Como de costumbre, Rojas halló a fray Germán en la biblioteca del convento. Pero esta vez no estaba trabajando, sino mirando por la ventana hacia el otro lado del huerto, con el semblante muy preocupado.
—Supongo que ya sabréis lo que ha ocurrido —empezó a decir Rojas.
—Aunque os parezca mentira, los conventos siempre son los primeros en enterarse de las noticias, sobre todo si éstas son malas.
—Quiero que sepáis que, en este caso, me siento culpable. Tal vez si no hubiera venido a verlo…
—¡Tonterías! —exclamó fray Germán—. Si él no os hubiera dicho nada en su momento, vos no habríais venido a interrogarlo. Y me temo que ahora sois vos el que está en peligro.
—Por mí no os preocupéis —lo tranquilizó—. De momento, a los que lo han matado les interesa que siga vivo y haga mi trabajo.
—¿Sabéis una cosa? Ahora que fray Jerónimo ha muerto, le da a uno por pensar: «¿Y si, después de todo, tuviera razón en aquello que decía?». Me imagino que toda esa gente que lo escuchaba y creía en sus palabras andará por ahí, aterrada, sin saber muy bien qué hacer ni qué pensar. Pero supongo que no habréis venido sólo a comunicarme la noticia, ¿no es así?
—No es mi intención perturbaros —se disculpó Rojas—. Pero lo cierto es que, últimamente, todos los caminos conducen a este convento.
—Espero que ni mis hermanos ni yo seamos sospechosos.
—Para un pesquisidor, todos lo son —bromeó—, mientras no se demuestre lo contrario. Pero, en este caso, podéis estar tranquilo. Lo único que necesito para avanzar en este caso es consultar el archivo de los Linajes.
—Supongo que sabréis que, para acceder a él, son necesarias cuatro llaves, y que ninguna de ellas se guarda en el convento.
—En efecto, estoy enterado. No obstante, había pensado que tal vez vos sepáis algo acerca de los documentos que en él se guardan.
—Algo sé —reconoció el fraile.
—¿Queréis decir que los habéis visto?
—No me quedó más remedio. Fue a mí a quien encargaron hacer el inventario.
—¿Y no recordaréis el contenido de algunos de esos documentos? —preguntó Rojas, esperanzado, pues sabía que el fraile tenía buena memoria.
—Eran muchos. Concretamente, ¿a cuáles os referís?
—Me interesan las actas de concordia entre los bandos.
—¡Ahí es nada! —exclamó el fraile—. Precisamente, esos papeles fueron el principal motivo de que el archivo se trasladara a este convento. Aquí se reunieron, además, los componentes de ambos bandos para elegir a los diputados que luego discutieron y redactaron las ordenanzas de la concordia de 1493.
Mientras hablaba, no paraba de retirar muebles de una de las paredes y de cambiar de sitio códigos y legajos, ante la mirada atónita de Rojas.
—¿Y bien? —inquirió éste con impaciencia—. ¿Visteis en ellos alguna cosa que os llamara la atención?
—¿Podríais ayudarme a separar este armario de la pared? —le pidió el fraile, sin molestarse en contestar.
—Ya veo que no me estáis escuchando —se quejó Rojas.
—Querido amigo, todo a su tiempo. Tirad con fuerza de ahí —le ordenó.
Entre los dos lograron mover el armario hasta dejar al descubierto una puerta ciega en el muro. Ésta aparecía enmarcada por dos columnas de piedra muy ricamente adornadas. A media altura de una de ellas, la de la izquierda, el cantero se había entretenido en labrar una curiosa figura.
—¿Sabéis lo que es esto? —preguntó el fraile señalando hacia allí.
—La rana sobre la calavera simboliza el pecado de la lujuria —respondió Rojas de corrido, como si fuera un alumno aplicado delante de su maestro.
—En realidad, es una broma de cantero, y no se trata de una rana, sino de un sapo —corrigió el fraile con una sonrisa irónica.
—¿Y eso qué tiene que ver con lo que os he preguntado antes?
—Si fuerais más observador, habríais visto que también es la llave que nos permitirá abrir la puerta hacia lo desconocido.
