Capítulo 21

Al levantarse por la mañana, Rojas comprobó que, en efecto, había nevado. La noche, para él, no había sido nada buena, pues se había despertado varias veces a causa de un mal sueño en el que veía a su amigo fray Germán envuelto en llamas, mientras él intentaba sacar agua de un pozo sin conseguirlo. Y, cuando por fin lograba izar el cubo hasta el brocal, descubría horrorizado que, en su interior, se encontraba la lengua de fray Jerónimo. Impresionado, agitó con vigor la cabeza, como si quisiera borrar de su memoria esas imágenes. Después, se remojó la cara para despejarse.

Era hora de ponerse en marcha. Sus ropas de colegial de San Bartolomé tenían tan mal aspecto y estaban tan estropeadas que tuvo que buscar otras. Por suerte, en una de las arcas encontró algunas prendas limpias que ponerse. «¡Cuánto tiempo hacía que no vestía de paisano!», exclamó para sí. Sobre la camisa se puso un jubón de redecilla que usaba para protegerse de los golpes, cuando practicaba con la espada, y, encima, un coleto de ante para resguardarse del frío. Luego, cubrió sus piernas con unas calzas largas y sus pies, con unos borceguíes que aún no había estrenado, regalo de su madre. El sombrero y la capa tuvo que pedírselos prestados a su compañero y maestro de esgrima, que también le dejó una espada.

Después de tomar, en la cocina, un caldo con pan migado, para combatir el frío y la modorra, se fue a ver a fray Antonio, como habían quedado. Cuando preguntó por él, en la portería, le dijeron que no estaba. Insistió, y, de malos modos, le contestaron que había pasado la noche fuera del convento y que aún no había regresado. Rojas, desconcertado, les pidió que lo comprobaran. Pero los porteros insistían en que el herbolario no se encontraba en San Esteban. Así que no le quedó más remedio que saltar el muro. Primero, lo buscó en el huerto, vacío a esas horas; luego, en la farmacia, donde lo aguardaba, mano sobre mano, su discípulo; y, por último, en su celda, en la que tampoco halló ningún rastro del fraile.

Antes de irse, decidió pasarse por la iglesia. Los porteros lo descubrieron cuando se disponía a entrar en el templo y le dieron el alto. Enseguida, acudió el prior acompañado de dos frailes que llamaban la atención por su aspecto robusto y su gran envergadura.

—¿Con qué permiso habéis entrado en el convento? —le preguntó el prior—. Tengo dicho a los hermanos porteros que no os dejen pasar.

—Estoy buscando a fray Antonio. Es muy urgente.

—El hermano herbolario no ha vuelto —explicó el prior— desde que anoche abandonó el convento con gran urgencia, sabe Dios para qué.

—Eso no es cierto —replicó Rojas—. Yo mismo lo he acompañado hace unas horas hasta el puente que cruza el arroyo y he visto cómo se dirigía a la puerta del convento.

—¡Os repito que aquí no ha entrado nadie en toda la noche! —protestó el prior, exasperado—. Y no os permito que pongáis en duda mis palabras dentro de la casa del Señor.

—¿Y no os habéis preguntado dónde puede estar? Podría haberle ocurrido algo.

—Sin duda, eso lo sabréis vos mejor que yo, puesto que habéis estado hasta hace no mucho con él. Y si, como insinuáis, es cierto que le ha sucedido algo, seréis vos el que tendrá que dar cuenta de ello a la justicia. Ya me encargaré yo de que así sea.

—Permitidme, al menos, que les pregunte a los demás si saben algo —insistió Rojas, sin hacer caso a las últimas palabras del prior.

—Os ruego que echéis a este hombre a la calle —ordenó a los dos frailes que lo acompañaban—, a patadas si es necesario.

Sin perder un instante, lo agarraron cada uno por un brazo y, casi a empellones, lo condujeron hasta la entrada.

—Estáis en un error —les fue explicando Rojas por el camino—. Fray Antonio podría estar en peligro. Tenéis que ayudarme.

Pero ellos, naturalmente, no lo escuchaban. Ya en la puerta, lo soltaron y, de una patada, lo arrojaron a la calle.

