Capítulo 22

Hacía tanto frío en la calle que hasta el aire parecía haberse congelado. De hecho, le costaba mucho abrirse paso y más aún respirar. Mientras caminaba como un alma en pena en medio de una ventisca, le venían a la cabeza algunos recuerdos relacionados con el caso, y todos lo llevaban a pensar, de una forma u otra, en el maestrescuela. Ahora entendía por qué el criminal conocía tan bien las dependencias de las Escuelas Mayores o tenía fácil acceso a la cárcel del Estudio; o por qué el maestrescuela estaba tan interesado en saber qué le había contado fray Jerónimo o dónde moraba; o por qué la tarde en que encontró su cadáver en lo alto del andamio, él estaba metido en la cama, a causa de un enfriamiento; o por qué, conforme avanzaba la investigación, crecía su aspereza, su desconfianza y su empeño en desacreditarlo como pesquisidor; o por qué el desconocido le había dicho que vigilara bien sus espaldas, que el criminal estaba más cerca de lo que pensaba. ¿Cómo podía haber estado tan ciego? ¿Cómo es que no había visto nada de lo que pasaba justo a su lado, ante sus propias narices?

Estaba ya llegando a la casa del maestrescuela, cuando lo vio salir acompañado de dos alguaciles de gran corpulencia, llamados Andrés y Damián, probablemente sus cómplices en los crímenes, pues era imposible que lo hubiera hecho él todo. Su primera intención fue dirigirse a ellos, espada en mano, y delante de todo el mundo que a esas horas pasaba por la Rúa Nueva, pero enseguida pensó que lo mejor era seguirlos e intentar sorprenderlos en pleno delito; tal vez fuera ésa la única oportunidad de encontrar a fray Antonio con vida. Lo malo era que iba a tener que hacerlo solo. De todas formas, tampoco tenía muchas opciones. ¿En quién podía confiar cuando acababa de descubrir que la autoridad que le había encargado investigar unos crímenes era la principal sospechosa de haberlos cometido?

El maestrescuela y los dos alguaciles caminaban deprisa y en silencio por la calle de los Moros. De vez en cuando, se paraban para ver si alguien los seguía, por lo que Rojas tenía que mantenerse a distancia. Por otro lado, contaba con la ventaja de que no iba vestido con sus habituales ropas de colegial. Al llegar al arroyo de los Milagros, miraron bien a uno y otro lado antes de cruzar el pequeño puente de madera. Luego, comenzaron a ascender por las peñuelas de San Blas, hasta que, por fin, se detuvieron ante una casa de una sola planta, situada en medio de un paraje agreste y poco poblado, próximo al convento de San Francisco.

Desde lejos, pudo ver cómo el maestrescuela abría la puerta y se adentraba en la casa, mientras los dos alguaciles se quedaban fuera vigilando, uno en la parte delantera y el otro en la trasera, donde estaban las cuadras y el corral. Después de acercarse a la casa por uno de los laterales y examinar con calma la situación, Rojas concluyó que lo más sensato era intentar entrar en ella con sigilo por una de las paredes del corral, ya que, si se enfrentaba a los guardianes y no conseguía reducirlos de inmediato, éstos podrían alertar al maestrescuela, con lo que pondría en peligro la vida de fray Antonio, si es que estaba allí.

Habituado a saltar el muro del convento de San Esteban, encaramarse a la barda que cercaba el corral no representó para él ningún problema. Una vez dentro, se acercó con cuidado a la puerta de acceso a la casa. Antes de entrar, se detuvo para ver si captaba algún ruido procedente del interior que delatara la presencia del maestrescuela. No tardó en oír movimiento en uno de los lados de la vivienda. Se dirigió hacia allí con mucho cuidado. Parecía como si estuvieran corriendo muebles o cambiando cosas de sitio. Después, comenzó a percibir un sonido más tenue que no logró identificar. Rojas abrió con cuidado la puerta. Ésta daba a un pasillo que comunicaba con varias cámaras. Se adentró en él hasta llegar a aquella de la que procedían los ruidos. Desde el umbral, pudo ver al maestrescuela, de espaldas, rompiendo papeles y arrojándolos al suelo con gesto de rabia. Sin pensárselo dos veces, saltó sobre su objetivo. Con una mano le tapó la boca para que no gritara y con la otra le puso la punta de la espada en un costado.

—¿Dónde está fray Antonio? —le susurró en la oreja—. Decídmelo en voz baja u os mato aquí mismo.

Cuando vio que el maestrescuela se había recuperado de la sorpresa, le quitó la mano de la boca y se la puso en el cuello.

—Si me matáis —balbuceó don Pedro—, nunca sabréis dónde está escondido.

—Espero, por vuestro bien, que no esté muerto —lo amenazó—, porque entonces quitaros la vida sería poco para mí; antes, os despellejaría y con vuestros despojos daría de comer a los perros de la calle.

—Fray Antonio está vivo —le informó—. ¿Por qué habría de matarlo? Era el cebo para traeros hasta aquí. Y la prueba es que habéis venido.

—Sólo que he sido yo el que os ha pescado.

—Me temo que eso está todavía por ver —replicó el maestrescuela, que parecía haber recobrado la calma—. Como habréis observado, fuera hay dos hombres de mi confianza que podrían entrar aquí en cualquier momento. De modo que, como mínimo, tendremos que llegar a un acuerdo.

