlo.
El capitán Ranker apartó la mano del escritorio rápidamente.
—Será mejor que no toque esas cosas —le advirtió Castlemould con los ojos entrecerrados—. No las toque, ¿me entiende?
El capitán Ranker se tragó el nudo que tenía en la garganta.
—Sí, señor —musitó, y el rubor le subió por el obeso cuello.
Castlemould sonrió con desdén y pulsó el interruptor. Después se levantó de un salto con una sonora carcajada.
—¡Ja, ja! ¡Ja, ja!
Renqueó por el despacho frotándose las manos huesudas y regodeándose en dejar marcas en la alfombra con los ligeros zapatos negros.
—¡Ja, ja! ¡Ja, ja, ja, jaaa!
Pidió su coche privado.
Pasos. El fornido guardia quitó el cierre y descorrió la puerta.
—¡Eh, levántate! —rugió con los labios convertidos en una mueca de desprecio.
El profesor Wade se levantó y, tras fulminar con la mirada a su carcelero, cruzó el umbral y salió al pasillo.
—Gira a la derecha —le ordenó el guardia.
Wade obedeció, y avanzaron por el pasillo.
—Tendría que haberme quedado en casa —murmuró Wade.
—¡Silencio, perro lascivo!
—¡Cállate ya! —dijo Wade—. ¿Es que estáis todos locos? Encontráis un poco de co…
—¡Silencio! —rugió el guardia. Miró nervioso a su alrededor y se estremeció—. Ni se te ocurra pronunciar esa palabra en mi limpia cárcel
Wade alzó los ojos al techo.
—Esto es increíble —dijo—, se mire por donde se mire.
Le hicieron cruzar una puerta en la que ponía: «CAPITÁN RANKER JEFE DE LA POLICÍA DE CONTROL».
El capitán se levantó en cuanto vio entrar a Wade. Los tres objetos estaban en la mesa, cubiertos decorosamente con una tela blanca.
Un anciano arrugado de atuendo fúnebre escrutó a Wade.
Dos manos le señalaron una silla al mismo tiempo.
—Siéntese —dijo el capitán.
—Siéntese —dijo el inspector.
El capitán se disculpó. El inspector sonrió, desdeñoso.
—Siéntese —repitió Castlemould.
—¿Quieren que me siente? —preguntó Wade.
Un rubor escarlata se extendió por el rostro ya de por sí rubicundo del capitán Ranker.
—¡Siéntese! —borboteó—. ¡Cuando el inspector Castlemould le ordena a alguien que se siente, se sienta!
El profesor Wade se sentó.
Los dos hombres lo rodearon como buitres deseosos de abalanzarse sobre él. El profesor miró a Ranker.
—Si pudiera decirme…
—¡Silencio! —exclamó el capitán.
Furioso, Wade descargó un golpe en el brazo de la silla.
—¡No pienso callarme! Estoy hasta las narices de esta conversación estúpida. Registran mi cámara del tiempo, encuentran cuatro tonterías y…
Apartó de un tirón la tela que protegía los objetos. Los dos hombres retrocedieron de un salto, sofocando un grito, como si hubiera arrancado las enaguas a sus abuelas. Wade se levantó y arrojó el trapo a la mesa.
—¡Por el amor de Dios! ¿Dónde está el problema? —protestó—. Es comida. ¡Comida! ¡Un poco de comida!
Los hombres se encogieron bajo el impacto repetido de la palabra, como si los azotaran los vientos del purgatorio.
—¡Cierra tu sucia boca! —le ordenó el capitán con voz ronca y silbante—. Nos negamos a escuchar tus obscenidades.
—¡Obscenidades! —exclamó el profesor Wade, incrédulo—. ¿De verdad he oído bien?
Levantó uno de los objetos.
—¡Esto es una caja de galletas saladas! ¿Están diciéndome que esto es obsceno?
