Capítulo 24

Lo que pasó después

Con la ayuda de fray Antonio de Zamora y Lázaro de Tormes, Fernando de Rojas logró probar que don Pedro Suárez, el maestrescuela de la Universidad, era el único autor de las muertes de los cuatro estudiantes, el antiguo mozo de garito, fray Jerónimo y fray Germán de Benavente. A petición de la Reina y del obispo de Salamanca, el caso de fray Juan de Sahagún quedó fuera del proceso, pues ya había transcurrido mucho tiempo y no añadía nada al esclarecimiento de los otros crímenes. Por otra parte, podía poner en cuestión uno de los principales milagros que se le atribuían al agustino, el de la concordia de los bandos, arrojando así alguna sombra sobre su buen nombre, lo que sin duda podría constituir un obstáculo para su beatificación y canonización. Tampoco se hizo ningún esfuerzo por averiguar quién había ordenado matar al maestrescuela. «Hay cosas que es mejor no remover», sentenció a este respecto el juez del caso. Como recompensa por su labor, doña Isabel la Católica le ofreció a Rojas el cargo de pesquisidor real para delitos de sangre dentro de los términos de Castilla.

Fray Juan de Sahagún fue declarado beato por el papa Clemente VIII el 19 de junio de 1601. Un año después, Salamanca hizo «voto de guardar y honrar el día de su muerte». Pero aún tendrán que pasar casi nueve décadas para que pueda subir al honor de los altares. Fue el papa Alejandro VIII el que lo proclamó santo el 16 de octubre de 1690, si bien es cierto que el que firmó la bula de canonización, algunos meses más tarde, fue su sucesor, Inocencio XII, lo que causó gran alborozo en toda la ciudad. Por último, el 23 de julio de 1868, el papa Pío IX accedió, al fin, a la petición del obispo de la diócesis salmantina de nombrar a San Juan de Sahagún Patrono Principal de Salamanca, noticia que habría alegrado mucho a la reina doña Isabel, a fray Antonio de Zamora y al propio Fernando de Rojas.

Don Alonso de Fonseca y Acevedo, también conocido como Alonso II de Fonseca, decidió abandonar el arzobispado de Santiago y retirarse a vivir en Salamanca en 1507, no sin antes promover a la silla a su propio vástago, don Alonso de Fonseca y Ulloa. Como existía la prohibición explícita de que un hijo sucediera a su padre en el cargo, llegó a un arreglo con el papa Borgia, Alejandro VI, para que un sobrino de éste, Pedro Luis de Borja, ocupara la sede durante un breve período y así poder burlar la ley. En recompensa por sus turbios manejos, Alonso II de Fonseca recibió el título honorífico de Patriarca de Alejandría. A partir de entonces, aumentaron considerablemente sus intromisiones en el gobierno de la diócesis salmantina y en otros asuntos de la ciudad. A su muerte, que tuvo lugar en 1512, fue enterrado en la iglesia del convento de Santa Úrsula o de la Anunciación. En 1529, Alonso III de Fonseca le encargó al escultor Diego de Siloé la labra de un sepulcro de gran magnificencia a los pies de la capilla mayor, para honrar y perpetuar la memoria de su padre.

En 1502, se produjeron en Salamanca varios alborotos provocados por grupos de estudiantes descontentos. Al año siguiente, volverán los conflictos entre linajes, que arreciarán tras la muerte de Isabel la Católica, sembrando, una vez más, el miedo y la intranquilidad en la ciudad. A partir de 1507, podrá hablarse de nuevo de guerra desatada. Pero ya no se trata de un enfrentamiento entre los de San Benito y Santo Tomé, sino de la lucha entre dos facciones pertenecientes al primero de los bandos, agrupadas, por un lado, en torno al doctor Maldonado de Talavera y, por otro, al arzobispo Alonso de Fonseca, que contaba con el apoyo, además, de la familia Anaya-Acevedo.

