Rojas deambulaba por las calles como un alma en pena. La muerte de fray Germán lo había dejado completamente abatido y roto. En ese momento, le hubiera apetecido gritar, darse con la cabeza contra un muro o golpear a alguien. Pero se había quedado sin palabras, sin energía y sin voluntad, como si el fuego lo hubiera consumido a él por dentro hasta dejarlo con el alma en carne viva.
—Fernando, escuchadme, ¿qué os pasa?
La voz que le gritaba le resultaba familiar, pero parecía venir de muy lejos, como si le hablara desde el fondo de un pozo profundo y estrecho.
—Fernando, deteneos, os lo suplico.
Ahora la voz parecía haberse enganchado a él y tironeaba con fuerza del brazo, hasta hacerle daño. Irritado y molesto, Rojas se dio la vuelta con el puño cerrado, dispuesto a descargar toda la rabia acumulada durante esos días.
—¡¿Y tú qué haces aquí?! —preguntó, al darse cuenta de que se trataba de Lázaro de Tormes.
—Os estaba buscando —balbuceó el muchacho, compungido.
—Te dije bien claro que te mantuvieras al margen de este asunto y que salieras lo menos posible a la calle.
—Y eso he hecho, pero ha venido un hombre al mesón y me ha pedido que os diera este papel —le dijo, mostrándoselo—. Insistió en que era muy importante, caso de vida o muerte.
—Está bien, dámelo y márchate. Pero antes —le advirtió, mientras lo sujetaba por un brazo— escucha con atención lo que te voy a decir. No quiero que, a partir de ahora, me busques ni me ayudes ni me sigas. No deseo volver a verte, en resumidas cuentas, hasta que todo esto haya terminado, ¿me has entendido?
—Me temo que ahora sí —admitió Lázaro, con la voz estrangulada.
—Pues lárgate de una vez —le ordenó con voz agria y gesto desabrido.
El muchacho se dio la vuelta sin decir nada y comenzó a caminar a trompicones y algo encogido, como zarandeado por un fuerte viento. Mientras lo veía alejarse, Rojas tuvo la impresión de que se le escapaba y de que ya no volvería a recuperarlo. «Dos grandes pérdidas en un mismo día —se lamentó—. Pero al menos Lázaro seguirá vivo».
Cuando dejó de ver al muchacho, se acordó del papel que éste le había entregado. Lo desdobló poco a poco, con cierta aprensión, pues pensaba que, en él, alguien podía haber escrito su destino, tal vez su sentencia de muerte. La letra era firme y cuidada, y decía así:
Tengo una información muy valiosa que ofreceros. Pasad a verme esta noche por la fiesta de Antruejo que va a celebrarse en la plaza de San Martín. Os esperaré junto a la puerta del mesón de la Solana. Yo os reconoceré.
No tengáis miedo; nada malo puede pasaros, pues habrá mucha gente.
Alguien que está de vuestro lado.
El mensaje le pareció demasiado escueto y ambiguo; por no hablar de la ausencia de firma. El lugar de encuentro, además, no le gustaba, pues por allí andaría Lázaro, o al menos eso esperaba. Y, aunque la hora de la cita no era muy precisa, era evidente, por el griterío que se oía a lo lejos, que la fiesta en la plaza hacía ya rato que había comenzado, por lo que no tenía tiempo de avisar a nadie ni de pasarse por el Colegio. Por otra parte, se sentía enfermo, dolorido y exhausto, a causa del esfuerzo que había realizado para apagar el incendio y del tiempo que había pasado velando el cadáver de fray Germán. Así que esa entrevista era lo último que le apetecía. La cautela final tampoco incitaba mucho a acudir a la cita, si bien Rojas no temía por su vida, sino por la de aquéllos a los que, de una manera u otra, había involucrado en el asunto, que eran los que en verdad estaban en peligro. Por eso, precisamente, no podía dejar de atender la llamada.