El capitán Ranker cerró los ojos, temblando. El viejo inspector se rehízo y, con los labios fruncidos, estudió al profesor con ojillos sagaces. Wade tiró la caja. El anciano palideció. Wade cogió los otros dos objetos.
—¡Una lata de carne! —exclamó, furioso—. Un termo de café. ¿Se puede saber qué tienen de obsceno la carne y el café?
Un silencio sepulcral se adueñó de la habitación.
Todos se miraban. Ranker temblaba de pies a cabeza, aturullado, presa de una confusión desesperada. El viejo Castlemould alternaba entre mirar la cara de indignación de Wade y los objetos que volvían a estar sobre la mesa. Maquinaba a toda velocidad. Por fin, asintió y tosió con afectación.
—Capitán —dijo—, déjeme a solas con este canalla y llegaré al fondo de este escándalo.
El capitán miró a su superior y asintió con su grotesca cabeza. Salió a toda prisa de la habitación sin decir palabra. Lo oyeron alejarse por el pasillo entre resuellos y trompicones.
—Bien —dijo el inspector, perdido en la inmensidad de la silla de Ranker—, ¿cómo se llama? —Hablaba con voz seductora y en tono casi burlón.
Recogió la tela con dos dedos y cubrió los repugnantes artículos con tanto decoro como un pastor los hombros desnudos de una bailarina de striptease.
Wade se hundió en su silla con un suspiro.
—Me rindo —dijo—. He llegado del año 1954 en mi cámara del tiempo. Me he traído un poco de… comida… por si acaso. Y de repente, todos me consideran un obsceno. Lo siento, pero no entiendo nada.
Castlemould entrelazó los dedos sobre el pecho hundido y asintió lentamente.
—Ajá. Bueno, joven, el caso es que creo lo que dice. Es posible. Lo admito. Los historiadores cuentan que hubo una época en que, ejem…, el sustento físico se tomaba por vía oral.
—Me alegro de que alguien me crea —dijo Wade—. Pero me gustaría saber más sobre este asunto de la comida. —El inspector dio un ligero respingo al oír la palabra. Wade se quedó perplejo de nuevo—. ¿Es posible que la palabra comida se haya convertido en una obscenidad?
La repetición de la palabra pareció pulsar alguna tecla del cerebro de Castlemould. Apartó la tela con los ojos centelleantes, absorto en la visión del termo, la caja y la lata. La punta de la lengua asomó a sus labios secos. Wade lo observaba. Una sensación parecida al asco empezó a brotar en él.
El anciano pasó una mano temblorosa por la caja de galletas, como si fueran las piernas de una chica de revista. Sus pulmones luchaban por respirar.
—Comida. —Murmuró la palabra con lascivia.
Luego volvió a tapar apresuradamente los artículos, al parecer sobrepasado por aquella enloquecedora visión. Sus ojos brillantes volvieron al profesor Wade. Inspiró un hilo de aire.
—Co… Bueno —dijo.
Wade se apoyó en el respaldo, sofocado de vergüenza. Sacudió la cabeza con una mueca al considerar la situación.
—Increíble —musitó.
Agachó la cabeza para evitar la mirada del anciano. Cuando la irguió, se encontró con que Castlemould estaba mirando otra vez bajo la tela, tembloroso como un adolescente en su primer espectáculo erótico.
—Inspector…
El anciano curioso dio un respingo en la silla, retrayendo los labios con un siseo, y se esforzó por recuperar la compostura.
—Sí, si —dijo, tragando saliva.
Wade se levantó, cogió la tela y la extendió sobre el escritorio. Después amontonó los objetos en el centro, unió las puntas y cogió el hatillo.
—No deseo corromper su sociedad —dijo—. ¿Qué le parece si recopilo los datos que necesito sobre su época y después me voy y me llevo… esto?
El miedo se extendió por las arrugadas facciones del anciano.
—¡No! —exclamó.