—Con vos ya no hay acuerdos que valgan —sentenció Rojas con firmeza.

—Entonces me pondré a gritar para que vengan mis cómplices.

—Hacedlo, y os encontrarán muerto.

—Sabed que, en ese caso, tienen instrucciones de mataros no sólo a vos, sino también al muchacho y al fraile. Y lo harán con mucho gusto, no os quepa duda.

—Ya veo que no sois más que un cobarde. De todas formas, estoy dispuesto a correr ese riesgo. Así que llevadme junto a fray Antonio —le ordenó, mientras hacía presión sobre la espada hasta sentir que la punta atravesaba la ropa y comenzaba a rozar la piel del maestrescuela.

—Está bien, está bien. Vuestro amigo está en esa cámara —dijo, señalando al fondo.

—¡Pues abrid la puerta de una vez, si no queréis que os ensarte! —le exigió, al tiempo que lo lanzaba de un empujón hacia ella.

El maestrescuela obedeció sin protestar. Del interior de la cámara salió entonces un fuerte hedor a excrementos y a humedad. Rojas cogió una de las velas encendidas que había sobre la mesa y le hizo un gesto al maestrescuela para que entrara. Después lo hizo él, con la espada bien empuñada por si tenía que defenderse. Dentro sólo había un jergón, sobre el que enseguida distinguió a fray Antonio. Le acercó la vela a la cara y vio que estaba amordazado; luego, comprobó que tenía las manos atadas a la espalda. Parecía aterido y no dejaba de tiritar.

—Venga, rápido —apremió al maestrescuela—. Desatadlo y quitadle la mordaza.

Una vez liberado, se acercó a él, sin dejar de vigilar al maestrescuela.

—¿Estáis bien? —le preguntó a fray Antonio.

—Comienzo a estarlo —consiguió decir éste con voz temblorosa y apagada—. Pero tengo mucho frío y no puedo moverme.

—Aguantad un poco —le rogó—. Ahora mismo os procuraré algo de calor. Os pondréis bien, no os preocupéis. ¡Unas mantas, rápido! —le ordenó al maestrescuela.

Éste salió de la cámara, seguido de Rojas, que no quería perderlo de vista ni un solo instante. Tras coger varias mantas que había en un arca, regresó y cubrió con ellas a fray Antonio.

—Ahora quiero que encendáis ese brasero que he visto en la otra cámara. Y mucho cuidado con lo que hacéis. Nada me gustaría más en este momento que atravesaros con la espada. No sois más que un miserable. ¿Qué queríais, matarlo de frío? —le preguntó en voz baja para que fray Antonio no pudiera oírlo.

—Creedme, no era mi intención que vuestro amigo sufriera. En cuanto a los crímenes, no os voy a engañar. Si habéis venido hasta aquí, es porque algo habréis averiguado, ¿no es cierto? Pero ¿cómo habéis sabido que era yo? —le preguntó, mientras comenzaba a preparar el brasero.

—Apremiado por las circunstancias, esta mañana llegué a la conclusión de que el criminal tenía que ser un Solís. Así que me fui al palacio de vuestra familia, pensando que podía tratarse de don Alfonso. Pero éste lo negó todo de forma contundente. Después, cuando iba a detenerlo y se enteró de que yo era ayudante del maestrescuela, me reveló vuestra verdadera identidad y, creyendo que todo esto no era más que una burda maniobra vuestra para inculparlo, no tardó en desviar las sospechas hacia vos.

—Ya comprendo —comenzó a decir el maestrescuela, conteniendo a duras penas la rabia—. Supongo que el muy cobarde me tiene miedo y prefiere verme en la cárcel, aunque eso sea una afrenta para la familia.

—¿Reconocéis entonces ser el autor de las muertes de los cuatro estudiantes, el antiguo mozo de garito y fray… —titubeó— Germán de Benavente?

—Sé que era amigo vuestro —reconoció el maestrescuela—, pero no tuve más remedio. Sabía demasiado —explicó— y se resistió a darme los documentos de los acuerdos de paz.

—Maldito canalla —le escupió Rojas, con desprecio—, de buena gana os atravesaría de parte a parte. Pero tenéis suerte de que aún crea en Dios y en la justicia.

—Haríais mal en matarme antes de conocer la verdad.

—Con lo que sé me basta. Pero no soy yo quien tiene que juzgaros. ¿Son ésas todas las muertes de las que sois responsable?

—Podéis añadir a la lista a algún que otro fraile más —comentó el maestrescuela con tono jactancioso.

—¿Os referís a fray Juan de Sahagún?

—¡¿Cómo lo habéis averiguado?! —exclamó el otro, sorprendido—. No puedo creer que os lo haya dicho el cobarde de mi hermano.

—En realidad, fue fray Antonio quien relacionó aquel crimen con estos de ahora, dado que en todos ellos el criminal parecía seguir una pauta.

—Ahora va a resultar que ese humilde fraile es más inteligente de lo que yo creía.

—De eso no os quepa duda. Aunque él tampoco está libre de error —añadió—, pues pensaba que a fray Jerónimo lo había mandado matar don Alonso de Fonseca, pero está claro que también fuisteis vos.

