La cosa

—No me gusta —dijo la señora Lee con firmeza, dejando la taza en el platillo—. No me gusta llevar a Billy a verla.

—Quiero que la vea —dijo su marido—. Ya es lo bastante mayor.

Los cuatro estaban sentados a la mesa del salón. La iluminación indirecta hacia relucir las copas melladas, resaltaba lo raídos que estaban el mantel y las servilletas, arrancaba a la plata antigua un brillo mate. Exceptuando unas miguitas de asado y un poco de salsa, la bandeja ovalada del centro de la mesa estaba limpia.

El señor Tomson cogió su último trocito de pan y rebañó la salsa. Con un suspiro lánguido, se metió el pan en la boca, cerró los ojos y se lo tragó.

—¡Ay! Cómo se olvidan estas cosas. El sentido del gusto se pierde, las papilas se atrofian. —Abrió los ojos y paseó la mirada por la mesa—. Ha sido magnífico —dijo, encantado—. Un placer antiguo.

El señor Lee apuró el café y dejó la taza en la mesa con exagerada fanfarronería.

—Bueno, ya está —sentenció—. A partir de ahora, solo píldoras, banquetes en vena y pesadillas de gourmet consistentes en zumos vitamínicos concentrados. La ciencia nos ha hecho ver la luz.

La señora Lee dobló nerviosa la servilleta.

—Preferiría que no hablaras así —dijo—. Sabes que no está bien.

—Solo está bromeando —terció la señora Tomson—. Harry es igual. —Le dedicó una mirada burlona de superioridad a su marido—. A los hombres les gusta proferir blasfemias delante de sus devotas compañeras.

Harry Tomson se rió entre dientes.

—Las mujeres son los científicos ideales —dijo—. El mundo femenino está acotado de un modo tan conveniente como el del Comité Político.

Kathryn Lee se levantó inquieta.

—Bueno —se apresuró a decir—, vamos a recoger esto antes de que venga alguien y lo vea.

—Sí —coincidió Myra Tomson—. Tendría gracia que nos mandaran al Campo Político solo por comer ternera.

—Mi querida esposa —dijo Harry, sin dirigirse a nadie en concreto. Se puso de pie y alzó la copa, en cuyo fondo quedaban unas gotas de vino tinto, para brindar—. Amigos míos, esta es una ocasión solemne. Tanto vuestros congeladores secretos como los nuestros están completamente vacíos. El último vestigio de comida auténtica ha desaparecido. Ahora debemos enfrentamos a la sombría y sórdida perspectiva de no volver a probar comida de verdad. La ciencia dice que píldoras y, como borregos, comemos píldoras. Los adalides de los tubos de ensayo dicen que se acabaron las enfermedades, los bacilos, los monstruos microscópicos con ojos de insecto. Por tanto, ¡abajo el pastel de carne! —Hizo un gesto con la copa—. Brindo por los privilegios de la indigestión y por el desaparecido, aunque no por ello menos glorioso, derecho del hombre a agenciarse por sus propios medios un personalísimo dolor de barriga.

Ralph Lee rió entre dientes.

—Brindo por eso —dijo—. Señoras, sus copas.

Myra cloqueó con aire maternal y sonrió a Kathryn Lee, quien se lamió los labios de forma inconsciente.

—Sígueles la corriente, querida —dijo Myra—. A fin de cuentas, es la última vez.

Kathryn se dejó tentar, tomó la copa y apuró las últimas gotas de vino. Por encima del delicado borde dorado de la copa, cruzó la mirada con la de su marido, que sonrió y arrugó la comisura de un ojo con guasa. Ella dejó la copa.

—Sigo sin entenderlo —dijo—. ¿Por qué tenemos que ir esta noche a ver esa cosa? Y tampoco entiendo por qué insistes tanto en que llevemos a Billy. —Sacudió la cabeza y se puso a recoger los platos.

—Ya conoces a nuestros chicos —dijo Myra en tono posesivo—. Odian hacerse mayores.

—Dime, ¿por qué no pasamos por casa y recogemos a Lilly? —intervino su marido—. Me gustaría que ella también la viera.