Wade lo miró con suspicacia. El inspector se mordió la lengua mentalmente.
—Bueno —añadió con desenfado—. Lo que quiero decir es que no tiene por qué irse tan deprisa. A fin de cuentas… —Movió los flacos brazos en un extraño gesto—. Usted es mi invitado. Vamos a mi casa y tomaremos… —Se aclaró la garganta ruidosamente. Se levantó y rodeó la mesa a toda prisa. Le dio unas palmaditas en el hombro a Wade con los labios torcidos en una sonrisa de chacal hospitalario—. En mi biblioteca encontrará todos los datos que necesita.
Wade no dijo nada. El anciano miró a su alrededor como si se sintiera culpable.
—Pero…, eh…, será mejor que no dejemos este paquete aquí —añadió—. Será mejor que se lo lleve. —Soltó una risita cómplice y la suspicacia de Wade aumentó—. Odio decirlo, pero no se puede confiar en los subalternos. —Castlemould puso especial énfasis en sus palabras—. Podría causar mucho revuelo en el departamento. Me refiero a esto. —Echó una mirada en apariencia despreocupada al hatillo, pero tenía un nudo en la garganta que casi lo ahogaba—. Nunca se sabe qué puede pasar. Algunas personas carecen de principios, ya sabe. —Lo dijo como si aquel horrendo pensamiento acabara de aparecer por sorpresa en su mente prístina.
Fue hasta la puerta para no alargar más la conversación. Agarró el pomo y se volvió.
—Espere aquí —le dijo—, ordenaré que lo pongan en libertad.
—Pero…
—De nada, de nada —lo cortó, saliendo precipitadamente al pasillo.
El profesor Wade sacudió la cabeza, se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una tableta de chocolate. «Más vale que la esconda bien o seguro que acabo en un pelotón de fusilamiento», se dijo.
—Ande, deme el paquete —dijo Castlemould al entrar en el vestíbulo de su casa—. Lo dejaremos en mi escritorio.
—No me parece buena idea —dijo Wade, conteniendo la risa ante la cara ávida del inspector—. Sería demasiado… tentador.
—¿Para quién? ¿Para mí? —exclamó Castlemould—. Ja, ja. Eso tiene gracia. —Continuaba agarrado al hatillo del profesor, con un mohín en los labios—. De acuerdo, haremos una cosa —regateó, molesto—. Iremos a mi estudio y yo vigilaré el hatillo mientras usted toma notas de mis libros. ¿Qué le parece? ¿Eh?
Wade siguió al hombre viejo y cojo hasta el estudio de techo alto. Seguía sin entender nada. Comida. Saboreó la palabra. No era más que una palabra inofensiva, pero, como cualquier otra, podía tener el significado que la gente le atribuyera, fuera cual fuese.
Notó la forma en la que las manos sarmentosas de Castlemould acariciaban el paquete, notó la mirada codiciosa y furtiva que se adueñaba de aquella vieja cara austera. ¿Sería capaz de dejar la…? Sonrió para sí al ver que vacilaba. Aquella sensación también estaba apoderándose de él.
—Tengo la mejor colección de libros de la ciudad —se jactó el inspector mientras caminaban sobre la alfombra—. Completa. Le guiñó un ojo lleno de vénulas. Sin censurar.
—Estupendo —dijo Wade.
Delante de los estantes, paseó la mirada por los títulos y examinó las hileras de libros que recubrían las paredes de la habitación.
—¿Tiene un…? —dijo, volviéndose.
La frase quedó en el aire. El inspector se había apartado de él. Sentado al escritorio, había desatado el hatillo y miraba la lata de carne con la sonrisa lasciva de un avaro que cuenta su oro.
—¡Inspector jefe! —lo llamó con un grito.
El anciano se dio un susto de muerte y la lata se le cayó al suelo. Desapareció bajo la mesa y reapareció al cabo de un momento con ella en la mano, avergonzado y lleno de desazón.