—Si os volvemos a ver por aquí —lo amenazaron—, tened por seguro que no seremos tan benevolentes.

—Ni yo tan manso, os lo aseguro —replicó Rojas, poniendo su mano sobre el pomo de la espada.

—Eso habrá que verlo —se burlaron los frailes.

Rojas estaba indignado. No le importaba tanto el hecho de que los dominicos lo hubieran expulsado del convento de esa manera, cosa que tarde o temprano tenía que ocurrir, como lo poco que parecía preocuparles la desaparición de fray Antonio. Pero no había tiempo que perder. Tenía que serenarse y encontrar a su amigo. Y, para ello, debía descubrir, de una vez, quién era el autor de las muertes.

Se fue a la casa del maestrescuela para solicitar su ayuda. Pero éste había salido a atender un asunto importante con varios alguaciles y no había dicho a qué hora iba a regresar. De modo que volvió al Colegio y se encerró en su celda para poner en orden todo lo que sabía e intentar resolver el caso antes de que pudiera pasarle algo a su amigo. Para ello, fue colocando encima de la mesa todas las notas que había ido tomando en los últimos días. Mientras lo hacía, se acordó del consejo que le había dado esa noche el desconocido: «Tan sólo os falta disponer todas las piezas sobre el tablero y ver qué posición ocupa realmente cada una. Pero tenéis que hacerlo pronto, antes de que os eliminen u os dejen fuera del juego».

Evidentemente, el mensajero hablaba en sentido figurado. No obstante, Rojas pensó que un tablero de ajedrez podría ayudarle a concertar mejor sus pensamientos y a aclarar sus ideas. De modo que cogió uno de madera de nogal que guardaba en un arcón y lo puso sobre el escritorio. Después, sacó la bolsa que contenía las piezas. No es que Rojas fuera un experto jugador de ajedrez; lo poco que sabía lo había aprendido en un libro escrito por un condiscípulo suyo, Luis Ramírez de Lucena, que había sido publicado en Salamanca el año anterior, junto con una especie de novela sentimental, bajo el título común de Repetición de amores y arte de ajedrez. Allí había aprendido el valor de las figuras y las reglas fundamentales. Pero ahora no se trataba de jugar una partida, sino de hacer visible, de alguna manera, la compleja trama del caso.

En primer lugar, fue situando a las víctimas, representadas por los peones blancos. Entre ellas incluyó, claro, a fray Juan de Sahagún, pues a esas alturas parecía evidente que la causa de los crímenes podía remontarse al primer acuerdo de paz entre los bandos y a las consecuencias que éste había traído consigo. De modo que eran ocho, en total. Rojas puso en medio del tablero a las cinco que habían muerto según la pauta y, a un lado, a las que podrían considerarse víctimas circunstanciales. Dentro del primer grupo, apartó ligeramente a fray Juan de Sahagún, para indicar que su muerte había tenido lugar en una época anterior; y, dentro del segundo, a fray Jerónimo, pues, según el herbolario, podría haber muerto a manos de otra persona, aunque él no acababa de creerlo.

En el centro quedaron, pues, los tres estudiantes y la criada de los Monroy. Después, fue colocando, detrás de cada una de las víctimas, una pieza para representar a sus respectivas familias: blanca, en el caso de que perteneciera a la parcialidad de Santo Tomé, y negra, si formaba parte del bando de San Benito. Con la ayuda de fray Germán, Rojas había descubierto que la primera víctima era hijo de uno de los pocos firmantes de la concordia de 1476 por el lado de los tomesinos, don Diego de Madrigal, que no aparecía en la de 1493, pues al parecer ya no vivía en Salamanca, y que había sido receptor de un seguro o amparo real, si bien no había podido averiguar el motivo.

Gracias a las pesquisas del avispado Lázaro, Rojas sabía que la siguiente víctima era hijo de Juan Sánchez el Morugo, que había sido criado de don Alfonso de Solís y que, en algún momento, podría haber llevado a cabo algún hecho del que su hijo se avergonzaba. La víctima número tres también podría considerarse circunstancial, puesto que el verdadero objetivo era doña Aldonza Rodríguez de Monroy, nieta de doña María la Brava y hermana de don Gonzalo, miembro del bando de Santo Tomé, si bien estaba casado con doña Inés Maldonado, cuya familia pertenecía al de San Benito. Por último, el cuarto muerto era hijo barragán del arzobispo de Santiago, don Alonso de Fonseca y Acevedo, que, aunque no vivía en Salamanca, formaba parte del bando de San Benito y ejercía un gran poder dentro de la ciudad.

