Siete preciosas jovencitas sentadas en fila. Fuera, la noche, la lluvia torrencial. Clima de guerra. Dentro, un calorcito agradable. Siete jovencitas en mono de trabajo, charlando. Una placa en la pared reza: «CENTRO DE E.B.».
El cielo se aclara la garganta con truenos, recoge y arroja hebras de luz de sus enormes hombros. La lluvia sume el mundo en la quietud, dobla los árboles y cacaraña la tierra. Un edificio cuadrado, bajo, con una pared de plástico.
Dentro, el ronroneo de la conversación de siete preciosas jovencitas.
—Entonces le dije: «No me vengas con esas, Gran y Poderoso Señor».
Y él me dijo: «Ah, ¿sí?». Y yo le dije: «¡Sí!».
—En serio, qué ganas tengo de que acabe esto. Vi un sombrero fantástico en mí último permiso. ¡Ay! ¡Daría cualquier cosa por él!
—¿Tú también? ¡A mí vas a decírmelo! No hay manera de arreglarse el pelo. Es imposible con este tiempo. ¿Por qué no nos dejan librarnos de él?
—¡Hombres! Me ponen enferma.
Siete expresiones, siete posturas, siete risas que resuenan ligeras bajo los truenos. Dientes que centellean entre carcajadas, manos que gesticulan incansables haciendo dibujos en el aire.
Centro de E.B. Jovencitas. Siete. Preciosas. Ninguna mayor de dieciséis años. Rizos. Trenzas. Flequillos. Pequeños labios que hacen mohines: sonríen, se fruncen, dan forma a una emoción tras otra. Jóvenes ojos brillantes: relucen, pestañean, se achican, fríos o cálidos.
Siete cuerpos sanos y jóvenes, inquietos en las sillas de madera. Suaves extremidades adolescentes. Jovencitas, preciosas, siete.
Un ejército de feos hombres informes avanzando a trompicones por el barro, por una carretera enlodada y oscura como boca de lobo.
Lluvia torrencial. El agua cae a cántaros sobre los hombres exhaustos. Hunden las grandes botas en el lodo amarillento y vuelven a sacarlas con un sonido de ventosa. Los tacones y las suelas gotean barro.
Los hombres (cientos de ellos) caminan lenta y pesadamente, empapados, abatidos, agotados. Hombres jóvenes encorvados como viejos, con la boca abierta para tragar el aire negro y húmedo, la lengua fuera, los ojos hundidos de mirada perdida que nada revelan.
Descanso.
Los hombres se hunden en el lodo, caen sobre sus mochilas. Echan la cabeza atrás, abren la boca y la lluvia les salpica los dientes amarillos. Manos inmóviles, montones escuálidos de carne y hueso. Piernas inertes, pedazos color caqui de madera carcomida. Cientos de extremidades inútiles unidas a cientos de troncos inútiles.
Detrás, delante, a los lados, retumban los camiones, los tanques y los coches, Los anchos neumáticos salpican barro. Las ruedas se hunden y arrancan el cieno. La lluvia tamborilea con dedos húmedos sobre el metal y la lona.
Los relámpagos, flashes sin cámara. Explosiones momentáneas de luz. La cara de la guerra vista un instante: armas oxidadas, ruedas que giran y rostros inexpresivos.
Oscuridad. La mano de la noche borra el breve brillo de la tormenta. La lluvia empujada por el viento vuela sobre campos y carreteras, empapa árboles y camiones. Los burbujeantes riachuelos de lluvia abren heridas en la tierra. Truenos y rayos.
Un silbido. Los hombres muertos resucitan. Las botas vuelven a hundirse en el barro, más profundamente, más cerca. Se aproximan a una ciudad que impide el acceso a una ciudad que impide el acceso a una…
Un oficial estaba sentado en la sala de comunicaciones del Centro de E.B. Miró al operador, que transcribía un mensaje, inclinado sobre el tablero de la centralita con los auriculares puestos.
El oficial observó al operador.
«Ya llegan —pensó—. Fríos, mojados y asustados, marchan hacia nosotros». Se estremeció y cerró los ojos.
Los abrió de inmediato. Las visiones le poblaban las oscuras pupilas: volutas de humo, hombres en llamas, horrores inimaginables que tomaban forma sin palabras ni imágenes.
