Capítulo 19

Rojas salió del convento de las Dueñas impresionado y algo confuso. Iba tan distraído con sus pensamientos que casi se tropieza con Lázaro al doblar la esquina, camino del Colegio de San Bartolomé.

—¡Amigo Lázaro, qué sorpresa encontrarte por aquí!

—Lo mismo digo yo. Cualquiera diría que os habéis hecho trotaconventos. Ayer os vi hablando con un golondrino y hoy os descubro saliendo de las Dueñas.

—¡¿Con un golondrino?! No te entiendo.

—En la calle, llamamos golondrinos a los frailes dominicos —explicó el muchacho, con tono condescendiente.

—¡¿Ah, sí?! ¿Y por qué motivo?

—Naturalmente, por el color de su hábito.

—Muy ingenioso. ¿Y a los franciscanos?

—Pues qué va a ser: pardales. Y los pardales y los golondrinos siempre andan a la gresca. ¿No os habéis fijado?

—Ahora que lo dices… —admitió Rojas con ironía—. ¿Y qué otra clase de pájaros de ésos hay?

—Están también los cigüeños o mercedarios —prosiguió Lázaro—; los grullos o bernardos; los tordos o jerónimos; los palomos o mostenses… y algunos otros pajaritos y pajarracos de los que no quiero acordarme ahora.

—¡Qué gran estudiante se está perdiendo la Universidad! —exclamó Rojas, sorprendido.

—Y ahora que ya conocéis las distintas variedades de aves que hacen su nido en los conventos de Salamanca, habladme del golondrino con el que os vi hablando ayer por la Rúa Nueva.

—¿Es que acaso me sigues?

—¿Por qué habría de seguiros yo? —rechazó.

—Tal vez para pasar el rato. No lo sé. El pájaro al que te refieres —le explicó— es el herbolario del convento de San Esteban y se llama fray Antonio de Zamora. Somos buenos amigos y me ayuda en las pesquisas.

—¿Qué pasa, que ya no queréis mi colaboración? —preguntó el muchacho, visiblemente dolido.

—¿Quién ha dicho eso?

—Es evidente que ahora lo preferís a él.

—¡Qué curioso! Fray Antonio también se mostró muy celoso la primera vez que le hablé de ti.

—¿Es eso verdad? —inquirió, incrédulo.

—¿Por qué habría de mentirte?

—¿Para consolarme, tal vez?

—Pero si tú no tienes motivo de queja. Ven, anda, acompáñame un momento al Colegio de San Bartolomé, que quiero darte algo.

—¡¿A mí?! ¡¿Por qué?! —preguntó Lázaro, desconfiado.

—Por nada. Hace tiempo que quiero dártelo.

Cuando llegaron a la celda, Rojas abrió una de las arcas que tenía cerca de la cama. Dentro había varios libros, papeles y algunas ropas, entre ellas las propias de todo estudiante.

—Toma. Éstas son las prendas que me dieron cuando vine a estudiar a Salamanca.

—¡¿De verdad son para mí?! —preguntó el muchacho, sorprendido.

—Pues claro —confirmó Rojas—. A mí ya no me sirven, ¿no te parece? Supongo que a ti te vendrán bien. En aquel entonces, yo tendría más o menos la misma edad que tú.

—¿Os importa que me las pruebe?

—Desde este momento son tuyas; así que haz lo que quieras con ellas. Lo único que te pido, eso sí —le advirtió—, es que no las utilices para hacer travesuras o cosas peores.

—Eso no hace falta que me lo pidáis —protestó el muchacho.

Lázaro a duras penas podía disimular la emoción. Estaba tan conmovido por el gesto de Rojas que no era capaz de ponerse bien la loba.

—Déjame que te ayude —se apiadó Rojas.

Cuando terminó de ajustársela, le colocó encima el manteo y, sobre la cabeza, el bonete de cuatro picos.

—¡Vestido así pareces otro! —comentó entonces Rojas—. Te sienta de maravilla.

—Pues yo me siento un poco raro —se atrevió a decir Lázaro.

—Suele suceder al principio, hasta que uno se acostumbra.

—No sé si yo podría…

—Naturalmente que sí —insistió Rojas—. No vas a dejar de ir al Estudio por un quítame allá esas ropas.

—De todas formas, os prometo que lo intentaré; no me gustaría defraudaros, después de lo que estáis haciendo por mí.

—No hago nada que no te merezcas, créeme. Y ahora quítate esas ropas y llévalas al mesón.

—¿Y qué le digo a mi madre?

—Pues la verdad: que te las he regalado yo.

—¿Y si ella no quiere que estudie?

