Capítulo 18

Cuando Rojas llegó al Colegio, ya hacía rato que había amanecido, aunque en ese momento esto era mucho decir, pues el cielo estaba tan negro y encapotado que el día apenas se distinguía de la noche. De hecho, sólo la nieve recién caída en esos días contrastaba un poco con la oscuridad reinante. Justo en la entrada, se cruzó con el maestrescuela, que venía con el semblante preocupado.

—Gracias a Dios que os encuentro —exclamó al ver a Rojas—. Pero ¿dónde os habíais metido? ¿No vendréis de algún garito o taberna?

—Lamento defraudaros —contestó Rojas con ironía—, pero he estado toda la noche en el convento de San Francisco, donde he hecho importantes averiguaciones sobre el caso. Es más, todo parece indicar que estoy muy cerca de resolverlo. Tan sólo me falta atar algunos cabos.

—¿Ah, sí? Me alegra mucho oír eso.

—En cuanto todo esté listo, hablaré con vos.

—¿Y no podéis adelantarme nada?

—Como me temía, se trata de una venganza relacionada con la guerra de los bandos, de eso no hay ninguna duda. Lo que no sé aún es quién se encuentra detrás de los crímenes. Pero ahora ya sé dónde debo buscar.

—¿Y cómo habéis llegado a esa conclusión?

—La clave está en el archivo de los Linajes; mi amigo fray Germán me está ayudando mucho en ello.

—Os felicito. Estáis haciendo un gran trabajo.

—Por cierto, ¿para qué me buscabais?

—¡Con la sorpresa casi se me había olvidado! —exclamó el maestrescuela—. Lo que voy a deciros —prosiguió, en voz baja— no debe saberlo nadie. Su Alteza la reina doña Isabel se encuentra en Salamanca y desea veros.

—¡¿A mí?!

—Sí, a vos.

—¿Por qué motivo?

—No me lo ha dicho, pero seguramente quiere mostraros su preocupación por los crímenes que estáis investigando. No lo sé muy bien.

—¿Y por qué no habla mejor con vos?

—Porque ya lo hizo hace un rato, y ahora es con vos con quien quiere conversar.

—¿Y cuándo y dónde se supone que ha de tener lugar el encuentro?

—Ahora mismo, lo antes posible, en el convento de las Dueñas. Pero recordad que nadie, salvo algunas monjas y yo, sabe que la Reina está aquí. Así que andad con cuidado.

El convento de las monjas dominicas de Nuestra Señora de la Consolación estaba muy próximo al de los dominicos de San Esteban, demasiado cerca, en opinión de algunos, tanto que, con relativa frecuencia, se oían rumores de algún escándalo. Cuando Rojas llegó al convento, lo mandaron pasar al locutorio. La Reina, por su parte, no se hizo esperar. Era de mediana estatura, con la tez muy blanca y el cabello rubio; los ojos entre verdes y azules, según la luz que los iluminara, y la mirada risueña, en marcado contraste con sus profundas ojeras. Su rostro era redondo y mofletudo, con algo de papada, y los labios, carnosos; su andar, más bien sereno, y sus modales, sumamente corteses, si bien tenía fama de mujer dura y rigurosa. Parecía cansada, como si acabara de llegar de un largo viaje, pero procuraba que no se le notara. Rojas había oído decir que era capaz de recorrer más de quince leguas de una sola cabalgada, si la ocasión lo requería. ¿Habría sido éste el caso?

Después de los saludos protocolarios, la Reina lo cogió del brazo y lo invitó a pasear por el pequeño claustro del convento, desierto y silencioso a esa hora.

—Estoy en deuda con vos —dijo de repente—, no creáis que lo he olvidado.

—¡¿Conmigo?! —exclamó Rojas, extrañado—. Más bien soy yo el que lo está con Vuestra Alteza, pues no fui capaz de preservar la vida del Príncipe, como era mi obligación.

—Eso no estaba en vuestra mano, y vos lo sabéis —lo tranquilizó la Reina—. Sin embargo, conseguisteis dar con los que lo mataron, y lo hicisteis con la debida discreción y poniendo en riesgo vuestra vida. Ahora que ya ha terminado el tiempo de duelo, que no el dolor que siento como madre, pues ése me acompañará siempre, estoy en disposición de reconocerlo. Podéis pedirme lo que queráis.