—¿Sí? —preguntó con amabilidad.
A Wade le temblaban los hombros de reprimir la risa y le dio la espalda para disimular.
—¿Tiene un… libro de historia? —Le fallaba la voz.
—¡Por supuesto, caballero! —exclamó Castlemould—. ¡El mejor libro de historia de la ciudad!
Sus zapatos negros crujieron al caminar. Sacó un grueso volumen de una estantería polvorienta.
—Precisamente estuve leyéndolo el otro día. —Se lo ofreció al profesor Wade, que asintió y sopló una nube de polvo—. Siéntese ahí mismo —añadió, dando unas palmaditas en el respaldo de cuero agrietado de un sillón—. Le traeré algo para escribir.
Wade lo observó correr al escritorio y abrir el cajón superior. «Podría dejar que este imbécil se quede con la comida», pensó mientras Castlemould regresaba con un grueso cuaderno de artipapel. En un primer momento, Wade había pensado decirle que tenía una libreta, pero cambió de idea; no estaría mal volverse con una muestra de papel del futuro.
—Siéntese ahí y tome las notas que quiera —dijo Castlemould—. No se preocupe por su co… No se preocupe —lo tranquilizó.
—Y usted, ¿adonde va?
—¡A ninguna parte! ¡A ninguna parte! —le aseguró el inspector—. Voy a quedarme aquí mismo, vigilando la… —La nuez se le hundió al observar los artículos de nuevo, y la voz se le apagó, consumida por la pasión.
Wade se acomodó en el sillón y abrió el libro. Levantó la vista una sola vez para mirar al hombre.
Castlemould agitaba el termo de café y escuchaba su gorgoteo. La expresión de aquella cara llena de arrugas era la de un idiota ensimismado.
La Tierra perdió la capacidad de producir co… debido al uso militar generalizado de los atomizadores bacteriológicos —leyó el profesor—. Sus diminutas gotas germinales impregnaron la tierra hasta tal profundidad que imposibilitaron el crecimiento de las plantas. También aniquilaron a la mayoría de los animales proveedores de ca…, así como los seres alimenticios del océano, puesto que no se pensó en protegerlos durante el último y desesperado ataque bacteriológico de la guerra.
El agua de casi todos los acuíferos quedó corrompida. Cinco años después de la guerra, en el momento de escribir estas palabras, todavía sufrimos una elevada contaminación que las lluvias no han logrado reducir. Además…
Wade alzó la vista del libro de historia y meneó con pesadumbre la cabeza.
Miró a Castlemould, que, reclinado en el sillón, jugueteaba pensativo con la caja de galletas saladas.
Wade volvió a concentrarse en el libro, terminó rápidamente de leer aquel capítulo y miró el reloj. Tenía que regresar. Acabó de tomar notas y cerró el volumen. Se levantó, lo dejó en su sitio y se acercó al escritorio.
—Me voy ya —dijo.
Castlemould entreabrió los labios temblorosos, que dejaron al descubierto los dientes de porcelana.
—¿Tan pronto? —preguntó, en un tono cercano a la amenaza. Examinó la habitación en busca de algo—. ¡Ah! —Dejó la caja de galletas con cuidado y se levantó—. ¿Qué le parece probar un baile de vena? —preguntó—. Uno cortito, antes de irse.
—¿Un qué?
—Un baile de vena. —Wade notó que el inspector le tocaba el brazo. El anciano lo condujo de vuelta al sillón—. Vamos —dijo Castlemould, extrañamente jovial.
«No pasa nada —pensó Wade al sentarse—. Dejaré aquí la comida. Eso lo apaciguará».
El anciano empujaba una aparatosa mesa con ruedas desde el otro lado de la habitación. Del tablero lleno de diales colgaban numerosos tentáculos brillantes rematados por agujas gruesas.
