Capítulo 23

Por un momento, Rojas estuvo tentado de salir tras el maestrescuela, pero logró contenerse, ya que lo más importante, en ese momento, era salvar a su amigo. Ya tendría tiempo luego de detener a su rival, pues no le iba a ser fácil huir, ahora que todo había quedado al descubierto.

—¡Fray Antonio! —gritó—. Tenemos que salir cuanto antes de aquí.

El fraile se limitó a emitir un breve gemido, pues a duras penas podía respirar a causa del humo. Rojas se arrodilló junto a él, le pasó un brazo por debajo de los hombros y el otro por debajo de los muslos, y lo levantó. Luego, se incorporó con gran esfuerzo y se dirigió hacia la puerta, burlando las llamas, que crecían a su paso. Al salir de la cámara, creyó ver en el suelo un cartapacio que le era familiar. Cuando, al fin, llegó fuera, agradeció el tremendo frío que hacía en la calle.

Después de dejar a fray Antonio sentado en una piedra que había enfrente de la casa, volvió a entrar en ella para salvar el cartapacio, que a punto estaba ya de ser devorado por las llamas. Dentro estaban, en efecto, los dos acuerdos de paz y el libro de registro. Con su valioso botín bajo el brazo, regresó junto a su amigo, que lo miraba con gran asombro. Para entonces, la casa había comenzado a arder como una antorcha en lo alto de las peñuelas.

—Tenemos que irnos —le rogó a fray Antonio.

—¿Adónde me lleváis?

—Al convento de San Francisco.

—¿Habéis perdido el juicio? —protestó el fraile—. ¡¿Un dominico en un convento franciscano?! De ninguna manera.

—Es lo que tenemos más cerca, y me imagino que no querréis presentaros en este estado en vuestro propio convento. ¡Qué iba a pensar el prior! —añadió con ironía—. En el convento de San Francisco, sin embargo, no os conoce nadie.

—Me importa muy poco lo que pueda pensar ese ignorante, pero reconozco que tenéis razón.

—¿Os encontráis ya bien? —se interesó Rojas.

—Tanto como bien… Estoy cansado, sucio y hambriento, con la mitad del cuerpo chamuscada y la otra mitad aterida. Pero me vendrá bien andar un poco e ir recuperando el movimiento de los miembros.

Rojas lo ayudó a levantarse. El fraile apenas se tenía en pie, pero no quiso contrariarlo. Así que el bachiller lo sujetó por la cintura, haciendo que se apoyara totalmente en él, y empezaron a caminar.

—En el convento —le explicó Rojas—, podréis comer, reposar un poco y cambiaros de ropa.

—¡¿No querréis que me ponga un hábito de franciscano?! —volvió a protestar el fraile—. Eso va contra la regla. Me podrían expulsar de mi convento.

—¿Y no es eso lo que estáis deseando?

—No, hasta que consiga una plaza en la próxima expedición de Colón, ya lo sabéis.

—Será sólo mientras os adecentan las ropas que traéis —le explicó—. No creo que os pase nada por vestiros un rato de pardal.

—¡¿De pardal?! —exclamó el fraile, desconcertado—. Ah, ya comprendo; supongo que así es como los llama Lázaro, y, desde luego, no le falta razón…

—Hablando de Lázaro —lo interrumpió Rojas—, tengo miedo de que el maestrescuela pueda intentar hacerle algo.

—Lo razonable sería que éste intentara huir ahora que os lleva ventaja —señaló el fraile—. Pero, por otra parte, tengo la certeza de que no descansará hasta acabar con vos. Y, para ello, no dudará en utilizar a Lázaro como señuelo, igual que hizo conmigo.

—Lo mismo pienso yo. Así que debo darme prisa, si quiero impedirlo.

—Andad, entonces. No os preocupéis por mí, que ya me encuentro mejor.

—De ninguna manera —rechazó Rojas.

—Podéis dejarme contra el muro trasero del convento, que me servirá de firme apoyo, y, poco a poco, lo iré rodeando yo.

—¿Y si resulta que el maestrescuela se ha escondido por aquí cerca para ver lo que hacemos? Por mucho que porfiéis —añadió tajante—, no me iré hasta que no estéis dentro del convento.

Lo cierto era que no faltaba mucho para llegar a él. Pero la nieve y el hielo acumulados en torno al edificio dificultaban mucho la marcha. Cuando, por fin, llegaron a la portería, Rojas les explicó a los frailes lo que había pasado y les pidió que atendieran a su amigo, mientras él iba a la caza del maestrescuela, pues había un muchacho que corría peligro.

