Capítulo 16

Tras hablar con fray Antonio, Rojas se dejó caer por la taberna de Gonzalo Flores. Entró en el establecimiento con disimulo, procurando que nadie lo viera. Encontró a su amigo charlando con varios clientes, a los que, una vez terminada la reunión, mandó salir por la puerta de atrás, la que daba a un callejón que comunicaba directamente con la calle de San Julián.

—Querido Rojas, os veo un tanto desmejorado. ¿Qué os ha ocurrido? —le preguntó su amigo.

—Me tropecé con quien no debía.

—¿Y cómo va vuestro caso?

—Os confieso que últimamente se ha complicado bastante.

—Ya he oído que ha habido nuevos crímenes.

—Pues todos, sin excepción, han venido a parar a mí. Y lo peor es que ahora la cosa apunta al viejo enfrentamiento entre los dos bandos nobiliarios.

—¡No es posible! Yo creía que eso ya era agua pasada. No digo que no siga habiendo pleitos y querellas, incluso alguna algarada de vez en cuando, pero hace tiempo que no hay derramamientos de sangre por esa causa.

—No se trata de que los bandos hayan vuelto a las andadas —aclaró Rojas—; estoy pensando más bien en una venganza por cosas del pasado.

—¿Por qué motivo?

—Lo ignoro.

—¿Entonces?

—Veréis. Una de las víctimas era una criada de la familia Monroy, si bien todo parece indicar que el verdadero objetivo era la señora, una de las nietas de doña María la Brava.

—¡¿De verdad?! No puedo creerlo.

—Se trata de doña Aldonza Rodríguez de Monroy. Ella misma me lo contó.

—¿Y las otras víctimas?

—La última es un hijo del arzobispo de Santiago.

—Acabáramos. Ahora sí que el asunto se pone feo.

—¿Por qué lo decís? —preguntó Rojas, como si no supiera nada.

—Porque su padre no va a descansar hasta dar con el que lo haya matado. Y, una vez que lo encuentre, lo desollará vivo para que sirva de escarmiento, y lo mismo hará con cualquiera que se interponga en su camino. Estáis avisado.

—No sois el primero que me lo dice.

—Pues ya sabéis…

—Por otra parte —lo interrumpió—, está el caso de fray Juan de Sahagún.

—¿Os referís a aquel predicador que tenía fama de santo? —preguntó Alonso Juanes, con cara de sorpresa—. ¿El del milagro del Pozo Amarillo?

—Eso parece. Mi amigo fray Antonio —explicó Rojas— está convencido de que lo mataron a causa del acuerdo de paz entre los bandos, y piensa también que su muerte tiene algo que ver con estas de ahora.

—¿Queréis decir que fray Juan sería la quinta víctima, la que cierra la serie?

—En realidad, sería la primera —corrigió Rojas.

—Tenéis razón. En cualquier caso —confesó—, no acabo de verlo claro.

—Sea como fuere, mi obligación es investigarlo.

—¿Sabéis algo de las otras dos víctimas? —preguntó el abogado.

—Aún no he podido averiguar si sus familias han tenido algo que ver con los bandos.

—De todas formas, aquí hay algo que no cuadra.

—¿A qué os referís?

—A que los Monroy pertenecen al bando de Santo Tomé, mientras que los Fonseca militan en el de San Benito.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que no parece razonable que quien quiso matar a la nieta de doña María la Brava y acabó con el hijo del arzobispo de Santiago sea la misma persona. Por no hablar ahora —añadió— del tiempo transcurrido entre la muerte de fray Juan y las presentes.

—Entiendo lo que decís, pero es posible que haya alguna explicación para todo eso. De momento, se trata sólo de una hipótesis, y, para comprobarla, necesito consultar el documento del acuerdo de paz entre los bandos de San Benito y Santo Tomé.

—¿Cuál de ellos? —preguntó su amigo.

—En principio, el de 1476. Pero tal vez convenga echarle un vistazo también al otro.

—Mucho me temo que eso no va a ser posible —comentó Alonso Juanes.

—¿Por qué? —preguntó Rojas, perplejo.

—Porque el acceso al archivo de los Linajes, que es donde se guardan, está muy restringido.

—¿Dónde se encuentra exactamente?