Luego, estaba el caso de fray Juan de Sahagún, al que todos señalaban como principal artífice de la concordia de 1476. Rojas fue colocando, en las casillas próximas a la suya, varias piezas negras y algunas blancas para representar a los firmantes del acuerdo. A ese respecto, cabía pensar que los pertenecientes al bando de Santo Tomé podían haberse sentido traicionados por el fraile, tras haber descubierto que en realidad el ajuste era un engaño o una trampa. Ya el hecho de que fueran tan pocos los que firmaron parecía indicar que la mayoría de ellos sospechaba de las verdaderas intenciones del acuerdo o, simplemente, que no estaban en condiciones de suscribirlo por estar perseguidos o desterrados. Para representarlos, Rojas depositó, en una esquina del tablero, las piezas blancas que restaban. En tal caso, no era difícil imaginar que los que no firmaron podrían haber considerado traidores a aquellos de su bando que sí lo hicieron, salvo que, de alguna forma, hubieran sido forzados a hacerlo, lo cual demostraría entonces que, en efecto, el acuerdo no era más que una trampa destinada a acabar de una vez por todas con los de Santo Tomé.

Por otro lado, estaban aquellos caballeros que aparecían excluidos de manera explícita del primer ajuste de paz, esto es, don Alfonso de Solís y don Alfonso de Almaraz y sus respectivos hijos, por lo que del grupo de piezas anterior retiró los dos caballos y los dos alfiles blancos y los colocó aparte. Para éstos, estaba claro que todos los que habían firmado el acuerdo podían considerarse traidores, incluso aquellos que lo hubieran hecho obligados por alguna circunstancia, y, de manera especial, el artífice del mismo, fray Juan de Sahagún. En cuanto a los Almaraz, Rojas había podido comprobar que ya estaban presentes en el segundo ajuste de paz, lo que, en principio, los descartaba como sospechosos; así que, de momento, los dejó fuera. Sin embargo, ningún Solís figuraba como firmante del nuevo acuerdo, entre otras cosas porque a don Alfonso de Solís lo habían matado a comienzos de 1477, es decir, poco tiempo después de haberse firmado el primer ajuste de paz; de modo que derribó sobre el tablero uno de los caballos blancos.

Según algunos rumores, había muerto a manos de don Gonzalo Maldonado, perteneciente al linaje más importante del bando de San Benito, aunque no estaba entre los firmantes del primer acuerdo; así que Rojas puso un caballo negro junto a la figura caída. El crimen, sin embargo, no fue denunciado hasta dos años y medio después, a comienzos de junio de 1479, debido, según alegaban, a que ningún miembro de la familia Solís podía presentarse en Salamanca sin que su vida corriera grave peligro. Enterados del asunto, los Reyes resolvieron desestimar el caso, pues tenían constancia de un ataque contra un miembro de la familia Maldonado por parte de dos caballeros del bando de Santo Tomé, muy amigos de los Solís. Alguien había hablado, además, de la posible participación en la muerte de don Alfonso de una tercera persona; de modo que Rojas situó un peón negro junto al caballo del mismo color.

Naturalmente, la resolución real debió de provocar un gran descontento en la familia Solís, por lo que no habría sido extraño que eso hubiera dado pie a un nuevo intento de venganza, cosa que, al parecer, no se produjo, salvo que se considerara como tal la muerte de fray Juan de Sahagún, que, no por casualidad, tuvo lugar algunos días después de que los Reyes comunicaran su decisión. Pero nadie, en aquel momento, sospechó nada, ni siquiera doña Isabel, por lo que no hubo ninguna pesquisa en ese sentido. Tan sólo fray Antonio y algunos otros habían intuido algo, aunque de forma confusa, pues les faltaban muchos datos para poder llegar a la verdad.

