Hijo de sangre

En el barrio acabaron de convencerse de que Jules estaba loco cuando se enteraron de lo de su redacción.

Hacía tiempo que lo sospechaban.

Su mirada vacía daba escalofríos. Tenía una voz ronca y gutural, inapropiada para un cuerpo tan frágil. Su piel pálida disgustaba a muchos niños; parecía colgarle de la carne. Detestaba la luz del sol.

En el vecindario pensaban que tenía unas ideas un pelín extravagantes.

Jules quería ser vampiro.

Todo el mundo daba crédito al rumor de que había nacido una noche en la que el viento arrancaba los árboles de cuajo. Decían que había venido al mundo con tres dientes y que los clavaba en el pecho de su madre para chupar sangre mezclada con leche.

Decían que de noche, en la cuna, cacareaba y chillaba como un animal, que andaba a los dos meses y que se quedaba sentado mirando la luna.

Eso decía la gente.

Sus padres estaban constantemente preocupados por él. Como era hijo único, le notaron los defectos enseguida.

Lo creyeron ciego hasta que el médico les dijo que, simplemente, tenía la mirada vacua. Les dijo que con semejante cabezota podría ser un genio o un imbécil. Resultó ser un imbécil.

No pronunció palabra hasta los cinco años. Y una noche, a la hora de la cena, se sentó a la mesa y dijo: «Muerte».

Sus padres se debatieron entre la alegría y la repugnancia, pero al final optaron por un término medio entre ambos sentimientos y concluyeron que Jules desconocía el significado de aquella palabra. Pero Jules lo sabía.

A partir de aquella noche acumuló un vocabulario tan rico que todos los que lo conocían quedaron asombrados. No solo recordaba todas las palabras que oía, así como las de los carteles, las revistas y los libros; también las inventaba. Palabras como manoscura o amoruerte. En realidad eran fusiones de palabras con las que expresaba lo que sentía y no sabía explicar en otros términos.

Solía sentarse en el porche mientras los demás niños jugaban a la rayuela, a la pelota y cosas así. Se quedaba sentado, clavaba la vista en la acera e inventaba palabras.

Hasta los doce años no se metió en líos.

Esto ocurrió solo en dos ocasiones: la vez que lo encontraron desnudando a Olive Jones en un callejón y la que lo descubrieron diseccionando un gatito en su cama. Pero habían pasado muchos años desde entonces y aquellos escándalos eran agua pasada.

Básicamente pasó la infancia causando repugnancia a los demás.

Fue al colegio, pero no estudiaba, así que repitió dos o tres veces cada curso. Todos los profesores lo conocían por su nombre de pila. En materias como la lectura y la escritura era un estudiante casi brillante. En otras era un desastre.

Un sábado, cuando tenía doce años, Jules fue al cine y vio Drácula.

Cuando terminó la película, se paseó hecho un manojo de nervios entre los niños pequeños.

Se fue a casa y se pasó dos horas encerrado en el cuarto de baño.

Sus padres golpearon la puerta y lo amenazaron, pero él se negó en redondo a salir.

Por fin abrió y se sentó a la mesa para cenar con una tirita en el pulgar y cara de satisfacción.

A la mañana siguiente fue a la biblioteca. Era domingo. Se quedó todo el día sentado en los escalones de la entrada esperando a que abrieran. Al final volvió a casa.

Al día siguiente, en vez de ir a clase, regresó a la biblioteca.

Encontró Drácula. No podía sacar el libro porque no era socio, y para hacerse socio tenía que acompañarlo su padre o su madre.

Así que se metió el libro en los pantalones, salió de la biblioteca y no lo devolvió nunca.

Fue al parque, se sentó y se leyó la novela de un tirón. Se hizo de noche antes de que acabara.

Cuando la terminó, la volvió a empezar. De camino a casa no dejó de leer, y corría de farola en farola para leer a su luz.

No escuchó ni una sola palabra de la regañina que le echaron sus padres por no haber aparecido para comer ni para cenar. Comió algo, se fue a su habitación y terminó de leer el libro. Le preguntaron de dónde lo había sacado y respondió que se lo había encontrado.