—Es nuestra forma de… —El inspector miró a su alrededor como un vendedor de postales obscenas—. De beber —terminó con un hilo de voz Wade lo observó escoger un tentáculo.
—Venga, déme la mano —le dijo.
—¿Duele?
—En absoluto, en absoluto —respondió el anciano—. No hay nada que temer.
Le cogió la mano y le clavó una aguja en la palma. Wade se quejó pero el dolor pasó casi al instante.
—Puede que… —empezó a decir. Entonces sintió que le recorría las venas un flujo sedante que le relajaba los músculos.
—Es agradable, ¿verdad? —le preguntó el inspector.
—¿Así es como beben?
Castlemould se clavó la aguja en la mano.
—No todo el mundo tiene un equipo de lujo —respondió con orgullo—. Este carro de vena me lo regaló el gobernador del Estado. Por haber llevado ante la justicia a la Pandilla Tom.
Wade sentía un agradable letargo.
«Un minuto más y me voy».
—¿La Pandilla Tom? —preguntó.
Castlemould se sentó en el borde de otro sillón.
—La abreviatura de, ejem, la Pandilla del Tomate. Un grupo tristemente célebre de delincuentes que intentaban cultivar… tomates. ¡A gran escala!
—¡Qué horror! —dijo Wade.
—Fue grave, muy grave.
—Muy grave. Creo que ya he tenido bastante.
—Vamos a variar un poco —dijo Castlemould, levantándose para manipular los mandos.
—Ya está bien —repitió Wade.
—¿Qué tal así? —preguntó Castlemould.
Wade notó que el calor aumentaba. Le parecía tener fuego en las venas. La cabeza le daba vueltas.
—¡Basta! —dijo, intentando levantarse.
—¿Y así? —Castlemould se sacó la aguja de la mano.
—¡Pare ya! —gritó Wade. Intentó quitarse la aguja, pero tenía las manos entumecidas. Se derrumbó en el sillón—. Apáguelo —musito.
—¿Qué le parece esto? —gritó Castlemould.
Wade gimió cuando lo invadió una llamarada. El calor le sacudía el organismo y lo golpeaba por dentro.
Trató de moverse, pero no pudo. Estaba inerte, en coma etílico, cuando Castlemould apagó por fin los diales. Se hundió en el sillón, con los finos tentáculos todavía colgándole de la mano y los ojos entrecerrados, vidriosos y drogados.
Un sonido. Tenía el cerebro espeso, pero intentó identificarlo. Parpadeó. Era como tener la cabeza comprimida entre piedras calientes. Abrió los ojos. La habitación estaba borrosa. Los libros de los estantes formaban corrientes acuosas que se entremezclaban entre sí. Movió la cabeza y le pareció que se le agitaban los sesos.
La neblina fue despejándose, capa a capa, como los velos de una bailarina.
Vio a Castlemould sentado a la mesa.
Comiendo.
Estaba inclinado sobre el escritorio, con la cara amoratada, celebrando un rito rabiosamente carnal. Tenía los ojos clavados en la comida que había sobre la tela. Estaba ido. Sostenía el termo con los dedos entrelazados y le chocaba contra los dientes. El cuerpo le temblaba conforme el líquido le bajaba por la garganta. Se relamía los labios, extasiado.
Cortó otro trozo de carne y lo metió entre dos galletas.
Se llevó el sándwich a la boca húmeda con mano temblorosa. Mordió las crujientes capas y masticó ruidosamente, con los extasiados ojos convertidos en relucientes orbes.
Wade hizo un gesto de asco. Sin levantarse, se quedó observando al anciano Castlemould. Miraba unas postales mientras comía a dos carrillos. Sus ojos brillantes pasaban alternativamente de la comida a las tarjetas, sin dejar de masticar ni un instante.
Wade intentó mover los brazos. Eran como troncos. Con gran esfuerzo, consiguió poner una mano sobre la otra. Se sacó la aguja con un suspiro áspero. El inspector no lo oyó. Estaba absorto en su orgía digestiva.