Ahora, sin embargo, las piezas comenzaban, por fin, a encajar. Aún quedaban, desde luego, muchas incógnitas por resolver en relación con los motivos de la muerte de algunas de las víctimas, pero no era difícil imaginar algunas hipótesis. El arzobispo de Santiago, por ejemplo, bien podría haberse beneficiado de la difícil situación en la que había quedado la familia de los Solís. Éstos, por otra parte, podrían haberse sentido afrentados por el matrimonio de don Gonzalo Rodríguez de Monroy con doña Inés Maldonado. Por no hablar de la posible deslealtad de uno de los sirvientes de don Alfonso o de la más que probable traición de don Diego de Madrigal.

Así pues, casi todo apuntaba en la misma dirección: el noble linaje de los Solís, ahora representado por un alfil blanco. En ese momento, Rojas se acordó de fray Jerónimo y comenzó a buscar, entre los papeles y notas referidos a esa familia, algún nombre o apellido que empezara por O. Pero no halló ninguno. ¿Qué podría significar, pues, esa O escrita sobre la nieve? Mientras le daba vueltas en la cabeza a la dichosa letra, miró por la ventana de su celda, y entonces se hizo la luz. Después de tantos días nublados, al fin los salmantinos iban a disfrutar de una mañana soleada. ¿Y si en lugar de la letra O se tratara de un sol? ¡Nada menos que el sol de los Solís! Recordó entonces el escudo de su linaje destruido por los partidarios del bando de San Benito. «Según se dice por ahí —le había contado doña Luisa de Medrano—, los Solís no han querido restaurarlo, para mantener viva la memoria de la afrenta».

Por lo que sabía, don Alfonso de Solís había dejado a su muerte varios hijos; el primogénito, don Alfonso, había heredado, como era costumbre, el mayorazgo y vivía ahora en el palacio familiar, por lo que ése podría ser el alfil. Así que no perdió más tiempo y se dirigió a la plaza de Santo Tomé. Por el camino, fue repasando punto por punto su argumentación, al tiempo que visualizaba todas y cada una de las piezas del tablero. El desconocido tenía razón. Bastaba con disponerlas de forma adecuada, según las verdaderas relaciones que había entre ellas y sin fiarse, en ningún momento, de las apariencias. Examinó otras posibilidades, pero cada vez estaba más convencido de que ésa era la única solución.

Cuando llegó a la plaza, no pudo evitar mirar hacia la casa donde vivía doña Luisa. Sin darse cuenta, ella le había servido de gran ayuda. Tenía que agradecérselo, antes de que se marchara a la corte. En ese momento, le vino a la cabeza fray Antonio. ¿Estaría dentro de la casa o lo tendrían retenido en otro sitio? Había llegado, al fin, la hora de saberlo. Llamó a la puerta con insistencia, y un criado no tardó en abrir.

—¿Qué es lo que deseáis? —preguntó éste con desconfianza.

—Necesito hablar con don Alfonso de Solís. Es muy urgente.

—Mi señor me ha dicho que no se le moleste.

—Es algo muy importante. Os ruego que le aviséis.

—Os repito que don Alfonso no quiere que…

—¿Qué es lo que pasa, Blas? —inquirió alguien desde lo alto de la escalera que conducía a la planta de arriba—. ¿Quién pregunta por mí?

—Perdonad que haya irrumpido así en vuestra casa —se adelantó a contestar Rojas—, pero debo haceros algunas preguntas en relación con unos crímenes ocurridos en estos últimos días.

—¡¿Unos crímenes?!

—La muerte de varios estudiantes.

—¿Y por qué habría de saber yo algo de esas muertes?

—Porque todo parece indicar que alguien de la familia Solís podría estar detrás del asunto.

—¡Eso es una calumnia! —exclamó—. ¿En qué os basáis para decirlo?

—Por lo que he podido averiguar, se trataría de una venganza que podría tener sus raíces en el primer acuerdo de paz entre los bandos. Y todos los indicios señalan hacia aquí.

—Eso no son más que conjeturas —protestó don Alfonso—. Si hubiéramos querido vengar la muerte de mi padre ya lo habríamos hecho en su momento, ¿no creéis?