Jules pasó los días sin ir al colegio, leyendo la historia una y otra vez.

Entrada la noche, después de que Jules cayera rendido de sueño, su madre llevaba el libro al salón y se lo enseñaba a su marido.

En una ocasión se dieron cuenta de que Jules había subrayado ciertas frases a lápiz con mano temblorosa.

Frases como: «Tenía los labios rojos de sangre fresca. Un reguero le resbalaba por el mentón manchando la blancura inmaculada de su mortaja». O: «Cuando la sangre comenzó a brotar, con una mano sujetó las mías y con la otra me agarró del cuello y me acercó la boca a su herida…». Cuando su madre vio aquello, tiró el libro a la basura.

A la mañana siguiente, cuando Jules descubrió que el libro no estaba, gritó y le retorció el brazo a su madre hasta que le dijo qué había hecho con él. Entonces corrió al sótano y hurgó en la basura hasta encontrarlo.

Con las manos y las muñecas sucias de posos de café y yema de huevo, se fue al parque a leerlo otra vez.

Estuvo leyendo el libro con avidez durante un mes. Después ya se lo sabía de memoria, y lo tiró y se limitó a pensar en él.

Empezaron a llegar notas de la escuela con las faltas de asistencia. Su madre puso el grito en el cielo y Jules decidió volver durante un tiempo. Quería escribir una redacción.

Un día la escribió, en clase. Cuando todos hubieron terminado, la profesora preguntó si alguien quería leer su redacción en voz alta.

Jules levantó la mano.

La profesora se sorprendió, pero fue benévola. Quería animarlo. Metió la puntiaguda barbilla y sonrió.

—Muy bien —dijo—. Prestad atención, niños. Jules va a leernos su redacción.

Jules se levantó, nervioso. El papel le temblaba en las manos.

—«Mi sueño, de…».

—Jules, cielo, ponte delante de la clase.

Jules se puso delante de la clase. La profesora le sonrió cariñosamente. Jules volvió a comenzar.

—«Mi sueño, de Jules Drácula».

La sonrisa se marchitó.

—«De mayor quiero ser vampiro».

La profesora se quedó con la boca abierta y los ojos como platos.

—«Quiero vivir eternamente, vengarme de todos y convertir en vampiras a todas las chicas. Quiero oler a muerte».

—¡Jules!

—«Quiero tener un aliento asqueroso que apeste a tierra muerta, criptas y dulces ataúdes».

La profesora se estremeció; las manos, apoyadas en el secante verde de la mesa, le temblaban. No daba crédito a sus oídos. Miró a los niños. Estaban boquiabiertos. Algunos se reían, pero las chicas no.

—«Quiero estar frío y tener la carne podrida con sangre robada en las venas».

—Ya… —La profesora se aclaró la garganta ruidosamente—. Ya basta. Jules.

Jules siguió hablando, más fuerte, con desesperación.

—«Quiero hundir mis terribles dientes blancos en los cuellos de las víctimas. Quiero que…».

—¡Jules! ¡Vuelve a tu sitio ahora mismo!

—«Quiero que corten la carne y las venas como cuchillas…» —leyó Jules con ferocidad.

La profesora se levantó de golpe. Los niños temblaban y ya nadie se reía.

—«Después quiero sacar los dientes y dejar que la sangre me fluya despacio hasta la boca, que me corra caliente por la garganta y…».

La profesora cogió del brazo a Jules, pero este se zafó y se parapetó en un rincón, detrás de un taburete.

—«¡Y lamer y recorrer con los labios la garganta de mis víctimas! —chilló—. ¡Quiero beber sangre de chica!».

La profesora se abalanzó sobre él y lo sacó a rastras del rincón. Jules la arañó y gritó todo el camino hasta el despacho del director.

—¡Ese es mi sueño! ¡Ese es mi sueño! ¡Ese es mi sueño!

Era repulsivo.

Lo encerraron en su habitación. La maestra y el director se reunieron con los padres de Jules. Les relataron lo sucedido con voz sepulcral.