—Así es —confirmó—. No quería que, en sus revelaciones sobre el arzobispo y su hijo, saliera mi familia a colación, pues podríais atar cabos. Por otra parte, él había sido discípulo de fray Juan de Sahagún, y, al parecer, siempre sospechó que a éste lo habían matado por algo que tenía que ver con el conflicto de los bandos.

—¿Fue por eso por lo que le cortasteis la lengua?

—Naturalmente. Pero también lo hice para desconcertaros, pues supuse que, a esas alturas, ya estaríais convencido de que seguía una pauta. El brasero ya está preparado —anunció, después de remover un poco la lumbre.

—En ese caso, vayamos a buscar a fray Antonio. Si hacéis algún movimiento extraño —le advirtió, una vez más—, tened por seguro que acabaré con vos.

Después, volvieron a la cámara donde aguardaba el fraile. Entre los dos, lo sentaron sobre la cama y, tras incorporarlo, lo agarraron bien por la cintura y lo llevaron junto al brasero. A continuación, el maestrescuela lo arropó con las mantas, ante la mirada atenta de Rojas, que no se fiaba de su aparente mansedumbre.

—Ahora tengo que ataros —le anunció.

Rojas le ligó sólo las manos, pues quería poder llevárselo consigo de un lado a otro, en el caso de que alguno de sus cómplices entrara en la casa. Cuando acabó, se acercó a la puerta de la calle con mucho sigilo y colocó delante de ella una tinajera con dos vasijas medianas que había en un rincón, para que hiciera gran ruido en cuanto intentaran abrir la puerta.

—¿Y qué pensáis hacer ahora? —le preguntó el maestrescuela, una vez regresó a la cámara.

—De momento, esperaremos a que fray Antonio se reponga. Más tarde, ya buscaré el modo de que salgamos de aquí sin ningún rasguño.

—¿Y por qué no lo intentáis ahora? —inquirió el maestrescuela.

—Porque no quiero arriesgar la vida de fray Antonio; bastante ha sufrido ya. Cuando se encuentre bien, al menos tendrá alguna oportunidad de escapar, en el caso de que a mí me ocurra algo.

—¿Y si alguno de mis cómplices sospechara algo y le diera por entrar antes?

—Por eso no os preocupéis; os usaré como rehén y no dudaré en mataros si es necesario.

—Ya veo que habéis pensado en todo.

—Con gente como vos es mejor hacerlo así.

—Nos espera, entonces, una velada muy entretenida —comentó el maestrescuela con ironía.

Arrimado al brasero, fray Antonio asistía mudo y absorto a la escena. Seguramente, le habría gustado intervenir, pero aún no tenía fuerzas para ello.

—Decidme, ¿por qué matasteis a fray Juan de Sahagún? —preguntó Rojas, de repente, pues no se conformaba con haber detenido al culpable; quería saber también la verdad.

El maestrescuela cerró los ojos y frunció el entrecejo, como si tuviera que hacer grandes esfuerzos para recordar.

—Sabed que yo era casi un niño cuando lo maté —comenzó a decir, con voz muy pausada—, y lo hice porque mi familia lo consideraba un traidor y, de alguna manera, el principal causante de la muerte de mi padre. Por entonces, estaba ya tan acostumbrado a ver que la sangre de un crimen tan sólo se lavaba con la del culpable o la de alguno de sus allegados que apenas lo dudé. En casa, además, yo era el segundón —añadió—, y quería que los demás me admiraran y me respetaran por algo. Y ahí encontré una buena oportunidad.

—¿Y no pensasteis ni por un momento que a fray Juan también pudieron engañarlo e, incluso, traicionarlo los del bando de San Benito? —inquirió Rojas—. Según aquellos que lo conocieron, su único anhelo era traer la paz a Salamanca; y ése era el principal asunto de sus predicaciones.

—Ya lo creo que sí —replicó el maestrescuela, con ironía—, aunque fuera a costa de terminar con uno de los bandos. Para unos, la paz de la alegría y la prosperidad; para otros, la paz de la muerte o el expolio. Para unos, los palacios; para otros, los cementerios. De modo que no deberíais fiaros de las apariencias; ya veis lo que ha ocurrido conmigo, sin ir más lejos. Ni menos aún de las palabras, pues éstas fueron inventadas para mentir, incluso cuando dicen la verdad.

—Entonces, ¿por qué habría de creeros a vos?

—Porque, después de lo que he hecho, yo ya no tengo nada que ganar ni que perder.

—¿Y qué me decís del acuerdo de paz? —preguntó Rojas.

—Que vale menos que el papel en el que está escrito. De todas formas, no se trata de cuestionar lo que en él se dice o lo que no dice, sino de saber cuáles eran las verdaderas intenciones de los firmantes.

—¿Qué queréis decir? —se interesó Rojas.

—Muy sencillo —contestó—. Que, cuando los caballeros del bando de San Benito se reunieron en la casa de don Álvaro de Paz, no tenían pensado firmar ningún ajuste de pacificación, sino acabar, de una vez por todas, con los del bando de Santo Tomé. Por suerte, éstos fueron avisados a tiempo y casi ninguno acudió a ese maldito cónclave. De ahí que, al final, los convocantes tuvieran que improvisar un acuerdo; de tal modo que lo que tenía que haber acabado en un baño de sangre terminó sólo, por el momento, en papel mojado.