Doña Beatriz Galindo no abandonó nunca sus estudios. Tras la muerte, en 1501, de su marido, don Francisco Ramírez de Madrid, capitán del Rey y secretario del Consejo, con quien se había casado seis años antes por expreso deseo de los Reyes y con quien tuvo dos hijos, permaneció fiel a la Reina, de la que llegó a ser confidente y amiga. Su espíritu devoto y caritativo la llevó a fundar en Madrid el hospital de la Concepción de Nuestra Señora o de La Latina y dos monasterios. Murió el 23 de noviembre de 1535.

Gracias a las clases de Beatriz Galindo y otros ilustres maestros de la corte, doña Luisa de Medrano se convirtió pronto en una erudita latinista, lo que la llevaría a dar clases en la Universidad de Salamanca. Según puede comprobarse en el Cronicón del rector Pedro de Torres: El día 16 de noviembre de 1508, en la hora tercia, lee la hija de Medrano en la Cátedra de Cánones. Lucio Marineo Sículo sostiene, por su parte, que llegó a ser catedrática de Gramática y Retórica en ese mismo curso, en sustitución de Nebrija; de ahí que le dedique el siguiente elogio: Tú que en las letras y elocuencia has levantado bien alta la cabeza por encima de los hombres, que eres en España la única niña y tierna joven que trabajas con diligencia y aplicación no la lana, sino el libro; no el huso, sino la pluma; no la aguja, sino el estilo. Fue precisamente este humanista italiano el que, por error, cambió en sus escritos el nombre de Luisa por el de Lucía de Medrano, que es con el que luego ha pasado a la posteridad.

Francisca de Nebrija, que había colaborado con su padre en la redacción de la primera gramática castellana, sustituyó a éste, cuando murió en 1522, en la cátedra de Retórica de la Universidad de Alcalá de Henares, del mismo modo que, algunos años antes, en la Universidad de Bolonia, el profesor Andrea de Giovanni había sido reemplazado por su hija Novella, que solía leer las lecciones de su padre tras una cortina para que su belleza no distrajera a los alumnos.

Por desgracia, la prematura muerte de la reina Isabel la Católica, en 1504, dio al traste con el proyecto de fomentar la educación de las mujeres de la nobleza y de la propia corte. A partir de entonces, las doncellas deseosas de estudiar tuvieron que conformarse, de nuevo, con lo que les enseñaban algunos tutores y maestros en sus casas o con lo que buenamente aprendían en el interior del convento, salvo aquellas que, siguiendo el ejemplo de Teresa de Cartagena, Beatriz Galindo o Luisa de Medrano, se atrevieron a saber por su cuenta, aunque para ello tuvieran que vestirse de hombres y poner en peligro su honra y el honor de la familia.

Como ya se contó en el Epílogo de El manuscrito de piedra, fray Antonio logró cumplir pronto su sueño de trasladarse a las Indias. Tras muchas gestiones y desvelos, logró embarcarse en el tercer viaje de Colón. Al final, se quedó a vivir en La Española, cerca de la naciente ciudad de Santo Domingo, en la costa sur de la isla. Allí se convirtió en el primero en clamar contra la explotación y la esclavitud de los indios, llegando a tener gran influencia en el joven Bartolomé de Las Casas.

Una vez cerrado el caso, Fernando de Rojas corrió a buscar a Sabela a la aldea de Tejares, situada río abajo, como a media legua de Salamanca, que, como ya se dijo, era el lugar donde las mozas de la Casa de la Mancebía tenían su retiro durante la Cuaresma. Después de mucho indagar, la encontró en casa de unos parientes. Rojas estaba tan desmejorado y exhibía tantas magulladuras que, en un primer momento, Sabela casi no lo reconoció.

—¿Tanto he cambiado? —se atrevió a preguntar el bachiller.

—Mucho más de lo que me esperaba —respondió ella.