Fue la comidilla de los padres del vecindario. Al principio, la mayoría no se lo creían. Suponían que era una invención de los niños.

Después pensaron que habrían criado unos hijos horribles si eran capaces de inventarse algo semejante.

Así que se lo creyeron.

Tras aquel incidente, todos vigilaban a Jules como halcones. La gente evitaba su contacto y su mirada. Por la calle, los padres metían a sus hijos en casa cuando lo veían acercarse. Todo el mundo cuchicheaba a sus espaldas.

Llegaron más faltas de asistencia.

Jules le dijo a su madre que no pensaba volver al colegio nunca más. No hubo forma de hacerlo cambiar de opinión. No volvió a ir.

Si un asistente social se acercaba al piso, Jules se escapaba por los tejados.

Así desperdició un año.

Jules vagaba por las calles en busca de algo; no sabía qué. Miraba en los callejones. Miraba en los cubos de basura. Miraba en los solares. Miraba a diestro y siniestro sin dar con lo que buscaba.

Rara vez dormía. Nunca hablaba. Mantenía la vista clavada en el suelo. Olvidó sus palabras especiales.

Y entonces…

Un día que paseaba por el parque, entró en el zoo.

Una descarga eléctrica lo recorrió cuando vio al murciélago vampiro. Abrió mucho los ojos y los dientes amarillentos iluminaron débilmente su amplia sonrisa.

De entonces en adelante, Jules fue todos los días al zoo a mirar al murciélago. Le hablaba y lo llamaba el Conde. El corazón le decía que en realidad se trataba de un hombre que se había metamorfoseado.

Sufrió un rebrote cultural.

Robó otro libro de la biblioteca que lo explicaba todo sobre la vida salvaje.

Encontró la página dedicada al murciélago vampiro. La arrancó y tiró el libro.

Se la aprendió de memoria.

Supo cómo infligía sus heridas el murciélago. Cómo lamía la sangre, igual que un gatito la nata. Cómo caminaba sirviéndose de las alas plegadas y las patas traseras, igual que una araña negra peluda. Por qué se alimentaba solo de sangre.

Un mes tras otro, Jules observaba al murciélago y le hablaba. Se convirtió en el único consuelo de su vida, en el símbolo de que los sueños pueden hacerse realidad.

Un día, Jules se dio cuenta de que la malla del suelo de la jaula se había aflojado.

Miró a su alrededor rápidamente y vio que nadie miraba. Estaba nublado. No había mucha gente por allí.

Tiró de la malla.

Se movió un poco.

Entonces vio a un hombre salir de la caseta de los monos, así que retiró la mano y se alejó silbando una canción improvisada.

Entrada la noche, cuando lo creían dormido, pasaba descalzo por delante de la habitación de sus padres. Cuando los oía roncar, iba deprisa a ponerse los zapatos y regresaba al zoo.

Siempre que el vigilante no estaba cerca, Jules tiraba de la malla.

Así fue aflojándola.

Cuando terminaba y tenía que regresar a casa a toda prisa, volvía a colocar la tela metálica en su sitio para que nadie se diera cuenta.

Jules se pasaba el día delante de la jaula, mirando al Conde, riendo entre dientes y diciéndole que pronto sería libre.

Le dijo al Conde todo lo que sabía. Le dijo que practicaría lo de bajar cabeza abajo por las paredes. Le dijo que no se preocupara, que pronto saldría de allí y que entonces podrían ir juntos a todas partes y beber sangre de chica.

Una noche, Jules apartó la malla y entró a rastras en la jaula.

Estaba muy oscuro.

Se acercó de rodillas a la casita de madera y prestó atención para ver si oía los grititos del Conde.

Metió el brazo por la puerta negra sin dejar de susurrar.

Se sobresaltó al sentir un pinchazo en el dedo.

Con cara de enorme placer, Jules atrajo hacia sí el cuerpo peludo del murciélago, que agitaba las alas.

Lo sacó de la jaula, se marchó corriendo del zoo, salió del parque y corrió por las calles silenciosas.