—¿Estáis insinuando que se trataba de una trampa?

—No lo insinúo; lo afirmo: una auténtica ratonera —confirmó—. De hecho, tenían previsto matar a todos los caballeros de Santo Tomé dentro de la casa. En la convocatoria, se les había pedido que acudieran sin armas, para evitar altercados antes de la firma. Ellos, sin embargo, iban armados hasta los dientes.

—¿Y creéis vos que fray Juan de Sahagún estaba enterado de todo eso?

—Fuera consciente o no de lo que iba a suceder, él fue el que más los animó a que asistieran a la reunión.

—Pero ¿cómo podéis estar tan seguros de que era eso lo que tenían planeado?

—Ya os he dicho que los de Santo Tomé fueron advertidos.

—¿Por quién?

—Por sus espías.

—¿Teníais espías? —preguntó Rojas, sorprendido.

—Cada bando tenía los suyos —contestó, como si se tratara de una obviedad.

—No obstante, varios tomesinos firmaron la concordia.

—Pero, como sin duda habréis observado, eran pocos y de escasa relevancia. Y eso fue precisamente lo que los libró de morir esa tarde. Eso y el haber firmado, al final, ese maldito documento —añadió—; lo que, sin duda, los convertía en colaboradores del enemigo y, por lo tanto, en traidores a su propio bando.

—Si hubiera sucedido como vos decís, es evidente que no les quedó más remedio. Al fin y al cabo, ellos habían ido allí para eso.

—En todo caso, habían acudido a firmar una capitulación —matizó—, pero no una claudicación o, peor aún, una rendición incondicional y, para algunos, una sentencia de muerte.

—No es eso lo que se desprende del conjunto del acuerdo.

—Pero sí de varias de sus partes. ¿Acaso no dice que quedan excluidos del acuerdo Alfonso de Solís, Alfonso de Almaraz y los hijos de ambos, todos ellos del bando de Santo Tomé? ¿Dónde está ahí el espíritu de concordia y reconciliación que debería haber presidido el ajuste de paz? ¿No era ése motivo más que suficiente para que los representantes del bando tomesino, por muy insignificantes que fueran, se negaran a firmar el documento hasta haberlo hablado con los demás?

—¿Y a qué se debe según vos esa exclusión?

—Creía que a estas alturas ya lo habríais averiguado. ¿Seguís sin caer en la cuenta?

—¿Os referís a la licencia para constituir el mayorazgo que los Reyes otorgaron a vuestro padre, a pesar de haber sido contrario a su causa?

—Entre otras muchas cosas —confirmó el maestrescuela—, pues debéis saber que el odio y la rivalidad entre los Maldonado y los Solís venían de muy lejos. Por eso, no soportaban que mi padre hubiera obtenido el perdón real ni, menos aún, sus buenas relaciones con algunos grandes linajes de la nobleza castellana. Y lo que pasó después de la firma del acuerdo es una buena prueba de ello. Aún no se había secado la tinta con la que se rubricó, cuando mataron a mi padre de una manera alevosa.

—¿Y por qué vuestra familia no pidió justicia a los Reyes?

—¿Para qué? En ese momento, no teníamos pruebas ni testigos. Y los de San Benito ya se cuidaron bien de que el instigador del crimen no estuviera en la lista de los firmantes. Mi hermano Alfonso, además, optó por esperar a que vinieran tiempos mejores. Mientras tanto, los Maldonado se burlaban de nosotros. Era tal nuestra impasibilidad que tuvieron que ser nuestros aliados, los Varillas y los Valdés, los encargados de vengarnos.

—¿Os referís al ataque contra don Alfonso Maldonado?

—Por desgracia, fue un fracaso —reconoció el maestrescuela—. Así que, pasado un tiempo, una parte de mi familia decidió denunciar la muerte de mi padre, pero, para entonces, los Reyes no nos hicieron ningún caso, como si ya nadie quisiera saber nada del asunto. Fue justo en ese momento cuando yo me decidí a intervenir.

—En todo caso, sigo sin acabar de entender por qué matasteis a fray Juan de Sahagún. ¿No os hizo reflexionar el hecho de que tuviera fama de santo?

—Puede que para muchos fuera un santo, pero, a mis ojos, era un traidor y, en buena medida, el causante de la muerte de mi padre.

—¿Y qué me decís de las gentes a las que ayudaba y de los muchos milagros que se le atribuían? —replicó Rojas.

—Eso son necedades —rechazó el maestrescuela—. ¿Queréis saber quién era, en realidad, fray Juan de Sahagún? —preguntó con un gesto de suficiencia—. Un hipócrita y un farsante. En lugar de consagrarse por entero a la teología, que es para lo que vino a estudiar a Salamanca, se dedicó a hacer supuestos milagros, como si lo que en verdad buscara fuera la aclamación del vulgo y no el reconocimiento de la Universidad. Y vos sabéis tan bien como yo que esos aparentes prodigios son casi siempre obra del Maligno o simples trucos para impresionar a los pobres creyentes, y, por lo tanto, nada que tenga que ver con la grandeza o el poder de Dios.

—No creo que sea ése el caso de fray Juan de Sahagún.