—Ni lo sueñes —repuso Myra categórica, levantándose—. No voy a sacarla de la cama.

—No sé por qué tiene que levantarse Billy para ver esa estupidez de… —murmuró Kathryn.

—¡Kate!

Miró a su marido sorprendida y agresiva.

—No hace falta que grites —dijo, avergonzándose de tener aquella pequeña pelea delante de los Tomson.

—Hay muy pocas cosas que me hagan enfadar —dijo Ralph, dejando de golpe la servilleta en la mesa—. Ya lo sabes. —Se dirigió a los demás—. No debemos decir nunca que la cosa es estúpida. Es lo único de nuestra lamentable sociedad que no es estúpido.

—Amén —dijo Harry.

—Parece que hubierais vuelto a la facultad —dijo Myra, y se encogió de hombros—. ¡Ra, ra, ra! ¡Quiebra la norma o la norma nos destruirá! ¡Quiebra la…!

—Vamos a recoger la mesa —la interrumpió su marido—. Los enemigos del Estado debemos esconder estas cosas rápidamente.

—Ya lo hacemos nosotras —dijo Kathryn—. Vosotros podéis ir a la biblioteca a charlar un rato.

—Como habéis estado deseando hacer durante toda la cena —comentó Myra—. Pero gritad bajito.

—Vamos —dijo Ralph con una sonrisa—. Aquí no nos quieren. Además, tengo una sorpresa para ti.

—¿Sí? —A Harry se le iluminaron los ojos—. Bien. Quedan pocas cosas en esta sociedad que consigan sorprenderme.

—Ya empiezan otra vez —dijo Myra, entrando en el cuarto de aparatos con un montón de platos y cubiertos.

Kathryn le tocó el brazo a su marido.

—¿Tenemos que llevar a Billy? —le preguntó—. Ver la cosa va contra las normas.

Ralph le dio unas palmaditas en el hombro para tranquilizarla.

—No te preocupes. Ya sabes que Harry y yo íbamos a verla con frecuencia. Nunca nos arrestaron, ¿verdad?

—Sigue sin gustarme —insistió, meneando la cabeza.

—Recoge los platos deprisa, cariño —dijo Ralph—. Billy no debería quedarse despierto hasta muy tarde.

Con un suspiro, Kathryn entró en el cuarto de aparatos. A través del panel giratorio llegó la voz amortiguada de Myra.

—No sé dónde vamos a lavar esto —decía—. Ya no tienen en cuenta los platos.

—Bueno, vamos a la biblioteca —dijo Ralph.

Los dos hombres salieron de la sala de suelo embaldosado y pasaron a una corta rampa con pasamanos.

—¿Qué vais a hacer con la vajilla? —preguntó Harry—. ¿Guardarla?

—¿Qué habéis hecho Myra y tú?

—¡Oh! —respondió Harry—. No sé dónde la ha metido Myra. En algún escondrijo típico de mujeres. Donde los recuerdos del pasado y esas cosas.

—Supongo que Kate hará lo mismo.

Entraron en la pequeña biblioteca. Los impolutos estantes empotrados estaban a rebosar de plastilibros.

Con los brazos en jarras, Harry leyó los títulos.

—«Astronomía categórica, Principios de física absoluta, El universo inalterable, La pauta contigua». —Dejó escapar un suspiro entre los dientes apretados—. ¡Madre mía! Al cabo del tiempo acabas preguntándote si será todo verdad, si es cierto que estos libros contienen todos los hechos posibles.

—Yo diría que sí —dijo Ralph—, de no ser por la cosa.

—Sí. La cosa. —Harry acarició las palabras—. La cosa, esa maravilla. Un faro en las tinieblas abismales. —Descartó su irritación con un gesto—. Bueno, ¿cuál es la sorpresa? —preguntó alegremente.

Con cara pícara, Ralph sacó un libro del estante más alto y lo sostuvo de modo que Harry pudiera leer el título: Dentro de la barrera. Luego abrió la tapa con cuidado.

—¡Puros! —Harry estaba pletórico; se había quedado con la boca abierta—. Dios… ¿Son auténticos?