—Vuestra Alteza no tiene que otorgarme nada. Ya fui recompensado como debía.

—Así y todo… Os lo ruego.

—Está bien. Ya que insiste Vuestra Alteza, me atreveré a solicitar un pequeño favor, aunque no para mí —aclaró—. Hay una doncella de catorce años, doña Luisa de Medrano, hija de don Diego López de Medrano y doña Magdalena Bravo de Lagunas, a quienes habéis honrado con vuestra protección, que tiene gran deseo de seguir los pasos de doña Beatriz Galindo, a la que venera por sus muchos conocimientos y acreditada sabiduría. Ruego, pues, a Vuestra Alteza haga lo posible para que pueda estudiar en la corte, donde ya se encuentran su madre y una hermana.

—¿Eso es todo? —le preguntó la Reina, sorprendida.

—Y aún me pesa, pues temo que con ello pueda causarle a Vuestra Alteza o a doña Beatriz alguna molestia.

—¿Y no queréis nada para vos?

—Sepa Vuestra Alteza que, en este momento, a mí me basta con poder hacer feliz a doña Luisa.

—¿No estaréis enamorado de ella? —preguntó la Reina, con fingido enojo.

—Desde luego, debo confesaros que es tan hermosa como inteligente. Sin embargo, no es ése el caso. Sabed que yo apenas la conozco, pero, por lo que he visto y oído, ya ha dado pruebas más que suficientes de su gran inteligencia y sabiduría, así como de sus muchos conocimientos de latín, que ha adquirido gracias a los desvelos de uno de sus parientes y, sobre todo, a su inquebrantable voluntad…

—No hace falta que sigáis —lo interrumpió la Reina—. Conozco muy bien a sus padres y me fío totalmente de lo que decís. La invitaré a la corte para que pueda estudiar con doña Beatriz y los otros maestros que allí enseñan. Me alegra mucho saber que, en este aspecto, las damas que me rodean son un modelo para algunas doncellas de la nobleza castellana.

—¿No habéis pensado, por cierto, crear una academia en Salamanca para las doncellas de noble linaje como la que fundó en Valladolid Pedro Mártir de Anglería para los varones?

—Seguramente, sabréis que soy una decidida partidaria de la educación de las mujeres de la nobleza y que, por mi parte, he hecho todo lo que está en mi mano para que así sea, como instruir a mis expensas a un gran número de doncellas. Pero no puedo cambiar las viejas costumbres de la noche a la mañana. En estos casos, la política nos aconseja ser cautos e ir poco a poco. Tened en cuenta que, hasta no hace mucho, ni siquiera los hijos varones de los nobles recibían la más mínima educación, y lo llevaban a gala.

—No obstante, Vuestra Alteza…

—Me temo, estimado Rojas, que ya habéis agotado vuestro cupo de peticiones por hoy. Tiempo habrá, sin duda, de que volvamos a hablar de este asunto, si es que tanto os interesa y no es tan sólo una preocupación pasajera, motivada por cierta persona.

Rojas había oído decir que la Reina era dura en las negociaciones y que nunca se mostraba dispuesta a dar su brazo a torcer. Pero él no tenía intención de rendirse fácilmente; así que decidió cambiar de estrategia.

—¿Sabéis que hay doncellas capaces de poner en peligro su honestidad y la honra de su familia e incluso su vida por asistir, disfrazadas de varón, a las clases del Estudio?

—¿Os referís a la muchacha que ha sido hallada muerta en una de las aulas de las Escuelas Mayores?

—Ya veo que Vuestra Alteza está muy enterada.

—Soy la Reina y, como tal, tengo la obligación de estar informada de todo lo que ocurre en mis dominios. Saber es poder, no lo olvidéis. Y también me he enterado de que vos sois el encargado de hacer las pesquisas. ¿No habréis creído que he venido a Salamanca sólo para agradeceros lo que hicisteis en su día? Y os recuerdo que, cuando murió el Príncipe, me juré a mí misma no volver a poner los pies en esta ciudad.