—Bajo el amparo del convento de San Francisco. Según parece —explicó—, nadie confiaba en que fuera a estar seguro en la Casa del Concejo. Así que buscaron un lugar más o menos neutral y, por así decirlo, inviolable, dado su carácter sagrado.

—En ese caso, no va a haber ningún problema, pues soy amigo de fray Germán de Benavente.

—Os equivocáis —rechazó el abogado—. Para abrir el archivo, hacen falta cuatro llaves: una la tiene el corregidor; otra, el escribano secretario; y las restantes, dos caballeros regidores, uno de cada bando. De tal modo que nadie puede acceder a los documentos del archivo si no está convenientemente autorizado por todas las partes en litigio.

—¿Y qué tarea les compete en esto a los franciscanos?

—Ellos se limitan a custodiarlo. No obstante, cabe la posibilidad de que, antes de efectuar el depósito, se hiciera algún inventario de los documentos, con lo que algún fraile podría estar enterado de su contenido.

—Seguro que fray Germán sabe algo. Voy a pasarme por allí.

—Andad con cuidado —le aconsejó su amigo—. Remover en los asuntos de los bandos puede ser muy peligroso.

—Tendré muy en cuenta la advertencia, y más viniendo de vos, que no soléis arredraros ante nada.

—Creedme, sé muy bien por qué lo digo. Una de las pocas cosas buenas que debemos agradecerles a los Reyes Católicos es haber puesto coto a la nobleza, si bien es cierto que algunos siguen campando por sus fueros.

Tras abandonar el aposento de su amigo por la puerta que daba al callejón, decidió ir al mesón de la Solana para saludar a Lázaro, pero después se lo pensó mejor y se abstuvo de ir a visitarlo. Era posible que la gente del arzobispo lo estuviera vigilando y no quería que lo vieran con el muchacho. Pero la suerte quiso que se cruzara con él en la Rúa de San Martín.

—Os estaba buscando —le comunicó a Rojas—. Algo pasa en las obras del palacio que están construyendo al inicio de la calle y que ahora están paradas a causa de la nieve.

—¿Y no sabes de qué se trata?

—Al parecer, unos niños que estaban jugando a moros y cristianos, en el interior de la obra, han salido asustados, y enseguida ha comenzado a circular todo tipo de rumores en la calle. No sé por qué, he pensado que podía tratarse de algún nuevo crimen.

—Está bien. Voy a echar un vistazo —se limitó a decir Rojas.

¿Y no queréis que os acompañe?

—Es mejor que no vengas —ordenó—, podría ser peligroso.

—Pero si estoy con vos —replicó el muchacho, que no entendía la actitud de su amigo.

—Por eso mismo —sentenció Rojas de forma tajante.

Cuando por fin vio que el muchacho desistía de su empeño, se puso en marcha. El lugar indicado estaba al otro cabo de la calle, por lo que no tardó en ver cómo la gente se arremolinaba en torno a una de las entradas de las obras, sin atreverse a dar un paso más. Rojas intentó averiguar qué había sucedido, pero nadie sabía nada con certeza. Así que procedió a entrar. Después de saltar por encima de unos sillares que estaban a medio labrar y traspasar una puerta hecha de tablas en uno de los muros que aún quedaban por concluir, llegó a lo que parecía ser el patio del futuro palacio. Según le habían contado, lo había mandado construir el doctor Rodrigo Maldonado de Talavera e iba a ser uno de los más grandes y hermosos de la ciudad. Y, a juzgar por las partes que ya estaban terminadas, no les faltaba razón.

Pero no era eso lo que, a buen seguro, había llamado la atención de los niños. Se dio cuenta de ello cuando de pronto descubrió que, en uno de los rincones del patio, había un pequeño andamio y, sobre él, se distinguía una figura que le resultaba familiar. «¿Qué estará haciendo allí arriba?», se preguntó. Sin perder un instante, subió a la parte más alta del armazón por uno de los costados y comprobó que, en efecto, no era otro que fray Jerónimo. Estaba completamente inmóvil, asido a su cayado, con la mirada perdida y la espalda apoyada en una de las columnas del patio. Sólo cuando se acercó a él y lo tocó con cuidado, Rojas pudo darse cuenta de que estaba rígido y frío como una estatua de hielo y de que alguien lo había atado con una cuerda a la columna, para que no se cayera.