—Huele —le ofreció Ralph con grandilocuencia—. Coge uno bien grande.

Harry se inclinó a aspirar profundamente el perfume intenso del tabaco y frunció la nariz, atormentado.

—¡Oh! —gimió—. He muerto y estoy en el cielo. ¿Dónde los has conseguido?

—Restos históricos —contestó Ralph—. Coge uno.

Entusiasmado, Harry escogió un puro, le dio vueltas entre los gruesos dedos y lo olió. Después, con un suspiro de placer, le arrancó un extremo de un mordisco.

—¡Magnífico!

—Y ahora recemos para que esta cerilla original no haya olvidado su cometido —dijo Ralph. Se la frotó contra el tacón del zapato y saltó una llama amarilla. Unas nubes almizcladas rodearon la cabeza de Harry como un tenue espectro.

Dejó escapar una prolongada y lenta bocanada de humo.

—Vuelvo a ser un chaval —dijo con deleite.

Estaban sentados en las sillas amorfas que se adaptaban al cuerpo del ocupante, cerca de la pantalla de televisión mural.

—Ha sido una noche estupenda —dijo Harry—. Un sueño. Un deseo fantástico hecho realidad. —Le dio una calada a lo que quedaba del menguado puro.

—¿No es patético que tengas que decir eso? —preguntó Ralph, sacudiendo la ceniza en la caja libro—. Que en los tiempos que corren, el más sencillo y común de los placeres adquiera proporciones tan increíbles… ¿no es algo terrible?

—Desde luego —coincidió Harry, cansado, y miró pensativo la colilla del puro—. Bueno, es culpa nuestra. Nos hemos superado a nosotros mismos. Hemos construido un sistema tan sólido e inmaculado que se ha convertido en una jaula.

—Venga, coge otro —dijo Ralph ofreciéndole la caja—. Venga, adelante. Solo quedan dos. ¿Por qué alargar la tortura? Vamos a fumárnoslos ahora y olvidemos que este vicio tan delicioso haya existido alguna vez.

—Me pregunto si tendemos a esa filosofía en todos los aspectos —comentó Harry encendiendo el segundo puro—. Aunque a regañadientes, la aceptamos, y cada día nos hundimos más en el pozo. Ya sabes, puede que algún día hasta olvidemos la cosa, que se extinga incluso esa diminuta chispa de conciencia. ¿Tú qué opinas?

—Es posible —dijo Ralph, sombrío—. Sin duda es una posibilidad horrible. Hemos olvidado muchas cosas: cómo luchar, cómo subir a alturas vertiginosas y bajar a abismos insondables… Ya no aspiramos a nada. Hemos perdido hasta la más leve sombra de desesperación. Hemos dejado de correr y nos arrastramos: del edificio al vehículo, del vehículo al trabajo y vuelta a empezar. Vivimos dentro de los límites que nos dicta la ciencia. La vara de medir es corta y agradable. La gama vital es una lacónica e imprecisa monotonía que va del gris al gris. El arco iris se ha desteñido. Ya casi no sabemos ni dudar.

Harry Tomson se revolvió en la silla y recorrió la colección de libros con la mirada.

—Sí. Tú lo has dicho. La vida sujeta a una arrogancia logarítmica. Cada palabra escrita está cargada de dogmatismo y proclama que se acabaron las sorpresas. Ya no hay nada extraño, nada que se salga de lo establecido. Nuestro orden es el Orden Verdadero. —Suspiró y miró a su amigo.

Ralph le devolvió la sonrisa.

—Bueno, todavía nos queda la cosa. Mientras exista… podemos albergar esperanzas.

—¿Ralph?

Era Kathryn.

Ralph se levantó y se volvió hacia el arco de entrada.

—¿Sí, cariño?

—Por última vez —suplicó ella—, ¿tenemos que llevarlo?

—Sí, Kathryn, quiero que la vea. Me niego a que pase por la vida sin saber qué es.

—Pero imagínate que se lo cuenta a los demás. No es más que un niño.

—Seguro que no es el único que la habrá visto. Deja de preocuparte. —Kathryn se cogió las manos y lo miró—. Anda, ve a buscarlo.