—¿Seríais vos capaz de distinguir con claridad a un santo de un mago, un milagro cristiano de un prodigio pagano, una plegaria de un conjuro, un ruego a Dios de una invocación al Diablo?

—Es posible que no, pero eso no significa que…

—Vistos desde fuera, admirado Rojas —lo interrumpió—, los milagros pueden parecer de origen divino, por su carácter aparentemente maravilloso y sobrenatural, pero enseguida uno se da cuenta de que son un juego de niños para quien conoce las ciencias ocultas, como, sin duda, las conocía ese fraile agustino. En mis viajes, he visto en más de una ocasión cómo un charlatán hacía subir las aguas de un pozo echando unos polvos en ellas y haciendo girar un péndulo en el brocal. ¿Sorprendido? Pues más fácil todavía es detener a un toro cuando se sabe tratar con esta clase de animales y se conocen bien sus costumbres y su lenguaje. De todas formas, hay que reconocer que tuvo gracia eso de «Tente, necio». ¡Cuántas veces habremos observado que lo más importante, para llegar al alma de las gentes, no es el milagro en sí, sino todo lo que lo rodea! Basta un gesto oportuno o una frase afortunada para conquistar la voluntad de la plebe. Y en eso hay que reconocer que fray Juan de Sahagún era muy hábil.

—No obstante, eso no justificaría…

—Por supuesto que no. Pero prueba que no era un santo; ni siquiera trigo limpio. Así que no os extrañe —concluyó— que lo que a algunos les pudo parecer un milagro en realidad no fuera más que un acto de traición y una cobardía.

—Si hubiera sido así, vuestra familia tenía que haberlo denunciado.

—¿Ah, sí? ¿Ante quién? ¿Ante una justicia y un Concejo que estaban controlados por el bando de San Benito? ¿O ante una Corona y una Iglesia que no sólo consentían este hecho, sino que lo apoyaban?

—Imagino vuestra impotencia, pero, así y todo, teníais que haber confiado en Dios.

—De hecho, mi familia lo hizo. Durante varios meses, mi pobre madre le rogó que interviniera. Y yo, al final, interpreté su silencio como un signo de aquiescencia con respecto a mis propósitos. Así que puede decirse que yo me convertí en el instrumento de Dios. Si Él no intervino de forma directa en el asunto, fue porque quería que una mano inocente como la mía hiciera justicia.

—Eso es una blasfemia —protestó Rojas—. Dios nunca aprobaría eso.

—¿Y por qué permitió la muerte de mi padre?

—Dios no interfiere en los hechos de los hombres; por algo nos hizo libres.

—Entonces, ¿los milagros?

—Eso no tiene nada que ver —rechazó Rojas, dándose cuenta, no obstante, de que esta vez el maestrescuela lo había cogido en un renuncio—. De todas formas —continuó—, tened por seguro que Dios castigará a los verdaderos culpables con la pena eterna. La venganza nunca puede ser la solución.

—Desde luego, el haber matado a uno de ellos no le devolvió la vida a mi padre ni a nosotros la posición que perdimos o los bienes que nos robaron, pero al menos nos proporcionó cierta satisfacción. Y no olvidéis que yo he tenido que pagar un alto precio por ello. Pero volvería a hacerlo, si fuera necesario. Nunca me he sentido mejor que cuando deposité el veneno en el cáliz de fray Juan de Sahagún, vestido de monaguillo, por si alguien me descubría. Debí de cogerle entonces gusto a la sangre; de ahí que haya vuelto a las andadas a la menor oportunidad.

—¿Por qué le arrancasteis la lengua?

—Eso fue una ocurrencia de última hora —reconoció el maestrescuela con cierta satisfacción—. Y no lo hice para ocultar las huellas del veneno, pues quería dejar bien claro que era un acto de venganza, sino para que todo el mundo supiera que había muerto por mentiroso y por traidor, y que, por lo tanto, se trataba de un castigo ejemplar.

—¿Y qué fue lo que pasó después?

—Una vez enterrado fray Juan de Sahagún, mi familia me puso a salvo enviándome a estudiar a París y Bolonia, donde aprendí muchas cosas y no todas ellas sanctas. Después, hice algunos viajes, para completar mi formación. En ellos, debo confesarlo, viví muchas aventuras y padecí numerosos percances. Incluso, fui capturado por piratas berberiscos que me tuvieron encarcelado durante varios años en Túnez, donde sufrí toda clase de vejaciones, hasta que fui liberado por los hermanos trinitarios. Para darle gracias a Dios como es debido, peregriné a Roma, y, por último, regresé de nuevo a Bolonia, con el fin de terminar mis estudios.

»Hace ahora tres años que retorné a Salamanca convertido nada menos que en teólogo y doctor en Cánones y Leyes. Por aquí, las aguas parecían haber vuelto a su cauce, como si nada hubiera sucedido. Como sabréis, los dos bandos habían firmado una nueva concordia de paz, en la que, una vez más, mi familia se quedaba fuera del reparto. Es verdad que habíamos logrado recuperar algunas propiedades, pero no la importante posición de la que antaño disfrutábamos. Por seguridad, decidí mantenerme al margen de la familia, cosa que mi hermano me agradeció, pues no quería que se supiera que yo había regresado. Con mi experiencia, mi dinero y mis estudios, no me costó mucho conseguir una dignidad catedralicia y, más tarde, ser nombrado maestrescuela del Estudio. Había llegado la hora —concluyó— de proseguir mi venganza.