Hasta ese momento, no había caído en la cuenta de que la ciudad celebraba las Carnestolendas; unos días para reír y festejar antes de la llegada de la Cuaresma y la abstinencia de carne. Esto le llevó a acordarse de Sabela. ¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba en ella? Muy pronto dejaría con sus compañeras la Casa de la Mancebía para pasar el tiempo de vigilia en la aldea de Tejares, hasta la llegada del llamado Lunes de Aguas, esto es, el siguiente al de Pascua, en el que éstas regresaban a la ciudad y eran recibidas con gran algarabía por los estudiantes. «Ojalá yo pudiera hacer lo mismo —pensó—. Sustraerme de este maldito trabajo durante cuarenta días y cuarenta noches y dedicarme a completar la Comedia de Calisto y Melibea». Pero sabía que la culpa lo perseguiría allá donde fuera. Y también la memoria de fray Germán y la de fray Jerónimo y la del mozo del garito y la de los otros muertos a los que no había conocido en vida, y, por supuesto, la de los que, en el futuro, pudiera causar la misma mano.
Según sabía, el Concejo le había encargado a Juan del Enzina que organizara las fiestas de Carnestolendas o Antruejo. En un principio, el poeta y músico se había negado, pues hacía poco más de cuatro meses que había muerto, en el palacio del obispo, el príncipe don Juan, al que tenía en gran aprecio, lo que había supuesto una gran pérdida para la Corona y para la ciudad. Pero, al final, acabó aceptando, ya que muy pronto se marcharía de Salamanca, y estas fiestas serían para él como una despedida. Con sólo treinta años, Juan del Enzina había compuesto ya numerosas obras de teatro, musicales y poéticas, de las que Rojas había leído una buena muestra en el Cancionero que el propio autor había recopilado hacía dos años. Recientemente había optado al puesto de cantor de la catedral, pero se lo habían dado a su contrincante Lucas Fernández, por lo que había decidido abandonar la ciudad en busca de mejor fortuna. Durante años, había organizado todo tipo de festejos para la pequeña corte del duque de Alba; así que tenía gran experiencia en estos menesteres, si bien los de esa noche tenían un carácter mucho más popular.
Cuando llegó a la plaza, se vio sorprendido por un tremendo griterío. Unos corrían detrás de una moza vestida de pastora o bailaban al son de la gaita y del tamboril; otros se reían con los dichos y facecias que un gracioso les contaba junto al fuego o intentaban romper la olla con los ojos tapados y bien provistos de palos. Mientras los caballeros corrían la sortija con sus lanzas, los hortelanos se disponían a entablar un singular combate armados con todo tipo de calabazas. Y, por supuesto, eran muchos los que comían y bebían hasta hartarse, sentados ante las grandes mesas que había delante de las tabernas y mesones o de pie, mientras contemplaban alguna de las muchas diversiones esparcidas por toda la plaza.
En un pequeño tablado, muy cerca del lugar donde estaban la horca y la picota, se estaba representando la Égloga de Antruejo, que el propio Juan del Enzina había escrito unos años antes para el duque de Alba. Como era de esperar, se trataba de una clara invitación a los goces de la vida ante la inminente llegada de la Cuaresma. Al final, los cuatro pastores que la protagonizaban concluían la obra cantando un villancico que lo resumía todo:
Hoy comamos y bebamos
y cantemos y holguemos,
que mañana ayunaremos.
Por honra de San Antruejo
parémonos hoy bien anchos.
Embutamos estos panchos,
recalquemos el pellejo,
que costumbre es de concejo,
que todos hoy nos hartemos,
que mañana ayunaremos.
Honremos a tan buen santo
por que en hambre nos acorra;
comamos a calca porra,
que mañana hay gran quebranto.
Comamos, bebamos tanto
hasta que nos reventemos,
que mañana ayunaremos.
Bebe, Bras; más tú, Beneito.
Beba Pedruelo y Lloriente.
Bebe tú primeramente,
quitarnos has de este pleito.
En beber bien me deleito:
daca, daca, beberemos,
que mañana ayunaremos.
Tomemos hoy gasajado,
que luego viene la muerte;
bebamos, comamos fuerte,
vámonos para el ganado.
No perderemos bocado,
que comiendo nos iremos,
y mañana ayunaremos.
Después de cada parte, todos los asistentes coreaban el estribillo a voz en grito, lo que aumentaba el entusiasmo y las ganas de vivir y de gozar de la concurrencia, salvo en aquellos que, como Rojas, se veían entristecidos por la pena y el sentimiento de culpa.
—¡Pero si sois vos, Fernando de Rojas! —gritó a su lado un estudiante, con la voz impostada—. No pensaba encontraros por aquí.