Kathryn se volvió poco a poco, y Ralph oyó su taconeo rampa abajo. Miró a Harry.

—Te parece buena idea llevar a Billy, ¿verdad? —le preguntó.

—¡Dios, claro! —exclamó Harry—. Ojalá se me hubiera ocurrido traer a Lilly esta noche. Me gustaría que ella también la viera. —Bostezó, se desperezó, distendió los músculos y dejó que la laxitud lo invadiera—. Unas caladas más y nos vamos.

Billy estaba acurrucado en el regazo de Kathryn y miraba por la ventanilla del coche terrestre con ojos de sueño.

—¿Adónde vamos, mami? —preguntó por quinta vez.

—A dar una vuelta —respondió Kathryn, lanzando una mirada acusadora a su marido—. Estará tan dormido que no se enterará de nada.

—Sí que se enterará —dijo Ralph—. Mi padre me llevó a verla cuando era pequeño. Yo también estaba medio dormido, pero no se me ha olvidado nunca.

Mantuvo la vista fija en la ancha autovía que cruzaba los paseos peatonales como una cinta tirante. Sobre ellos se cernían los rascacielos comerciales.

El coche pasó zumbando junto a uno de los grandes carteles reflectantes que dominaban los bordes de la autovía cada cien metros. «LA CIENCIA ES LA VERDAD», decía.

Detrás se sucedían en perspectiva otros carteles.

«SI LA CIENCIA DICE QUE NO, ¡ES QUE NO!».

«TODO SIGUE UNA PAUTA».

«NUESTRO ORDEN ES EL ORDEN VERDADERO».

—Es como tú dices, Harry —le dijo Ralph, mirando de reojo hacia atrás—. Al cabo de cierto tiempo asumimos la realidad de las palabras. El hábito se impone; es terrible. Si se repite algo hasta la saciedad, al final nos lo acabamos creyendo. Todo se tergiversa.

—Sí —dijo Harry—. Triste, pero cierto.

—¿Tenéis que estar siempre despotricando? —preguntó Myra—. Es como estar casada con un político.

Harry se rió entre dientes.

—¿Qué haría sin ti, preciosa? —dijo, dándole unas palmaditas en la mano—. Eres la impasibilidad que mueve el mundo.

—Vete a la porra —le espetó ella.

—¡Mira, Billy! —exclamó Ralph de repente, lo que hizo que su esposa diera un respingo—. ¡Allí arriba!

—¿Qué, papi?

—Mira esa estrella fugaz, ahí arriba. —Ralph cogió a Billy la cabeza con suavidad y se la giró.

—¡Oh! —dijo Billy—. Ya la veo. ¿Qué es, papi?

—Una estrella fugaz, mi niño —dijo Kathryn—. Papá acaba de decírtelo.

—¿Y quién la ha tirado, papi?

Aquello les hizo gracia a todos.

—Nadie, cielo —le explicó Kathryn—. Es un trozo de roca que se ha acercado demasiado a nuestra Tierra y se ha incendiado. Ahora mismo todos los científicos están observándola.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Porque estaban esperándola y quieren ver qué pasa. Verás: sabían desde hace mucho tiempo que iba a caer. Lo sabían incluso antes de que tú nacieras.

Ralph apretó los labios.

—No le digas eso —protestó, enfadado—. Sabes que no es cierto. Ella inspiró profundamente.

—Estoy diciéndole la verdad —dijo, tensa—. Los científicos políticos no cometen errores. El universo obedece a un orden. ¿Vas a decirle a tu hijo que no?

—Quiero que mi hijo lo vea por sí mismo —respondió Ralph.

—Tendríamos que haber traído a Lilly —intervino Harry.

—Así habría sido perfecto del todo —repuso Myra.

—¡Ay! —se mofó Harry.

—Y no empieces otra vez con tus ingeniosas disertaciones sobre esa cosa —le espetó Myra.

—Es un hecho, cariño —dijo su marido—. Se sale de la pauta, ergo no hay pauta.

—Tonterías.

—De una lógica irrefutable, debo confesar —comentó Harry con una risita.