—De hecho, existen sospechas —replicó Rojas— de que vuestra familia podría estar también detrás de la muerte de fray Juan de Sahagún.

—Pero ¿vos sois consciente de lo que estáis diciendo? —preguntó el caballero con asombro—. ¿No os parece que esta familia ya ha sufrido bastante como para que ahora vengáis con esas acusaciones?

—No es mi intención hacer procesar a toda la familia, sino a aquel que haya cometido los crímenes. Y, por el bien de los vuestros —le advirtió—, os aconsejo que colaboréis.

—Me temo que no sabéis lo que decís. Y ahora marchaos de mi casa, si no queréis que os eche como a un perro. Blas, tráeme la espada —le ordenó a su criado.

—Lo que estáis haciendo se llama obstrucción a la justicia —señaló Rojas con firmeza.

—¿Acaso vos sois la justicia?

—Daos preso en nombre del maestrescuela del Estudio —ordenó, sacando la espada de la cinta.

—¡¿En nombre del maestrescuela, decís?! —exclamó don Alfonso, sorprendido.

—¿Por qué os extraña? Estos crímenes —explicó— están bajo la jurisdicción de la Universidad, dado que la mayor parte de las víctimas son estudiantes.

—Entonces, ¿por qué no le preguntáis a él? —apuntó don Alfonso con tono sarcástico.

—No os entiendo.

—Que le pidáis cuenta a él de todos esos crímenes. El maestrescuela —informó— es tan Solís como yo.

—¡¿Es que acaso el maestrescuela es familiar vuestro?! —preguntó Rojas, confuso.

—¿Que si es familiar mío, me preguntáis? ¡Es mi hermano pequeño, maldito ignorante! —le escupió.

—¿Y el apellido?

—Se lo cambió, cuando se fue de aquí, hace casi veinte años.

—¡No es posible! —rechazó Rojas, incrédulo.

—¿Creéis que os mentiría en una cosa como ésta y en un momento tan delicado como el presente? Ojalá no lo fuera; en mi familia viviríamos más felices. ¡Pero tuvo que volver! —añadió con tono pesaroso.

—¿Y qué es lo que vuestro hermano tiene que ver con estos crímenes?

—Sin duda, eso es algo que deberíais preguntarle a él. Como comprenderéis —le explicó—, yo soy el primero al que le gustaría saberlo, aunque sólo sea para poder proteger al resto de mi familia de vuestras acusaciones. No me extrañaría, por otra parte, que todo esto no fuera más que una patraña urdida para inculparme a mí y así poder quedarse con todo lo que es mío. Cuando regresó hace tres años a Salamanca, yo ya me imaginaba que esto podía acabar mal.

—¿Queréis decir que puede haber sido el maestrescuela? —preguntó Rojas, con estupor.

Don Alfonso no contestó. Pero estaba claro que, a esas alturas, su silencio tan sólo podía interpretarse como aquiescencia. Rojas, sin embargo, se negaba a creerlo. Era tan absurdo que no podía ser verdad; aunque más absurdo le parecía el hecho de que pudiera ser algo inventado. En cualquier caso, era urgente hablar con él; comprobar que no había nada de cierto en todo aquello; interrogarlo a conciencia, si era necesario, pues su obligación era considerarlo sospechoso hasta que no se demostrara lo contrario. No obstante, aún no sabía cómo afrontar la cuestión. Si al menos pudiera contar con la ayuda de alguien que le enseñara a discernir lo verdadero de lo falso. En ese momento se dio cuenta, con consternación, de que se había olvidado de fray Antonio. «¿Estará ahora en manos del maestrescuela?», se preguntó, sin poder evitarlo.

—Supongo que sois consciente de que, con vuestro silencio, estáis haciendo que todas las sospechas recaigan sobre vuestro hermano, el maestrescuela —le recordó Rojas a don Alfonso, que se limitó a asentir—. En ese caso —continuó—, quiero advertiros que, como me hayáis mentido o tengáis algo que ver con el asunto, os lo haré pagar muy caro.

—Por mi parte, no tengo nada que temer —le contestó el caballero, desolado—. A pesar de todos los agravios e infortunios padecidos, sigo siendo una persona de honor.

—Si es así, os dejaré al margen, os lo aseguro.