Wade quiso mover las piernas, pero le pareció que eran de otra persona. Sabía que, si se levantaba, se caería de bruces.
Se clavó las uñas en las palmas. Al principio no notó nada. Después fue recobrando poco a poco la sensibilidad y por fin el cerebro se le despejó un poco.
No apartaba la vista de Castlemould. El anciano temblaba mientras comía, saboreando cada bocado.
«Está haciendo el amor con una caja de galletas saladas», pensó Wade.
Se esforzó por recuperar el control sobre sí mismo. Tenía que regresar. Castlemould se había terminado las galletas y daba cuenta de las migajas. Las recogía con un dedo húmedo y se las metía en la boca. Se aseguró de que no quedara ni un trocito de carne. Cogió el termo y apuró el contenido. Lo sostenía, prácticamente vacío, sobre la boca abierta. Las últimas gotas cayeron (ploc, ploc) en aquella cavidad de dientes blancos, le resbalaron por la lengua y le bajaron por la garganta.
El anciano suspiró y dejó el termo. Respiraba con dificultad. Miró una vez más las postales, pero las apartó con ademanes de borracho y volvió a hundirse en el sillón. Sumido en una apatía soñolienta, miró el escritorio, la caja vacía, la lata y el termo, y se pasó dos dedos cansados por la boca. Al cabo de unos minutos, la cabeza le cayó sobre el pecho. Los ronquidos resonaban por toda la habitación. Había terminado el banquete.
Wade se puso de pie con mucho esfuerzo y dio unos pasos tambaleantes, El suelo pareció querer levantarse hacia su cara. Corrió hasta la mesa de Castlemould y se agarró a un borde, mareado. El anciano seguía dormido.
Wade rodeó la mesa apoyándose en el tablero. La habitación seguía dándole vueltas.
Se puso detrás de la silla del anciano y miró los despojos de la violenta cena, inspiro profunda y entrecortadamente. Se agarró a la silla con los ojos cerrados hasta que se le pasó el mareo. Después volvió a mirar la mesa y vio las postales. Una sombra de incredulidad le atravesó la cara. Eran imágenes de comida.
Una col, un pavo asado. En algunas, mujeres semidesnudas sostenían mustias hojas de lechuga, tomates enjutos, naranjas momificadas; las mostraban a modo de ofrenda pagana.
—¡Dios, quiero volver a casa! —murmuró.
Estaba casi en la puerta cuando se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaba su cámara. Se detuvo indeciso en la alfombra raída y escuchó los ronquidos de Castlemould.
Aún aturdido, volvió a la mesa y se agachó para abrir los cajones sin quitarle los ojos de encima al inspector. En el inferior encontró lo que quería: un extraño tubo con aspecto de pistola. Lo cogió.
—¡Despierte! —le dijo enfadado al viejo, dándole un golpecito en la cabeza.
—¡Aaah! —gritó Castlemould, sobresaltado. Chocó con el diafragma en el canto de la mesa y cayó de nuevo en la silla, sin respiración.
—Levántese —dijo Wade.
Un Castlemould confundido lo miró. Intentó sonreír y una migaja de galleta le cayó de los labios.
—Mire, joven…
—Cállese. Lléveme a mi cámara.
—Espere un…
—¡Ahora!
—No juegue con ese cacharro —le advirtió Castlemould—. Es peligroso.
—Espero que sea muy peligroso —dijo Wade—. Y ahora levántese y lléveme a su coche.
Castlemould se puso de pie al instante.
—Joven, esto es…
—Venga, cállese ya, cabra senil. Lléveme a su coche y rece para que no pulse este botón.
—¡Dios, eso no!
El inspector se paró de repente a medio camino de la puerta. Contrajo el gesto y se dobló sobre sí mismo cuando el estómago empezó a protestarle por la violación que había sufrido.