—Señor, un mensaje del puesto avanzado de observación —dijo el operador—. Han avistado a las fuerzas enemigas.
El oficial se levantó, se acercó al operador, cogió el mensaje y lo leyó impasible, con un rictus amargo.
—Sí —dijo.
Se dirigió a la puerta, la abrió y entró en la habitación contigua. Las siete jovencitas dejaron de hablar. El silencio reverberó en las paredes.
El oficial se quedó de pie, de espaldas a la ventana de plástico.
El enemigo está a tres kilómetros de aquí —dijo—. Justo delante de vosotras. —Se volvió y señaló por la ventana—. Ahí. A tres kilómetros. ¿Alguna pregunta?
Una jovencita soltó una risita nerviosa.
—¿Llevan vehículos? —preguntó otra.
—Sí. Cinco camiones, cinco coches pequeños de mandos militares dos tanques.
—Está chupado. —La niña se rió, mientras se acariciaba el pelo con los finos dedos.
—Eso es todo —dijo el oficial, yendo hacia la puerta—. Poned manos a la obra. —Entre dientes, añadió—: Monstruos.
Salió.
—Madre mía —suspiró una—, otra vez lo mismo.
—¡Qué lata! —dijo otra. Abrió la delicada boca, se sacó el chicle y lo pegó debajo de la silla.
—Al menos ha dejado de llover —añadió una pelirroja mientras se ataba los cordones de los zapatos.
Las siete se miraron. «¿Estáis listas?», decían sus ojos. «Supongo que sí». Se acomodaron en los asientos entre reniegos y suspiros pueriles. Enlazaron los pies en las patas de las sillas. Guardaron los chicles. Fruncieron los labios con una mueca remilgada. Las preciosas jovencitas se dispusieron a jugar.
Por fin se hizo el silencio. Una de ellas inspiró profundamente y, después, otra. Todas tensaron los músculos bajo la piel lechosa y tersa, y entrelazaron los frágiles dedos. Una se rascó la cabeza con rapidez antes de empezar. Otra estornudó con gracia.
—Ya —dijo la que se encontraba sentada en el extremo derecho de la fila.
Siete pares de ojos redondos y brillantes se cerraron. Siete pequeñas mentes inocentes comenzaron a imaginar, a visualizar, a transportarse.
Los labios, de tan apretados, eran como finos tajos. Palidecieron y temblaron con pasión, de pies a cabeza. Movieron los dedos, concentradas. Siete preciosas jovencitas fueron a la guerra.
Los hombres remontaban la colina cuando empezó el ataque. Los que iban en cabeza, con el pie levantado para dar el siguiente paso, estallaron en llamas.
No tuvieron tiempo de gritar. Los fusiles se les cayeron en el fango y el fuego los cegó. Se tambalearon unos pasos y se derrumbaron en el barro con un siseo, achicharrados.
Los hombres chillaron. Rompieron filas. Levantaron las armas y dispararon a la oscuridad. Tropas y tropas ardieron, envueltas en llamas hasta morir.
—¡Dispersaos! —gritó un oficial, moviendo los brazos. De los dedos empezó a salirle fuego y la cara le desapareció en una llamarada amarilla.
Los hombres miraban a todas partes, aterrados, buscando al enemigo. Dispararon a los campos y al bosque. Se dispararon entre sí. Echaron a correr a trompicones por el barro.
Un camión quedó envuelto en llamas y el conductor saltó, convertido en una antorcha bípeda. El camión prosiguió dando tumbos por la carretera, giró, zigzagueó sin rumbo por el campo, se estrelló contra un árbol y una explosión abrasadora se lo tragó. Sombras negras revoloteaban entrando y saliendo del halo de luz del fuego. Los gritos desgarraban la noche.
Los hombres estallaban en llamas uno tras otro y caían de bruces en el barro. Látigos de luz abrasadora azotaban la oscuridad húmeda. Gritos. Ascuas que corrían, chisporroteaban incandescentes, se extinguían. Tropas inflamables, camiones incinerados, tanques que volaban por los aires.
Una rubita, tensa, se reprime el entusiasmo y crispa los labios. Una risita nerviosa baila en su garganta y se le dilatan las aletas de la nariz. Se estremece, mareada de miedo. Imagina, imagina…
Un soldado corre por un campo como alma que lleva el diablo, gritando, con los ojos desorbitados de terror. Una roca gigantesca se precipita sobre él desde el cielo negro. Hunde el cuerpo en la tierra, lo aplasta. Los dedos sobresalen por los bordes de la roca. De repente, la roca se eleva y vuelve a descender, como un informe martillo pilón. Un camión en llamas acaba espachurrado. La roca asciende de nuevo hacia el cielo.