Por un momento, dudó si bajarlo del andamio o avisar antes al maestrescuela. En principio, no conocía la causa de su muerte, pero parecía evidente que ésta no había sido natural. Por otro lado, había que tener en cuenta que no se trataba de un estudiante, lo que lo dejaba fuera de su jurisdicción. No obstante, estaba clara su relación con el caso que estaba investigando. Al final, optó por curarse en salud e ir a buscar al maestrescuela.

—Que nadie entre ni toque nada, ¿me habéis oído? —les dijo a los que aguardaban, expectantes, en la entrada—. Voy a buscar a los alguaciles.

Rojas encontró al maestrescuela metido en la cama, a causa de un enfriamiento. Tras pedirle disculpas por tener que molestarlo en esas circunstancias, le contó lo que había descubierto.

—Se trata de una mala noticia —reconoció el maestrescuela—. ¿Habíais logrado veros de nuevo con él?

—Lo intenté esta mañana, pero no quiso recibirme en su refugio. Ni siquiera admitió conocerme. De hecho, tengo la impresión de que lo habían amenazado para que no hablara. Por eso, no entiendo qué ha podido pasarle.

—Ahora lo más urgente —le ordenó el maestrescuela— es que vayáis, con los alguaciles del Estudio, a recoger el cadáver, para que podáis examinarlo y determinar la causa de su muerte antes de que lleguen los alguaciles del Concejo.

—Así lo haré. Y espero que os repongáis pronto —se despidió.

—Id con Dios.

A Rojas no le fue difícil localizar a los alguaciles en una taberna próxima a las Escuelas, donde solían matar las horas cuando no estaban de servicio. Una vez en la obra, les ordenó que improvisaran unas andas con algunas tablas y palos que había por allí y colocaran sobre ellas el cadáver, cubierto con una manta. Mientras tanto, Rojas procedió a examinar con atención el lugar de los hechos, para ver si encontraba algún indicio. Sobre la nieve que había en el andamio, descubrió dos surcos paralelos que llegaban hasta el lugar en el que estaba el cadáver, lo que quería decir que alguien lo había arrastrado y que, por tanto, ya estaba muerto cuando lo subieron allí. Este hecho se veía confirmado, además, por la ausencia de huellas de la víctima, que hubieran resultado inconfundibles, pues calzaba sandalias. En cambio, sí se apreciaban las de una segunda persona, todas ellas en una misma dirección, si bien unas eran más profundas que otras. Naturalmente, esto quería decir que, en un principio, la persona en cuestión había tenido que tirar del cadáver, caminando hacia atrás, de ahí la mayor hondura en la nieve. Las otras eran del momento en que abandonó el andamio.

Después, le echó un vistazo al resto del patio, donde encontró algunas huellas de sandalias, junto a otras como las que ya había visto en el andamio. Pero lo que más llamó su atención fue el signo que encontró junto a una de esas pisadas. Se trataba de una O, probablemente dibujada con un palo. ¿Habría intentado fray Jerónimo escribir el nombre de su agresor sobre la nieve?

Tras buscar sin éxito alguna letra más, ordenó el traslado del cadáver al Hospital del Estudio. Allí mandó que lo llevaran a una pequeña sala con chimenea; también pidió que encendieran el fuego y que, a mayores, trajeran varios braseros, para que se deshelara. En un primer examen, no halló ninguna herida ni señal de violencia. Pero, cuando por fin pudo abrirle la boca, se encontró con la sorpresa de que le habían arrancado la lengua. Asimismo, pudo apreciar que la raíz de ésta presentaba un color negro muy característico. Esto, sin duda, venía a desmentir la hipótesis de que la muerte de fray Juan formaba parte de la serie de crímenes, si bien había que tener en cuenta que la víctima no era un estudiante, lo que complicaba todavía más las cosas.

—¡Dios mío, estáis aquí! —exclamó de repente fray Antonio desde la puerta.

—¿Y dónde esperabais que estuviera?

—Cuando, hace un rato, oí que había un nuevo muerto —explicó el fraile—, me dio un vuelco el corazón, y he salido corriendo a buscaros. Por el camino, me he encontrado con un alguacil del Estudio. Le he preguntado por vos y me ha dicho, sin más, que estabais en el Hospital. Así que, por un momento, he pensado que, en efecto, erais vos la víctima…

—Pues ya veis que sigo vivo —lo interrumpió Rojas.