Rojas lo miró desconcertado. Sin duda, su semblante le resultaba conocido, pero había algo en su aspecto que no encajaba.
—Soy yo, Luisa de Medrano —le reveló, por fin, quitándose el bonete.
Era doña Luisa, en efecto, y parecía aún más hermosa que cuando la había visto en su casa con ropa de doncella.
—Os pedí que no volvierais a vestiros de estudiante —le recordó Rojas.
—Pero hoy es la noche de Antruejo —replicó ella— y está permitido disfrazarse. He visto a muchos nobles vestidos de villano, y hasta vos parecéis un mendigo.
—No es lo mismo, y, además, yo estoy trabajando.
—¿Seguís con vuestras pesquisas?
—Como seguramente sabréis, ha habido nuevos crímenes, y la ciudad se ha vuelto muy peligrosa; deberíais decírselo a doña Aldonza. ¿No estará por aquí?
—No, no está. Su familia, para variar, no la ha dejado venir.
—En este caso, han hecho bien. En cuanto a vos —añadió—, tengo que deciros algo importante, pero antes tenéis que prometerme que regresaréis pronto a casa y que no volveréis a vestiros de esta guisa.
—Pero ¿por qué ese empeño en…?
—Le he escrito a la Reina contándole vuestro caso —la interrumpió—, y me ha asegurado que os va a invitar a la corte, para que podáis proseguir vuestros estudios con Beatriz Galindo.
—¡¿Es eso cierto?!
—¿Creéis vos que estoy ahora en condiciones de mentir o bromear? Pronto tendréis noticias de vuestra madre.
—Perdonad mi desconfianza —se disculpó—. Pero vuestra noticia me hace tan feliz que me cuesta mucho trabajo creerlo. Y así, tan de repente. No sé cómo daros las gracias.
—Si de verdad queréis agradecérmelo, haced lo que os he pedido. Ya tendréis tiempo de disfrutar… ¿No habréis venido sola?
—Por supuesto que no; he venido con mi hermano.
—Pues entonces pedidle que os acompañe a casa.
—¿No preferiríais venir vos?
—Creedme, hoy es mejor que no os vean conmigo. Mi compañía se ha vuelto demasiado peligrosa.
—¿Vendréis a verme a la corte?
—Cuando llevéis algún tiempo, tal vez; de momento, no quiero distraeros.
—Mientras tanto, ¿os puedo escribir al Colegio de San Bartolomé?
—Vuestras cartas serán bien recibidas y debidamente contestadas. Os lo prometo. Y, ahora, id a buscar a vuestro hermano.
—Gracias por haberme hecho tan feliz. Y, por favor, cuidaos un poco, que no tenéis muy buen aspecto.
Rojas, conmovido, se dio la vuelta para no emocionarse y hacer más difícil la despedida. «Partió la gloria de veros, / no el placer de obedeceros», dijo para sí, recordando unos versos del propio Juan del Enzina, muy distintos a los que, en ese momento, iba repitiendo todo el mundo a su alrededor:
Hoy comamos y bebamos y cantemos y holguemos, que mañana ayunaremos.
Para él, sin embargo, era la hora de proseguir el vía crucis en que se había convertido esa noche. Sin más tardanza, se dirigió al mesón de la Solana. Junto a la puerta, había varias cubas y toneles ante los que la gente se arremolinaba para hartarse de carne y de vino, mientras reía y cantaba. En uno de ellos, se veía a un hombre solo. Éste iba embozado y con el sombrero calado hasta las cejas y llevaba puesta una nariz falsa que parecía una berenjena. Así que se acercó a él.
—Es un disfraz muy ingenioso —le dijo el hombre a Rojas, nada más verlo llegar.
—No es un disfraz —replicó Rojas, un tanto molesto.
—Por eso mismo —repuso el otro, enigmático.
—He venido en cuanto me han dado el mensaje —informó Rojas a modo de justificación.
—Permitidme que yo no os diga mi nombre ni os muestre mi rostro, pues soy tan sólo un emisario.
—Os escucho.
—Los que me envían me han pedido que os diga que lamentan mucho la muerte de vuestro amigo.
—Demasiado tarde para lamentaciones, ¿no os parece? Decidles a esos cobardes que os envían que, si han tenido algo que ver con la muerte de fray Germán, acabaré con ellos, sean quienes sean y estén donde estén, ¿me habéis entendido?