—¡¿Casi veinte años después de la primera muerte?!

—¿No habéis oído nunca decir que la venganza es un plato que se sirve frío y hay que disfrutarlo muy despacio? Cuando regresé a Salamanca —continuó, sin esperar respuesta—, muchos de los causantes de la desgracia de mi familia ya habían muerto o vivían fuera de la ciudad. Pero aquí estaban algunos de sus parientes y beneficiarios. Del mismo modo que yo había sufrido por lo que le hicieron a mi padre, ellos pagarían ahora el mal causado por sus familias. ¿No os parece justo?

En un primer momento, Rojas no supo qué responder. El argumento de que las culpas de un criminal pudieran recaer sobre los hijos o los hermanos siempre le había parecido absurdo y mendaz, pero debía reconocer que él lo había utilizado, sólo que al revés y con un buen fin, cuando, de muchacho, tuvo que declarar a favor de su padre ante un tribunal de la Inquisición.

—A mí, desde luego, me lo parece —prosiguió el maestrescuela—. El caso es que, en los últimos meses, he ido encontrando, entre los matriculados en el Estudio, a algunos parientes de aquellos que, de una forma u otra, arruinaron mi vida, destrozaron a mi familia o traicionaron a mi linaje. Así que me puse manos a la obra. Para empezar, elegí a aquéllos cuyo comportamiento como estudiantes dejaba mucho que desear. De este modo, sus muertes podrían interpretarse de nuevo como un castigo ejemplar. Por otra parte, no quería que se vieran como crímenes aislados; así que decidí matarlos de la misma manera. Fue entonces cuando se me ocurrió darle un poco más de interés al asunto y establecer una pauta. Esto me permitiría, además, vincular estos crímenes con el primero de la serie, aquél con el que, sin pretenderlo ni darme cuenta de ello, yo me había iniciado en el camino de la sangre. El hecho de haberle cortado en su día la lengua a fray Juan de Sahagún me sirvió, sin duda, de inspiración. Por eso, decidí que a cada uno le arrancaría una parte del cuerpo que tuviera algo que ver no sólo con las culpas de sus padres o hermanos, sino también con sus propias debilidades, y que, a su vez, se correspondiera con alguno de los cinco sentidos corporales, principal origen de todas nuestras flaquezas y pecados.

—¿Y no temíais que alguien pudiera relacionarlos y comenzara a atar cabos?

—Mucho me temo que, hasta el momento, vos sois el único que lo ha hecho, y eso entraba, por cierto, dentro de lo previsible. En cuanto a las familias de las víctimas, supongo que habrán pensado que esto tiene algo que ver con viejas querellas o deudas pendientes, pero es muy difícil que ellos por sí mismos logren averiguar quién está detrás de las muertes. Lo más probable —conjeturó— es que no tarden en sospechar los unos de los otros, que era justamente lo que yo buscaba, ya que, como habréis imaginado, mi objetivo último no es otro que provocar una cadena de venganzas que conduzca a una nueva guerra de los bandos.

—¿Tanto odio habéis acumulado, durante todos estos años, como para desear algo así?

—Tanto que podría llenar con él el cauce del río Tormes, y aún sobraría para hacer rebosar todos los pozos de la ciudad. ¿No creeríais que iba a conformarme entonces con unos cuantos vástagos? Además, ya sabéis lo que dijo Jesucristo: «No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no he venido a traer la paz, sino la espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su propia casa»; San Mateo, capítulo 10, versículos 34-36.

—Me temo que estáis interpretando demasiado literalmente esas palabras —replicó Rojas—. Si seguís leyendo, veréis que dice: «El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí…». Con ello trata simplemente de recordarnos que el amor a Dios ha de estar por encima de todo.

—¿No pretenderá un converso decirle a un teólogo cristiano cómo ha de interpretar el Nuevo Testamento?

—Está bien, dejemos eso ahora —aceptó Rojas, con resignación—. Vayamos a preguntas más concretas. ¿Por qué matasteis a Diego de Madrigal?

—Porque su padre traicionó al bando de Santo Tomé y, especialmente, a mi linaje.

—¿Y por qué le cortasteis las manos?

—Primero, porque su padre firmó un acuerdo de paz que no sólo dejaba fuera a mi padre, sino que lo sentenciaba a muerte, como enseguida se vio; y, segundo, porque él mismo era un tahúr.

—¿Y al que se hacía llamar Pero Mingo?

—Porque su padre, Juan Sánchez el Morugo —le informó, con un gesto agrio—, fue cómplice necesario de la muerte del mío; quiero decir que fue él quien, con engaños y artimañas, lo entregó a su enemigo, y luego ayudó a matarlo.

—¿Estáis seguro de ello? —preguntó Rojas.