Casi amanecía y la luz teñía de gris el cielo oscuro. No podía irse a casa. Tenía que buscar algún lugar donde quedarse.

Se metió en un callejón y saltó una valla. Tenía bien agarrado el murciélago, que le lamía la sangre del dedo.

Cruzó un patio y se coló en una casucha abandonada.

Dentro estaba oscuro y había mucha humedad. Estaba llena de escombros, latas, cartón empapado y excrementos.

Jules se aseguró de que no hubiera ningún hueco por el que pudiera escapar el murciélago.

Luego cerró bien la puerta y atrancó el picaporte de metal con una barra.

Tenía el corazón desbocado y le temblaban las piernas. Soltó al murciélago, que voló hasta un rincón oscuro y se colgó de la madera.

Jules se arrancó la camisa, enfebrecido. Le temblaban los labios. Sonreía como un demente. Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una navajita que le había robado a su madre. La abrió y pasó un dedo por la hoja. Se cortó la carne.

Con dedos temblorosos, se pinchó el cuello y cortó. La sangre le corrió entre los dedos.

—¡Conde! ¡Conde! —gritó, frenético de alegría—. ¡Bébete mi sangre roja! ¡Bébetela! ¡Bébetela!

Tropezó con las latas y resbaló mientras buscaba a tientas el murciélago. El animal se desprendió de la madera, voló por la casucha y se colgó en el extremo opuesto.

Jules tenía las mejillas arrasadas de lágrimas. Apretó los dientes. La sangre le chorreaba por los hombros y el flaco pecho lampiño.

El cuerpo le temblaba por la fiebre. Retrocedió dando traspiés. Se cayó y notó que el borde afilado de una lata le hería el costado.

Estiró los brazos, agarró el murciélago y se lo colocó en el cuello. Se tumbó de espaldas en la tierra fresca y mojada. Suspiró.

Comenzó a gemir y a aferrarse el pecho. Tenía el estómago revuelto. El murciélago negro agarrado al cuello le lamía la sangre en silencio. Jules sentía que se le escapaba la vida.

Pensó en todos los años pasados. En la espera. En sus padres. En el colegio. En Drácula. En sus sueños. Todo para aquello. Para aquella gloria súbita.

Abrió los ojos con dificultad.

El interior de la apestosa casucha daba vueltas a su alrededor.

Le costaba respirar. Abrió la boca para tomar aire y aspiró. Era asqueroso y lo hizo toser. Su cuerpo delgaducho se sacudía en el frío suelo.

Las capas de niebla se alejaron reptando de su cerebro como velos que se apartan.

Lo asaltó una lucidez terrible.

Sentía un dolor agudo en el costado.

Sabía que estaba tumbado semidesnudo entre la basura, dejando que un murciélago le chupara la sangre.

Con un grito ahogado, apartó el murciélago peludo y palpitante de un manotazo y lo arrojó lejos. El animal regresó y le abanicó el rostro con las alas.

Jules se puso de pie a duras penas.

Buscó la puerta a tientas. No se veía casi nada. Intentó contener la hemorragia del cuello.

Logró abrir la puerta.

Salió tambaleándose al patio oscuro y cayó de bruces en la hierba crecida.

Intentó gritar para pedir ayuda, pero el único sonido que le salió de los labios fue un borboteo, un remedo balbuceante de las palabras.

Oyó de nuevo el aleteo.

Y, de repente, el sonido cesó.

Unos dedos fuertes lo levantaron con delicadeza. Los ojos moribundos de Jules vieron a un hombre alto y misterioso cuyos ojos brillaban como rubíes.

—Hijo mío —dijo.

¡No sé por qué lo escribí! No recuerdo de dónde surgió la idea. Estaba en una época en la que escribía relatos muy tétricos y sobrecogedores. Escribí esta historia, sin más. Pero no sé de dónde saqué la idea. Inicialmente iba a ser un cuento convencional en el que el protagonista moría al final, y acababa así [sin ningún elemento sobrenatural]. Me di cuenta de que nadie iba a comprar una historia semejante, así que añadí unas líneas al final para poder venderla. —RM