—Me temo que os equivocáis. Yo no hablo en nombre de los autores de esas muertes ni de sus cómplices, sino en el de aquellos que están tan interesados como vos en que todo esto termine de una vez, antes de que la ciudad entera se vea salpicada de nuevo por la sangre.
—¿Es eso una amenaza?
—Es más bien una oferta de ayuda.
—¿Qué piden ellos a cambio?
—Que os deis prisa, pues el tiempo apremia.
—¿Se puede saber quiénes son ellos para interesarse tanto por estos crímenes?
—Lo siento; nada de nombres —se apresuró a decir—. Si vos mismo no lográis adivinarlos es que no merecéis saberlos.
—¿Y cuál es entonces esa información que quieren darme?
—Que vigiléis bien vuestras espaldas. El criminal está más cerca de lo que pensáis. Ahora intentará acabar con vos, pues sabéis demasiado, mucho más de lo que imagináis. Tan sólo os falta disponer todas las piezas sobre el tablero y ver qué posición ocupa realmente cada una. Pero tenéis que hacerlo pronto, antes de que os eliminen u os dejen fuera del juego.
—¿Eso es todo lo que queríais comentarme?
—También me gustaría ofreceros un poco de vino; debéis de estar sediento.
—Lo estoy, sí, y tan ayuno de información como antes, ya que apenas me habéis contado nada.
—Hay cosas que no se pueden decir abiertamente sin poner en peligro a quien las dice o provocar la incredulidad de quien las escucha. De vos dependerá que lo que os he revelado sea valioso o no. Y ahora —añadió, cambiando de tono— bebamos un poco, que es la noche de Antruejo, y sería un grave pecado no dar buena cuenta de este excelente vino de Toro.
El desconocido le sirvió vino en un jarro y le invitó con un gesto a que bebiera, mientras él hacía lo propio. En ese momento, apareció un hombre vestido de rústico gañán, si es que no lo era de verdad, a juzgar por sus modales, que tropezó con él, haciendo que todo el vino se derramara.
—Podríais tener más cuidado —protestó Rojas.
—Lamento mi torpeza, señor —se disculpó el hombre—. Si queréis, puedo invitaros a vos y a vuestro amigo a otra jarra.
—No, no es necesario, id con Dios.
—Insisto —dijo el gañán, con tanta vehemencia que el sombrero se le cayó, dejando al descubierto una tonsura que a Rojas le era muy familiar.
—Por todos los… ¡Pero si sois vos! ¿Y puede saberse qué es lo que…?
—¡Chis! —exclamó fray Antonio, poniendo el dedo índice en los labios—. Vais a espantar a vuestro amigo. Mirad cómo se escapa —añadió señalando al desconocido, que se había puesto ya en marcha, sin esperar más explicaciones.
—Deprisa, hay que detenerlo —gritó Rojas, saliendo tras él.
Fray Antonio no quiso quedarse a la zaga y comenzó a correr en otra dirección, con la idea de salirle al encuentro. Pero no resultaba fácil moverse entre el gentío que llenaba la plaza. En su camino, Rojas tuvo la desgracia, además, de cruzarse con la muerte, o al menos con alguien que iba disfrazado de tal guisa y que no quería dejarlo pasar, lo que hizo que un corro de gente los rodeara. Si tiraba por un lado, la máscara hacía lo propio; si por el otro, ésta se iba hacia él, hasta que Rojas, irritado, le quitó la guadaña e hizo amago de partírsela en la cabeza, con lo que la muerte salió corriendo tan deprisa que parecía que huía de sí misma. Liberado de tan importuna presencia, Rojas intentó reanudar la persecución, pero ya no alcanzó a ver su objetivo. Al poco rato llegó fray Antonio, que no había tenido mejor suerte.
—Ahora sí que lo hemos perdido —proclamó entre jadeos.
—Si no hubierais aparecido de esa manera —le reprochó Rojas.
—Tenía que hacerlo, para evitar que bebierais.
—De modo que por eso me hicisteis derramar el vino.
—Podría estar envenenado.
—¿Y por qué había de estarlo?
—Bueno, no lo sé. La situación daba que sospechar —se justificó—, y ya hemos visto que el vino puede ser peligroso mezclado con determinadas sustancias; así que más valía prevenir que luego curar. La prueba de que ese individuo no era trigo limpio es que salió volando nada más verme.