—¡Ay, la comida! —se quejó miserablemente.
—Espero que tenga el dolor de barriga del siglo. —Wade le dio un empujón para que siguiera andando—. Se lo tiene bien merecido.
El anciano se agarró la tripa.
—¡Ay! —gimió—. No me empuje.
Salieron al pasillo. Castlemould se volvió y se abalanzó hacia la puerta del baño.
—¡Me muero!
—¡Siga andando! —le ordenó Wade.
Castlemould abrió la puerta sin hacerle caso y entró en el baño. Allí, en la oscuridad, vomitó hasta el alma.
Wade se apartó, asqueado.
Por fin, el anciano salió, tambaleándose, con la cara macilenta. Cerró la puerta y se apoyó en ella.
—Uf —se quejó débilmente.
—Se lo tiene más que merecido —dijo Wade.
—No hable así —le suplicó el anciano—. Todavía puedo morir.
—Vamos —le ordenó Wade.
Iban en el coche. El inspector, ya recuperado, conducía. Wade estaba sentado en el extremo opuesto del amplio asiento delantero y apuntaba con el arma al pecho de Castlemould.
—Quiero disculparme por… —empezó el inspector.
—Conduzca —lo cortó Wade.
—Bueno, no me gusta parecer poco hospitalario.
—Cállese.
El anciano se puso serio.
—Joven —le propuso con voz incierta—, ¿le gustaría ganarse un dinerillo?
—¿Cómo? —preguntó Wade, aunque sabía qué iba a sugerirle.
—De un modo muy fácil.
—Quiere que le traiga comida —Wade terminó por él.
Un tic sacudió la cara de Castlemould.
—Bueno —gimoteó—, ¿qué tiene de malo?
—Hay que tener la cara muy dura para preguntármelo.
—Mire, joven… Hijo.
—Oh, por Dios, cállese ya. —Wade sacudió los hombros con asco—. Piense en el baño del pasillo y cállese.
—Mire, hijo —insistió el inspector—, eso ha sido porque no estoy acostumbrado a comer. Pero… —De repente puso cara astuta y malvada—. Le he pillado el gusto.
—Pues búsquese otro pasatiempo —repuso Wade, sin quitarle los ojos de encima.
El inspector parecía desesperado. Apretó el volante con sus dedos delgados, tamborileando con el pie izquierdo en el bastidor.
—¿No piensa cambiar de idea? —preguntó, amenazador.
—Tiene suerte de que no le dispare.
Castlemould no dijo nada más. Observaba la carretera, con los ojos entrecerrados y calculadores.
El coche frenó con un siseo junto a la cámara.
—Dígales a los policías que quiere examinar la cámara —le dijo Wade.
—¿Y si me niego?
Lo que salga de este tubo le dará justo en el estómago. Castlemould forzó una sonrisa y los policías se acercaron.
—¿Qué demonios…? ¡Oh, inspector! —dijo el policía, pasando de la agresividad a la reverencia de forma descarada—. ¿Qué podemos hacer por usted? —Se quitó la gorra con una sonrisa de oreja a oreja.
—Quiero examinar esa… cosa —respondió Castlemould—. Quiero hacer unas comprobaciones.
—Síseñor, señor —dijo el policía.
—Voy a meterme el tubo en el bolsillo —le advirtió discretamente Wade al inspector.
Castlemould abrió la portezuela del coche en silencio, y los dos se acercaron a la cámara.
—Yo iré delante —dijo Castlemould en voz alta—. Puede que sea peligroso.
Los policías intercambiaron murmullos laudatorios sobre su valentía. Wade apretó los labios. Su único consuelo era pensar en la patada con la que iba a echar al anciano a la calle.
Los huesos del inspector crujieron cuando se agarró a los asideros de la puerta. Se impulsó con un gruñido. Wade le dio un empujón y disfrutó del sonido que hizo el viejo inspector al estrellarse contra el mamparo de acero.