Dicho esto, introdujo los dedos índice y corazón de su mano izquierda en las cuencas de los ojos de la calavera, y presionó con todas sus fuerzas, mientras empujaba con la palma de la otra la pared que cerraba el vano, hasta que se oyó el ruido de un engranaje y la puerta ciega comenzó a ceder. Al fondo, se podía ver el arranque de una escalera de caracol que conducía al piso de abajo.
—Vamos, ¿a qué esperáis? —lo apremió el fraile—. Coged ese hachón y seguidme.
Una vez repuesto de la sorpresa, Rojas hizo lo que fray Germán le había ordenado y empezó a descender. Cuando llegaron al final, volvieron a encontrarse con un vano tapiado y una pequeña calavera, esta vez en la parte derecha. El fraile repitió la operación, con el mismo resultado. La puerta daba directamente a una pequeña cámara en cuyo centro había una gran arca de hierro con varias bocallaves y las cantoneras reforzadas, muy parecida al arca boba en la que se guardaban los dineros de la Universidad.
—He aquí el sancta sanctorum —anunció el fraile.
—¡Pues estamos en las mismas! —exclamó Rojas—. Ya habéis visto que tiene cuatro cerraduras.
—Eso no es ningún problema —proclamó el fraile—. También tiene dos tapas: una a prueba de ladrones y otra de seguridad, por si se extraviara alguna de las llaves.
—¿Y vos sabéis dónde se encuentra y cómo se abre?
—Naturalmente. ¿Veis esa chapa de ahí? —se refería a uno de los refuerzos de la tapa—. Para abrirla, hay que poner la punta de los dedos sobre las cabezas de esos cinco clavos dispuestos en círculo, y apretar con fuerza. ¿Veis qué fácil?
Una vez ejecutada la maniobra, la tapa de seguridad saltó hacia arriba, como si hubiera sido impulsada por un resorte.
—Es sencillo e ingenioso a la vez, ¿no os parece? —prosiguió fray Germán.
—No sé si atreverme a preguntaros cómo es que sabéis todas estas cosas —comentó Rojas, admirado por lo que había visto.
—Es mejor que no lo hagáis —le aconsejó fray Germán—; preferiría no tener que mentiros.
Rojas acercó entonces el hachón para echar un vistazo dentro del arca. En efecto, estaba llena de legajos. Sin perder un instante, el fraile se puso a rebuscar con cuidado en su interior.
—¡Aquí están! —exclamó al fin, agitando unos papeles que había sacado de la caja.
—¿Estáis seguro? —preguntó Rojas, incrédulo.
—No es la primera vez que los veo.
Después, sacó un cartapacio del fondo del arca.
—¿Y eso?
—Es una especie de libro de registro —le explicó a Rojas—. Tal vez pueda sernos de alguna ayuda. Ahora es mejor que subamos, no siendo que arriba nos echen en falta.
Cuando regresaron a la biblioteca, volvieron a colocar las cosas como estaban y se pusieron a examinar los papeles que se habían llevado del arca. Después de ordenarlos un poco, fray Germán le pasó a Rojas varios documentos. El primero se componía de cuatro folios. Según constaba en el margen de uno de ellos, se trataba del Ajustamiento de paz entre los caballeros de los bandos de San Benito y Santo Tomé. Estaba fechado el 30 de septiembre de 1476 y comenzaba así:
Lo que está asentado, otorgado y prometido entre los caballeros, escuderos y otras personas de los bandos de San Benito y Santo Tomé de la ciudad de Salamanca, que aquí firmamos con nuestros nombres para guardar el servicio a Dios y a los Reyes, Nuestros Señores, es lo siguiente…
—Permitidme —le rogó el fraile— que os ahorre la lectura de un texto que os puede resultar demasiado farragoso. Lo que viene a decir, de forma resumida, es que los firmantes se comprometían a prestar servicio a los Reyes e ir contra quienes no lo hicieran; a oponerse a quienes ayudaran a los desterrados y a quienes fueran contra el pacto; a no causar otros enfrentamientos y a establecer el bien de la ciudad como fin primordial; y, por supuesto, a guardar la honra, el bien, la hacienda y las personas de todos los firmantes, que son éstos —añadió, señalando las rúbricas que se amontonaban al final del escrito y en la página siguiente.
La mayoría de los nombres se leía con facilidad, pero algunas firmas eran tan enrevesadas que no era fácil separarlas de las que había alrededor.
—¿Cuántos son en total? —preguntó Rojas.