En cuanto los franciscanos se hicieron cargo de fray Antonio, Rojas abandonó el convento y se dirigió al mesón de la Solana, que ese día no estaba muy concurrido, pues era Miércoles de Ceniza y, por lo tanto, tiempo de ayuno y abstinencia.

Como el dueño no supo darle razón del muchacho, se fue a ver a la madre, que estaba en la cocina con un niño en brazos. Ésta le contó que Lázaro acababa de irse con un hombre que había llegado al mesón diciendo que era el maestrescuela del Estudio y preguntando por él.

—¿Y no os explicó nada más? —inquirió Rojas, apesadumbrado.

—Tan sólo comentó que venía de vuestra parte, pues teníais necesidad de los servicios de Lázaro. ¿Es que ha sucedido algo? —se atrevió a preguntar la mujer.

—Dios quiera que no —deseó Rojas sin poder disimular su aflicción—. Tengo que irme —se despidió—; ahora no puedo contaros más.

Sin perder un instante, comenzó a buscarlos por la plaza de San Martín. Pero enseguida pensó que allí había demasiada gente, y eso no era bueno para los propósitos del maestrescuela. Así que se dirigió hacia la Universidad. Aunque su paso era rápido, no dejaba de mirar hacia un lado y otro por si observaba algo extraño. Después de recorrer la Rúa de San Martín, cruzó la puerta del Sol y se adentró en la Rúa Nueva. Al pasar, echó un vistazo a las Escuelas Mayores y al callejón que conducía al Hospital del Estudio. Pero sólo detectó la presencia de algunos estudiantes remolones. Luego siguió su recorrido. Hacia la mitad de la calle, giró a la izquierda y se acercó a la casa del maestrescuela. Enseguida, le salió a abrir uno de los sirvientes.

—¿Está don Pedro? —preguntó, con impaciencia.

—Hace un momento pasó por aquí. Pidió una espada y se marchó —informó el criado—. Antes de irse, dejó esto para vos.

Se trataba de un papel doblado. Decía así:

Lamento no poder recibiros en mi casa. Os aguardo en lo alto de la torre de campanas. Venid pronto y sin compañía, por la cuenta que os tiene. Tengo una sorpresa para vos.

—¿Estaba alguien con él? —inquirió Rojas, sin ocultar su preocupación.

—Fuera lo aguardaba un muchacho —contestó el criado.

—Gracias; me habéis sido de gran ayuda —se despidió.

Una vez en la calle, se dirigió corriendo a la catedral. Cuando pasó junto a la torre de campanas, miró hacia lo alto, por si veía alguna señal. No era un mal sitio para citarse con alguien a quien se pretendía matar. Seguramente, el maestrescuela estaría vigilando sus pasos, mientras se dirigía a grandes zancadas al pórtico de la Penitencia. A diferencia del mesón de la Solana, la catedral estaba muy concurrida a esas horas, pues todavía se estaba celebrando el rito de la imposición de la ceniza. A lo lejos, podía oír la voz del sacerdote en el momento de dibujar con ella una cruz en la frente del feligrés: Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris (Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás).

Mientras se persignaba, sobrecogido por las palabras que acababa de oír, Rojas se encaminó hacia la puerta de la torre de campanas. Tras franquearla, comenzó a subir a la carrera por las empinadas y estrechas escaleras de caracol. De vez en cuando, tropezaba en alguno de los numerosos escalones o se golpeaba con la curvada pared de piedra; y no tardó en sentir que los pulmones le comenzaban a arder. Pero no se detuvo. Tenía miedo de no llegar a tiempo, y no podía permitirse ningún respiro.

Cuando, por fin, arribó a lo alto de la torre, lo primero que vio fue a Lázaro, que estaba amordazado y tenía las manos atadas a una argolla de hierro que había en el muro.

—Lázaro, ¿estás bien?

El muchacho asintió con la cabeza, sin dejar de señalar con los ojos el lugar en el que estaba escondido su captor, que no tardó en aparecer empuñando una espada.

—Ahora sí que estáis en mis manos —le anunció el maestrescuela—. Ya os dije que os perdería el corazón.

—Vos, sin embargo, habéis perdido la cabeza —replicó Rojas, sin dejarse impresionar.