—Lo cual no es de extrañar, dada vuestra facha.
—Pues mirad vos quién fue a hablar.
—La verdad es que sois ya el tercero que me lo dice esta noche. De todas formas, voy a volver a la plaza, por si acaso regresa. Pero antes dejadme que os acompañe hasta el convento.
Los dos amigos abandonaron la plaza de San Martín y se adentraron en la calle de los Albarderos. Faltaba poco para la medianoche y todo parecía indicar que, de un momento a otro, iba a ponerse a nevar.
—Lo que deberíais hacer, querido Rojas —replicó el fraile, con tono paternal—, es ir a descansar de una vez. Os propongo una cosa. Venid mañana, temprano, a mi celda. Allí podremos poner en orden todo lo que habéis averiguado en estos días y resolver el enigma. Seguramente, es cuestión de pensar en ello con calma y, hasta donde se me alcanza, dos cabezas bien descansadas piensan más que una al borde del agotamiento.
—Sin duda, tenéis razón —reconoció Rojas—. Pero no quiero implicaros más en este caso.
—¿Qué tontería es ésa? Ya sabéis que lo hago con gusto.
—Mirad lo que le ha pasado a fray Germán —le advirtió—. Supongo que os habréis enterado.
—Pues claro que estoy informado. Y sabed que, cuando me avisaron, volví a temer por vos, hasta que me dijeron que estabais a salvo, aunque muy afligido por la muerte de fray Germán. Creedme que lo lamento mucho. Pero no voy a dejaros que penséis que a mí me puede pasar lo mismo.
—Ya sé que vos sois capaz de defenderos solo y de salvarme a mí la vida de paso, como habéis hecho esta noche —añadió con ironía.
—¿Y a que no sabéis quién me pidió que os mantuviera vigilado?
—¿El maestrescuela?
—¡Qué va! —rechazó—. Vuestro amigo Lázaro de Tormes.
—¿Lázaro? ¡No es posible!
—Vino al convento después de que lo despidierais con cajas destempladas. Parecía muy dolido. Pero, así y todo, se preocupó por vos y corrió a buscarme.
—¿Y cómo sabía dónde me podíais encontrar?
—Se ve que leyó el papel que tenía que entregaros.
—¡Pero si Lázaro no sabe leer! —exclamó Rojas, sorprendido.
—O se lo leerían, qué más da. El caso es que vino a avisarme; yo supuse que vos le habríais hablado de mí.
—La verdad es que fue Lázaro el que nos vio hablando ayer por la Rúa Nueva, y esta misma mañana me preguntó que quién era ese golondrino con el que estaba.
—De modo que fue eso. ¿Y decís que me llamó golondrino? Tiene gracia el muchacho —reconoció entre risas—. Bueno, a lo que iba. En cuanto Lázaro me contó lo que pasaba, me hice con estas ropas de gañán, pues no era cuestión de venir a la noche de Antruejo con los hábitos, y me dejé caer por la plaza.
—¿Y por qué elegisteis este disfraz?
—Porque no tenía otro a mano y porque, al fin y al cabo, eso es lo que soy, un gañán de convento. Pero lo importante es que ahora tenéis al menos a dos personas que cuidan de vos, a pesar de lo mal que las habéis tratado y aunque para ello hayan tenido que cometer algunas indiscreciones.
Habían llegado ya al puentecillo que conducía a la entrada del convento, por encima del arroyo de Santo Domingo, y allí fue donde se detuvieron para despedirse.
—Está bien, me habéis convencido —concedió Rojas—. En cuanto pueda, os lo aseguro, le pediré perdón a Lázaro. Y a vos os vendré a ver mañana por la mañana al convento. Por cierto, dejad dicho en portería que me estáis esperando, para que me permitan entrar sin problemas. No es muy decoroso que digamos andar saltando tapias a mi edad.
—Os ruego que perdonéis a mis hermanos; ya sabéis cómo son —se disculpó—. Mañana procuraré estar al tanto de vuestra llegada. Y, ahora mismo, ¿qué vais a hacer?
—Me iré a dormir. Así que no os preocupéis.
—Andad con Dios.
—Que paséis buena noche. Y gracias por vuestra compañía.