Una preciosa morena. Su cara es una máscara enfebrecida. Ideas atroces se atropellan en su virginal cerebro. El éxtasis del miedo le eriza, el cuero cabelludo. Aprieta los dientes, retrae los labios. Se le escapa un grito ahogado de terror. Imagina, imagina…
Un soldado cae de rodillas. Echa la cabeza hacia atrás de golpe. A la luz de sus camaradas en llamas, mira boquiabierto la ola que se cierne sobre él.
La ola desciende de golpe, le arrastra el cuerpo por el barro, le llena los pulmones de agua salada. La marea ruge por el campo, ahoga a cien hombres en llamas, lanza los cadáveres por el aire, sobre la atronadora espuma blanca.
De repente, el agua se queda quieta, se desintegra en miles de gotas y desaparece.
Una encantadora pelirroja aprieta los puños pálidos bajo la barbilla. Le tiemblan los labios; latidos de placer le dilatan el pecho. La garganta se le contrae y traga aire de golpe. Frunce la nariz con alegría macabra. Imagina, imagina…
Un soldado en plena carrera choca con un león. No puede ver nada en la oscuridad. Le golpea desquiciado la melena. Le pega con la culata del fusil.
Un grito. Un zarpazo le arranca la cara. El rugido de la jungla resuena en la noche.
Un elefante de ojos rojos pasa como una tromba, levanta hombres del barro con la enorme trompa, los lanza por los aires y los machaca bajo las patas, semejantes a negras columnas.
Lobos que emergen de la oscuridad, saltando, para destrozar gargantas. Gorilas que chillan y bailotean en el lodo y se echan encima de los soldados caídos.
Un rinoceronte de piel como el cuero que brilla a la luz de las antorchas humanas arremete contra un tanque en llamas, da la vuelta y desaparece como un rayo en la oscuridad.
Colmillos, zarpas, chillidos, bramidos, rugidos. Llueven serpientes.
Silencio. Un silencio profundo y melancólico. Ni una ráfaga de brisa, ni una gota de lluvia, ni un rugido distante de algún trueno perdido. La batalla ha terminado.
La niebla gris de la mañana pasa sobre los quemados, los destrozados, los ahogados, los aplastados, los envenenados, los muertos tirados por todas partes.
Camiones inmóviles, tanques mudos, volutas de humo aceitoso que todavía desprenden las moles destrozadas. La masacre cubre el campo. Otra batalla de otra guerra.
Victoria: no queda nadie vivo.
Las jovencitas se desperezaron con languidez. Estiraron los brazos y movieron los hombros bien torneados. Abrieron los labios rosados en preciosos bostecitos. Se miraron y se rieron entre dientes, avergonzadas. Unas se sonrojaron. Otras parecían sentirse culpables.
Luego todas se rieron abiertamente. Abrieron paquetes de chicles, se sacaron la polvera del bolsillo, hablaron en íntimos susurros como colegialas, como niñas en un internado femenino a última hora de la noche.
Las risitas ahogadas revolotearon por la cálida habitación.
—Somos terribles, ¿verdad? —dijo una, empolvándose la nariz respingona.
Poco después bajaron todas a desayunar.
Siempre me ha sorprendido de dónde surgió esta historia: la saqué de los escritos de Charles Fort. Prácticamente fue él quien escribió este cuento (no del todo, no obstante) en un apartado de uno de sus gruesos libros, Book of the Damned or Lo! Hablaba de niños con poderes psíquicos y decía que era probable que en un futuro se los usara para la guerra. Aquella idea encendió una chispa en mi cerebro. (Su primer título fue “Centro de E.B.” [“P.G. Center”], y mucha gente creyó que significaba «Centro de Preciosas Jovencitas». [Pretty Girls Center], pero lo que quería decir en realidad era «Centro de Espíritus Burlones». [Poltergeist Center], porque eso es lo que son estas chicas: espíritus burlones manejados). Ahora, al cabo de tanto tiempo, me resulta interesante saber que algunas de las cosas que hacía no estaba haciéndolas nadie más. —RM