—Pero, al final, seréis vos quien pierda la vida. Y lo peor —añadió con tono sarcástico— es que se la vais a hacer perder a ese pobre muchacho al que le tenéis tanto cariño.

—Eso habrá que verlo —protestó Rojas—. Vos no sabéis lo que puede un corazón cuando se lo pone a prueba.

—Ni vos —replicó el maestrescuela— lo que puede la cabeza cuando no se deja cegar por los sentimientos.

Para demostrarlo, le lanzó sin previo aviso una estocada. Pero Rojas logró esquivarla, al tiempo que sacaba su arma para defenderse. En ese momento, y ante la mirada atónita de Lázaro, que hacía todo lo posible por desatarse, comenzó una encarnizada pelea en el reducido espacio del campanario. Los contendientes iban de un lado a otro parando golpes e intentando hacer sangre, con cuidado de no acercarse demasiado a los vanos de las campanas, pues carecían de barandilla o pretil. Sin poder evitarlo, Rojas recordó la mañana en que el maestrescuela fue a visitarlo al Colegio para encargarle el caso y lo encontró practicando con la espada. ¿Quién podía imaginar entonces que él mismo era el autor de aquel horrendo crimen y de los que vendrían después y que iban a acabar batiéndose por ello? Rojas estaba muy sorprendido, por lo demás, con la destreza y la acometividad del maestrescuela, por lo que se temía que le iba a costar mucho vencerlo.

Aunque procuraban mantenerse en el centro de la torre, hubo un momento en que se acercaron peligrosamente al lugar en el que se encontraba Lázaro. Rojas, al ver que el muchacho corría el riesgo de resultar herido, lanzó un ataque frontal contra su contendiente, para luego volverse con presteza hacia su amigo y, de un solo tajo, cortar la cuerda que lo mantenía atado a la argolla.

—Escapa, Lázaro —le gritó—, huye tan deprisa como puedas.

—Sois muy hábil y generoso —reconoció el maestrescuela—. Pero no me preocupa que el muchacho se vaya; sabré dónde encontrarlo, una vez que acabe con vos.

—No os va a resultar nada fácil —auguró Rojas, recrudeciendo sus acometidas, ahora que no había peligro de herir a Lázaro.

—A esta hora, os aguardan ya en el infierno —contraatacó con rabia el maestrescuela.

—Yo creía que, estando con vos, ya estaba en él —rechazó Rojas.

—Ahí habéis estado muy agudo, lo reconozco, pero no tanto como el filo de mi espada —arremetió de nuevo don Pedro.

—No lo sé, la verdad —replicó Rojas con sorna—, aún no lo he probado.

—Pues ahí tenéis, maldito insolente —gritó el maestrescuela, revolviéndose contra él.

Cuando Rojas vio que no iba a ser capaz de parar la estocada, decidió echarse a un lado, pero no pudo impedir que la espada le golpeara en el brazo derecho, lo que hizo que su arma saliera despedida y fuera a caer debajo de una de las campanas de la torre, justo al borde del vano en el que ésta volteaba.

Herido y desarmado, Rojas comenzó a retroceder en busca de algo con lo que defenderse. Sin perder un instante, el maestrescuela se lanzó contra él para asestarle la estocada definitiva, pero, de pronto, algo le impidió descargar el golpe y lo hizo caer al suelo. Detrás estaba Lázaro, con la cara sonriente.

—¿Con qué le has dado, que ha sonado a hueco? —preguntó Rojas, sorprendido.

—Con este pequeño badajo que he encontrado por ahí —respondió el muchacho mostrándoselo—. ¿Estáis bien?

—Podría estar peor, si no hubiera sido por ti. Rápido, ayúdame a atarlo con esas cuerdas —le pidió, mientras recogía la espada del maestrescuela.

—¡Cuidado, que vuelve a rebullir! —avisó entonces Lázaro, al ver que don Pedro se incorporaba.

El maestrescuela aprovechó el desconcierto de su rival para deslizarse por debajo de la campana y hacerse con su espada. Cuando, por fin, la tuvo en su poder, intentó levantarse, pero, justo en ese momento, la campana comenzó a voltear de forma tan oportuna que golpeó al maestrescuela en un costado e hizo que se precipitara al vacío.

—¿Has sido tú? —preguntó Rojas, desconcertado.

—Ya veis que no —respondió Lázaro, mostrándole las manos vacías.