—Según parece, el acuerdo lo firmaron veintiséis caballeros salmantinos.
—Son muy pocos, ¿no es cierto?
—Así es —confirmó—. Tened en cuenta que en aquel tiempo —añadió tras consultar el registro— había un total de doscientos setenta y dos salmantinos matriculados como caballeros y miembros de los linajes; de ellos, ciento treinta y dos pertenecían al bando de San Benito y ciento cuarenta, al de Santo Tomé.
—Esto quiere decir —concluyó Rojas— que apenas lo firmó una décima parte del total.
—Y de ellos, como podéis ver —continuó el fraile—, al menos dieciocho pertenecían al bando de San Benito, entre cuyos miembros abundaban, además, los de ciertas familias, como los Maldonado, con siete firmantes. El otro bando, sin embargo, está muy poco representado.
—¿Tenéis la bondad de indicarme quiénes son en concreto los de Santo Tomé?
—Con absoluta certeza, serían estos cinco.
Fray Germán fue señalando sobre el papel las firmas de los cinco tomesinos.
—¡Un momento! —exclamó Rojas, de repente—. ¿Podéis aclararme qué pone ahí?
—Diego de Madrigal —leyó el fraile—. ¿Lo conocéis?
—Así se llamaba la primera de las víctimas.
—Entonces es muy posible que éste sea su padre —conjeturó fray Germán.
—¿Sabéis algo de él?
El fraile cogió de nuevo el cartapacio y comenzó a mirar si había algún dato sobre su linaje en el registro.
—Su familia, al parecer, no era muy relevante dentro del bando de Santo Tomé —informó a Rojas—. Aquí tan sólo dice que don Diego fue receptor de un seguro o amparo real en 1494.
—¿Por qué motivo?
—No lo explica. Pero se supone que porque temía algo. Tal vez se sintiera perseguido o amenazado por otro linaje.
—¿Sabéis si su nombre figura en la concordia de 1493?
—Vos mismo podéis comprobarlo en el otro documento que os pasé.
Éste constaba de diez hojas en cuarto y estaba fechado el 30 de noviembre de 1493. A simple vista, Rojas constató que el número de firmantes era muy superior.
—En este caso, son cuarenta y dos —le informó el fraile, que parecía haber leído sus pensamientos—. Y la representación de los dos bandos está aquí más equilibrada. Miremos a ver si figura don Diego de Madrigal.
Codo con codo, comenzaron a repasar las firmas con las que concluía el escrito. Entre ellas, se encontraban apellidos muy conocidos, como Maldonado, Anaya y Paz, dentro del bando de San Benito; o Monroy, Almaraz y Tejeda, dentro del de Santo Tomé. Pero no había ningún Madrigal.
—¿A qué creéis vos que es debido? —preguntó Rojas.
—Su ausencia podría explicarse por muy diversas razones. Pero lo más probable —explicó fray Germán— es que por entonces la familia ya no viviera en Salamanca; tal vez por temor a sufrir algún ataque o agresión, como parece indicar el hecho de que al año siguiente don Diego solicitara amparo real.
—Eso explicaría que su hijo estuviera aquí estudiando contra la voluntad de su padre —concluyó Rojas—, aunque ya sabemos que eran más bien los naipes los que lo retenían en la ciudad. Pero sigamos buscando. ¿Habéis observado algún nombre entre los firmantes de esta segunda concordia que os llame la atención?
—Como habréis visto, hay varios Monroy, entre ellos don Gonzalo, nieto de doña María la Brava. Pero, curiosamente, no todos se encuentran en el mismo bando; también figura alguno en el de San Benito. ¿Lo veis?
Rojas asintió, pensativo.
—Asimismo —continuó el fraile—, es significativa la presencia de los Almaraz, ya que aparecían excluidos de forma explícita en la primera concordia.
—¿Qué queréis decir?
—Si os fijáis bien —le explicó—, hacia el final del acuerdo de 1476, hay un punto donde reza:
Ítem, que en todos nuestros capítulos no puedan ser acogidos para firmar en ellos Alfonso de Solís, Alfonso de Almaraz y sus respectivos hijos.
—¿Y eso qué quiere decir? —inquirió Rojas, intrigado.
—Que los linajes de los Solís y los Almaraz, ambos del bando de Santo Tomé, quedaban fuera del acuerdo, lo que tal vez pudiera interpretarse como que se había abierto la veda para atacarlos y acabar con ellos.