—Tengo cartas que lo demuestran —confirmó el maestrescuela—. Sabed que él era criado de confianza de mi padre desde hacía mucho tiempo, y, a la menor oportunidad, lo traicionó por unas cuantas monedas y la promesa, nunca cumplida, de verse nombrado escudero. Pero, por desgracia, mi familia tardó muchos años en averiguarlo. Mientras tanto, él siguió a nuestro servicio, como si tal cosa, convertido, además, en testigo de nuestro infortunio. Al hijo le saqué los ojos por todo eso y por pretender ver el futuro usando artes adivinatorias.

—Pero, por lo que yo sé —explicó Rojas, irritado—, el hijo se avergonzaba de la conducta de su padre; de hecho, hacía tiempo que no quería saber nada de él. Por eso cambió de nombre.

—El padre, sin embargo, sí que lo apreciaba —replicó el maestrescuela—; así que me imagino que habrá sufrido mucho con la muerte de su hijo, y eso es lo único que a mí me importaba. Recordad que esto es como una guerra en la que todo vale.

—Supongo que, al menos, la muerte de la criada de los Monroy sería una equivocación.

—Naturalmente, la víctima tenía que haber sido doña Aldonza, hermana de don Gonzalo Rodríguez de Monroy, que, no conforme con robarnos una parte de nuestra hacienda, las tierras que poseíamos en la villa de Encinas, traicionó al linaje de los Solís, con el que el suyo estaba firmemente emparentado, para casarse con alguien de la familia que mató a mi padre. El caso es que, como iba disfrazada —se justificó—, hasta que no la mutilé, no me di cuenta del error cometido.

—Podría haber sido cualquiera.

—Cualquiera no —rechazó el maestrescuela—, pues uno de mis hombres la siguió desde la casa de los Monroy hasta las Escuelas.

—¿Y ni siquiera después de eso os planteasteis echaros atrás?

—¿Por qué iba a hacerlo? Al fin y al cabo, ella misma era culpable de acudir a oír las lecciones del Estudio disfrazada de varón, aunque lo hiciera para complacer a su señora. Sólo por eso ya merecía que le cortaran las orejas. Y a ello había que añadir, claro está, el hecho de que su señor se hubiera convertido ahora en un espía al servicio del bando de San Benito. ¿O es que tampoco os parece justo que las culpas de los amos recaigan sobre sus sirvientes?

—¡Estáis loco! —exclamó Rojas, indignado—. Esa idea es propia de bárbaros. ¿En qué libro la habéis leído, también en el Nuevo Testamento?

—Yo más bien diría que procede del Viejo; vos deberíais saberlo mejor que yo.

—Pasaré por alto esta nueva insidia, que es peccata minuta al lado de vuestros crímenes.

—¿Y no queréis saber por qué maté a un hijo del arzobispo de Santiago? —preguntó el maestrescuela, con tono jactancioso.

—Supongo que también tendréis motivos más que sobrados —respondió Rojas con ironía.

—No lo sabéis bien. En primer lugar, debo deciros que a éste es al que con más gusto he matado. De hecho, tuve que contenerme para no acuchillarlo, pues el veneno me parecía una muerte demasiado dulce para él. Pero logré reprimirme y seguir la pauta que me había marcado. A ese hideputa lo ajusticié por haber violado a mi hermana María dentro del convento de Santa Úrsula, hace algunos años. Ella misma me lo contó, cuando fui a visitarla poco tiempo después de mi regreso. Y no es la única doncella que ha sufrido los abusos de ese maldito bastardo. Así que no me pidáis que os diga por qué le corté las narices. Preguntadme, más bien, por qué no le corté otra cosa, mientras aún estaba vivo. Y eso sin contar con que su reverendísimo padre era el que había usurpado la mayor parte de nuestras tierras, aprovechándose de la debilidad de mi familia, con lo que mi hermana se quedó sin dote y se vio obligada a profesar. ¿No os parece una cruel ironía? De modo que aquí tenéis, de forma resumida, los motivos de mis principales crímenes —y, mientras los enumeraba, iba señalando con el pulgar de una mano cada uno de los dedos de la otra—: éste preparó el acuerdo, éste lo firmó, éste mató a mi padre, éste a mi familia traicionó y este maldito canalla se benefició.

A Rojas le recordaba una de esas retahílas que solía decirle su madre, cuando era pequeño y quería que se riera, sólo que en este caso no tenía ninguna gracia.

—Supongo que ahora podréis entender por qué estos últimos meses —continuó don Pedro—, desde que me nombraron maestrescuela, no he hecho otra cosa que urdir y llevar a cabo mi venganza. A diferencia del primero, en estos crímenes de ahora he querido cuidar hasta los últimos detalles, incluidos los lugares en los que tendrían que aparecer los cadáveres: dentro de una tinaja, en un serón, sobre una cátedra, en el interior de un torno. Todos ellos cargados, al menos para mí, de sentido e ironía. Pero había un obstáculo para llevar a cabo mi proyecto sin correr ningún riesgo.

El maestrescuela se detuvo para crear expectación. Rojas lo miró, intrigado.

—¿Un obstáculo? —preguntó, por fin.

—Me refiero, naturalmente, a vos.

—¡¿A mí?! —exclamó Rojas, sorprendido.

—¿A quién si no? Hace unos meses —explicó el maestrescuela—, tuve la oportunidad de ver cómo resolvíais el caso de las muertes de fray Tomás y del príncipe don Juan, por lo que enseguida me di cuenta de que ibais a representar un gran peligro para mí. De modo que decidí acabar también con vos.