—En este caso, he sido yo —proclamó fray Antonio, saliendo del hueco de la escalera en hábito de franciscano—. Cuando he visto que el maestrescuela se hacía con la espada, lo único que se me ha ocurrido es hacer voltear la campana tirando con todas mis fuerzas de la soga. La verdad es que no pretendía matarlo —se disculpó, algo compungido—; sólo quería aturdirlo y asustarlo un poco, con el fin de ganar tiempo…

—Por eso no debéis preocuparos, pues lo habéis hecho para salvarnos la vida. El que cayera precisamente del campanario —añadió sonriendo— podéis considerarlo como una intervención divina. Si recordáis, esta historia comenzó con una cuerda, la que hizo tropezar al alguacil, y lo justo era que terminara con otra…

—Mientras no sea alrededor de mi cuello —replicó el muchacho, divertido.

Los tres rieron de buena gana la ocurrencia, al tiempo que comenzaban a bajar las escaleras.

—¿Y vos cómo habéis sabido que estábamos aquí? —preguntó Rojas a fray Antonio.

—A poco de iros, me escapé del convento y me fui directamente a la casa del maestrescuela, pues imaginé que pasaríais por allí. Cuando estaba doblando la esquina de su calle, vi que salíais corriendo en dirección a la catedral. Me costó Dios y ayuda subir estas malditas escaleras, pero intuía que estabais en peligro y no me rendí.

—Podíamos haber muerto todos —comentó Rojas, emocionado por lo que había hecho su amigo.

—Habría sido por una buena causa —apuntó fray Antonio, con orgullo.

—Entonces, ¿el maestrescuela es el autor de los crímenes? —preguntó Lázaro, interesado.

—Así es.

—¡Lo presentía! —exclamó el muchacho.

—¿Y por qué no me lo dijiste?

—Porque no me habríais creído. Era sólo una corazonada; no sé por qué, el maestrescuela siempre me dio mala espina.

—Pero si no lo conocíais.

—Eso es lo que creéis vos.

—Pues ojalá yo hubiera tenido el mismo pálpito que tú —confesó Rojas.

—Lo teníais demasiado cerca para daros cuenta de ello —señaló fray Antonio—. En todo caso, bien está lo que bien acaba. Y vos habéis vuelto a demostrar que sois un buen pesquisidor.

—Desde luego, no lo habría conseguido sin vuestra ayuda o la de Lázaro, que habéis arriesgado vuestras vidas para salvar la mía.

—Ambos estábamos en deuda con vos.

—En mi caso, ya lo sabéis, son las ventajas de llamarse Lázaro y haber nacido en el río —señaló el muchacho entre risas.

—Hablando de agua —anunció Rojas—, creo que los tres nos merecemos un buen jarro de vino.

—A ser posible sin bautizar —añadió el muchacho.

—Ya lo dijo el sabio: In vino amicitia o, lo que es lo mismo, en el vino está la amistad —concluyó el fraile guiñándole un ojo a Lázaro.

Cuando llegaron a la calle, Rojas examinó el cadáver del maestrescuela, tendido sobre la nieve ensangrentada, y descubrió, con sorpresa, que éste tenía clavado un virote de ballesta en el cuello, con lo que fray Antonio quedó mucho más tranquilo. Ambos concluyeron que lo más probable era que se lo hubiera disparado uno de los hombres del arzobispo de Santiago, tras descubrir, gracias a ellos, que el maestrescuela era el autor de los crímenes. Y, aunque no era éste el fin que Rojas hubiera deseado para el caso, dado que el culpable se había librado de comparecer ante la justicia, al menos esperaba que con esta muerte las aguas pudieran volver de nuevo a su cauce tan pronto como la nieve se derritiera, y sin dejar ningún rastro de sangre.

Al poco rato, llegaron los alguaciles de la Universidad, que habían sido alertados por algunos estudiantes. Rojas les contó someramente lo que había sucedido y les ordenó que se hicieran cargo del cadáver, hasta que el juez dispusiera cómo había que proceder. También les indicó que se pasaran por la casa de las peñuelas de San Blas, donde encontrarían los cuerpos calcinados de sus antiguos compañeros, cómplices del maestrescuela.

Una vez que se fueron, Rojas se puso en cuclillas y empezó a escribir con su dedo índice sobre la superficie de la nieve.

—¿Se puede saber qué hacéis? —le preguntó el fraile, intrigado.

—Tan sólo escribo su nombre —dijo, refiriéndose al maestrescuela—, para que se deshaga enseguida y se lo lleve la corriente, pues la nieve es agua —añadió— y en agua se convertirá.