—Ya le dije a Vuestra Alteza que no había nada que agradecer. En cuanto a mi oficio de pesquisidor, sin duda Vuestra Alteza sabrá que fue deseo del maestrescuela…

—La verdad es que no me gusta nada este maestrescuela —lo interrumpió—, demasiado sinuoso para mi gusto. Pero estoy segura de que ha sido la mejor decisión que podía tomar.

—La confianza de Vuestra Alteza me halaga.

—Dejaos de cumplidos y decidme qué es lo que habéis averiguado hasta la fecha.

—Aún es pronto para asegurarlo, pero todo parece indicar que estos crímenes tienen que ver con el viejo conflicto de los bandos.

—¡¿Otra vez esos dichosos bandos?! —exclamó la Reina—. Creía que ese asunto estaba ya definitivamente zanjado.

—Lo más seguro es que se trate sólo de una venganza llevada a cabo por alguna de las familias que se sintieron maltratadas por el primer acuerdo de paz.

—Pero si de eso hace ya una eternidad —exclamó la Reina con gesto de cansancio.

—Se ve que algunos no olvidan fácilmente —explicó Rojas.

—Espero, en cualquier caso, que resolváis este asunto lo antes posible y de la manera más eficaz. No me gustaría tener que vérmelas de nuevo con esos malditos bandos. Nos dio mucho más trabajo pacificarlos que conquistar el reino de Granada. De hecho, preferiría tener que combatir, a brazo partido, en el campo de batalla que tratar de imponer la concordia entre caballeros cristianos acostumbrados a odiarse y a obrar a su antojo.

—Tal vez si Vuestra Alteza me hablara de las circunstancias que rodearon el primer ajuste de paz, yo podría llegar a entender mejor lo que pasa ahora.

—Han sucedido tantas cosas, desde entonces —suspiró—, que no sé si me voy a acordar con exactitud. Sabed que, una vez ganada esta ciudad para nuestra causa, nuestro primer objetivo fue intentar pacificar a los bandos que la tenían dividida y desgarrada y que, a la larga, podían constituir un serio obstáculo para nuestro proyecto de unidad. Con este fin, mandamos hacer algunas pesquisas, que enseguida nos mostraron que nos enfrentábamos a una situación muy complicada. Por una parte, queríamos premiar y mantener contentos a los que nos habían apoyado en nuestra guerra contra los partidarios de doña Juana y el rey de Portugal, que, como bien sabéis, fueron los caballeros de San Benito, cuya ayuda fue fundamental en la batalla de Toro. Por otra, necesitábamos someter, de una vez por todas, a los caballeros del bando de Santo Tomé y obligarlos a firmar la paz con los de San Benito, pero sin destruirlos ni acabar con algunos de sus privilegios, pues sabíamos que, a la larga, eso podría acarrearnos problemas; de ahí que enseguida levantáramos el destierro que pesaba sobre varias mujeres de importantes linajes que habían apoyado la causa contraria. Pero pronto nos dimos cuenta de que ambos deseos eran incompatibles, ya que los de San Benito lo querían todo para ellos y no se privaban de mostrar su rencor contra los de Santo Tomé a la menor ocasión. Así que tratamos, por todos los medios, de buscar alguna solución de compromiso.

»Para ello, nos servimos de la persona que más se había distinguido por intentar conciliar a los dos bandos y que más prestigio tenía dentro de la ciudad, que no era otra que fray Juan de Sahagún. Fue él el encargado de tranquilizar los ánimos y de intentar convencer a las dos parcialidades de que lo más sensato para ellos era reunirse y firmar el acuerdo de paz. Pero la desconfianza de unos y la testarudez de otros dieron al traste con el plan. Y, al final, fueron muy pocos los que lo firmaron, y la mayoría, del bando de San Benito. No obstante, logramos presentarlo como un milagro de fray Juan de Sahagún que venía a avalar nuestra política de pacificación. Y lo cierto es que muchos terminaron por creérselo.