El coche terrestre giró y bajó por una rampa lateral hacia una estrecha calle desierta de las afueras.

—¿Y si la guardia política irrumpe en ese… lugar al que vamos? —dijo Kathryn.

—Eso no va a pasar —repuso Ralph.

Observó a Billy, que miraba por la ventanilla con la cabecita rubia apoyada en el hombro de Kathryn y los ojos entrecerrados. Ralph sonrió.

—Esto es algo que no olvidarás nunca, Billy —le dijo.

—Sí, papi.

Kathryn besó a su hijo en la frente y le acarició el pelo con dulzura.

—Me siento como una delincuente peligrosa —dijo Myra en el callejón oscuro, mientras esperaban a que les abrieran la puerta.

Kathryn miraba nerviosa a su alrededor. Sujetaba a Billy con fuerza.

—Por favor, Ralph, vámonos a casa. Ya volveremos otra noche.

—No —dijo Ralph, terco—. Ya estamos aquí. No tiene sentido volver.

La puerta se abrió apenas y Kathryn dejó escapar un grito ahogado cuando el fino rayo de luz que salió por la rendija le dio en la cara. Después, la luz se apagó y unos ojos suspicaces los miraron.

—¿Sí? —preguntó una voz profunda.

—Queremos… —Ralph vaciló—. Queremos ver la cosa. Quiero que la vea mi hijo.

Los ojos se posaron en Billy, que se agarró a su madre. Después, la fría mirada repasó el callejón largo y desierto que tenían a sus espaldas.

—Páseme su tarjeta de identificación —dijo la voz.

Ralph sacó de la cartera una tarjetita de plástico y la pasó por la rendija. Unos dedos la cogieron. Esperaron.

—Esto es una tontería —dijo Myra, inquieta—. ¿Qué somos? ¿Niños jugando a algo?

—Calla, cariño —respondió Harry—, o suelto un discurso.

Myra le lanzó una mirada asesina.

Al cabo de un momento corrieron los pestillos y la puerta se abrió con un chirrido.

—Entren, deprisa —dijo el hombre.

Era alto, de mediana edad, vestido de gris. Volvió a cerrar en cuanto hubieron entrado.

Sus pisadas resonaron en los escalones desgastados mientras lo seguía hasta el piso de abajo. El aire era frío y húmedo.

—Si se pone enfermo… —dijo Kathryn en tono amenazador, subiéndole el cuello de la chaqueta a Billy.

—En la pauta no caben las enfermedades —le respondió Ralph con un deje de amargura. Luego la miró con expresión culpable—. No nos quedaremos mucho tiempo.

Entraron en una sala grande con las paredes de piedra. Estaba organizada como un auditorio, con sillas colocadas de cara a una tarima baja. Había unos cuantos ancianos y una pareja joven sentados en silencio en la penumbra, bastante separados entre sí, esperando. En la tarima se distinguía el contorno de una gran caja semiesférica, completamente tapada por una tela negra.

El sonido de sus pasos siguió oyéndose hasta que llegaron a la tercera fila y la ocuparon. Myra se aclaró la garganta y el ruido aleteó por la habitación como una bandada de murciélagos. Miró inquieta a su alrededor, ruborizada. Harry sonrió y le dio unas palmaditas en la cabeza. Ella lo miró confusa e irritada.

Al fin se sentaron en las endebles sillas.

—Deja que lo tenga yo —susurró Ralph, cogiendo a Billy de brazos de su esposa.

Con los labios apretados, ella lo soltó y cruzó las manos temblorosas sobre el regazo. Un escalofrío le recorrió la espalda.

Se quedaron sentados en silencio durante cinco minutos.

Myra se rebulló en la silla.

—¡Por Dios! ¿Cuándo van a enseñarla? —le murmuró de mal humor a su marido.

—No tengo ni idea —respondió, encogiéndose de hombros—. ¿Estás poniéndote nerviosa?

—Sí —susurró—. Estoy muerta de miedo.

Harry sonrió.

—No me gusta nada —le dijo Kathryn a Myra—. No deberíamos estar aquí.

Myra le apretó la mano.

—No es más que un juego, Katie —le dijo—. No te alteres.