Wade usó la mano libre, pero no podía impulsarse con una sola mano y tuvo que agarrarse con ambas a los asideros. En cuanto entró, Castlemould le metió la mano en el bolsillo y le quitó el arma.
—¡Ajá! —Su voz aguda reverberó con estridencia dentro del pequeño armazón.
Wade se apretó contra el mamparo. Podía ver un poco en la oscuridad.
—¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó.
Los dientes de porcelana relucieron.
—Va a llevarme a su época —dijo Castlemould—. Me voy con usted.
—Aquí solo hay sitio para uno.
—Entonces, será para mí.
—No sabe manejar el aparato.
—Pues enséñeme —le ordenó Castlemould.
—¿Y si no?
—Lo achicharraré.
Wade se puso alerta.
—¿Y si se lo digo? —le preguntó.
—Se quedará aquí hasta que yo vuelva.
—No le creo.
—No tiene más remedio, joven —cacareó el inspector jefe—. Y ahora dígame cómo funciona.
Wade fue a meterse la mano en el bolsillo.
—¡Cuidado! —le advirtió Castlemould.
—¿Quiere que saque el manual de instrucciones o no?
—Adelante, pero despacio. El manual de instrucciones, ¿eh?
—Usted no entendería ni una palabra. —Wade se metió la mano en el bolsillo.
—¿Qué tiene ahí? —le preguntó Castlemould—. Eso no es papel.
—Chocolate —le susurró—. Una tableta de chocolate gruesa, dulce, cremosa y suculenta.
—¡Démela!
—Tenga. Cójala.
El inspector se abalanzó hacia la comida y perdió el equilibrio. El arma apuntó al suelo. Entonces Wade lo agarró por el cuello de la camisa y por el trasero del pantalón y lo arrojó por la puerta. Castlemould cayó despatarrado en el asfalto.
Gritos. Los policías estaban horrorizados. Wade le tiró la tableta de chocolate.
—¡Cerdo obsceno! —le gritó, muerto de risa cuando la tableta rebotó en la cabeza arrugada de Castlemould.
Cerró la puerta de golpe y giró la rueda. Accionó unos cuantos interruptores y se ajustó los cinturones de seguridad, riendo entre dientes al imaginar qué se inventaría el inspector para intentar quedarse con la tableta de chocolate.
Al cabo de un instante, el cruce quedó despejado; solo quedaron unas volutas de humo acre. Se oyó un único sonido en el completo silencio: el lamento meditabundo de un anciano hambriento.
La cámara se detuvo con una sacudida. La puerta se abrió y Wade salió de un salto. Estaba rodeado de hombres y estudiantes que salían en tropel de la sala de control.
—¡Eh! —le dijo su amigo—. ¡Lo has conseguido!
—Por supuesto —dijo Wade, con falsa modestia, encantado.
—Esto hay que celebrarlo —dijo su amigo—. Esta noche salimos a cenar y te invito al filete más grande que hayas visto en tu vida… Eh, ¿que te pasa?
El profesor Wade se había ruborizado.
El título original era “Co…”, pero no lo quisieron emplear. ¡Supongo que les resultaría obsceno! Los editores eran muy rígidos con esas cosas en aquella época. Pero es el título perfecto para este cuento, porque es lo primero que se le ocurre a todo el mundo al ver las primeras letras; no se les ocurre que pueda significar comida. Entonces tenía en mente una serie de historias a las que llamaba los relatos de la Universidad de Fort. Y ésta, como otras tantas que he escrito, sucede en esa universidad que toma su nombre de Charles Fort. “Regreso” también tiene lugar allí. No escribí los suficientes cuentos para formar una colección, y más tarde la gente me decía que no se habían dado cuenta de que mi intención era escribir una serie de historias de ciencia ficción ambientadas en ese lugar. —RM