»Pero el espejismo duró muy poco, pues enseguida surgieron los problemas. De hecho, a los pocos meses, a comienzos de 1477, mataron a don Alfonso de Solís, que, de forma deliberada y contra nuestra voluntad, había sido excluido del pacto. Al parecer, había muerto a manos de don Gonzalo Maldonado, perteneciente al bando de San Benito, si bien su nombre no figuraba entre los firmantes del acuerdo. Pero esto no se pudo demostrar, entre otras cosas porque el crimen no fue denunciado por la familia hasta dos años y medio después de haberse cometido. Según el denunciante, que, si no recuerdo mal, era sobrino de la víctima, este retraso se debía a que ningún pariente o allegado de don Alfonso de Solís podía presentarse en Salamanca sin que su vida corriera grave peligro, y a que no confiaban en una justicia que, en su opinión, estaba en manos de sus enemigos. Así que habían decidido esperar a que nosotros visitáramos la ciudad para hacer efectiva la acusación. Con esto, los Solís no sólo pretendían que se les hiciera justicia por la muerte de don Alfonso, sino también que se les reconocieran sus derechos y se les permitiera volver a Salamanca con las debidas garantías.

»El caso es que, una vez enterados de todas las circunstancias referidas al asunto, resolvimos desestimar la demanda, pues teníamos constancia de la denuncia presentada un año antes por un pariente del supuesto autor del crimen, don Alfonso Maldonado, en la que éste sostenía que había sido atacado por dos caballeros del bando de Santo Tomé, don Fernando de las Varillas y don Diego de Valdés, amigos declarados de los Solís, lo que sin duda había que interpretar como un intento de venganza por la muerte de don Alfonso; de modo que, a nuestro entender, ya no cabía la posibilidad de reclamar justicia. Por otro lado, no estaba clara la participación de don Gonzalo Maldonado en el crimen; de hecho, algunos testigos hablaban, incluso, de una tercera persona. No obstante, les aseguramos que haríamos todo lo que estuviera en nuestra mano para que, con el tiempo, pudieran recuperar algunas de sus tierras y volver a la ciudad, como así ha ocurrido.

—¿Qué sabe Vuestra Alteza de la muerte de fray Juan de Sahagún? —preguntó Rojas de repente.

—¿No pensaréis que tuvo algo que ver con todo esto?

—Hay quien cree que pudo ser envenenado, y que más tarde le cortaron la lengua.

—Pero eso carece de sentido —rechazó la Reina con firmeza—. Si algo quedó fuera de dudas en este asunto, fue la buena voluntad de fray Juan. Todos, hasta los más mezquinos de ambos bandos, le reconocieron sus ímprobos esfuerzos y sacrificios en favor de la paz. Lo que ocurrió fue que la causa aún no estaba madura y hubo que esperar bastantes años para alcanzar la concordia definitiva. Por eso, me preocuparía mucho que estos crímenes pudieran poner en peligro lo que tanto nos costó conquistar. Decidme, ¿creéis que estamos ante un posible rebrote del conflicto?

—No lo sé con certeza, pero al menos hay riesgo de que algunos puedan volver a las andadas.

—Entonces debéis detener lo antes posible al criminal —ordenó la Reina.

—Antes tengo que averiguar quién es. Y eso me temo que no me va a ser cosa fácil.

—Os aseguro que la Santa Hermandad o el Santo Tribunal de la Inquisición no se andarían con tantos remilgos.

—Conozco sus métodos —admitió Rojas— y sé que son efectivos. Lo malo es que, por cada culpable que apresan o ajustician, resultan encarcelados o ejecutados varios inocentes.

—Es el precio que hay que pagar para que se haga justicia. Y tampoco creo que sean del todo inocentes esos que, según vos, son encarcelados o ejecutados injustamente.

—Pero todo el mundo tiene derecho a ser juzgado. Vuestra Alteza convendrá conmigo en que una persona es inocente, mientras no se demuestre lo contrario.

—¡Qué curioso! Yo siempre había pensado que era justamente al revés —replicó la Reina, con algo de sorna—. De todas formas, depende de lo que más convenga en cada caso, ¿no creéis?

—¿De qué sirve entonces estudiar Leyes en la Universidad, si después no las aplicamos o lo hacemos a nuestra conveniencia?