—Pero ¿por qué motivo?
—A ciencia cierta, no lo sé. Lo único que puedo deciros es que, unos meses antes de la firma del acuerdo, los Reyes concedieron a don Alfonso de Solís licencia para fundar el mayorazgo de Moncantar, lo que no debió de sentar nada bien a los de San Benito.
—¿Y cómo es que los Reyes consintieron que figurara ese punto en el acuerdo?
—Supongo que los de San Benito lo añadieron sin su consentimiento.
—Se mire por donde se mire, parece evidente que ese primer intento de concordia fue demasiado prematuro.
—En realidad, no fue un acuerdo de paz —apuntó el fraile.
—¿Qué queréis decir?
—Para empezar, en él no se hace ninguna propuesta concreta para solucionar los problemas que habían provocado la guerra de los bandos. Para entender lo que digo, basta con que comparéis el texto de este documento con el de 1493. De entrada, este último es mucho más extenso, ya que requirió varias sesiones, y en él no se excluye a nadie de manera explícita. En cuanto a su contenido, cabe distinguir al menos dos partes. En la primera, se recoge la voluntad común de acabar con las diferencias que existían entre los diversos linajes con respecto a la provisión de oficios o cargos del Concejo, mientras que en la segunda se señalan de manera concreta las irregularidades que solían cometerse en el reparto de éstos y se indican algunas pautas para corregirlas. Por supuesto, esta concordia no terminó totalmente con las anomalías ni con los conflictos, pero al menos sentó las bases para una paz más o menos efectiva y duradera. La anterior, sin embargo, no era más que una especie de tregua, impuesta por uno de los bandos, para dividir al enemigo y acabar más fácilmente con él, aprovechándose de las circunstancias. La prueba es que, a los pocos meses, un miembro de la familia Maldonado mató impunemente a don Alfonso de Solís.
—¿Queréis decir que los de San Benito se sirvieron de este acuerdo de paz para hacerles la guerra a algunas familias del bando contrario?
—En efecto, parece una inversión del célebre aforismo latino: Si vis pacem, para bellum (Si quieres la paz, prepara la guerra). En este caso, sería: Si vis bellum, para pacem (Si quieres la guerra, prepara la paz).
—¿Y qué implicación podría tener en todo esto el arzobispo de Santiago?
—Si os habéis fijado, don Alonso de Fonseca y Acevedo no figura en ninguno de los dos acuerdos, pues no reside oficialmente en Salamanca, sino en Santiago de Compostela, pero resulta evidente su pertenencia al bando de San Benito. Por otra parte, ha sido uno de los máximos beneficiarios de los acuerdos de paz, lo que ha aumentado considerablemente su poder. De hecho, el conflicto que ahora amenaza con volver a ensangrentar la ciudad no es ya la guerra de los partidarios de Santo Tomé contra los de San Benito, sino la que enfrentaría a las dos grandes familias o facciones de este último bando, los Fonseca y los Maldonado.
—¿Y cómo es que, viviendo tan lejos, tiene tanta influencia en la ciudad?
—El hecho de no residir aquí no ha sido nunca un obstáculo para el arzobispo, pues tiene un pequeño ejército de servidores fieles y bien pertrechados, entre los que se encuentran algunos de sus hijos.
—La verdad es que este asunto me parece cada vez más peligroso y enrevesado.
—Ésta es la entraña misma de la ciudad, querido Rojas.
—Una última pregunta. ¿Os dice algo el nombre de Juan Sánchez?
—Así, de pronto, nada.
—¿Y el sobrenombre de El Morugo?
—Me resulta algo familiar, pero no sé por qué.
—Al parecer, podría ser el apodo con el que se conoce al padre de la segunda víctima, la que apareció en la cuadra del mesón del Arco. Y, teniendo en cuenta que el hijo se cambió de nombre y no quería saber nada de él, es muy probable que se hubiera visto envuelto en algo turbio.
—En principio, no parece que se trate de un caballero; tal vez sea un escudero o un criado de confianza —aventuró.
—¿Y no podríais averiguar de quién?
—Podría intentarlo, pero necesito tiempo. Y ya es muy tarde, ¿no creéis?