—Por eso no debes preocuparte. Ya hablaré yo con tu madre cuando termine todo esto; seguro que la convenzo. Mientras tanto, te ruego que te mantengas totalmente al margen de las pesquisas, que no hables con extraños y que salgas lo menos posible del mesón. ¿Me has entendido?

—Os he entendido —balbuceó el muchacho—, pero no comprendo las razones de…

—Créeme —lo interrumpió—; lo hago únicamente para protegerte. Estar conmigo resulta muy peligroso en estos momentos.

Nada más dejar al muchacho, se apoderó de él una intensa sensación de congoja. Y, conforme pasaba el tiempo, crecía su desasosiego. Por otra parte, tenía la impresión de que alguien lo seguía. Así que apretó el paso para intentar desorientarlo. Cuando por fin lo consiguió, tras atravesar la iglesia de San Isidro y salir por una puerta medio escondida que había en la sacristía, se dirigió al convento de San Francisco. Al menos allí estaría seguro y trataría de completar su trabajo. Una vez terminado, podría trazar con calma su estrategia para detener al autor de los crímenes sin que nadie se le adelantara y sin poner en peligro ninguna vida.

Pero las cosas no sucedieron como había pensado. Estaba ya el convento a la vista cuando se dio cuenta de que algo grave había ocurrido. Para empezar, el aire olía a quemado y, del cielo, caía una especie de nieve negra en forma de pavesas. Y al llegar a la entrada, observó que había una agitación inusual.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó a uno de los hermanos que estaban en la puerta dando órdenes.

—Se trata de un incendio en la biblioteca —le informó éste.

—¡¿En la biblioteca?! ¿Y le ha ocurrido algo a fray Germán?

—No lo sabemos —contestó el fraile—; aún estamos intentando apagarlo. Y nos vendrían bien dos manos más.

—Contad con ello.

—¿Sabéis por dónde se va?

—He estado aquí muchas veces.

Cuando llegó a las escaleras que conducían a la biblioteca, se encontró con una hilera de frailes y criados que partía del claustro donde estaban los aljibes y llegaba hasta la primera planta del convento. De mano en mano, se iban pasando los cubos de agua, que luego volvían para ser llenados de nuevo. Rojas subió de tres en tres los escalones, procurando no entorpecer el ir y venir de los baldes. Arriba, la situación era algo más caótica, a causa del humo y las llamas que aún quedaban por extinguir y que amenazaban con extenderse a otras dependencias del convento. Cuando llegaba un cubo arriba, el último de la fila lo recogía, entraba en la biblioteca y arrojaba el agua a las llamas. Después, volvía y se incorporaba de nuevo a los primeros puestos de la hilera, hasta que venían otros hombres, más frescos, a relevarlos para evitar que el calor los sofocara.

Unas dos horas después de su llegada, lograron dominar el fuego de la biblioteca. Para entonces, eso sí, ya no quedaba ni rastro de los libros ni de los muebles que había contenido. Por suerte, entre los restos no se halló ningún cadáver.

—¿Sabéis dónde se encuentra fray Germán? —preguntó Rojas.

—Yo mismo lo vi entrar en la biblioteca, cuando el fuego ya había empezado, y salir con algunos papeles y códices entre los brazos. Luego, no he vuelto a verlo. Así que me imagino que habrá ido a ponerlos a salvo.

—¿Habéis mirado en la celda donde guarda sus libros y papeles?

—¿Y qué iba a hacer en ella en medio de un incendio? Como ya os he dicho, él fue uno de los primeros en enterarse del fuego.

—Así y todo, me gustaría comprobarlo.

La celda estaba en un recodo del pasillo, en una zona a la que apenas habían tocado las llamas. Cuando llegaron a la puerta, a Rojas le extrañó que el cerrojo estuviera echado por fuera.

—Lo del cerrojo fue idea del prior —le explicó el fraile—, para impedir que abandonemos nuestra celda por la noche. Pero casi nunca se usa. No sé por qué estará cerrado. En todo caso, es una prueba de que no hay nadie dentro.

—¿Os importa que abra? —preguntó Rojas, empuñando el pomo, tras haber descorrido el cerrojo.

—Si así os quedáis más tranquilo…

Fray Germán estaba tirado en el suelo, al otro lado de la puerta. Rojas se puso de rodillas junto a él y comprobó que estaba muerto. Aparentemente, no presentaba ninguna herida ni quemadura, por lo que lo más probable era que hubiera fallecido a causa del humo que había entrado por las rendijas. En la parte trasera de la puerta, se veían algunas marcas que indicaban que el fraile había intentado abrirla por la fuerza. Tras registrar concienzudamente la celda, Rojas verificó que en su interior no había ningún rastro de los códices y papeles que, con tanto esfuerzo, su amigo había salvado del fuego de la biblioteca.