—Entiendo muy bien vuestra postura —concedió—. Pero, sea como fuere, estos crímenes no deben quedar impunes, pues ponen en entredicho el buen nombre de la ciudad y, sobre todo, de la Universidad. Y sabed que es voluntad de los Reyes favorecerla y engrandecerla en el futuro, ya que le hemos encomendado una importante misión.

—Comprendo —reconoció Rojas—. Los Reyes para la Universidad y la Universidad para los Reyes, ¿no es eso?

—Yo no habría sabido expresarlo mejor —reconoció la Reina, admirada—; de hecho, sería un bonito lema para poner en un medallón, aunque sin duda quedaría mucho mejor en griego o en latín.

Hoi basileis tei enciclopaideiai aute tois basileusi —tradujo Rojas de inmediato.

—En verdad, sois una persona sorprendente —reconoció la Reina—. Y lo que yo necesito en este momento es gente como vos: un valioso hombre de letras que, cuando es preciso, se convierte en un hombre de acción. ¿Por qué no os venís a la corte conmigo? Podríais llegar muy alto si os lo propusierais.

—Sinceramente —repuso Rojas—, no creo que sirva para eso.

—No os mostréis tan humilde —le aconsejó la Reina—. Valéis mucho más de lo que os imagináis o de lo que queréis dar a entender.

—Por otra parte, no sé si Vuestra Alteza tiene noticia…

—Ya imagino lo que vais a decirme ahora.

—¿Sabe acaso Vuestra Alteza…?

—¿Que sois converso? Naturalmente que sí. Ya os he dicho que estoy muy bien informada. Pero os equivocáis totalmente si creéis que eso me importa. Lo único que, como Reina, me interesa es estar rodeada de los mejores, de los más capaces, ya sean judíos o cristianos, nuevos o viejos, mujeres u hombres, castellanos o genoveses.

—Desde luego, me siento muy halagado con la proposición…

—En todo caso —lo interrumpió—, no tenéis que decidirlo hoy. Pensadlo con tranquilidad, una vez que terminéis vuestras pesquisas. Mi deseo es que, si aceptáis, lo hagáis totalmente convencido. Yo no quiero tener a mi lado a nadie contra su voluntad.

—Así lo haré. Ahora, siento que tengo el corazón dividido. Por un lado, me tientan la acción y la vida pública, os lo confieso; por otro, la vida tranquila y descansada del hombre de letras, que es lo que siempre he deseado.

—¿Sabéis qué es lo que más me complacería a mí en este momento? Quedarme en este claustro para siempre, olvidada de todos y sin acordarme de lo que sucede ahí fuera. Pero, por suerte o por desgracia, no puedo permitirme ese lujo, pues la conciencia y el corazón me dicen que hay que seguir batallando hasta el final. Ser rey no admite tregua; cuando, por fin, logras que un frente se cierre, ves que otros muchos se abren a cada lado y te obligan a seguir en la brecha.

—Me imagino lo duro que tiene que ser —comentó Rojas.

—Pero alguien tiene que hacerlo, ¿no creéis? Y a mí no se me da mal del todo —añadió con orgullo.

—Vuestra Alteza nació, sin duda, para ello. ¡Lo que daría yo por tener una parte de vuestra fortaleza y de vuestra decisión!

—Yo no sabía que las tenía hasta que llegó el momento de hacerme valer —confesó—. Y ahora tengo que irme; me aguardan en Medina del Campo. Decidle a vuestra protegida, doña Luisa de Medrano, que se vaya preparando para venir a la corte. Yo misma hablaré con su madre para que se encargue de todo. Y añadid que me ha alegrado mucho saber que doña Beatriz Galindo tiene sucesora. En este momento, La Latina tiene otras preocupaciones, como fundar conventos y hospitales, y ya va siendo hora de que alguien tome el relevo.

—Se lo agradezco a Vuestra Alteza de corazón.

—De corazón lo hago yo también. Ha sido un placer conversar con vos. Y una última cosa. No habléis con nadie de todo esto. Recordad siempre que yo no he estado aquí y que, por tanto, este encuentro no ha tenido lugar.

—No sé a qué encuentro se refiere Vuestra Alteza —bromeó Rojas, para indicarle a la Reina que no era necesario insistir.

—Que Dios os guarde entonces.

—Lo mismo le deseo a Vuestra Alteza.