—Tenéis razón —reconoció Rojas—. No todo puede hacerse de una vez; de todas formas, creo que hemos avanzado bastante. Así que lo mejor es que me vaya.
—Deberíais quedaros a dormir en el convento —le propuso el fraile—. Aquí al lado hay una celda libre, que yo mismo utilizo cuando quiero que no me molesten. Son los privilegios de la edad. Mañana, si lo deseáis, podemos seguir con el trabajo.
—Acepto encantado vuestro ofrecimiento.
—Pues no se hable más —dijo el fraile poniéndose en pie—. A veces, el sueño aclara las ideas y nos ayuda a encontrar soluciones que no hallamos en la vigilia, por más que nos esforcemos.
A esas horas, el convento estaba sumido en un silencio absoluto, en una calma tan densa y profunda que no parecía de este mundo. De ahí que, más que quietud, a Rojas le infundiera una cierta intranquilidad.
—Mirad, ésa es vuestra celda —le indicó fray Germán—. Espero que estéis cómodo.
—Por eso no os preocupéis. Creo que me dormiría hasta en el palo de un gallinero —añadió en tono de chanza.
—Quedad con Dios entonces.
—Hasta mañana. Que descanséis.
La celda en cuestión era muy parecida a la de fray Germán, salvo que ésta se encontraba llena de papeles, códices y libros impresos, como si se tratara de una alacena. De hecho, antes de acostarse, tuvo que retirar los que se habían ido acumulando encima de la cama. Después, no tardó en quedarse dormido.
Rojas se despertó sobresaltado, con la impresión de que algo grave había sucedido. Tras vestirse, salió con cuidado al pasillo y se dirigió a la celda de fray Germán. Cuando llegó a ella, llamó a la puerta; primero, despacio; luego, más recio. Al ver que no contestaba, se atrevió a abrirla y se asomó al interior. Su amigo no estaba en su lecho. Cada vez más preocupado, Rojas fue a ver si se encontraba en la biblioteca. Sin poder evitarlo, empezaba a temerse lo peor. Y, en efecto, allí estaba, derrumbado sobre su escritorio, en medio de un charco de sangre.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡No!
Justo en ese momento, fray Germán comenzó a mover la cabeza, como si estuviera despertándose de un profundo sueño. Rojas, sorprendido, se acercó a él.
—¿Me escucháis? —preguntó—. Soy Fernando. ¿Qué os ha pasado? ¿Estáis bien?
—Me he quedado dormido, y, sin darme cuenta, he debido de derramar este tintero de minium. ¡Menudo desastre! —exclamó, mientras intentaba limpiarse la cara con un trapo.
—¡Gracias a Dios, era sólo eso! —comentó Rojas—. Me habíais asustado de verdad.
—Ah, ya lo entiendo —sonrió el fraile—. Creíais que me habían matado. Lamento mucho haberos preocupado de esa forma.
—Me alegra que todo esto haya quedado en un susto. De todas formas, deberíais andaros con cuidado. Os aconsejo que no recibáis a nadie ni salgáis del convento hasta que yo os lo diga.
—Lo haré, si vos me prometéis no volver a meteros en más complicaciones como ésta.
—Os aseguro que es la última vez que me dejo tentar por el maestrescuela.
—Ahí tenéis, por cierto —le dijo el fraile, alargándole un papel—, la información que os faltaba. Espero que con esto podáis resolver ya el enigma.
—No debíais haberos quedado toda la noche.
—¿Y por qué no? Yo aquí puedo acostarme y levantarme cuando quiero. Y, si estoy ocupado en un asunto urgente, estoy eximido de asistir a las oraciones y a los oficios religiosos. Tengo bula otorgada por el prior para ello.
—Ya veo que vuestro superior os trata muy bien.
—Por la cuenta que le tiene —aclaró el fraile—. Él sabe de sobra que es prior porque yo decidí declinar el ofrecimiento del cargo. Así que siempre procura tenerme contento.
—De todas formas, tenéis que acostaros un rato.
—Naturalmente —aceptó el fraile—. Pero ¿no vais a ver lo que dice el papel?
—Sí, claro, pensaba hacerlo ahora.
Tras leerlo, miró al fraile y le preguntó:
—¿De modo que Juan Sánchez el Morugo era el criado de confianza de don Alfonso de Solís?
—Al menos, eso es lo que pone en una nota del libro de registro.