—¿Y no te alegras de verme?

—Ya casi me había acostumbrado a estar sin ti —le confesó.

—¿Por qué me dices eso? —protestó él—. Te aseguré que volvería.

—A juzgar por tu aspecto, se diría que sigues vivo de milagro.

—Ninguna vida está exenta de riesgos y peligros —se justificó—. Tú misma…

—¿Te refieres al modo de ganarme el sustento? —replicó—. Sabes de sobra que, para muchas mujeres, ésta es la única opción que nos queda. Nosotras no podemos elegir. Pero tú sí.

Rojas palpó bajo su manto la carta que le había enviado la Reina, y que aún no había contestado.

—Entre otras cosas, había venido a decirte que acaban de ofrecerme un buen puesto. ¿Por qué no dejas la mancebía y te vienes a vivir conmigo? Será lejos de aquí, donde nadie nos conozca.

Sabela lo miró sorprendida, como si no acabara de creérselo.

—¿Es eso cierto? —preguntó.

—Lo es.

—Está bien; dejaré la mancebía y me iré contigo, si tú me prometes que no volverás a aceptar ningún otro caso.

—Eso no podré hacerlo —le confesó—. La Reina quiere nombrarme pesquisidor real.

—Entonces —le advirtió—, tendrás que elegir entre la Reina y yo.

Aunque la situación era verdaderamente difícil y bastante enojosa, Rojas no fue capaz de reprimir una sonrisa cómplice.

—¿Por qué no nos tomamos un tiempo para decidirlo? —dijo, al fin—. Aprovechemos lo que queda de Cuaresma y las vacaciones de Pascua para estar juntos y descansar.

Como es sabido, Rojas tuvo tiempo también de completar la Comedia de Calisto y Melibea. De hecho, la terminó justo el Lunes de Aguas, que era cuando acababa el período de abstinencia y las prostitutas volvían a Salamanca, para bailar y comer el hornazo con los estudiantes en las riberas del Tormes. Ese año volvieron todas menos Sabela, que se perdió por el camino.

Gracias a las gestiones de Fernando de Rojas, Lázaro de Tormes consiguió matricularse el curso siguiente en las Escuelas Menores, donde enseguida dio muestras de gran aplicación e inteligencia. Esto le permitió ingresar luego en el Colegio Mayor de San Bartolomé y estudiar Leyes, hasta obtener el grado de licenciado en 1508. La ceremonia tuvo lugar, como era costumbre, en la capilla de Santa Bárbara de la catedral. A su salida, por la puerta grande del templo, fue recibido por una gran multitud, que lo aclamó y lo vitoreó como a un héroe. Ese día, en el mesón de la Solana, tuvo lugar un gran festejo, para celebrar la gran hazaña de que un muchacho de su origen y condición se hubiera redimido gracias al estudio.

Después de algunos años aquí y allá, Lázaro González, que era como entonces se llamaba, se fue a ejercer como abogado a Toledo, donde llegó a alcanzar gran renombre e, incluso, el favor de algunos poderosos, pues en ese tiempo estaba en su prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna. Por supuesto, siguió manteniendo su relación de amistad con Fernando de Rojas, que a la sazón residía en Talavera de la Reina, a unas quince leguas de Toledo. De hecho, se veían de cuando en cuando y se escribían con relativa frecuencia.

En sus cartas, Lázaro le relataba aquellos casos interesantes de los que tenía noticia o a los que tenía que enfrentarse como abogado y, a veces, le pedía consejo. En cierta ocasión, le contó el de un pregonero de vinos nacido en Salamanca y de más o menos su misma edad que acababa de casarse con una criada del arcipreste de San Salvador, y al que las malas lenguas no dejaban vivir, debido a los rumores que sin cesar propalaban sobre la honestidad de su mujer, lo que ponía en grave peligro no sólo su buena fama o la felicidad de su matrimonio, sino también su libertad, pues, como bien sabía, el hecho de ser un marido consentidor estaba penado con diez años de galeras.