—No gana uno para sustos.

—Me alegra, de todas formas, que hayáis venido con tanta celeridad; me habéis ahorrado una visita al convento.

—¿Alguna novedad? —preguntó el fraile con interés.

—Lamento mucho tener que deciros que estabais equivocado. La muerte de fray Juan de Sahagún no forma parte de la serie.

—¡No es posible!

—Comprobadlo vos mismo —le rogó, señalando la boca del cadáver.

Fray Antonio se acercó a la mesa y vio que a fray Jerónimo le habían cortado la lengua.

—Tenéis razón —concedió, mientras se rascaba, pensativo, la tonsura—. Pero, por otro lado, no se trata de un estudiante.

—Si es por eso, tampoco fray Juan de Sahagún lo era, cuando lo mataron.

—Entonces, ¿creéis que éste es el crimen que completa la serie? —preguntó fray Antonio no muy convencido.

—Eso parece. Y esperemos que, en verdad, sea el último. Estoy ya harto de recoger cadáveres.

—¿Y no habéis pensado que podría haberlo hecho la gente del arzobispo?

—¿Por qué motivo?

—Como castigo por haberos revelado algunas cosas de su hijo o para evitar que pudiera contaros nuevos secretos.

—Pero yo mismo he intentado interrogarlo esta mañana y ha simulado no conocerme, lo que demuestra que ya lo habían amenazado para que no hablara. Así que no hacía falta matarlo.

—Tal vez os vieran de nuevo con él, y hayan decidido no correr riesgos.

—¿Y por qué le han cortado la lengua?

—Vos mismo me habéis contado que la gente del arzobispo parecía estar al tanto de los otros crímenes. De modo que se han limitado a seguir la pauta.

—Ya entiendo. Pero ¿con qué fin?

—Muy fácil. Para sembrar el desconcierto en vos y, de paso, para mandar un aviso al autor de las muertes.

—No acabo de verlo. Pero puede que sea como sugerís —concedió Rojas—; y eso hace que me sienta más responsable. Ya sería la segunda víctima que muere por mi culpa en este caso.

—No entiendo por qué lo decís.

—Porque no sólo no consigo evitar las muertes ya previstas, sino que añado algunas otras a causa de mi torpeza. Y a vos más os valiera que no os mezclarais conmigo y os encerrarais, durante varios días, en el convento.

—Digáis lo que digáis, no pienso dejaros solo en esto.

—Por otra parte, debo confesaros que, aunque tengáis razón en lo de fray Jerónimo, sigo sin acabar de creer que la muerte de fray Juan de Sahagún forme parte de la serie. Así que debo estar prevenido, por si acaso.

—Me temo que, una vez más, os equivocáis.

—Ojalá sea así. Ahora, si me lo permitís, debo ir al convento de San Francisco.

—¿Vais a pedirle ayuda a fray Germán de Benavente? —inquirió, algo dolido, fray Antonio—. ¿Es que ya no confiáis en mí?

—¿Por qué no había de confiar en vos? Tengo que ir al convento de San Francisco —le informó— porque es allí donde se encuentra el archivo de los Linajes y donde tenía su refugio fray Jerónimo.

—¿Seguís, pues, con las pesquisas?

—¿Acaso tengo otra opción? De un momento a otro, y si Dios no lo remedia, esta ciudad puede verse envuelta de nuevo en una guerra. Como bien sabéis, la sangre llama a la sangre, y aquí ya empieza a haber demasiadas muertes.

—Prometedme, entonces, que iréis con cuidado y que seguiréis contando conmigo.

—Lo haré, no os preocupéis. Pero ahora debéis ocuparos de vuestros asuntos. Seguramente, vuestro alumno os espera en la farmacia.

—Callad, no me habléis de él —se quejó fray Antonio—. A veces me dan ganas de envenenarlo con sus propias medicinas; me refiero a las que él elabora a partir de mis recetas, que, en lugar de sanar, matan. Dejadme que os acompañe, al menos, hasta la puerta del convento de San Francisco. Me vendrá bien caminar un poco.