—Entonces, ¿por qué os empeñasteis en que yo hiciera las pesquisas de estos crímenes?

—Para no despertar sospechas y, de paso, teneros bien controlado. Si yo no os lo hubiera pedido, alguno lo habría sugerido enseguida y, al final, no me habría quedado más remedio que solicitar vuestra ayuda a regañadientes. Y, si no, vos mismo lo habríais hecho por vuestra propia cuenta. Tenéis el instinto de la caza, y no podéis evitarlo. Habéis nacido para perseguir criminales, y moriréis en el desempeño de vuestra tarea.

—¿Insinuáis acaso que estoy en peligro?

—Hoy habéis demostrado que sois un pesquisidor muy inteligente, pero tenéis un grave defecto: os pierde el corazón. De ahí que, como esperaba, os hayáis metido directamente en la boca del lobo para intentar salvar a este pobre cordero —añadió señalando con la barbilla hacia fray Antonio.

—Me halaga saber que tenéis tal concepto de mí. Pero, no sé por qué, me da la impresión de que no sois del todo consciente de vuestra verdadera situación en este momento. Decidme, en cualquier caso, por curiosidad, ¿cómo pensabais resolver este asunto, una vez que me hubierais matado?

—Hace ya tiempo que tengo preparado un chivo expiatorio para que cargue con todas las muertes, incluida la vuestra. De esta forma, el caso quedaría cerrado, vos habríais desaparecido para siempre y yo habría culminado con bien este segundo acto de mi venganza. ¿No queréis saber quién es? —preguntó el maestrescuela con voz siniestra.

—Os mentiría si os dijera que no —reconoció Rojas.

—Se trata nada menos que de…

En ese momento, se oyeron las campanas del convento de San Francisco y, más cerca, en el interior de la casa, el ruido de unas tinajas al quebrarse contra el suelo. Rojas, sorprendido, se puso en guardia de inmediato, pero no pudo evitar que el maestrescuela se levantara de su asiento y se dirigiera hacia donde estaba fray Antonio. Aunque éste trató de esquivarlo, no fue capaz de impedir que el otro le cayera encima y lo lanzara de un empellón contra el brasero. Rojas empuñó entonces su espada dispuesto a atacar con ella al maestrescuela, pero éste había decidido usar al fraile como escudo protector. Las mantas, mientras tanto, habían comenzado a arder. Iba a intentar apagarlas cuando vio que uno de los alguaciles estaba ya a punto de entrar en la cámara.

—Mátalo, Damián, mátalo, que yo sabré arreglármelas solo —le gritó el maestrescuela con todas sus fuerzas.

En ese momento, fray Antonio logró desembarazarse de las mantas e intentó ponerse en pie, pero el maestrescuela le dio una patada y lo hizo caer de nuevo. Rojas trató de defenderlo, pero el cómplice se le echó encima y tuvo que darse la vuelta para repeler su ataque. Aunque Rojas era más diestro con la espada, el otro tenía más fuerza; así que le costaba mucho parar sus estocadas. Al final, consiguió acorralarlo contra un rincón y limitar así sus movimientos. Con el rabillo del ojo, pudo ver cómo el maestrescuela intentaba liberarse de sus ligaduras quemando la cuerda con la llama de una vela; de modo que tenía que darse prisa, antes de que se desatara y pudiera sumarse a la refriega. El alguacil le lanzó entonces una estocada frontal, lo que hizo que su flanco izquierdo quedara al descubierto por un instante. Rojas, que lo vio venir, se giró con fuerza para hacerse a un lado, al tiempo que le clavaba la espada en el costado desprotegido. El otro, a causa del embate, perdió pie, y Rojas aprovechó para estoquearlo de abajo arriba.

Después, se dio la vuelta con la espada chorreante de sangre. El maestrescuela, que ya se había desatado, estaba prendiendo fuego al montón de papeles que antes había apilado en medio de la cámara. Rojas trató de impedírselo, pero en ese momento vio venir hacia él al otro cómplice. Parecía un toro enfurecido a punto de embestir. Rojas, en lugar de hacerse a un lado o retroceder, agarró su arma con todas sus fuerzas y se mantuvo firme, dispuesto a soportar la acometida. Cuando el alguacil quiso darse cuenta, ya no pudo echarse atrás; la espada le había atravesado el corazón. Pero era tal el ímpetu que traía que, antes de caer, se llevó a Rojas por delante y lo arrastró hasta el otro extremo de la cámara.

Desde el suelo, Rojas pudo observar que el fuego ya se había extendido por algunos lugares de la habitación. No muy lejos de la pira, fray Antonio intentaba incorporarse, sin conseguirlo. En un principio, él no tuvo mejor suerte. Pero, a la tercera, logró al fin ponerse en pie. En ese momento, vio cómo el maestrescuela, tras comprobar que sus dos cómplices habían muerto, salía huyendo hacia la calle.

—Alto ahí, deteneos —gritó Rojas desde donde se encontraba.

—Me temo que tendréis que elegir entre perseguirme y salvar a vuestro amigo —le advirtió el maestrescuela—. Lo dejo en vuestras manos —añadió, arrojando la vela que llevaba consigo sobre otro montón de papeles que había junto a la entrada.