Intrigado por el asunto, Rojas le rogó a su amigo que le relatara el caso por extenso. Con este fin, Lázaro se fue a visitar al pregonero, ofreciéndole su ayuda como abogado, siempre y cuando le diera cuenta de todo lo sucedido. El pregonero le dijo que, en ese caso, lo mejor sería empezar el relato por el principio, pues así tendría entera noticia de su persona antes de establecerse en Toledo. Durante varias horas, Lázaro lo escuchó sin apenas pestañear y se conmovió tanto con lo que el buen hombre le contó que, por un momento, llegó a pensar que ésa podría haber sido su propia vida, si no hubiera tenido la gran suerte de que Fernando de Rojas se cruzara en su camino.

Así que, al día siguiente, decidió escribir una carta mensajera para su amigo en la que, con mucha ironía y buen humor, mezclaría algunos de los sucesos y anécdotas que le había relatado el pregonero con otros de su propia cosecha o que hubiera oído por ahí. Para ello, se sirvió también de algunas fuentes y modelos literarios, y, especialmente, de la Comedia de Calisto y Melibea, pues no en vano la vida de Lázaro de Tormes recordaba mucho la de Pármeno, el criado de Calisto, cuando era muchacho. Del personaje de la vieja Celestina tomó, además, algunas palabras, expresiones y motivos, como su gran amor por el vino.

Cuando, en diciembre de 1540, Rojas pudo leer al fin la carta de Lázaro en su retiro de Talavera, quedó tan impresionado y regocijado que, en cuanto le puso término, mandó ensillar el caballo para ir a felicitarlo personalmente, a pesar de su avanzada edad. Tenía, por lo demás, muchas razones para sentirse orgulloso de la obra, como nieta suya que era. En Toledo, lo celebraron con varias azumbres de vino que Rojas había llevado de su propia bodega para la ocasión. A la fiesta, invitaron también al pregonero, que, de alguna manera, había sido el causante de todo aquello, por lo que allí mismo lo nombraron padrino de la criatura, y a un amigo de ambos, don Diego Hurtado de Mendoza, al que proclamaron padre putativo de tan singular obra, dadas las alabanzas que hacía de ella tras haberla leído.

Pocos días después de su regreso a Talavera, alguien hurtó el original de la carta, aprovechándose de la confianza de su destinatario, lo que ocasionó un gran disgusto a Fernando de Rojas, que moriría algunos meses después, en abril de 1541. Tras circular durante mucho tiempo en copias manuscritas como una auténtica carta mensajera, la obra se publicó anónimamente en la ciudad francesa de Lyon en 1553, con el título de La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades. A partir de ahí, las ediciones se sucedieron con gran rapidez dentro y fuera de España, dando enseguida origen, además, a varias secuelas y continuaciones, escritas, por lo general, por oportunistas sin escrúpulos, que nunca faltan y que siempre están dispuestos a medrar aprovechándose del éxito ajeno, lo que hace que sus imitaciones no sean más que torres con pies de barro. Por último, en 1559, la Inquisición la incluyó en el Índice de libros prohibidos, pero era tal su fama y popularidad que, en 1573, se publicó una edición expurgada de la misma, bajo el título de Lazarillo de Tormes castigado, preparada por el cosmógrafo y secretario de Felipe II, Juan López de Velasco, con consejo del ya citado Diego Hurtado de Mendoza, en cuyo poder obraba, por cierto, el manuscrito original, aquel que había sido hurtado a Fernando de Rojas. Por desgracia, de todo esto Lázaro González no llegó a enterarse, pues había muerto acuchillado en una calle de Toledo en el mes de enero de 1541, dejando viuda y dos hijos por criar. Pero ésa es una historia en la que, de momento, no podemos entrar.

Fin