El hombre de gris subió a la tarima, se situó de pie al lado de la caja cubierta, tosió y miró hacia el fondo de la sala.

—Señoras y señores —empezó con voz apagada, solemne—. Quizás algunos de ustedes hayan venido solo para divertirse. Puede ser. Sin embargo, creo y espero que la mayoría haya venido por la misma razón por la que nosotros, los miembros del Comité de Fenómenos Prohibidos, arriesgamos la vida por proteger esta cosa.

»Créanme, señoras y señores, si les digo que este fenómeno, uno de los pocos que quedan, es de una importancia inconmensurable para todos. ¿Y por qué?, se preguntarán. —Hizo una pausa teatral y acercó la delgada mano a la tela—. Respóndanse ustedes mismos. —Apartó la tela.

Se oyó un crujido unánime de madera vieja porque todos los presentes se inclinaron hacia delante de forma involuntaria, escudriñando ansiosos la oscura quietud.

Bajo la cubierta de plástico semiesférica había una máquina reluciente de pequeño tamaño, cuyos engranajes giraban despacio y en silencio. Los centros de joyas brillaban bajo el único foco que colgaba del techo.

—Aquí está la cosa —dijo el hombre en voz baja—. La máquina que nunca se detiene.

—¿Ves, Billy? —susurró Ralph, inclinándose para acercar su cabeza a la de su hijo.

—Sí, papi —respondió con una vocecilla obediente.

—¿Sabes qué significa?

—Eh…, no, papi.

Kathryn le cogió la mano izquierda a Billy.

—Significa que no todo lo que te dirán en el colegio será cierto —le dijo Ralph a su hijo.

—¡Ralph! —siseó su mujer.

La apartó y ella le dio la espalda, impaciente y asustada. Billy la miró y después volvió a mirar a su padre.

—No espero que lo entiendas todo —prosiguió Ralph—, pero recuerda una cosa, Billy: según la ciencia y según el Comité Político es imposible que esta máquina funcione. ¿Lo entiendes?

—Sí, papi.

—Pero funciona, Billy. ¡Mira cómo funciona! Lleva dando vueltas y vueltas más de quinientos años. Desde antes de que nacieras, desde antes de que yo naciera, desde antes de que naciera mi padre, desde antes de que naciera el padre de mi padre. Y seguirá en funcionamiento cuando te hayas hecho mayor y traigas a tu hijo aquí para enseñársela. Entonces debes decirle, como te digo yo ahora, que la máquina seguirá funcionando siempre. Aunque todos los Comités Políticos del mundo afirmen lo contrario.

Billy miró cómo giraban los engranajes con la boca abierta, parpadeó y siguió observando con atención, empapándose de aquella imagen.

Kathryn lo observaba en silencio, con la cara crispada de miedo. De forma inconsciente, le acarició la mano al niño, cerró los ojos, y una lágrima le resbaló por la mejilla.

Billy se volvió para decirle algo a su padre, que agachó la cabeza para escucharlo. Harry se inclinó por encima del regazo de su mujer para escucharlo también.

—¿Qué? —preguntó Ralph.

—¿Se parará alguna vez, papi? —le preguntó Billy.

Los labios de Harry esbozaron una sonrisa profética. Se irguió y le apretó fuerte la mano a Myra, protector.

Ralph le palmeó el brazo a su hijo y habló en voz muy baja, mirando a su esposa.

—No, Billy. No dejaremos que se pare nunca.

Tuve suerte de que me publicaran este. No tenía lo que se dice un final sorprendente; solo era una historia de tipo orwelliano. Ahora pienso que se parece un poco a Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, donde esas personas van a ver la máquina, el último vestigio de su creencia en un mundo más imaginativo. Y aunque no fuera verdad, se aferrarían a ello y se lo transmitirían de unos a otros. Por supuesto, leía mucho a Bradbury en aquella época, y todos intentábamos imitarlo. Por eso un montón de mis primeros relatos tienen un aire bradburiano. No trataba de imitarlo a propósito, pero obviamente el efecto que provocaba en mí era tan intenso que no siempre podía evitarlo. —RM